Princesa pobre, hombre rico - Amor bajo sospecha - En poder del griego - Robyn Donald - E-Book

Princesa pobre, hombre rico - Amor bajo sospecha - En poder del griego E-Book

ROBYN DONALD

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Beschreibung

Ómnibus Bianca 462 Princesa pobre, hombre rico Robyn Donald El objetivo del multimillonario Alex Matthews era Serina de Montevel, una bella princesa sin corona. Su deber consistía en mantener a su hermano bajo vigilancia, pero era Serina quien le interesaba de verdad. Prácticamente secuestrada en una mansión tropical, Serina descubrió que su decoro empezaba a resquebrajarse ante el poder de seducción de Alex. Amor bajo sospecha Cathy Williams Elizabeth Jones creía que iba a conocer a su padre, pero el arrogante Andreas Nicolaides tenía otros planes para aquella hermosa desconocida que se presentó sin previo aviso en su casa. ¿No se trataría de una cazafortunas decidida a hacerse con la herencia de su padrino? Para averiguarlo y no perderla de vista, la haría trabajar para él. Lo que Andreas no había calculado era hasta qué punto sus sensuales curvas se convertirían en una constante distracción… En poder del griego Catherine George Isobel James no puede creer que esté en Grecia sola. Cuando el magnate Lukas Andreadis encuentra a Isobel perdida en su playa privada, supone que es otra periodista fingiéndose en apuros con objeto de conseguir una exclusiva. Un interrogatorio en su villa revela la verdad… pero Lukas descubre que se siente muy intrigado por la bonita intrusa.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por Harlequin Ibérica. Una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Avenida de Burgos, 8B - Planta 18 28036 Madrid

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. N.º 462 - noviembre 2023

© 2010 Robyn Donald Kingston Princesa pobre, hombre rico Título original: Brooding Billionaire, Impoverished Princess

© 2010 Cathy Williams Amor bajo sospecha Título original: Powerful Boss, Prim Miss Jones

© 2010 Catherine George En poder del griego Título original: The Power of the Legendary Greek Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd. Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A. Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia. ® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países. Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos os derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-1180-504-9

Capítulo 1

LEX Matthews, en el salón de baile del palacio, miró alrededor. La orquesta estaba tocando una canción popular de Carathia, una melodía a tiempo de vals que era la señal para que los invitados se uniesen al baile. El resultado fue un revoloteo de vestidos de todos los colores y magníficas joyas.

Las angulosas facciones de Alex se suavizaron un poco al ver a la novia. Su hermanastra era más bella que cualquier diamante, su expresión de felicidad haciendo que se sintiera como un extraño. Más joven que él, Rosie era hija de la segunda mujer de su padre y, aunque se habían hecho amigos durante esos años, nunca había tenido una relación muy estrecha con ella.

Alex miró entonces a su cuñado, el gran duque de Carathia. Gerd no era un hombre dado a mostrar sus emociones en público y Alex parpadeó, sorprendido, al ver su expresión mientras miraba a su flamante esposa. Era como si estuvieran solos en el salón de baile, como si no hubiera nadie más.

Y esa mirada produjo en él una emoción extraña.

¿Envidia? No.

Sexo y afecto eran conceptos que entendía, respeto y simpatía también. Pero el amor era una emoción desconocida para él.

Probablemente siempre lo sería. Experimentar una emoción tan profunda no era parte de su carácter y como romper corazones no era algo que disfrutase, una lección que había aprendido en su juventud, ahora sólo elegía amantes que lo aceptasen por lo que era.

Pero, aunque no podía imaginarse a sí mismo experimentando tal emoción, se alegraba mucho por Rosie. Gerd y él eran primos lejanos, pero habían crecido como hermanos y si alguien merecía el amor de Rosie, ése era Gerd.

Las parejas empezaron a bailar alrededor de los novios, dejando un espacio en el centro de la pista.

–¿Piensas quedarte aquí, sin bailar? –le preguntó un hombre, a su lado.

–No, tengo prometido este baile –Alex miró alrededor, buscando a una mujer en concreto.

Elegante y sereno, el bello rostro de la princesa Serina no revelaba nada. Pero hasta que Rosie y Gerd anunciaron su compromiso, la mayoría de la gente en el reducido círculo de la aristocracia había creído que ella sería la nueva gran duquesa de Carathia.

Sin embargo, si Serina de Montevel estaba dolida, se negaba a darle a nadie la satisfacción de verlo en su rostro. Y Alex la admiraba por ello.

Durante los últimos días había escuchado muchos comentarios, algunos compasivos pero la mayoría de gente que buscaba algún drama, la posibilidad de verla con el corazón roto.

Pero la princesa no necesitaba su protección. Su armadura de buenas maneras, sofisticación y seguridad dejaba bien claro que podía defenderse sola.

La había conocido un año antes, durante la coronación de Gerd. Se la había presentado un viejo aristócrata español, dándole todos sus nombres y apellidos... y Alex había visto un brillo de burla en los asombrosos ojos color violeta de la princesa.

Y cuando protestó por la imposibilidad de recordarlos todos, ella sonrió.

–Si existieran las mismas convenciones en Nueva Zelanda, también ustedes tendrían una larga colección de apellidos. No son más que una especie de árbol genealógico.

Tal vez lo había dicho en serio pero ahora, después de saber la verdad sobre su hermano, Alex no estaba tan seguro. Doran de Montevel sabía muy bien que esos apellidos eran parte de la historia de Europa y se aprovechaba de ello.

¿Sabría la princesa en qué enredo se había metido su hermano?

De ser así no había hecho nada al respecto, de modo que quizá también ella quería volver a Montevel para ser una verdadera princesa en lugar de limitarse a llevar un título heredado de su depuesto padre.

Y Alex necesitaba descubrir qué era lo que sabía, de modo que se acercó.

Serina lo vio llegar y, de inmediato, esbozó una amable sonrisa. El color violeta de su vestido, que hacía juego con el de sus ojos, destacaba una cintura estrecha y unas curvas que despertaban algo elemental y fiero dentro de él, un deseo de descubrir qué había bajo aquella preciosa fachada, a retarla a un nivel primitivo, de hombre a mujer.

–Hola, Alex. Ésta es una ocasión feliz para todos nosotros.

–Sí, desde luego –dijo él.

–Nunca había visto una novia tan feliz y Gerd está... casi transfigurado.

Alex admiraba su habilidad para disimular que tenía el corazón roto. Si tenía el corazón roto.

–Desde luego que sí. Y éste es mi baile, creo.

Sin dejar de sonreír, Serina puso una mano en su brazo para dejar que la llevase a la pista de baile y Alex recordó una frase de su infancia: «Blanca como la nieve, roja como la sangre, negra como el ébano». Era de Blancanieves.

Sí, Serina también era una perfecta princesa de nieve.

Tan exquisita como la princesa de un cuento de hadas, irradiaba gracia, belleza y elegancia. Su cabello oscuro, adornado con una diadema, contrastaba con la palidez de su piel. Tenía unas facciones clásicas, pero sus labios no eran rojos, sino pintados en un discreto tono coral. El rojo hubiera sido demasiado llamativo, demasiado provocativo para una princesa.

Pero eran unos labios muy tentadores...

Un instinto tan viejo como el tiempo despertó a la vida en Alex. Había deseado a Serina Montevel desde que la vio por primera vez, pero como también él se preguntaba si su corazón se habría roto al conocer el compromiso de Gerd, no había hecho nada para llamar su atención. Sin embargo, había pasado un año, tiempo suficiente para curar un dolido corazón.

O eso esperaba.

Serina levantó la mirada hacia su acompañante y se quedó sin aliento durante un segundo. Alto, moreno y arrogantemente atractivo, Alex Matthews ejercía un extraño efecto en ella.

–Es una tradición muy bonita –murmuró, señalando a los novios.

Ni Rosie ni Gerd sonreían. Se miraban a los ojos como si estuvieran solos, absortos el uno en el otro, tanto que Serina sintió un punzada de pesar.

No, no de pesar, tal vez de cierta envidia.

Un año antes había decidido dejarle claro a Gerd, sin ser tan grosera como para decirlo con palabras, que no tenía intención de convertirse en la gran duquesa de Carathia. Lo admiraba mucho y tal unión habría resuelto todos sus problemas, pero ella quería algo más que un matrimonio de conveniencia.

Y, al final, había sido lo mejor para todos porque poco después Gerd había empezado una relación con Rosie, una joven a la que conocía desde niña, y por la que había perdido el corazón.

¿Cómo sería sentir eso?, se preguntó. ¿Cómo sería amarse tan ardientemente que incluso en público uno era incapaz de contener sus emociones?

–Hacen buena pareja.

La enigmática mirada de Alex, tan acerada como un sable, hizo que se sintiera ligeramente acalorada. Qué tontería había dicho, pensó. Por supuesto que hacían buena pareja. Acababan de casarse y estaban locos el uno por el otro. Por el momento, al menos.

Había leído en algún sitio que la pasión duraba dos años, de modo que tal vez Gerd y Rosie disfrutarían de otro año de amor incandescente antes de que la pasión empezase a desaparecer.

–Muy perceptiva –bromeó Alex–. Sí, hacen buena pareja.

Serina apoyó una mano en su hombro y él tomó la otra mientras se unían al resto de las parejas para bailar el vals. Pero estaba tan nerviosa que tropezó después de dar el primer paso...

Alex la sujetó por la cintura.

–Relájate, no pasa nada.

El cálido aliento masculino hizo que sintiera un escalofrío y, sorprendida por tal reacción, Serina se apartó un poco.

Le había ocurrido antes, la primera vez que se vieron. Era como una descarga de adrenalina, como si estuviera enfrentándose a un peligro.

¿Sentiría él lo mismo?

Cuando se arriesgó a mirarlo, con el corazón latiendo como loco dentro de su pecho, notó que también Alex parecía turbado.

–Lo siento, estaba distraída. Ha sido una de las bodas más bonitas que he visto nunca –empezó a decir a toda prisa–. Rosie es muy feliz y es sorprendente ver a Gerd tan emocionado.

–Sin embargo, tú pareces un poco disgustada. ¿Te preocupa algo?

Sí, varias cosas, de hecho. Sobre todo una en particular.

Pero Alex no se refería a su hermano. Seguramente había notado que la gente la miraba en el baile, algunos con compasión, otros de forma maliciosa.

–Para ella debe de ser un mal trago –había oído que decía una duquesa francesa.

–Su hermano estará furioso –replicó su acompañante, riendo–. Ahora que no ha conseguido al gran duque ya no tienen ninguna posibilidad de salir de la pobreza. Y que se haya casado con una chica sin título nobiliario debe de ser muy duro para ellos.

No todo el mundo era tan malvado, pero Serina había notado que muchas conversaciones terminaban abruptamente en cuanto ella se acercaba.

Que pensaran lo que quisieran, se dijo a sí misma, mientras miraba a Alex de nuevo.

–No me pasa nada, estoy bien.

–Habrás notado que mucha gente se pregunta si lamentas haber perdido una oportunidad con Gerd.

Ah, por fin se había atrevido a decirlo. Serina echó la cabeza hacia atrás para mirarlo a los ojos, rezando para que no notase lo angustiada que estaba.

–Imagino que lo lamento tanto como Gerd. Es decir, nada.

–¿Ah, sí?

–Desde luego.

–Me alegro.

Serina lo miró, interrogante. Estaba flirteando con ella, era evidente. Y tenía intención de responder. Pero primero tenía que saber algo. –Me sorprende que estés solo este fin de semana. Su última amante conocida había sido una heredera griega bellísima, recientemente divorciada. Según los rumores, Alex era el causante del divorcio, pero Serina no podía creerlo. Alex Matthews tenía fama de hombre íntegro y le parecería extraño que hubiera comprometido esa integridad por una aventura pasajera.

Claro que ella no sabía mucho sobre Alex. Nada en realidad salvo que había usado su formidable inteligencia y su ambición para levantar un imperio económico.

Además, su aventura con la heredera griega podría ser algo serio. –¿Por qué te sorprende? –preguntó él–. No tengo pareja ni estoy comprometido.

«Yo tampoco» hubiera sido una invitación muy descarada, de modo que Serina se contentó con asentir con la cabeza mientras seguían bailando.

Alex era un excelente bailarín y se movía con la gracia de un atleta. Y el elegante esmoquin no podía disimular lo formidable del cuerpo que había debajo.

–¿Y qué planes tienes ahora? –le preguntó Alex.

–No lo sé.

–¿Eres feliz acudiendo a fiestas y eventos sociales?

–No, en realidad estaba pensando volver a la universidad.

Él la miró, sorprendido.

–Creí que eras la musa de Rassel.

–Hemos decidido que necesita una musa nueva –dijo ella entonces.

Ser la musa del diseñador francés había sido estimulante y divertido, pero, aunque perder el generoso salario era un duro golpe, en realidad también había sido un alivio cuando Rassel decidió que necesitaba alguien más moderno, más acorde con el nuevo estilo de sus colecciones.

Y Serina no se hacía ilusiones. Rassel la había elegido a ella porque le podía presentar a la gente adecuada, asegurándole la entrada en determinados círcu los. El hecho de que fotografiase bien y tuviera un cuerpo perfecto para la ropa que diseñaba había ayudado a tomar esa decisión, pero siempre había sido una relación problemática. Aunque Rassel se refería a ella como su musa, esperaba que se comportase como una modelo y le costaba mucho aceptar sus sugerencias. Y ahora que tenía un nombre, ya no la necesitaba.

Y ella no necesitaba su monstruoso ego o sus inseguridades.

–¿Qué piensas estudiar?

–Paisajismo.

Estaba deseando empezar. Había recibido una pequeña herencia de su abuelo, el último rey de Montevel, y con ese dinero y el que ganaba gracias a su columna semanal sobre jardinería en una conocida revista tendría suficiente para que Doran terminase sus estudios y para pagar la matrícula y el alquiler del apartamento.

–Ah, debería haberlo imaginado –Alex sonrió–. ¿Seguirás escribiendo esa columna en la revista?

–Sí, espero que sí. Se arriesgaron conmigo y yo siempre he hecho todo lo posible para darles lo que esperaban.

¿Por qué estaba justificándose ante aquel hombre? Serina intentó ignorar un extraño cosquilleo en el estómago cuando lo miró a los ojos.

–¿Por qué paisajismo?

–Aparte de admirar la belleza de los parques y jardines, respeto las imposibles ambiciones de los jardi neros, su deseo de crear algo perfecto, ideal, de volver al paraíso. Y creo que lo haría bien, además.

–Con tu título y tu caché, seguro que lo conseguirás.

El comentario, hecho de manera despreocupada, le dolió. Especialmente porque sabía que había un elemento de verdad en él.

–Imagino que me ayudará, pero para tener éxito hace falta algo más que eso.

–¿Y crees que tienes lo que hace falta?

–Sé que lo tengo –respondió ella.

Alex levantó su mano para inspeccionarla.

–Una piel perfecta –dijo, irónico–. Ni un arañazo, ni una mancha. Unas uñas inmaculadas. Seguro que nunca te las has ensuciado.

Serina esbozó una sonrisa.

–¿Quieres apostar algo?

La risa de Alex rompió unas defensas ya debilitadas por el roce de su cuerpo mientras bailaban.

–No, mejor no. ¿Tenías un jardín de niña?

–Sí, claro. Mi madre creía que la jardinería era buena para los niños.

–Ah, claro, había olvidado que el jardín de tus padres en la Riviera era famoso por su belleza.

–Sí, lo era –asintió ella. Trabajar en el jardín había consolado a su madre cuando las aventuras de su marido aparecían en los periódicos.

Pero la propiedad había sido vendida tras la muerte de sus padres. Había desaparecido, como todo lo demás, para pagar las deudas.

La música terminó entonces y Alex la miró a los ojos con expresión de desafío.

–Deberías venir a Nueva Zelanda. Hay unas plantas fascinantes, un paisaje soberbio y algunos de los mejores jardines del mundo.

–Eso me han dicho. Tal vez algún día.

–Yo vuelvo mañana. ¿Por qué no vienes conmigo?

Serina lo miró, sorprendida. ¿Cómo se le ocurría sugerir algo así? Sin embargo, tuvo que resistir el absurdo deseo de aceptar su oferta.

«Haz la maleta y márchate», le decía una vocecita.

Pero no podía hacerlo.

–Gracias, pero no. No podría marcharme así, de repente, por mucho que quisiera.

–¿Hay algo que te retenga en este lado del mun do? ¿Alguna ocasión que no quieras perderte? ¿Un amante quizá? –le preguntó Alex.

Serina notó que le ardían las mejillas. ¿Un amante? No había tal hombre en su vida... nunca lo había habido.

–No, nada de eso. Pero no puedo desaparecer.

–¿Por qué no? Haruru, mi propiedad en Northland, está en la costa y, si te interesa la flora, hay una gran cantidad y variedad. En Northland, los botánicos siguen descubriendo nuevas especies.

Sonreía con tal simpatía que, por un momento, Serina se olvidó de todo salvo del deseo absurdo de ir con él.

Su apartamento en Niza era pequeño, sin aire acondicionado y las calles estaban llenas de turistas. Sin embargo, las fotografías que había visto de Nueva Zelanda mostraban un país verde, exuberante, misterioso y lleno de bosques.

Pero era imposible.

–Suena estupendo, pero yo no hago las cosas por impulso.

–Tal vez deberías hacerlas. Y puedes llevar a tu hermano si quieres.

Si pudiera... la tentación era muy fuerte.

Un viaje a Nueva Zelanda podría apartar a Doran de ese estúpido juego de ordenador que sus amigos y él estaban diseñando. Dado a violentos entusiasmos, su hermano solía perder interés en todo tarde o temprano, pero su fascinación con aquel juego empezaba a parecerle una preocupante adicción. Serina apenas lo había visto en los últimos meses y unas vacaciones podrían sentarle bien.

Además, sería una manera de escapar de las miraditas de la gente y de la grosería de los paparazzi, que exigían saber lo que sentía ahora que su corazón estaba supuestamente roto por la boda de Gerd.

Si iba a Nueva Zelanda con Alex Matthews, todo el mundo pensaría que eran amantes. ¡Y cómo le gustaría restregarles por la cara esa supuesta aventura a ciertas personas!

Durante un segundo estuvo a punto de aceptar, pero enseguida recuperó el sentido común. ¿Cómo iba a demostrar eso que no tenía el corazón roto?

No, los periodistas dirían que estaba consolándose con Alex y, por lo tanto, confirmando sus sospechas.

–Muchas gracias, de verdad, pero no puedo permitirme unas vacaciones ahora mismo.

Alex se encogió de hombros.

–Comparto un jet con Kelt y Gerd, de modo que el avión no sería un problema. Y tengo una cita en Madrid dentro de un mes, así que podría dejarte en Ni za de camino –insistió, sin dejar de mirarla a los ojos–. ¿O es que tienes miedo?

–¿Por qué iba a tener miedo?

Aprensión, quizá. Se le encogía el estómago cada vez que la miraba así. Alex Matthews era un hombre impresionante, pero Doran...

Serina miró a su hermano, que reía con un grupo de jóvenes, uno de los cuales era hijo de un antiguo socio de su padre, otro exiliado de Montevel. Había sido Janke quien inició a Doran en la emoción de los juegos de ordenador y juntos habían desarrollado la idea de uno que, según ellos, los haría ganar una fortuna.

Sería un éxito, le había dicho su hermano, entusiasmado, haciéndole jurar que no le contaría nada a nadie por miedo a que les robasen la idea.

–No tienes nada que temer –siguió Alex, devolviéndola al presente.

–Lo sé –dijo ella.

–Y el alojamiento tampoco será un problema. Vivo en una enorme casa de estilo victoriano con tantos dormitorios que ni puedo contarlos. Además de preciosa, Northland es una zona muy interesante, el primer sitio en el que los maoríes y los europeos empezaron a mezclarse.

–No, lo siento. Eres muy amable, pero no puedo –insistió Serina.

–¿Por qué no le preguntas a tu hermano qué le parece?

Doran se negaría, estaba segura.

–Muy bien, lo haré.

Su hermano se acercaba a ellos en ese momento, delgado y atlético a pesar de llevar seis meses pegado a la pantalla de un ordenador.

Y cuando Alex mencionó la idea de ir a Nueva Zelanda, Doran respondió con su habitual entusiasmo:

–¡Pues claro que debes ir, Serina!

–La invitación es para ti también –dijo Alex.

–Ojalá pudiese ir, pero... bueno, tú ya sabes lo que pasa –el chico se encogió de hombros–. Tengo muchos compromisos.

–Y yo tengo entendido que te interesa el submarinismo.

–Sí, mucho.

–Pues en Nueva Zelanda hay sitios estupendos para hacerlo. Unos amigos míos van a Vanuatu, en el Pacífico, para bucear en los arrecifes de coral. Si estás interesado, seguro que te harían un sitio en el barco.

La expresión emocionada de Doran era casi cómica.

–Me encantaría...

–Me han dicho que van a ver unos barcos hundidos durante la II Guerra Mundial –lo tentó Alex.

–¿Y no hay que ser un buceador experto para bajar a tanta profundidad? –preguntó Serina.

–¿Qué experiencia tienes, Doran?

El chico le dio todo tipo de información y, cuando terminó, Alex asintió con la cabeza. –Yo creo que sí podrías hacerlo. Además, mis amigos son buceadores expertos y gente muy responsable.

Cuando mencionó el nombre de una familia famosa por sus exploraciones en el mar, grabadas para la televisión, Doran prácticamente se puso a dar saltos de alegría.

–¡Yo soy un buceador muy cauto! Tú lo sabes, Serina.

Ella parpadeó, desconcertada.

–Sí, claro. Pero tendría que ir a Vanuatu y no podemos esperar que esa gente se haga cargo de él...

–Doran no será una molestia –la interrumpió Alex–. Además, tu hermano podría hacer algo en el barco para pagarse el pasaje.

–Eso me encantaría –dijo Doran.

–No sé qué decir –murmuró Serina.

–Me voy mañana por la mañana –anunció Alex–. Si decidís venir conmigo, llamadme al móvil. Y ahora, si me perdonáis, voy a preguntarle a Gerd si necesita algo.

Capítulo 2

ASI sin esperar a que Alex se alejase, Doran le espetó con tono desafiante: –Serina, no seas tan aguafiestas. Soy un adul to y bucear en Vanuatu sería fantástico. Y como has dejado que Gerd se te escapase de las manos, seguramente ésta será la única oportunidad que tenga de ir a Nueva Zelanda.

–Pensé que ibas a ganar una fortuna con ese juego de ordenador –replicó ella, irónica.

Pero enseguida se arrepintió. Su hermano la quería mucho y ella lo sabía. Pero era tan joven...

–Sí, bueno, perdóname –se disculpó Doran–. Lo siento, pero...

–Además, le has dicho a Alex que no podías ir.

–Pero es una oportunidad que no puedo perderme. Bucear en Vanuatu es un sueño para cualquiera que le guste el mar.

–En ese caso, serías tonto si no aceptaras la oferta de Alex.

–Y tú también.

Aparentemente, Doran rechazaría la oportunidad si lo hacía ella y, rindiéndose, Serina se encogió de hombros.

–Muy bien, de acuerdo. Siempre he querido conocer Nueva Zelanda y sería una oportunidad estupenda para escribir algo nuevo en mi columna.

–Serina, relájate un poco. Olvídate de la columna y de que eres mi hermana mayor y pásalo bien. Dale a Alex Matthews la oportunidad de demostrarte lo fácil que puede ser la vida cuando uno no intenta ser un modelo de comportamiento para nadie.

El comentario le dolió, pero intentó sonreír.

–Sí, tal vez lo haga.

Mientras veía alejarse a su hermano se preguntó por qué no se alegraba de que, gracias a Alex, todo estuviera en su sitio.

Sin embargo, no podía dejar de recordar el último comentario de Doran.

¿Pasarlo bien con Alex Matthews?

Lo vio entonces charlando con la pareja de novios y, sin darse cuenta, lo observó detenidamente: sus facciones, el cuerpo fibroso bajo el esmoquin, el formidable impacto de su presencia.

De repente, su pulso se había acelerado y no sabía por qué. Alex la impresionaba demasiado y eso podía ser peligroso.

Claro que cuando se conocieran mejor podría no gustarle tanto...

Serina intentó llevar aire a sus pulmones. Le gustase o no, cada vez que veía a Alex Matthews, o incluso cuando pensaba en él, sentía un cosquilleo extraño, una mezcla de miedo y emoción, como si sus hormonas se volvieran locas.

Y si iba con él a Nueva Zelanda sospechaba que sería aún más vulnerable. ¿Podría controlar aquella alocada respuesta y volver de allí sin que hubiese ocurrido nada?

Sonaba ridículamente victoriano, como la mansión en la que vivía Alex. Pero no tenía por qué ir. Doran quería hacerlo, pero ella podría rechazar la invitación...

Y pasar el resto de su vida preguntándose por qué había sido tan cobarde.

Intentando serenarse, se dedicó a saludar a sus conocidos pero al final de la noche se encontró con alguien a quien había evitado durante toda la fiesta. Magníficamente vestida, la mujer, de cierta edad, seguía siendo bellísima.

Tan bella como para enamorar a su padre.

Al recordar la angustia de su madre por esa aventura, Serina tuvo que hacer un esfuerzo para disimular su disgusto.

–Querida, éste debe de ser un momento muy difícil para ti. Admiro que hayas sido tan valiente como para venir –le dijo, con un odioso gesto de compasión.

–Te aseguro que no me ha hecho falta ninguna valentía –replicó Serina.

La mujer suspiró.

–Ah, qué noble. Te pareces a tu querido padre, que se agarraba a su orgullo aristocrático incluso cuando lo había perdido todo. Yo admiraba su espíritu en vista de tal tragedia y deseaba que hubiera sido recompensando.

La enfureció tanto que se atreviese a hablar de su padre que, sin confiar en su voz, Serina se limitó a levantar las cejas.

–Y en cuanto a ti –siguió la mujer–, espero que el dolor del rechazo pase pronto. Un corazón roto es... –no terminó la frase, mirando por encima del hombro de Serina–. Ah, señor Matthews, qué alegría verlo –dijo entonces, su tono imbuido de sensualidad.

–Lo mismo digo –la saludó Alex.

–Estaba diciéndole a la princesa que no vale la pena llorar por un amor perdido, pero veo que no tengo que aburrirla con eso. Evidentemente, ha dejado el pasado atrás para mirar hacia el futuro.

–Es muy amable por su parte interesarse por mi vida –dijo Serina entonces.

¿Como se atrevía a insinuar que tenía una aventura con Alex?

–Discúlpenos, señora –dijo él entonces–. El gran duque y la gran duquesa desean hablar con la princesa antes de marcharse.

Mientras se alejaban, Serina dijo entre dientes:

–No tenías que rescatarme, puedo arreglármelas sola.

–No tengo la menor duda, pero no me gustan los buitres. Ensucian el ambiente.

–Es una mujer horrible, pero eso es demasiado fuerte.

–Y tú eres demasiado amable.

Serina sonrió.

–Ah, me gusta esa sonrisa –dijo Alex–. Deberías sonreír más a menudo.

–No sonrío a petición del público –replicó ella, molesta.

–Cuidado, Alteza, se te está cayendo la máscara.

–¿Qué máscara?

–La que llevas todo el tiempo, la máscara de perfecta princesa que esconde a la persona que hay detrás –respondió él, con una insolencia intolerable.

¿Así era como la veía, como alguien escondido tras una máscara?

–Ya no soy una princesa de verdad. Montevel es una república ahora, de modo que es un título sin sentido. E imagino que sabrás que nadie es perfecto.

–¿Entonces qué hay detrás de ese rostro tan increíblemente hermoso, de esa postura elegante y refinada?

–Una persona normal –respondió ella.

Una persona muy normal, enfadada por la conversación con la antigua amante de su padre y secretamente emocionada por los cumplidos de Alex.

Afortunadamente, habían llegado al lado de Gerd y Rosie.

–Por favor, decidle a Serina que le encantaría Nueva Zelanda. No sé si la he convencido de que merece la pena ir al otro lado del mundo para verlo.

La gran duquesa sonrió.

–Pues claro que te gustará. Ningún país puede compararse con Nueva Zelanda... aparte de Carathia, claro. Y Northland es una maravilla.

–Todo el mundo dice que es maravilloso.

–Y Haruru es mágico –siguió Rosie–. Enorme, verde y con playas tan bonitas como las del Mediterráneo.

–Gerd, tal vez tú podrías asegurarle a la princesa que conmigo estaría a salvo –dijo Alex entonces. Avergonzada por su descaro, Serina lo fulminó con la mirada. –Eso ya lo sé. Gerd levantó las cejas y los dos hombres intercambiaron una mirada. Aunque Alex y el gran duque no se parecían mucho, en ese momento el parecido entre los dos era mayor que las diferencias.

–Puedes confiar en Alex –dijo Gerd.

–Por supuesto que sí –afirmó Rosie–. Incluso cuan do se pone insoportable... no, sobre todo cuando se pone insoportable es un hombre de palabra.

–Estoy segura de que lo es –Serina intentó sonreír, incómoda–. Pero es que no estoy acostumbrada a tomar decisiones así, de repente.

Siguieron charlando durante unos minutos y, después de desearles felicidad, Alex la tomó del brazo. –¿Entonces vendrás a Nueva Zelanda conmigo? –Sí –contestó ella, tomando la decisión de repente. Los ojos de color lapislázuli sostuvieron los suyos durante un momento. –Lo pasarás bien –le prometió Alex–. Y piensa en las columnas que podrás escribir desde allí para tu revista. Nos iremos mañana, a las diez.

A Serina le temblaban los dedos mientras se abrochaba el cinturón de seguridad. Los cosméticos escondían las ojeras de no haber pegado ojo en toda la noche, pero nada podía evitar la angustia que sentía en el estómago.

La noche anterior, después de su encuentro con la antigua amante de su padre, había sido fácil mostrarse desafiante. Pero cuando el baile terminó y Rosie y Gerd salieron bajo una lluvia de pétalos de rosa, había vuelto a su habitación preguntándose por qué ha bía dejado que su desagrado por esa mujer la obligase a tomar una decisión que podía lamentar.

Y había habido un par de sorpresas por la mañana. La primera, cuando Alex le dijo que Doran se había ido a Vanuatu esa misma noche.

–¿Pero cómo...? ¿Por qué? –exclamó, mientras el coche los llevaba al aeropuerto.

–Mi amigo me dijo que estaban a punto de irse a Vanuatu, así que le pedí a Doran que organizase el viaje lo antes posible.

Serina lo miró con una mezcla de sorpresa e indignación. Doran siempre había dependido de ella para organizar cualquier viaje... ¿y quién había pagado el billete de avión?

Como si hubiera leído sus pensamientos, Alex dijo entonces:

–No te preocupes por el dinero. Doran y yo lo hemos solucionado entre nosotros.

–¿Cómo?

–Va a pasar las vacaciones trabajando para mí.

–¿Trabajando para ti? –repitió Serina, con una mezcla de sorpresa y alivio. Si Doran trabajaba para Alex, no tendría tiempo de sentarse frente al ordenador para soñar que se hacía rico con un juego.

–En una organización como la mía siempre hay cosas que hacer.

Serina lo miró, sorprendida.

–¿Por qué quieres ayudarlo, Alex?

–Estaba desesperado por ir a Vanuatu y me pareció la mejor forma de hacerlo –contestó él, encogiéndose de hombros.

–Es muy amable por tu parte.

–Yo no soy particularmente amable, pero no me gusta hacer una oferta para luego tener que retractarme. De esta forma, Doran tendrá las vacaciones que quería y también podrá ver algo del mundo. En cuanto a trabajar para mí, imagino que tendrá que ganarse la vida de alguna manera.

–Sí, claro.

–Y esa experiencia le dará una idea de cómo funciona el mundo empresarial.

Serina apenas había digerido aquella información cuando descubrió que el hermano de Gerd, Kelt, y su familia no iban a viajar con ellos.

–Pensé que irían con nosotros.

–Ellos van a Moraze para pasar unos días con sus suegros.

Había visto a Alex con los hijos de su primo, sorprendida y emocionada por la alegría que demostraban estando con él. Y su evidente afecto por ellos mostraba que Alex Matthews tenía un lado cariñoso.

De modo que estarían solos, o tan solos como podían estarlo en un avión con más tripulación que pasa jeros.

Y, sin embargo, sentía una emoción extraña. Ella, Serina de Montevel, que nunca había hecho nada arriesgado en su vida, se iba al otro lado del mundo con un hombre al que encontraba increíblemente atractivo.

Y «atractivo» era decir poco. Una mujer sensata habría rechazado la invitación. Pero se alegraba de no haber sido sensata por primera vez en su vida.

–¿Te da miedo viajar en avión?

–No, no, es que todo esto es nuevo para mí. Nunca había estado en un jet privado. –¿Ah, no? Eso me sorprende. –¿Por qué? Alex se echó hacia atrás en el asiento, mirándola con expresión enigmática.

–Tenía la impresión de que pasabas mucho tiempo con el circuito de la jet set y ellos se mueven en jet privado.

–Yo nunca he salido de Europa. ¿El jet lag es tan malo como dicen?

–Para algunas personas, sí. A mí no me molesta.

–Ah, un hombre de hierro –bromeó Serina.

La sonrisa de Alex fue tan inesperada, tan cálida, que tuvo que tragar saliva.

–¿Ha sonado presuntuoso? La verdad es que tengo suerte, pero tomo precauciones.

–¿Por ejemplo?

–Siempre pongo el reloj a la hora del país de destino –bromeó Alex–. Hay que adelantarlo nueve horas.

Serina miró el reloj, de una marca clásica y nada ostentosa pero muy elegante.

–No creo que eso sirva de mucho.

–Si puedes dormir un rato después de comer, te habrás acostumbrado a la hora de Auckland.

Dormir no sería difícil porque había pasado la noche mirando al techo de su habitación, preguntándose por qué había aceptado ir a Nueva Zelanda. Y qué esperaría él.

Nada, se dijo a sí misma. Sólo iba para conocer el país y por insistencia de Alex. Era la invitada del pri mo de Gerd y, además, él no parecía interesado en que fuera otra cosa.

–Rosie dice que ella bebe litros de agua e intenta caminar por el avión para que no se le duerman las piernas.

Aunque ni beber litros de agua ni ir caminando hasta Nueva Zelanda podría aminorar el ritmo de su corazón o evitar que fuera tan consciente del cuerpo de Alex a su lado, como si estuviera inhalando su esencia cada vez que respiraba.

–No tomar alcohol o cafeína también ayuda –dijo él.

–Eso no será un problema.

Pero cuando los motores empezaron a rugir y el avión tomó velocidad para despegar, Serina decidió que necesitaba algo fuerte. Con la boca seca, miró las montañas de Carathia mientras el jet tomaba altura.

Nunca en su vida se había portado de manera tan impetuosa. Nunca. No recordaba cuándo había decidido que la mejor manera de vivir era siendo discreta y sensata... tal vez había nacido siendo cauta.

O tal vez haber sido la confidente de su madre en la interminable saga de aventuras y disgustos con su padre la había hecho así. Años atrás juró que ella nunca sufriría de ese modo y, por el momento, ningún hombre había puesto a prueba esa decisión.

Sin embargo, la comparación de Alex con una muñeca había sido el empujón final, lo que hizo que decidiera soltarse el pelo, por así decir, y dar un paso hacia lo desconocido.

Cuando Alex le sonrió, el corazón de Serina dio un salto dentro de su pecho. En realidad, estaba disfrutando de esa embriagadora sensación de libertad. Medio asustada, medio emocionada, admitió que Doran había tenido razón.

A menos que quisiera llevar la máscara de princesa durante el resto de su vida, tenía que romperla y descubrir quién era en realidad Serina de Montevel.

Y mientras estuviera en Nueva Zelanda sería una persona normal, la persona que le había dicho a Alex que era.

De repente, sintió una intensa sensación de alivio, como si se le hubiera quitado un enorme peso de encima. Durante toda su vida había sido el apéndice de alguien, la hija de sus padres, la hermana de Doran, la última princesa de Montevel, la prima de todas las cabezas coronadas de Europa...

Incluso en su trabajo. Aunque había demostrado ser una buena columnista, con un don para describir un paisaje con palabras, había sido su título lo que le dio la oportunidad de escribir esa columna en la revista.

Manteniendo la mirada fija en las montañas, Serina vio cómo el avión se alejaba de la Europa que conocía tan bien para dirigirse a un lugar desconocido y más primario al otro lado del mundo.

–Yo tengo trabajo que hacer –dijo Alex entonces, levantándose–. Si necesitas algo, díselo a cualquiera de los auxiliares de vuelo.

–Muy bien.

Alto y fibroso, sus rasgos eran fuertes y turbadora-mente sensuales. Su estatura y la fuerza de su personalidad hacían que la cabina pareciese más pequeña.

¿Qué clase de amante sería?, se preguntó. ¿Tierno y considerado o salvamente apasionado?

Serina tuvo que tragar saliva. ¿Qué sabía ella de amantes, tiernos o apasionados? Si Alex intentase conquistarla, no sabría qué hacer.

Y seguramente eso le parecería muy aburrido.

Afortunadamente, una auxiliar de vuelo se acercó entonces con unas revistas, incluyendo aquélla para la que escribía.

Intentando dejar de pensar en Alex, Serina leyó su última columna, frunciendo el ceño ante una frase que podría haber mejorado, y después intentó concentrarse en la última moda.

Rassel había hecho bien en despedirla, pensó, haciendo una mueca al ver una fotografía de su última colección. Ese estilo tan alternativo no le quedaría bien. Su rostro y su persona eran demasiado convencionales.

Unos minutos después consiguió relajarse lo suficiente como para cerrar los ojos. El sonido de los motores y el silencio de la cabina la animaban a dormir. Pero, de repente, tuvo la sensación de ser observada.

¿Estaba Alex mirándola?

No, claro que no. Nerviosa, siguió leyendo la revista pero se le cerraban los ojos.

–¿Estás cansada?

–¿Eh? Ah, sí, un poco –contestó ella.

–Puedes usar el dormitorio, al fondo de la cabina –dijo Alex–. Allí estarás más cómoda.

Serina desabrochó el cinturón de seguridad, pero tuvo que agarrarse al respaldo del sillón cuando iba a levantarse.

–No pasa nada, tranquila. Estamos atravesando las montañas y hay algunas turbulencias. En cuanto lleguemos a una altura normal, todo irá mejor.

–No tengo miedo, pero gracias. Es que no lo esperaba.

Nerviosa, se dirigió al dormitorio para poner distancia, y una puerta, entre los dos.

Si hablar con él la ponía tan nerviosa, pasar un mes en Nueva Zelanda iba a ser una tortura, pensó.

Serina se llevó una mano al corazón cuando cerró la puerta. El dormitorio estaba decorado en tonos claros y alegres, con sábanas de lino y una manta de cachemir que parecía llamarla.

Pero lo más atractivo era ese ansia de algo que no conocía, algo de lo que tenía miedo pero que le parecía fascinante.

–Olvídate de eso y empieza a portarte como una persona cuerda –murmuró para sí misma, mientras se sentaba en la cama para quitarse los zapatos.

Pero cuando cerró los ojos se encontró preguntándose cuántas mujeres habrían compartido esa cama con Alex.

Capítulo 3

SE ABSURDO pensamiento pareció trasladarse a los sueños de Serina, convirtiéndolos en una pesadilla. La perseguía algo oscuro, ominoso, algo que pretendía matarla... y aunque corría hasta quedar sin aliento no podía alejar a su perseguidor y dejó escapar un grito de angustia... Y entonces alguien la sacudió vigorosamente. –Despierta, Serina. Despierta, estás teniendo una pesadilla.

Aún medio dormida, Serina intentó apartarse de la mano que la sacudía, pero los dedos se cerraron sobre su hombro.

Cuando abrió los ojos por fin vio a Alex Matthews a su lado y, horrorizada, notó que sus ojos se llenaban de lágrimas.

–Pobrecita –murmuró él, antes de tomarla entre sus brazos.

El calor de su cuerpo y su fragancia, tan sexy, tan masculina, la envolvieron. Serina apoyó la cabeza en su hombro para buscar consuelo. Podía notar los latidos de su corazón y algo explotó dentro de ella, abriéndose como una flor. Fue algo tan repentino, tan intenso, que la hizo temblar.

Y entonces se dio cuenta de que también Alex parecía afectado. Atónita, se echó hacia atrás.

–Lo siento... no quería molestarte.

–No me has molestado en absoluto. ¿Tienes pesadillas a menudo?

–Alguna vez. ¿No las tiene todo el mundo?

No, seguramente Alex Matthews no las tendría nunca.

–¿Quieres contármela?

–No –Serina giró la cabeza, poniéndose colorada–. Lo siento, estoy siendo muy antipática.

–A veces hablar con alguien hace que los miedos desaparezcan.

–Es una pesadilla normal: alguien me persigue y yo intento correr, pero no logro avanzar. Nunca sé qué o quién me persigue, es un sueño absurdo.

Si pudiese verlo, podría enfrentarse con lo que fuera, pero la terrible amenaza jamás se había revelado en sus sueños.

Su madre le había dicho que era un sueño adolescente, el miedo a dejar atrás la infancia y convertirse en adulta, pero Serina ya no lo creía. Había tenido que creer a toda prisa el año que cumplió los dieciocho, cuando sus padres murieron.

–Esperar que los sueños tengan algo de lógica es absurdo, nunca la tienen –dijo Alex.

–Sí, bueno, gracias por rescatarme de todas formas.

Él la miró entonces, con el ceño fruncido.

–¿Se te ocurre alguna razón por la que hayas vuelto a tener esa pesadilla ahora?

–No, pero como tú mismo has dicho, los sueños no tienen sentido.

Alex asintió con la cabeza.

–Servirán la comida enseguida. Si quieres darte una ducha...

–Sí, eso me gustaría. Gracias, eres muy amable.

Cuando salió del dormitorio, Serina se quedó sentada en la cama durante unos segundos, esperando que su corazón recuperase el ritmo normal.

Qué tonta había sido. En cuanto la despertó, debería haberse apartado, debería haber rechazado el abrazo.

Pero en lugar de hacerlo había apoyado la cara sobre su hombro como una niña necesitada, como si él fuera su refugio en un mundo peligroso.

Y había sido muy consolador, debía reconocer, apoyarse en esos brazos tan fuertes y respirar ese aroma tan suyo, notar que también él parecía afectado...

Enfadada consigo misma por pensar esas cosas, entró en el cuarto de baño.

Alex levantó la mirada cuando salió de la habitación, peinada y arreglada. Había vuelto a ponerse la máscara, pensó irónicamente. Y esta vez era de cemento.

¿Por qué lo exasperaba tanto Serina?, se preguntó. ¿Porque había convertido su título en una forma de vida? Un estilo de vida beneficioso a juzgar por su vestuario.

No, eso era injusto. La ropa que llevaba era de Rassel, el diseñador para el que había sido musa durante años.

Y el tipo había elegido bien. Serina de Montevel tenía contactos en todas partes y estaba soberbia con cualquier cosa. Pero él detestaba a cualquiera que usara su título, su herencia o su posición para medrar.

Aunque sabía que era injusto. Al fin y al cabo, ella se defendía en la vida como podía.

Además, no era capaz de detestar a Serina... a la princesa Serina, se recordó a sí mismo. No sólo la había invitado a pasar unos días con él en Northland, sino que había organizado unas vacaciones para su hermano con objeto de evitar que se metiera en líos y le había prometido trabajo durante las vacaciones.

¿Por qué intentaba entrar en la vida de Serina?, se preguntó. ¿Porque era un reto?

No, él nunca había mirado a las mujeres como un trofeo, más interesantes cuanto más difícil fuese conquistarlas. En cuanto a su hermano pequeño, le gustaba el chico y apartarlo de esa manada de lobos en la que había caído sin darse cuenta sería bueno para Gerd porque Montevel y Carathia compartían frontera.

¿Y la princesa? Lo intrigaba.

Y la deseaba, debía reconocer. Y ella sentía lo mismo. Alex tenía suficiente experiencia como para darse cuenta de eso. Aunque intentaba disimular, la princesa Serina no podía esconder lo que sentía por él. Pero había dejado claro que no tenía intención de hacer nada al respecto y eso significaba que, aunque la atracción fuese mutua, seguramente no iba a pasar nada.

Una pena, pero era decisión de Serina.

Alex miró su serena expresión mientras se sentaba a su lado y tomaba una revista.

La noche anterior, la mujer que rompió definitivamente el matrimonio de los Montevel, y que posiblemente provocó su muerte, había insinuado que Serina buscaba un marido rico. Y Alex despreciaba a esa mujer, y a sí mismo, por no ser capaz de olvidar esas palabras.

Tal vez estaba conservándose para el matrimonio, aunque había oído rumores sobre un par de relaciones serias...

¿Desde cuándo se preocupaba él de los rumores? La elegante, inteligente y exquisita princesa sería la esposa perfecta para cualquier hombre.

Con Gerd casado, ¿lo vería la princesa como un posible candidato? Él no era de sangre real, pero sí era un hombre rico y con contactos.

Y si sabía algo más sobre la conspiración en la que estaba involucrado su hermano de lo que el jefe de seguridad de Gerd había descubierto, un marido rico y enamorado sería un as en la manga.

No sería la primera vez que una mujer intentaba seducirlo por razones que no tenían nada que ver con el afecto o el amor y dudaba que fuese la última. Pero si la princesa Serina pensaba que podía manipularlo, estaba muy equivocada.

La encontraba atractiva, pero él sabía controlar sus impulsos.

Claro que, aunque se hubiera preguntado en algún momento si sería un buen candidato, debía haberlo pensado mejor porque antes, en la cama, se había apartado de sus brazos como si él fuera ese ser que la perseguía en sueños.

O tal vez, pensó cínicamente, había decidido que rendirse demasiado pronto la rebajaría ante sus ojos.

Alex suspiró, aliviado, cuando la auxiliar de vuelo apareció con una bandeja de refrescos interrumpien do sus pensamientos.

Después de comer, Serina abrió su ordenador para trabajar en su próxima columna. La noche anterior había pasado varias horas en Internet buscando datos sobre Nueva Zelanda y su flora...

–¿Puedo ayudarte en algo? –le preguntó Alex.

–No, gracias. Le he enviado un correo electrónico a mi editora y está muy contenta por mi visita a Nueva Zelanda. Los europeos lo saben todo sobre los jardines ingleses, pero creo que las lectoras disfrutarán de algo nuevo.

–Aquí, la mayoría de los jardines son muy informales. No podrás darle a tus lectoras una visión de la aristocracia neozelandesa porque no existe.

–¿No me digas? –bromeó Serina–. Si hubieras leído mi columna alguna vez, sabrías que las estrellas de mis textos son los jardines, no los propietarios.

–Qué interesante.

–He estado investigando un poco y he descubierto que en Northland hay varios jardines magníficos. ¿Tú tienes un jardín interesante?

–A mí me gusta, pero no quiero que nadie escriba sobre él.

–Ah, muy bien.

Qué arrogante, pensó. Esperaba que no fuera así durante los días que estuviera en su casa. Afortunadamente, durante el resto del viaje se mostró amable y simpático. Serina comió, bebió, leyó, trabajó y dio frecuentes paseos por el avión para que no se le durmiesen las piernas, como Rosie le había recomendado. Y, por fin, llegaron a Auckland.

–¡Es una ciudad preciosa! –exclamó, mirando por la ventanilla–. No sabía que fuese tan grande.

–Aunque en Nueva Zelanda sólo hay cuatro millones de habitantes, un millón de ellos viven en Auckland.

–¿Dónde está Haruru?

–A media hora de vuelo, al norte. Pero esta noche tengo que acudir a una cena benéfica en Auckland, así que dormiremos en mi apartamento y nos iremos mañana.

–Ah. –Tal vez debería habértelo dicho antes –comentó Alex al ver su cara de sorpresa. –No, no importa.

–Siento tener que dejarte sola durante tu primera noche en Nueva Zelanda.

–Tonterías –Serina rió, intentando mostrarse despreocupada–. Además, lo último que me apetece es salir esta noche.

Durante el viaje, Alex había ido trabajando o leyendo. Si intentaba demostrar su total falta de interés en ella, lo había conseguido. Y si eso la apenaba, era problema suyo.

El avión empezó a descender sobre la ciudad y, después de aterrizar y pasar el control de aduana rápidamente, fueron a la puerta de la terminal, donde los esperaba un coche.

El conductor, un hombre muy alto, saludó a Alex con una sonrisa.

–¿Qué tal el viaje?

–Bien, gracias –la sonrisa de Alex lo hacía parecer más joven y más accesible que nunca–. ¿Qué tal la familia, Craig?

–Muy bien –respondió el hombre, tomando la maleta de Serina–. El niño ya anda por todas partes. Mi casa es un caos.

Alex le presentó a Craig Morehu y el hombre estrechó su mano.

–¿Cuánto tiempo tiene el niño? –le preguntó Serina.

–Diez meses –contestó él, con una sonrisa de orgullo paternal–. Aparentemente, está muy avanzado para su edad.

–Craig y yo tenemos que hablar de trabajo, así que me sentaré delante con él si no te importa –dijo Alex entonces.

–No, claro que no.

Durante el viaje Serina miraba por la ventanilla, sin prestar atención a los anchos hombros de Alex o a su voz mientras hablaba con el conductor.

Auckland era una ciudad llena de árboles, muchos de los cuales no reconocía. Era mucho más bonita de lo que había esperado.

El apartamento de Alex era un elegante dúplex en un edifico construido en el siglo XIX que se había convertido en hotel. Amueblado al estilo tradicional, desde los enormes ventanales se disfrutaba de una magnífica vista del puerto y había flores frescas en todas las habitaciones.

Serina no sabía bien qué había esperado, tal vez algo minimalista y masculino que pegase con la personalidad de Alex.

Pero seguramente había sido decorado por un profesional...

Entonces vio un telescopio dirigido al puerto. Su padre tenía uno parecido y seguía estando en el apartamento que compartía con Doran en Niza.

Alex la llevó a un enorme dormitorio con su propio cuarto de baño. Era más femenino, más cálido que el resto de la casa, decorado en tonos claros.

–Si necesitas algo, dímelo o llama por teléfono a recepción. Estaré con Craig una hora más y después podemos nadar un rato o jugar al tenis. ¿Qué te apetece?

–Jugar al tenis –respondió Serina, intentando borrar la turbadora imagen de Alex en bañador que había aparecido en su cabeza.

–Muy bien, nos veremos más tarde.

Después de sacar sus cosas de la maleta, Serina colocó el ordenador sobre una mesa y le envió un correo electrónico a Doran para decirle que había llegado a Nueva Zelanda. Su hermano ya le había enviado uno, breve pero lleno de entusiasmo. Evidentemente, lo estaba pasando en grande.

Un poco más animada, estuvo largo tiempo bajo la ducha, su piel seca después del viaje disfrutando de la cascada de agua fresca. Los pantalones cortos y la camiseta que eligió después eran prácticos y discretos y, sin embargo, cuando Alex volvió se sintió ridículamente nerviosa por mostrar sus piernas desnudas.

También él llevaba un pantalón corto y, al verlo, volvió a sentir ese cosquilleo en el estómago. Alto y moreno, sin el traje de chaqueta Alex era... abrumador.

Serina tragó saliva, alegrándose de haber elegido jugar al tenis. Si ejercía tal impacto en ella en pantalón corto, no quería ni imaginar lo que sería en bañador.

–¿Qué tal se te da el tenis?

–Regular, ¿y a ti?

–Fatal. Llevo años sin jugar.

Posiblemente, pero sus bíceps y las musculosas piernas dejaban claro que hacía ejercicio. Y pronto descubrió que jugaba al tenis mucho mejor de lo que había dicho, pero estaba decidida a no dejarse ganar tan fácilmente.

Cuando volvieron al apartamento, después de una honrosa derrota, Alex comentó:

–Eres una luchadora.

–No me gusta perder –dijo Serina.

Y había disfrutado haciendo que Alex se esforzase para ganarla. Su madre solía decir que un hombre necesitaba saber que era más fuerte que la mujer de su vida, pero estaba equivocaba. Eso podía aplicarse a los hombres de carácter débil, pero Alex no se habría llevado un disgusto si hubiera perdido el partido. Tenía una innata seguridad y no necesitaba demostrar constantemente que era un ganador.

O eso le parecía. En realidad, apenas conocía a aquel hombre, tuvo que reconocer.

–No creo que a nadie le guste perder. A mí no me gusta, desde luego.

–Debe de ser una característica de los hombres de tu familia. Kelt y Gerd siempre tienen que ganar a toda costa.

–¿Tú crees? –Alex arrugó el ceño–. Nos gusta ganar y nos esforzamos para conseguirlo, pero yo no diría que queremos ganar a toda costa.

–Bueno, tal vez tengas razón. Pero ganar es importante para ellos.

–Y para los hombres de tu familia también, tengo entendido. ¿Tú crees que Doran tiene alguna posibilidad de recuperar el trono de Montevel?

Ella lo miró, atónita.

–¿De qué estás hablando?

–Vamos, Serina, tú tienes que saber que tu hermano y un grupo de exiliados de Montevel están involucrados en un compló para recuperar el trono.

Se habían detenido frente al ascensor y, mientras entraban, Serina soltó una carcajada.

–Estás hablando del juego de ordenador, ¿verdad?

–¿Un juego de ordenador? –repitió él.

–¿Cómo te has enterado?

–Las noticias vuelan.

Serina arrugó el ceño.

–Pues Doran va a llevarse un disgusto. Mi hermano dice que el mundo de los juegos de ordenador es muy competitivo y no quiere que nadie sepa lo que están haciendo. ¿Tú tienes algún interés en esas cosas?

–No –contestó Alex–. Además, aunque tuviese algún interés, yo no voy por ahí robando las ideas de los demás.

–Ya imagino. ¿Pero cómo te has enterado? Doran me lo contó a mí porque soy su hermana, pero se supone que nadie más lo sabe. Incluso me hizo jurar que no se lo contaría a nadie.

Alex la miró con expresión pensativa.

–Háblame de ese juego.

–No sé si debo hacerlo...

–Puedes confiar en mí, te lo aseguro.

Serina lo pensó un momento y luego decidió que Alex era de confianza.

–Empezó hace un año. Uno de los amigos de Doran decidió un día usar Montevel como idea para crear un juego de ordenador y todos están fascinados por ello, en parte porque creen que se van a hacer millonarios. Doran lo pasa muy bien imaginando qué hará con ese dinero.

Alex levantó una ceja.

–¿Y qué piensa hacer?

–Navegar por todo el mundo en un yate de treinta metros de eslora.

–¿Y cuál es tu parte en el asunto?

–Ninguna, a menos que cuentes regañarlo cuando se queda trabajando hasta las tantas delante del ordenador.

–Entonces sólo es un juego de guerra, una fantasía.

–Claro –respondió Serina–. ¿Qué otra cosa podría ser? ¿Creías que Doran y sus amigos eran revolucionarios o algo así?

La helada sonrisa de Alex hizo que sintiera un escalofrío.

–Uno de mis hombres de seguridad escuchó algo sobre sus actividades, pero no sabía que era un juego de ordenador. Y como Montevel está en la frontera de Carathia, pensó que yo estaría interesado.

–Ah, ya veo.

De modo que los había invitado a Nueva Zelan da para descubrir algo sobre las actividades de Doran...

–Entonces podrás decirle, a él y a Gerd, que sólo son un grupo de chicos que quieren hacerse ricos con un juego de ordenador.

–Pero tú estás preocupada.

–Irritada más bien. Doran pasa demasiadas horas delante del ordenador, horas en las que debería estar estudiando. Espero que este viaje lo haga pensar en otra cosa... he leído que hay gente que se vuelve adicta a los juegos de ordenador.

–Cuando se dedican a jugar con ellos, no a crearlos.

–Sí, es cierto –Serina suspiró–. Doran suele aburrirse de todo, pero este asunto ha durado mucho más que los otros. Sigue entusiasmado después de varios meses, pero pensar que mi hermano y sus amigos intentan derrocar el gobierno de Montevel... por favor... si son unos críos.

–Son unos jóvenes que han crecido con una visión retorcida de su país. Siguen viendo Montevel como solía ser para las clases altas antes de que los echasen de allí.

Serina lo miró, perpleja.

–Pues si eso es lo que piensas, no entiendo que nos hayas invitado a venir a tu casa.

Alex hizo una mueca.

–Lo siento, no pretendía ser grosero...

–¿Por qué nos has invitado a venir? ¿Por qué has insistido tanto en que lo hiciéramos, para averiguar algo más? –Serina se cruzó de brazos, enfadada–. Pues podrías haberte ahorrado la molestia. Si le hubieras preguntado anoche, mi hermano te habría contado lo del juego.

–Ah, pero entonces me habría perdido el placer de tu compañía.

–Y, sin duda, eso habría sido una tragedia –replicó ella, irónica.

Alex puso una mano sobre su hombro y, al ver el brillo de deseo en sus ojos, Serina tuvo que hacer un esfuerzo para no echarle los brazos al cuello.

–Alex...

Capítulo 4

OS LABIOS de Alex apenas se movieron para murmurar: «Serina», mientras trazaba la curva de sus labios con un dedo.

Ella tragó saliva, un deseo inesperado llenándola por completo. Estaba conteniendo el aliento, ahogándose en el azul de sus ojos y tenía que hacer un esfuerzo para permanecer de pie.

–Tienes que saber cuánto me alegro de que hayas venido –dijo él entonces.

Pero cuando dio un paso atrás, Serina tuvo que luchar contra una desilusión tan aguda como la hoja de un cuchillo.

¿Qué había pasado?

Aún no le había dicho por qué los había invitado, a ella y a Doran, a visitar Nueva Zelanda. ¿Lo habría hecho para descubrir qué estaba tramando su hermano? ¿Y esa caricia sobre sus labios habría sido deliberada para que olvidase la pregunta?

De ser así, había conseguido lo que quería. Alex había sido capaz de apartase mientras ella seguía inmóvil.

Pero el orgullo la rescató. Irguiendo los hombros, Serina levantó la barbilla y lo miró a los ojos, sin dejarse amedrentar. Después de todo, no era como si nunca la hubieran besado.

Claro que esos besos habían sido meramente agradables, nada que ver con la sensación que había experimentado cuando Alex la tocó.

¿Cuál era la diferencia?

Ningún otro hombre la excitaba como lo hacía él. Era el único capaz de hacer que su corazón se acelerase, de crear esa anticipación en ella...

–Espero que seas capaz de convencer a Gerd de que su preocupación no tiene ningún sentido.

La expresión de Alex era indescifrable.

–Le diré que tú has dicho eso –murmuró, antes de mirar el reloj–. He llamado a la persona que organiza la cena benéfica de esta noche y me ha dicho que le encantaría conocerte.

–No –dijo Serina–. Estoy cansada, no sería buena compañía esta noche.

–Lo siento, debería haberlo imaginado. Estás agotada después del partido...

–No estoy agotada. Sólo necesito una noche de sueño y mañana estaré como nueva.

Alex asintió con la cabeza.

–Volveré antes de medianoche. Cuando quieras comer algo, sólo tienes que llamar al restaurante del hotel.

Ella suspiró, aliviada, cuando Alex se marchó. Aunque el enorme dúplex parecía hacer eco sin su formidable presencia.

Después de cenar, exploró los libros de una habitación que hacía de biblioteca y zona de descanso. Estuvo leyendo un rato, pero aunque estaba cansada, tardó mucho tiempo en dormirse.

De hecho, seguía despierta cuando Alex volvió de la cena benéfica.

No podía dejar de pensar en ese momento, cuando rozó sus labios mirándola a los ojos con una intensidad que la sorprendió y la excitó al mismo tiempo.

Había querido besarla, eso estaba claro.

¿Por qué se había apartado entonces? Alex era un hombre experimentado y debería haber sabido que no iba a darle una bofetada si intentaba besarla.

Tal vez había decidido que era demasiado pronto y, de ser así, sería muy considerado por su parte.

Y estaría en lo cierto, además. Tenían cuatro semanas por delante para descubrir más cosas el uno del otro.

Sonriendo, cerró los ojos y poco después se quedó dormida.

Por la mañana, después de ducharse, se puso un pantalón y una blusa azul que destacaba el color de sus ojos. Y cuando abrió las cortinas miró un cielo radiante, el puerto brillando bajo el sol, rodeado de islitas que parecían bailar sobre el vívido azul del mar.

Al abrir la puerta de la terraza lanzó una exclamación de sorpresa al ver unas rosas perfectas de un rojo tan potente como un amor prohibido.

–Una rosa es una rosa.

Alex.

Al ver que la miraba con una sonrisa en los labios, por un momento pensó que se le había parado el corazón.

–¿Sabes cómo se llama esa rosa?

–No, pero puedo averiguarlo. ¿Has dormido bien?

–Sí, gracias. ¿Qué tal la cena benéfica?

–Muy bien –murmuró él, sin dejar de mirarla a los ojos.

Parecía haber un abismo frente a ella. Si daba un paso adelante, estaría en territorio desconocido. Podría hundirse o descubrir cosas nuevas. En cualquier caso, nunca volvería a ser la misma.