Puntamo I - Mónica Fuentes Gordo - E-Book

Puntamo I E-Book

Mónica Fuentes Gordo

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Beschreibung

Puntamo no es un pueblo corriente, la historia de amor de esta novela tampoco lo es. El joven Alfonso es conducido hacia la playa por una voz que proviene del pasado. Allí conoce a Marta, una fascinante chica que marcará su futuro. La pareja se casa, pero cada vez más adversidades van enquistándose en sus vidas. La aparición de Darío, el hermano de Alfonso, desencadena un giro inesperado, aunque las desgracias no dejan de suceder. Darío, motivado por Rubén, emprende un largo y arduo camino para encontrar la paz de su familia. En su búsqueda descubre que no son solo ellos los que sufren abundantes desventuras, es algo mucho más grande. Se trata de una maldición que no sabe de dónde proviene, ni por qué les afecta, pero no está dispuesto a rendirse, indagará para descifrarla. La hermosa Fernanda es una pieza clave y, junto a ella, luchará por encontrar la destrucción de ese nefasto maleficio.

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Mónica Fuentes Gordo

PUNTAMO

Sombras en la Muralla

1ª edición en formato electrónico: febrero 2023

© Mónica Fuentes Gordo

© De la presente edición Terra Ignota Ediciones

Diseño de cubierta: TastyFrog Studio

Terra Ignota Ediciones

c/ Bac de Roda, 63, Local 2

08005 – Barcelona

[email protected]

ISBN: 978-84-126308-9-3

THEMA: FM 2ADS

Esta es una obra de ficción. Todos los personajes, nombres, diálogos, lugares y hechos que aparecen en la misma son producto de la imaginación del autor, o bien han sido utilizados en el marco de la ficción. Cualquier parecido con personas o hechos reales es mera coincidencia. Las ideas y opiniones vertidas en este libro son responsabilidad exclusiva de su autor.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45)

Mónica Fuentes Gordo

PUNTAMO

Sombras en la Muralla

(Nueva edición actualizada y corregida)

Prólogo

CAPÍTULO 1

CAPÍTULO 2

CAPÍTULO 3

CAPÍTULO 4

CAPÍTULO 5

CAPÍTULO 6

CAPÍTULO 7

CAPÍTULO 8

CAPÍTULO 9

CAPÍTULO 10

CAPÍTULO 11

CAPÍTULO 12

CAPÍTULO 13

CAPÍTULO 14

CAPÍTULO 15

CAPÍTULO 16

CAPÍTULO 17

CAPÍTULO 18

CAPÍTULO 19

CAPÍTULO 20

CAPÍTULO 21

CAPÍTULO 22

CAPÍTULO 23

CAPÍTULO 24

CAPÍTULO 25

CAPÍTULO 26

CAPÍTULO 27

Prólogo

No recuerdo muy bien la fecha en la que comencé a escribir, pero sí la sensación que tenía al plasmar mis palabras en mi libreta. En esa época sentía mi vida del revés, nada estaba bien. Me encontraba sola, a pesar de tener una gran y unida familia. Cuando escribía, mi mundo cambiaba, me sentía cómoda, me encantaba coger el bolígrafo y apretarlo sobre el papel dejando fluir mi imaginación. Aunque, la verdad, nunca pensé en terminar mi novela hasta que algunos familiares y amigos, agradados por lo que leían, me animaron a ello. Han pasado muchos años desde entonces, pero por fin en el año 2017, me decidí a realizar mi sueño.

Se trata de una historia escrita en un vocabulario sencillo.

Los acontecimientos se sitúan en un pueblo ficticio llamado Puntamo. Varias familias se verán involucradas en una serie de adversidades. Al leer, podremos ir adentrándonos en la vida y los sentimientos de los personajes.

Alfonso es conducido hacia la playa por una voz extraña. Allí conoce a una chica con la que logrará casarse. Sus vidas parecen ir de maravilla hasta que, de pronto, todo se desmorona, viéndose envueltos en una serie de desventuras que parecen no tener fin. Los sentimientos de amor y respeto por la familia dejan de ser tan puros. Los personajes se sumergen en una trama de la que no pueden salir. Solo habrá una forma de poder acabar con tantas injusticias. Darío, el hermano de Alfonso, marchará en busca de la solución.

Mi agradecimiento a mi familia, amigos y amigas que me han animado a terminar mi novela. Sin todos vosotros nada habría sido posible.

CAPÍTULO 1

Hacía frío para ser el mes de agosto o, al menos, eso le parecía a Alfonso. Descansaba en la salita con una sábana apretada contra sí. Su cuerpo temblaba y un gran malestar lo recorría desde la punta de los pies hasta la punta de la cabeza. Asunción, sorprendida, miró al muchacho. Su hermoso rostro aceituna de ojos verdes estaba pálido.

—¿Te encuentras bien? ¿Por qué estás arropado? —le dijo, tocándole la frente.

—Tengo frío.

—No tienes fiebre, quizá te estás poniendo enfermo, ¿te preparo un caldito?

—No, mamá, no tengo hambre. Mejor voy a acostarme.

—¿Seguro que no quieres nada?

—Seguro. Me voy a la cama —dijo el chico, mientras se levantaba, bajo la atenta mirada de Asunción.

Alfonso empezó a subir las escaleras que llevaban hasta su habitación, esas que tantas veces ascendía corriendo y ahora se le hacían eternas. Tenía un extraño malestar. Cuando por fin subió el último peldaño, se arrastró haciasu cuarto creyendo que allí se sentiría mejor. Pero no fue así. Sentía tanto frío que casi le era imposible respirar. Cerró la ventana y la sensación gélida de su cuerpo cesó, pero no la insultante voz en su cabeza. Intentaba no escucharla pero le era imposible. Cuanto más luchaba contra ella, más se mareaba. Decidió sentarse sobre la cama. Un escalofrío recorrió su fibroso cuerpo al detenerse a escuchar el sonido de la tenebrosa voz. No llegaba a comprender lo que en su mente se repetía con insistencia. Tras varios minutos sentado, intentando relajarse, descubrió que lo que esa voz quería decirle no era, en realidad, nada malo: «Tienes que ir a la muralla, al otro lado de la muralla». Aceptó el mensaje e intentó descansar y, esta vez, síle fue posible.

Al día siguiente parecía tranquilo. Alfonso planeaba cómo ir a la zona de los punteros, pues su madre nunca le había dejado. Siempre le decía: «Los punteros y los moneros no debenestar juntos». El chico estaba molesto por esa afirmación, ya que no era solo a ella a quien se la había oído decir. «Se aseguraba que la muralla de Puntamoera para recordar que los moneros y los punteros no debían mezclarse». Realmente, la única diferencia que él veía, era que los moneros eran mucho más ricos.

Por suerte tenía muchos amigos. Javier sería un buen aliado. Javier mentiría por él.

Al fin llegó el atardecer. Alfonso echó su equipo de pesca en la mochila, la ropa para dormir en casa de su amigo y salió hacia la muralla. El trayecto que debía recorrer era largo. Los hombros le dolían por la carga del macuto, pero eso no detenía su marcha. Sus pies seguían andando a buen ritmo. Estaba tan impaciente por descubrir lo que esa extraña voz quería mostrarle que apenas notaba el cansancio. Anduvo por lugares en los que nunca había estado pero que le resultaban muy familiares. Las calles anchas, con enormes casas, eran muy semejantes a la zona en la que él vivía. Las casas se le hacían monótonas y aburridas pero, tras un largo camino, vio algo que le llamó la atención; había una más pequeña que las demás, más sencilla. Pintada solo con cal blanca. A Alfonso le resultó hermosa. Se acercó mientras observaba las ventanas de madera verde. Comprobó que no era la única. Que tras ella, empezaban a surgir otras, también pequeñas, pero cada una estructurada de forma diferente. El pueblo se veía distinto, estaba cambiando. Caminaba embelesado por esa parte de su pueblo, hasta entonces desconocida por él. Se vio, de repente, delante de un pequeño túnel que atravesaba la gran muralla. Desde donde estaba podía observar parte de ella. Era tan inmensa que aparentaba que el mundo terminaba ahí. Parecía una construcción muy sencilla, basada en piedras encajadas entre sí. Alfonso tocó las húmedas piedras y su alrededor. Enseguida comprobó que estaban unidas tan solo con barro. Entonces… ¿por qué no se caían? No entendía cómo tanta gente había fracasado en sus intentos por destruirla. Decidió dejar esa cuestión para más adelante y centrarse en lo que había ido a hacer. Empezó a andar por el túnel. La humedad le calaba los huesos. No hacía frío, aunque de nuevo, padecía ese extraño malestar que había sentido el día anterior. Se encontró incómodo. Quería volver a casa, pero esa voz que le taladraba la cabeza se lo impedía. Decidió avanzar y entró, por primera vez, hacia la zona de los punteros. Ya casi era de noche. Las rústicas y estrechas calles estaban alumbradas con algunos farolillos, que les daban una cálida apariencia. Las casas eran pequeñas, encantadoras y muy sencillas. A lo lejos se veían unos niños jugando. Le sorprendió, sobre todo, la paz que allí se respiraba. Alfonso no se podía creer que le hubiera tenido miedo a ese lugar.

Le llamó especialmente su interés una casita que había muy cerca de la orilla de la playa. Estaba hecha de piedra, como la muralla. Seguro que era aquella de la que su madre le había hablado. Asunción decía que era de unos antepasados suyos y que, de alguna forma, ambas construcciones estaban relacionadas. Ahora Alfonso entendía el porqué. La casita, al igual que la muralla, se veía intacta. Las dos parecían insensibles a las olas, al sol y a la humedad. En definitiva, invulnerables al paso del tiempo. El chico estaba asombrado. Hasta ese momento le hubiera sido imposible imaginar que, estando tan cerca ambas barriadas, los punteros y los moneros fueran tan diferentes. Llevaba tanto rato observando las pequeñas y embelesadoras casitas que no se había dado cuenta de lo tarde que se le había hecho. ¿Qué hacía allí solo de noche y tan lejos de su hogar? En esos momentos le parecía absurdo haber llegado hasta allí por un presentimiento.

Estaba empezando a refrescar y tenía hambre. Al rugir de su estómago cayó en la cuenta de que no había comido nada en todo el día. Sería mejor que fuera a casa de Javier. Llevaba unos minutos andando cuando escuchó algo, un ruido, el triste sonido de un llanto. Sigiloso, se acercó a la persona de la cual procedía. Era una chica, una niña de unos catorce años, que parecía llorar sin consuelo. Estaba flaca y su cuerpo apenas tenía curvas pero su rostro era enigmático y encantador. Alfonso quiso acercarse para decirle algo, pero no pudo. Se había quedado embelesado con esos ojos marrones tan grandes, tan puros y tan llenos de lágrimas. La observaba sorprendido. No entendía por qué el dolor de ella se estaba volviendo suyo, por qué le dolía tanto ver llorar a esa dulce niña. Al fin, después de un rato intentando acercarse a la joven, se armó de valor y dio los pocos pasos que los separaban:

—Perdona, chica, no quiero meterme en tus asuntos, pero me he dado cuenta de que…

—¿Quién eres? —dijo ella, dirigiéndole la mirada.

Alfonso sintió algo muy extraño, su corazón le había dado una punzada al encontrarse con los ojos de la chica. Por algún motivo que no entendía estaba poniéndose muy nervioso, no le salían las palabras. Para colmo, esa extraña sensación que había tenido el día anterior, había vuelto a apoderarse de él. Algo le decía que esa niña acabaría formando parte de su futuro.

—¿Quién eres? —repitió, impaciente, la joven.

—No me conoces, soy Alfonso, me preguntaba si podía ayudarte —respondió, nervioso.

—¿Ayudarme? ¡No! —dijo ella, volviendo a llorar a la vez que salía corriendo.

Mientras aceleraba sus pies, no lograba entender cuál era el motivo que la había impulsado a marcharse. Se había sentido atraída por el chico de tez morena, sus hermosos ojos verdes y su pronunciada mandíbula. En cambio había echado a correr. Algo que no podía describir. Un miedo absurdo se había apoderado de ella y la había obligado a alejarse de aquel atractivo muchacho. Era una pena, pues la forma de vestir del joven le sugería que, quizás, no volverían a encontrarse.

Alfonso no intentó seguirla, se limitó a ver como se alejaba .Observó esa figura de adolescente que huía como si hubiera visto a un fantasma. Siguió mirando hasta que la silueta de la chica desapareció por completo. Tras eso buscó una roca y se sentó confuso sobre ella. Por primera vez en su vida se sentía inseguro. ¿Qué era lo que había pasado? ¿Por qué se había puesto tan nervioso? ¿Qué significaba aquello que sentía? Su joven mente era un mar de dudas. Mientras miraba hacia la calle por donde la chica había desaparecido, aún le parecía estar viéndola. Aunque sabía que no era nada más que una ilusión, no entendía casi nada. Solo tenía algo claro; debía localizar a esa niña. Quizás así podría aclararse y no iba a parar hasta conseguir encontrarla. Después de un rato decidió marcharse a casa de su amigo. Le había dicho a Javier que no llegaría muy tarde y ya casi estaba amaneciendo.

CAPÍTULO 2

A partir de ese momento, Alfonso, iba casi todos los días a la playa. Paseaba a menudo por la calle por la cual vio alejarse a la chica con la esperanza de volver a verla. Se apoyaba en la roca donde se sentó por primera vez aquel día. Se pasaba las horas observando el trocito de arena en el que ella se había sentado. Se llevaba el almuerzo e, incluso al principio, preguntaba a la gente que veía pasar. Al fin comprendió que nadie le diría nada, pues lo miraban de forma extraña, como si fuera de otro país. Cuando ya se vio muy desesperado, decidió recurrir a su madre. Ella le restó importancia. Y ya, como último recurso, se dispuso hablar con su serio pero siempre acertado padre. Mauricio frunció el ceño y lo miró fijamente.

—Creí que nunca me lo dirías, ya era hora de que me contases algo. ¿Acaso no soy tu padre?

—Perdona, papá, me daba vergüenza contártelo —dijo mientras miraba la tez morena de su padre y esos ojos penetrantes que él había heredado.

—A ver si te crees que lo has inventado tú, que yo también he sido joven y, también, me he sentido atraído por muchas chicas.

—Papá, lo mío es diferente…

—Eso pensamos todos —afirmó riendo.

—¡Esto es serio!

—Perdona, hijo, mira, todos los chicos tenemos una primera vez. Una vez en la que nos gusta alguien lo suficiente como para solo pensar en ella. ¿Es ese tu caso?

—Sí, papá, solo puedo pensar en ella, no logro quitármela de la cabeza.

—No te preocupes, se te acabará pasando, conocerás a muchas chicas, esto es solo el comienzo y sentirás con ellas tanto o más que por esta.

—No quiero conocer a otras chicas —contestó firmemente.

Mauricio lo observó en silencio. Le impresionó que su hijo le hablara con tanta seguridad. Es más, Mauricio recordó la conversación que años atrás había tenido con su padre. Alfonso era igual que él cuando era joven y, por lo visto, en el tema de amores, también. Mauricio, en ese momento, recordaba el día que conoció a Asunción. Ella era una chica bonita y de buena familia, exactamente igual que él y, aun así, le costó conquistarla. Él tampoco, desde aquel día, había tenido ojos para otra mujer. No podía dar consejos a su hijo de algo que ni él mismo hizo. Lo peor era que si se trataba de una chica puntera, debería de olvidarla. Las parejas de punteros y moneros solían tener muchos problemas. Por otro lado, tampoco podía decirle a su hijo que olvidara a la niña que lo había conquistado. Mauricio sabía que él nunca habría hecho eso con, su ahora esposa, Asunción.

—Conocerás a muchas chicas pero solo el tiempo te podrá decir qué sientes por esta niña. No te preocupes, si ha de ser tuya, lo será, aunque en el camino haya miles de impedimentos. —Fue lo único que logró aconsejarle. Algo le decía que su hijo acabaría sufriendo, y mucho, por amor.

Así iba pasando el tiempo. No había ni un solo día en que Alfonso no se pasease por las calles de los punteros en busca de la chica de la playa.

Tras meses de infructuosa búsqueda, de nuevo estaban en el caluroso mes de agosto, pero ese día era especial. Darío, el hermano de Alfonso, volvía a casa. La familia que lo acogía mientras realizaba sus estudios era maravillosa, pero él echaba de menos a la suya propia. Darío, aprovechando que era la feria en su pueblo, había decidido ir a visitarlos.

Por fin llegó la noche y ambos hermanos salieron a dar una vuelta. Hacía tanto tiempo que no estaban juntos que, recordando anécdotas, Alfonso apenas pensaba en la chica de la playa. Aun así, le comentó a su hermano todo lo que había pasado en ese tiempo. Le contó cómo había creído volverse loco y como, sin ningún motivo, escuchaba una y otra vez esa voz. Ese pesado malestar que le decía que no se olvidase de la joven, que la acabaría encontrando. Darío sonrió comprensivo y, tras eso, expuso sus siempre palabras tranquilizadoras:

—Esa chica te gustó —dijo—. Es normal que no la olvides porque hasta ahora no te ha gustado ninguna, pero creo que ya es hora de que pases página.

La feria estaba repleta de gente, muchos jóvenes bailaban en las casetas, también los dos hermanos, que además, se tomaban una copa. Entre el humo, Alfonso creyó ver a Melinda. De pequeños siempre habían planeado que se casarían cuando fueran mayores. Ella se estaba acercando y el joven podía comprobar lo bonita que se había puesto, de hecho, no era el único que la miraba. Ella se fue directa a los hermanos.

—¡Benditos mis ojos! ¡El hijo pródigo! ¿Qué haces tú aquí? Pensaba que ya nos habías abandonado —comentó Melinda a Darío.

—¡Pero qué guapa que estás! —respondió él.

Alfonso se la quedó observando. Siempre había sido muy bonita pero ahora estaba impresionante y, como le había dicho su hermano, ya era hora de pasar página.

—Cada día que pasa eres más preciosa, deberíamos quedar más a menudo —dijo Alfonso.

—Cuando quieras —contestó Melinda, un poco colorada.

Alfonso siguió coqueteando con ella. Ahora no entendía que hubiera pasado tanto tiempo esperando a la joven de la playa y se hubiera olvidado por completo de la hermosa Melinda. Ya casi ni se acordaba de cuánto le había gustado su amiga y de los buenos ratos que habían pasado juntos. Darío lo miró divertido, mientras le susurraba:

—No hay nada como una chica bonita para olvidar a otra.

Alfonso sonrió, pensó en decirle muchas cosas a Melinda, muchas cosas que recordaba haber sentido por ella, pero algo se lo impedía. Esa desazón que comenzaba a ser habitual en él, de nuevo, inundaba sus pensamientos. Empezó a agobiarse por esa extraña sensación que le advertía que no debía olvidar a la chica de la playa. El joven se disculpó y salió de la caseta, estaba un poco mareado y necesitaba que le diera el aire. Se sentó en un banco e intentó tranquilizarse. Pasados unos minutos, ya más calmado, fue junto a su hermano y su amiga Melinda. De repente, el corazón le dio un vuelco. Allí, apenas a unos metros, junto a un hombre de mediana edad, estaba la chica de la playa. Ella se alejaba con ese señor que, probablemente, sería su padre. Alfonso no estaba dispuesto a dejarla escapar.

—¡La he visto! —le dijo a su hermano y, sin más, a unos metros de distancia, decidió seguirla.

La feria estaba cerca de la muralla, así que no tardó en descubrir el paradero de la chica. Acechándola a paso tranquilo, en apenas quince minutos se habían adentrado por las rústicas calles de los punteros. La joven había entrado en una vieja y pequeña casa, de hecho, parecía ser una de las casas más pobres de ese lugar. Alfonso se quedó un rato en la callejuela, pensaba en la chica, en lo que había vuelto a sentir por ella y en esa sensación tan rara. También reflexionaba sobre Melinda, ella le gustaba, pero nunca había logrado despertar esos sentimientos tan extraños en su joven corazón. Al fin se decidió, esta vez sabía dónde vivía la misteriosa joven, haría todo lo que fuese posible por conquistarla.

CAPÍTULO 3

Alfonso estaba sentado en la roca donde vio por primera vez a Marta. Ella vivía muy cerca y por ello, era el lugar acordado para quedar. Era el 21 de diciembre, una fecha muy especial para él, pues era su segundo aniversario de novios. El joven recordaba cuánto le había costado conquistarla, incluso conseguir ser su amigo. Podía ver, con toda claridad, como si se tratara de una película, el día que se reencontraron. Esa vez ella no corrió, se quedó mirándolo sorprendida. Él quería contarle cosas maravillosas para conseguir intrigarla, se armó de valor y abrió su boca para hablar:

—Llevo buscándote mucho tiempo. —Alfonso quedó sorprendido y se puso colorado. No era eso lo que quería decir.

—No sé quién eres ni qué quieres, pero no me gustas, será mejor que dejes de buscarme y te apartes de mi camino —respondió ella, fríamente.

El joven tardó varios días en recuperarse de ese encuentro. Al final entendió que, probablemente, había intimidado a la chica. Siguió intentando acercarse y enamorarla. Salía con los amigos de la joven. Se presentaba en sus fiestas y se encontraban por casualidad. Al final la chica y Alfonso acabaron siendo amigos y, como buenos amigos, se reían juntos. Al fin, un feliz día de invierno, tras varios intentos fallidos del joven, ella accedió a aceptarlo como novio.

Alfonso esperaba impaciente a su amada, ella amante del «ir despacio», ya se sentía preparada para contárselo a su padre y se lo diría aquel día.

El sonido ronco de las campanas de la iglesia lo sacó de sus pensamientos, solo había sonado una campanada. ¿Tan tarde era? Alfonso miró su reloj de muñeca para cerciorarse y, preocupado, empezó a mirar a lo lejos. Marta era muy puntual. ¿Qué habría pasado para que su chica aún no hubiese llegado? Pasaron unos minutos más antes de que viera aparecer a su amada. Cuando ya estuvo cerca, bajó impaciente de la roca en la que la esperaba.

—¿Qué ha pasado? ¿Por qué has tardado tanto? —preguntó mientras le daba un beso.

—Mi padre se ha enfadado y no me dejaba venir. Hemos discutido —dijo ella, con lágrimas en sus achocolatados ojos.

—Pero… ¿Por qué? ¿Qué te ha dicho?

—Se ha enfadado porque dice que dos años es mucho tiempo, que deberías haber pedido mi mano mucho antes. Le he dicho que ha sido culpa mía y, de nuevo, se ha enfadado por habérselo ocultado. Me ha dicho que vayas mañana, pero no sé si accederá —contestó sin poder retener las lágrimas.

—No te preocupes, mi niña, mañana hablaré con él y todo se arreglará —dijo, abrazándola.

Alfonso se quedó en silencio mientras sus brazos rodeaban a Marta. Desde el primer día en la playa no la había vuelto a ver llorar. Lo que más le preocupaba era que el padre de su dulce chica estaba enfermo y no podía llevarse muchos disgustos. Por ello, Alfonso estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario para agradarlo.

—Por favor, ya no llores más, ya verás como todo se arregla —dijo él.

Marta calló al instante al ver que el verde de los ojos de su amado se humedecía. Tuvo que pasar un rato para que ambos se tranquilizaran.

Después decidieron ir a ver al hermano de Alfonso, pues ella aún no lo conocía. Darío había ido a Puntamo en una corta visita, ya que, no podría volver en bastante tiempo a causa de sus estudios. Fueron lo más aprisa que pudieron con la esperanza de que aún no se hubiera marchado. Pero cuando llegaron ya había partido, parecía que, por un capricho del destino, los jóvenes no podían conocerse. No era la primera vez que ocurría. Siempre que Marta llegaba, Darío se acababa de ir. Tanto era así, que ella empezaba a pensar que el joven estudiante no existía. La familia de Alfonso era muy buena con ella, de hecho se portaban como si fueran sus padres. No les comentó nada del supuesto Darío, del cual solo había visto una foto de cuando era pequeño. En fin, Marta un poco decepcionada, se marchó hacia su casa.

El día pasó sin más anécdotas. Ya en su pequeño y húmedo cuarto, Marta escuchaba el tictacque salía de una cajita plateada. Miraba, con tristeza, aquel regalo que le había costado todos sus ahorros. Al final no se lo había entregado a Alfonso, ya que él no se había acordado desu aniversario. Marta había querido estar a la altura del anterior pero, ahora, su gran esfuerzo económico continuaba adornando el viejo comodín.

Había llegado el momento que ambos tanto deseaban; el día en que ya lo sabría toda la familia. La fecha en la que ya podrían propagar su amor y no tendrían que esconderlo más. Alfonso llegó a las dos en punto a casa de Marta, miró el picaporte y con mano firme le dio un suave toque. En apenas unos segundos la pesada puerta se abrió, mostrando tras de sí al hombre de nobles rasgos al cual debía de agradar.

—¡Pasa, hombre, no te quedes ahí pasmao! —dijo Manuel con tono agradable.

Manuel se sentó delante de Alfonso, lo observaba mientras mantenía un incómodo silencio. El chico podía sentir cómo era examinado, palmo a palmo, por el indiscreto señor. Manuel, en realidad estaba un poco asombrado, pues aunque era consciente de que su hija era bonita, no la imaginaba con un hombre así. Los rasgos de Alfonso, su piel, sus cuidadas manos, su ropa y su porte, todo indicaba que era un rico monero. Ellos no solían buscar parejas entre las punteras y, menos aún, entre las de tan poco capital. El joven, incómodo por la insistente mirada Manuel, decidió empezar a hablar.

—Soy Alfonso —dijo tímidamente, mientras que le brindaba su mano.

—Yo Manuel. ¿Dónde has conocido a mi hija? —preguntó mientras estrechaba su mano cordialmente.

—Hace ya tiempo, la conocí en la playa.

—Ven, acomódate aquí, mi hija está terminando la comida. Me imagino que sabrás que ella no posee nada, es una niña muy dulce y se hace ilusiones con facilidad. Solo te pido una cosa; si tus intenciones con ella no son buenas, vete, yo se lo explicaré.

—Pero… Mis intenciones con su hija son las mejores, jamás, por nada del mundo, me reiría de ella. Tiene mi palabra —contestó, un poco ofendido.

—Solo te lo digo. Ella es lo único que tengo. Haría lo que fuera por su felicidad.

—Yo también.

—Mi niña me ha hablado de ti, pero no creo conocer a tus padres…

—Soy de buena familia, puede preguntar lo que quiera y a quien quiera.

—Preguntaré. ¿Cuánto hace que os conocéis?

—Llevamos saliendo dos años. Yo ya me había fijado en ella mucho antes, de verdad, no se preocupe que la…

—Si es como dices… ¿Por qué hasta ahora no has pedido su mano?

—Yo… No lo sé… Supongo que por miedo a que usted no aceptase —balbuceó Alfonso, pensando en el estado de salud de su posible suegro.

Así pasaron un largo rato charlando mientras Marta, nerviosa, preparaba la comida con todo su esmero. Tras muchas preguntas, quizás demasiadas para el gusto de ambos jóvenes, Manuel aceptó.

A partir de ahí el tiempo les pasó muy deprisa. Alfonso iba todos los días a casa de Marta y mantenía una excelente relación con su futuro suegro.

CAPÍTULO 4

Había pasado ya algo más de un año, ambas familias tenían muy buena relación, Asunción y Mauricio, trataban a Marta como si fuese su hija. Manuel también lo hacía así con Alfonso. Tanto, que incluso lo tenía como confidente y le contaba cosas, de las cuales no hablaba con Marta. Manuel quería mucho a Alfonso y estaba contento de que su hija hubiera encontrado a un hombre así. Si todo seguía tan bien, su pequeña tenía asegurado un buen futuro. Aun así, Manuel no estaba tranquilo, pues su salud empeoraba, así que decidió hablar con su futuro yerno. Le confesó que su estado de salud era muy malo, mucho más de lo que Marta creía y que le gustaría verlos casados antes de morir. Así podría irse tranquilo. El chico se quedó un poco perplejo, no porque no quisiera casarse con Marta, sino porque no se imaginaba que ese hombre, al que tanto cariño le tenía, pudiera desaparecer tan pronto de sus vidas. Alfonso lo tranquilizó y le dijo que haría todo cuanto estuviera en su mano para que la ceremonia se celebrara lo antes posible. También le dijo a su futuro suegro que no se preocupara, que él siempre cuidaría de Marta, pasara lo que pasara.

El chico se fue a su casa. Estaba triste. Aún recordaba el día que conoció a Manuel. Ese hombre le había parecido demasiado protector y malhumorado, incluso lo había juzgado por su aspecto de pueblerino sucio y desaliñado. Pero al poco tiempo empezó a apreciarlo. Manuel le enseñaba a labrar la tierra, a reparar cosas y a construir, con cualquier utensilio, objetos impensables para él. Al final, Manuel había resultado una sabia y agradable compañía que no quería perder.

CAPÍTULO 5

La boda se celebraría pronto, solo faltaban unos meses. Marta estaba más enamorada que nunca. Todos los días, mientras su padre se echaba la siesta, se daba largos paseos por la playa. Le encantaba sentir la suave brisa del mar, el murmullo de las olas y la agradable sensación de remojar sus descalzos pies. Luego se sentaba en las rocas y observaba las bonitas figuras que el agua formaba al chocar en ellas.

Era 17 de septiembre, hacía una tarde fresca y decidió ponerse el sombrero de su fallecida abuela materna. María, su abuela, le había explicado que pertenecía a los primeros pobladores de Puntamo. Que había ido pasando de generación en generación hasta llegar a ella. Siempre le había dicho que cuando se lo pusiera, llevaría un poco de ella, de su madre y de todas sus antepasadas. Marta paseaba, tranquilamente por la orilla de la playa, cuando se levantó un fuerte viento. Se puso las manos en la cabeza para sujetar el sombrero, pero sus esfuerzos fueron inútiles. El sombrero voló. Afligida lo siguió con la vista.

—Menos mal que ha parado cerca —pensó.

El sombrero había llegado justo hasta la pared de la muralla. Corrió hacia él con el temor a que se levantara una nueva ráfaga de aire. Pero cuando llegó no estaba. Extrañada miró a su alrededor y al cielo por si lo veía volando, cosa improbable, pues ya apenas corría una suave brisa. La joven se empezó a desesperary no pudo contener sus lágrimas. Se le estaba haciendo tarde y no lograba encontrar su apreciado sombrero. ¿Qué le diría a su padre? Se sentó en una roca porque empezaba a marearse, una sensación extraña la invadía. Un pellizco en su interior le impedía moverse y un nerviosismo infundado, se apoderó de ella.

—Algo va a pasar. —Presintió.

—Perdona, guapa. Te he visto buscando algo. ¿Es esto? —preguntó un joven.

—Mi… sombrero… —dijo con voz temblorosa.

—Toma. ¿Te encuentras bien? Te veo muy nerviosa. ¿Necesitas ayuda?

—No, gracias. Ya me has ayudado, era de mi abuela. Debo irme —dijo, marchándose a toda prisa.

—Un placer hablar contigo —gritó el chico mientras la veía alejarse.

Marta se paró en la casa abandonada que había cerca de la orilla, allí se escondió para poder observar mejor, sin ser vista. Miró por un pequeño hueco que había entre dos piedras pero el chico ya se había marchado. Inevitablemente pensó en Alfonso y en sus sentimientos hacia él. Recordaba la primera vez que lo vio, le resultó bastante atractivo, con sus penetrantes ojos verdes y esa sonrisa pícara. Nada que ver con lo que había sentido por ese desconocido joven. Por el chico del sombrero había notado algo tan extraño… Su corazón había latido a toda prisa mientras se esforzaba en contestar al joven que la miraba divertido. Ella se había perdido en su mirada y en sus carnosos labios. El mundo se había parado para Marta y no podía ver más allá del misterioso muchacho. Incluso lamentaba su fea costumbre de salir corriendo, pues le dolía la idea de no volver a verlo. Siempre había estado segura de que amaba a Alfonso. Siempre. Hasta ese día. Estaba confusa. Ya no quería estar con su prometido y no entendía por qué, pues Alfonso era el hombre más maravilloso y bueno que había conocido nunca. Pero, por algún ilógico motivo, quería ir en busca del joven de la playa.

Estuvo largo rato apoyada en la pared de la vieja casa. Cansada de llorar, se convenció a sí misma de que lo que pensaba era una tontería, que todo se debía a los nervios de su cercana boda y que era una broma de su subconsciente. Secó sus lágrimas y se dirigió a su casa. Cuando llegó, su padre y Alfonso la estaban esperando.

—¿Dónde has estado? ¿Qué horas son estas de venir? —le reprendió Manuel.

—Papá, salí a dar una vuelta mientras dormías…

—¿Y te vas sin decir nada?

—Pero papá, tú sabes que siempre me doy un paseo mientras duermes…

—¡Nunca hasta tan tarde! Esta va a ser la última. Así aprenderás a venir antes —dijo su padre con voz fuerte.

—No ha sido culpa mía, el sombrero…

—¡Que no se hable más! ¡Pon la mesa! —ordenó Manuel.

Marta se fue a la cocina y, una vez allí, rompió a llorar. Se había llevado una buena bronca de su padre. Se encontraba desolada preparando la cena y sin poder contar a nadie lo que le había sucedido. En esos momentos se dio cuenta de cómo extrañaba a su madre.

—¡Hey! No llores, mi niña, tu padre solo se enfada así porque se preocupa por ti —dijo Alfonso que acababa de entrar a la cocina.

—Se me había perdido el sombrero de mi abuela —replicó ella, sollozando.

—Tranquila, mi amor, cuando esté más sereno se lo explicas —dijo mientras la abrazaba.

—Vale —contestó ella, intentado tranquilizarse, pues no quería que Alfonso la viera más así.

—Venga que te ayudo.

—Si me ayudas mi padre dirá que eres un calzonazos —respondió ella, esbozando una sonrisa.

—Por verte sonreír, lo que sea. Por cierto, ha venido mi hermano y está deseando conocerte —dijo, mientras le besaba la frente.

—Alfonso, hoy no me apetece ver a nadie, no te enfades, ¿vale?

—Bueno, pero no sé si mañana estará, al menos yo debería irme —contestó un poco decepcionado.

—Claro, mi amor. La comida ya está lista. Come si quieres y luego te vas.

—Vale.

Alfonso cenó rápido y se marchó. Marta sintió un gran alivio, pues no conseguía olvidar al chico de la playa. Recogió la mesa y se fue a su dormitorio.

—El hermano de mi novio me acaba de hacer un favor —pensó.

Necesitaba estar sola y reflexionar. Estaba nerviosa por su boda pero lo que sentía por ese desconocido era demasiado fuerte como para ser fruto de los nervios. Tenía claro que, si lo hubiera conocido antes, habría hecho todo lo que estuviera en su mano por conquistarlo. Ahora se sentía atada. No sabía qué hacer. Si se casaba con su prometido no podría volver a ver a ese chico. Las dudas se le agolpaban en la cabeza. Los sentimientos que le provocaban ese extraño, nunca los había experimentado con Alfonso. Por otro lado, Alfonso era su prototipo de hombre, guapo, educado, detallista, de familia adinerada y un sinfín de cualidades más. No lo podía dejar por un chico del cual no sabía nada. Pensó y pensó hasta que, incluso, llegó a dolerle la cabeza. Pero su confusión seguía estando ahí. Al final, tras mucho deliberar, decidió que lo único que podía hacer por el momento, era posponer la boda.

CAPÍTULO 6

Hacía una mañana espléndida. Marta se levantó. Era su gran día. Había pasado toda la noche despierta y estaba muy nerviosa. Recordaba con dulzura a su prometido, lo comprensivo que había sido un año atrás, cuando ella le dijo que quería esperar para casarse, que era muy joven. Pensaba en él, en lo maravilloso que era y en lo lejos que quedaban sus dudas. Apenas se acordaba del joven de la playa.

«Por fin estoy preparada» se decía.

Estaba empezando a impacientarse. ¿Dónde estaban sus amigas? Deberían haber llegado ya para ayudarla a vestirse. Miró por la ventana y se extrañó que no hubiera nadie en la calle. Nerviosa, miró el reloj.

—¿Qué? ¡Las cinco de la mañana! —exclamó.

Ahora sí que estaba sorprendida. ¿Por qué habría amanecido tan pronto? La boda era a las once y media y aún quedaba mucho tiempo. Mientras se duchaba recordó a su madre y pensó que la bendecía desde el cielo y que por eso el alba había llegado antes.

Sus amigas le habían hablado de la noche de bodas pues ella aún era virgen. Aunque estaba muy nerviosa, esperaba impaciente a que llegara el momento.

Manuel entró en la iglesia con su hija cogida del brazo. Se había emocionado mucho al verla tan encantadora y tenía que hacer un gran esfuerzo para no llorar. Todos se quedaron mirándola. Realmente estaba radiante. Llevaba un vestido color marfil, sencillo, sin apenas adornos pero con una gran cola. Su pelo, recogido en un moño, dejaba escapar algunos tirabuzones. El velo era corto y tapaba su bello rostro maquillado por primera vez. Alfonso, ya en el altar, la esperaba y la miraba nervioso. Cuando ella se acercó, se quitó el velo que tapaba su rostro. Él la miró sorprendido y apretó fuerte la mano de su madre. Nunca había visto a Marta tan linda. En esos momentos era el hombre más feliz del mundo. Su corazón latía fuerte, estaba ante la mujer más hermosa y buena del mundo. Ahora sí la sentía suya para siempre, incluso se le saltaron algunas lágrimas de felicidad. Ella lo miró. Él estaba muy guapo. Sentía que lo amaba y que su amor era correspondido. Estaban preparados para casarse. La ceremonia se celebró ante la emoción de los invitados. La feliz pareja selló su amor con un beso y todos empezaron a salir de la iglesia. No faltaba ningún invitado, excepto Darío y Melinda. La chica era conocida en todo Puntamo por su asombrosa belleza. Darío se había encargado personalmente de invitarla, ya que, además de ser su mejor amiga era la mujer de sus sueños. Por otra broma del destino, él no pudo asistir. Melinda se negó rotundamente a ver esa unión ya que, desde pequeña, soñaba que sería ella quien se casaría con Alfonso. La joven era la mejor retratista de la zona y Alfonso le había pedido que lo retratase junto a su esposa. Ella con el corazón destrozado esperó en la puerta de la iglesia para hacer el encargo. Se juró así misma que vigilaría a Marta y que nunca permitiría que le hiciera daño a su amado.

Los recién casados salieron eufóricos. Una nube de arroz los cubrió mientras todos gritaban que se besaran. Ellos se miraron unos segundos y emocionados juntaron sus labios. Los invitados comenzaron a aplaudir y, entre besos y aplausos, ocurrió algo. Ya había pasado en otras ocasiones, pero solo los más viejos lo habían presenciado. Todo se volvió oscuro. El sol, brillante y luminoso, había sido cubierto por la luna. Todos miraron al cielo maravillados y se emocionaron, incluso dijeron que era un buen augurio. Marta pensaba que su madre le daba la enhorabuena desde el cielo, pero un anciano empezó a gritar:

—¡No! ¡Otra vez no, maldita sea!