Puntamo II - Mónica Fuentes Gordo - E-Book

Puntamo II E-Book

Mónica Fuentes Gordo

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Beschreibung

Tras varios años en los que aparentemente reina la tranquilidad, Mesalla revela a sus amigos lo que lleva tiempo presintiendo: «Cuando la muralla cayó, la maldición que afectaba a Puntamo se concentró con más intensidad en otro lugar». A pesar de que la familia de Darío vive en total armonía, se ven envueltos en una nueva aventura de la que les es imposible escapar. No son solo fuerzas sobrenaturales las que tendrán que enfrentar, también serán víctimas de una conspiración de la que nadie parece estar a salvo. Gracias a sus investigaciones descubren que hay una gran trama donde braulistas y marcelinos luchan entre sí mientras se esconden de la sociedad. Tendrán que unir fuerzas para intentar vencer a los que intentan dañarlos y a un ser que se hace llamar el Gran Brujo.

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Mónica Fuentes Gordo

PUNTAMO

Fuerza indestructible

1ª edición en formato electrónico: febrero 2023

© Mónica Fuentes Gordo

© De la presente edición Terra Ignota Ediciones

Diseño de cubierta: TastyFrog Studio

Terra Ignota Ediciones

c/ Bac de Roda, 63, Local 2

08005 – Barcelona

[email protected]

ISBN: 978-84-126743-0-9

THEMA: FM 2ADS

Esta es una obra de ficción. Todos los personajes, nombres, diálogos, lugares y hechos que aparecen en la misma son producto de la imaginación del autor, o bien han sido utilizados en el marco de la ficción. Cualquier parecido con personas o hechos reales es mera coincidencia. Las ideas y opiniones vertidas en este libro son responsabilidad exclusiva de su autor.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45)

Mónica Fuentes Gordo

PUNTAMO

Fuerza indestructible

PUNTAMO, fuerza indestructible, es continuación

de PUNTAMO, sombras en la muralla

NOTA DE LA AUTORA

PRELUDIOS

CAPÍTULO 1

CAPÍTULO 2

CAPÍTULO 3

CAPÍTULO 4

CAPÍTULO 5

CAPÍTULO 6

CAPÍTULO 7

CAPÍTULO 8 (Alfonso)

CAPÍTULO 9 (Mesalla y Darío)

CAPÍTULO 10 (Fernanda)

CAPITULO 11 (Melinda, Marta, Rubiel y Asunción)

CAPÍTULO 12

CAPÍTULO 13

CAPÍTULO 14

CAPÍTULO 15

AGRADECIMENTOS

NOTA DE LA AUTORA

Hay un dicho, con el cual me identifico, que afirma que muchos de los escritores lo son por vocación.

No recuerdo cuándo comencé a escribir, pero sí, que antes de hacerlo, ya creaba cientos de historias en mi cabeza. Muchas de ellas las plasmé en papel y, al leerlas, me asombraba de ser la autora. Aún escribo y escribiré, textos, cuentos, relatos y poesías que probablemente nunca saldrán de mi hogar y de los cuales me seguiré sintiendo orgullosa. Todos son mi obra, mi creación.

En marzo del año 2019, animada por las pocas personas a las cuales daba acceso a mis escritos, publiqué mi primera novela Puntamo, sombras en la muralla. Fue un sueño en el que jamás había pensado participar. Hoy, tres años después, aún conservo esa ilusión. He conocido a personas maravillosas del mundo de la literatura. Pero, sobre todo, os he conocido, leído y escuchado a vosotros, mis lectores. De hecho, gracias a ello y a vuestros comentarios, he decidido ampliar mi manuscrito y crear una segunda parte.

Esperando que sea de vuestro agrado, os presento la secuela, Puntamo, fuerza indestructible.

PRELUDIOS

El sol resplandecía en Puntamo. Las ruinas de la muralla, esa que, debido a la maldición, tantos amores frustró, se habían convertido en un reclamo para los turistas. Poco a poco los moneros y punteros perdían el miedo a enamorarse entre sí, incluso las personas mayores empezaban aceptar la nueva realidad.

Alfonso y su esposa eran felices junto a su pequeña Asunción. A su parecer, tenían cuanto deseaban o incluso más. Melinda siempre había querido ser su mujer y tener hijos con él; con suerte, también se llevaría bien con la familia de su cuñado Darío, pero nunca se había imaginado que, además de eso, tendría una hermana y amigos a los que consideraría parte de los suyos. Alfonso había descubierto los placeres del amor mutuo. Se sentían agradecidos por todo lo que la vida les estaba dando.

Darío y Marta también eran padres de un niño, Rubiel. Veían su sueño cumplido. Se amaban sin miedo y tenían un gran vínculo con todos a los que consideraban su gente.

María, su esposo e hijo, continuaban como empleados de la familia de Alfonso y Darío.

Fernanda y Juan seguían muy unidos. Vivían en Villa Blanca. Varias veces a la semana visitaban a su buena amiga Mesalla, que habitaba en la casa del difunto doctor Miguel.

CAPÍTULO 1

Melinda sonreía mientras miraba la vela con el número 6. Para ella el tiempo había pasado muy deprisa desde que la muralla desapareció.

La hermosa mujer recordaba con cariño grandes momentos con su hijita, había crecido tan rápido… Hacía poco su pequeña era un bebé y ya cumplía seis añitos. Asunción había heredado los profundos ojos verdes de su padre. Su pelo era moreno con reflejos rojos, tenía labios grandes y colorados, una pequeña y respingona nariz y piel clarita con eternos coloretes. A excepción de los ojos, la niña parecía una réplica de su madre.

Desde que Asunción nació, sabían que era especial. Su primito Rubiel, y la propia Mesalla, se encargaban de recordárselo a todos. Ella era la niña bendecida, la primera puntameraque había nacido sin la pesada sombra de la muralla.

Faltaban apenas unas horas para que todos estuvieran juntos. Mesalla, Fernanda y Juan, vivían lejos, solo los visitaban dos veces al año: en los cumpleaños de Rubiel y Asunción. Ginebra, en cambio, se acercaba a casa de su pequeña ahijada casi a diario. Ella no podía tener hijos, las compañeras de su antigua profesión se habían encargado de operarla para tal hecho. Adoraba a su sobrinita y, por supuesto, en su cumpleaños no faltaría.

Mientras tanto Rubiel ayudaba a su madre a hacer la famosa tarta que tanto les gustaba a todos. Parecía ser un buen día, aunque el pequeño estaba nervioso; Marta lo miraba intrigada. ¿Por qué estaría tan inquieto? Intentó hablar con él, pero el niño evadía sus preguntas, también las de su padre. Darío y Marta pensaban en silencio, ambos lo hacían sobre Rubiel. Hacía mucho tiempo que no lo veían tan distraído.

María y su esposo Paco terminaban la limpieza en casa de Darío y ultimaban detalles para ir al cumpleaños de la pequeña Asunción. Ya solo quedaba la cocina. La afanada señora pasaba la bayeta para limpiar los restos de harina, cuando algo la detuvo: unas siglas escritas sobre el blanco polvo. Sus ojos se abrieron como platos para observarlas mejor. Definitivamente, esas iniciales ya las había visto. Recordó haberlas leído en más de una ocasión cuando aún vivía el joven Rubén: LPPL. María respiró hondo, calculó que en ese momento Rubiel tendría la misma edad que Rubén, cuando empezó a escribir a diario esas siglas.

«Seguro que no significa nada», intentó pensar. La muralla había caído hacía años y el pequeño Rubiel tenía muchos recuerdos de su fallecido hermano. Decidió no comentar nada a los padres del niño. Para ella, más que jefes, eran familia. Marta y Darío habían sufrido muchísimo y ahora, que todos vivían en armonía, no iba a ser ella quien los preocupara.

La casa de Melinda y Alfonso se iba llenando de invitados. Entraban y se acomodaban en el amplio salón, que Melinda había decorado con muy buen gusto. Ella había elegido como residencia para su familia la casa de Cornelio, ya que le traía gratos recuerdos. El gusto de Melinda era exquisito, así que además de reformarla, había pintado algunos hermosos lienzos en las paredes.

Alfonso acercaba cosas a la mesa y observaba a sus amigos.

Tomás hablaba tranquilamente con sus padres mientras continuaba cogido de la mano de Mary.

Ginebra había corrido a besuquear a su sobrinita. Su esposo, Juan, Juanito para los amigos, saludaba cordialmente a todos los presentes.

Darío y Marta estaban entrando al salón, el pequeño Rubiel corría a abrazar a su tío.

Alfonso lo abrazó con cariño, Rubiel era tan especial que transmitía amor y paz a todo el que se le acercaba. Lo adoraba.

Terminados los saludos, Marta y María se acercaron a la cocina para guardar los dulces que habían preparado.

—Hola, Ginebra, un gusto saludarte y tú, mi niña, por ti no pasan los años, hoy te ves radiante —dijo María refiriéndose a Melinda.

Ginebra, que llevaba una bandeja de comida, saludó a ambas sin detenerse y llevó los aperitivos al salón.

—Gracias, María, eres única, siempre lo has sido —contestó Melinda sintiéndose agradecida.

Marta sonrió a Melinda, la verdad es que ninguna de las dos hubiera pensado que además de ser cuñadas, podrían llegar a ser buenas amigas. Ambas habían entendido que sus caminos en el pasado habían sido manipulados. Intentaban no recordarlo y pensar en el presente y futuro.

Melinda era una mujer fuerte, sabía lo que quería y, a pesar de las adversidades, luchaba por conseguirlo.

Marta era una mujer con encanto, trabajadora, buena, limpia, pero de carácter más débil. Pasaban bastante tiempo juntas, se contaban cosas, se ayudaban y aconsejaban.

María las observaba, esas dos mujeres eran sus jefas. Podían mandarla a hacer muchas tareas, en cambio la trataban con cariño, la ayudaban y la consideraban como a una más de sus parientes. María se sentía muy agradecida, pues toda su familia, sin excepción, era tratada como parte de la familia para la que trabajaban. Tanto a ella como a su marido y su hijo, les gustaba trabajar para y con ellos.

María aún recordaba la fecha en que murió Rubén. Le había sorprendido la reacción de Marta. Esos días, esas semanas y meses habían sido horribles para todos, pero Marta dejó de tener motivos para vivir. María rememoraba el día que por fin Darío decidió ir a ver a Marta.

En esos momentos su pobre jefa estaba como ida. Cuando Darío habló con Marta, esta encontró un motivo para vivir, aunque seguía sin fuerzas para continuar. Ese día Marta se levantó sin que sus cuidadores lo advirtieran y sorprendió a María llorando, Paco no podía consolarla. Marta se había escondido en la puerta para no ser vista mientras escuchaba.

María aún rememoraba esa conversación como si hubieran pasado tan solo unos días.

Recordaba que en ese momento estaba destrozada, que no sabía qué hacer y se lo decía a su marido:

—No puedo más, todo esto me supera. ¿Después de tantos días regresa Darío, la ve y se vuelve a marchar?

—María, nosotros no mandamos en ellos. Seguro que él no soporta estar aquí, tantos recuerdos…

—¿Y nosotros qué, Paco? ¿Nosotros no lo queríamos? Lo quería tanto como si fuera mío. Yo soy la que he tenido que guardar sus cosas, las manos aún me huelen a él. Me paso el día cuidando a Marta y no tengo tiempo para mi propio hijo. Tomás está mal, aún se siente culpable. Apenas come, casi no duerme y tiene pesadillas. Nos necesita, Paco, nos necesita…

Después habían callado, pues un pequeño movimiento de Marta los había advertido de su presencia.

Ese día Marta los abrazó y lloró con ellos. Cuando consiguieron calmarse pidió hablar a solas con Tomás.

María nunca supo la conversación que mantuvo con su hijo, pero sí que fue decisiva, pues ambos empezaron a mejorar.

En la actualidad, Marta se veía una mujer feliz y sana.

Tanto Marta como Melinda tenían unos pequeños encantadores, alegres y muy astutos.

María pensaba en los niños cuando vio algo que brillaba en la pared, parecía aceite, seguramente se habría salpicado hasta ahí. Cogió una bayeta, la humedeció y se dispuso a limpiar la mancha. Su respiración se cortó por un instante, incluso tuvo que morderse el labio para acallar la exclamación que quería delatarla. Con letras imperfectas estaban escritas las siglas LPPL. María conocía a la perfección la caligrafía de los niños, ya que muchas veces los ayudaba con los deberes. Esas siglas las había escrito la pequeña Asunción. María se apresuró a limpiarlas, después lavó la bayeta y la colocó en su sitio. En esos momentos prefería no hablar con sus jefas. No quería que le notaran el nerviosismo. No podía decirles, y menos en ese día, que sus hijos habían escrito las mismas letras que escribía Rubén cuando todo estaba mal.

El sonido de voces nuevas sacó a María de sus pensamientos, sus jefas habían ido a recibir al resto de invitados. Ya estaban todos. Eran pocos los asistentes, pero para Melinda estaban los justos.

Todos se saludaron con cariño y se acomodaron.

Fernanda deslumbraba con su abrumadora belleza.

Juan, el esposo de Fernanda, seguía tansencillo y amable como siempre.

Mesalla continuaba desprendiendo esa sensación de paz y seguridad a su alrededor.

Los invitados impregnaban la casa con su felicidad, tanto que María se olvidó por completo de las siglas que habían escrito Rubiel y Asunción. Pasaron un día espléndido y pronto llegó la noche.

CAPÍTULO 2

El amanecer se presentaba frío a pesar de estar casi en junio.

Los niños estaban en el cole y el resto de la familia en su trabajo, salvo Melinda, que se ocupaba de los invitados. Fernanda y Juan se acercaron a la cocina para ayudar a la anfitriona, los tres desayunaban tranquilos mientras esperaban a Mesalla, que parecía no querer bajar. En efecto, ella no estaba segura de si debía irse.

Mesalla se había pasado toda la noche soñando con el día en el que cayó la muralla. Recordaba una y otra vez la carita del pequeño Rubiel suplicándole a su prima, y cómo el bebé se puso a llorar y todos despertaron de su letargo. Mesalla llevaba años sin soñar con eso, lo que la hizo ponerse nerviosa. Intuía que muy pronto saldría el mal que estaba retenido en la playa. No paraba de darle vueltas en su cabeza. Tenía que decirle a toda la familia lo que por ahora solo ella conocía. Recapitulaba en su mente cómo había descubierto algunas cosas que aún no se había atrevido a contar a nadie:

El día que la muralla cayó ante sus ojos, después de que los pequeños Rubiel y Asunción, hubieran desencantado a su familia, todos locelebraban. Pero ese día Mesalla festejaba una batalla, no una victoria. Ella seguía sintiendo el mal que la muralla desprendía, aunque en esa ocasión lo notaba aún más fuerte, como si estuviera concentrado en algún lugar.

Aún se estremecía por la sensación que tuvo cuando descubrió la procedencia de esa malignidad. Recordaba que el día que la muralla había quedado en ruinas, se había ido a descansar. A la mañana siguiente, cuando sus amigos aún dormían, ella se había dirigido a la destruida muralla. A pesar de ser muy temprano, había algunos curiosos que se asombraban por la caída de esta, e incluso se hacíanfotos subidos en los montones de piedras. Aunque la gente bromeaba y reía, Mesalla seguía teniendo esa sensación que le decía que aún quedaba trabajo por hacer. La chica anduvo en silencio intentado concentrarse para buscar la zona donde sus sentidos más se estremecían. Cuando un escalofrío la recorrió de la punta de los pies a la punta de la cabeza, supo que había encontrado el punto de origen. La casita de piedra, «¿cómo no había lo había percibido antes?». Esa casa era del mismo material que la muralla y probablemente hecha en el mismo tiempo. Extrañada, observó la casa. Esa construcción estaba muy cerca de la orilla, probablemente miles de olas habrían impactado sobre ella, pero las piedras que la formaban no estaban desgastadas. Tocó minuciosamente cada piedra mientras sentía el tacto frío de ellas y la tierra que las unía. Sintió algo que hasta ese momento nunca había tenido: miedo. Un sudor, aún más helado que las piedras, recorría su cuerpo. Mesalla estaba empezando a entender que el poder de esa casa era mucho más fuerte que el de la muralla, y que ella no sabía cómo vencerlo. La chica se adentró en la casa. Dentro, lasensación de mal se hacía aún más intensa. La cabeza le empezó a doler, se sentía mareada, por lo que se sentó en el suelo. Estaba vencida, «¿cómo les diría a sus amigos que todo por lo que habían pasado no les serviría de nada?». Abrumada, empezó a tocarse un tatuaje que ella misma se había hecho cuando aún era una niña. Esas letras que no se le quitaron de la cabeza hasta que se las tatuó en su piel: LPPL. Apoyó su cabeza sobre la pared y, al contacto con las piedras, un poco de arena cayó dejando ver una especie de líneas. Mesalla se sorprendió, no entendía como las olas no podían hacer nada en la casita y ella, al apoyar la cabeza, había hecho caer arenilla. Se levantó curiosa y se puso a inspeccionar la zona. En una piedra parecía que había algo escrito y las tres piedras que lindaban con ella se veían algo desgastadas. La chica se acercó y sopló sobre las letras para poder verlas. En ese momento, Mesalla creyó desfallecer, había cuatro siglas escritas en mayúsculas. Se veían como incrustadas en la piedra, con una buena caligrafía. Las leyó otra vez para cerciorarse de lo que había visto. Claramente se leía LPPL. Esas siglas la habían acompañado desde que ella recordaba y ahora las tenía delante, escritas en una construcción de cientos de años.

A partir de ese día, Mesalla no pudo dormir tranquila, había descubierto algunas cosas, pero no las suficientes.

Tras varios años investigando había llegado a la conclusión de que tras la muralla de Puntamo, se escondían muchos hechizos más. Lo peor era que presentía que sus amigos, esa familia que tanto había dado, se verían de nuevo involucrados, quisieran o no. Pero por más sueños que tenía o por más que rezara, no lograba averiguar qué era lo que iba a suceder. Solotenía algo claro, esta vez todo sería distinto, muy distinto. De hecho, desde que cayó la muralla, los animales no enloquecían, tampoco ella sentía esa sensación de mal, salvo en la casita de piedra. Algo retenía esas sombras que se escondían en esas viejas paredes a la espera de ser liberadas y enloquecer a toda persona que se cruzara con ellas.

Mesalla, mientras se tocaba sus letras tatuadas, que cada vez le molestaban más, pensaba en la hija de Melinda y Alfonso.

La pequeña Asunción había cumplido 6 añitos. Esa niña era amor e inocencia, pero tenía un poder en su interior que incluso intimidaba a la propia Mesalla. Asun —que así la llamaban—, no era una niña normal. Mesalla no dejaba de recordar el día de la destrucción de la muralla. Se preguntaba qué podría llegar a hacer la pequeña, cuando siendo tan solo un bebé había logrado sacar a toda una familia de su letargo. Mesalla no tenía claro si debía volver ya a su pueblo, intuía que tenía que quedarse por un tiempo en Puntamo. Decidió bajar a desayunar sin saber aún qué podría decir para no asustar a Melinda.

—¡Buenos días, dormilona! Ya casi hemos terminado de desayunar, he preparado tortitas —le dijo Melinda mientras veía cómo la distraída muchacha se aproximaba a la silla.

—¡Hum! Qué ricas, me encantan las tortitas —exclamó Mesalla olvidando por unos momentos sus preocupaciones.

Se llevó la esponjosa pasta a la boca, saboreando los deliciosos aromas que desprendía, mientras evocaba años atrás, cuando ella misma se las preparaba a su padrino, «el doctor Miguel». Fue sobre 1947 cuando sus padres la dejaron al cuidado del médico. Ella apenas tenía dos años, pero sus progenitores decidieron que estaría más segura viviendo con él, escondida entre las montañas. Eran tiempos difíciles, pero ella fue tratada con el mayor mimo y cuidado. Sus padres la visitaban y ella, al ir creciendo, compartía sus horas en ambas casas. Adoraba a su familia, pero el doctor había sido para ella tanto o más que su propio padre. Cada mañana, desde que era pequeña, él dedicaba unas horas para encargarse de su educación. Le había enseñado a escribir, a leer, a hacer cuentas y a muchísimas cosas más, incluidas las preparaciones de todos sus remedios naturales. La joven aún recordaba con dolor, la noche en la que el doctor se despidió de ella para siempre. Las palabras de su padrino resonaban en su cabeza una y otra vez.

«He dedicado toda mi vida al estudio de la medicina natural. No he tenido tiempo para crear una familia. No la he necesitado, porque tú eres mi familia, mi niña, no podría haber pedido al cielo nadie mejor que tú. En unas horas, como mucho, días, todo lo mío pasará a pertenecerte. Están todos los papeles preparados para que no tengas problemas.

—Te lo agradezco muchísimo, para mí eres mi segundo padre. Te quiero con toda mi alma, por eso necesito que conserves tus cosas por mucho tiempo. No me puedo imaginar una vida sin ti —dijo Mesalla mientras lo abrazaba sin poder retener sus lágrimas.

El doctor la abrazó con dulzura. En silencio la escuchó llorar, mientras en su mente se despedía de ella. Como ya había anunciado, en apenas dos días su vida se desvaneció…».

—Mesalla, ¿qué te pasa? —preguntó Fernanda al ver una lágrima recorriendo la mejilla de la chica.

Mesalla se vio sorprendida. Sus expresiones estaban delatando su estado de tristeza y nerviosismo. De reojo miró a Melinda. ¿Cómo le diría con todo lo que esa mujer había pasado que aún sus vidas no serían normales? La chica respiró hondo, aunque antes de hablar recordó lo que siempre le decía Miguel: «confía en tu instinto, pero habla solo en el momento adecuado». Mejor sería que lo comentara primero con Fernanda, esa mujer estaba acostumbrada a hablar con muchas personas. Quizá ella podría ayudarla.

—Perdón, pensaba en el doctor Miguel. Es que lo echo de menos —dijo.

Melinda le apretó la mano con un gesto de empatía, pero Fernanda la siguió mirando extrañada unos instantes más.

Terminado el desayuno, Mesalla ansiaba el momento de quedarse a solas con Fernanda.

Por fin, mientras su amiga doblaba la ropa para meterla en la maleta, Mesalla entró a su habitación. Su hermosa amiga le sonrió.

—Me alegro que hayas venido, en el desayuno dijiste que era por Miguel, pero creo que es algo más. No me convenciste. ¿Qué te pasaba en realidad? —preguntó Fernanda con voz serena.

—Tenemos que hablar —dijo Mesalla esbozando un suspiro.

—Claro —contestó expectante.

—Fernanda, después de tanto tiempo no sé ni cómo empezar. Necesito tu ayuda.

—Mi niña, tú eres una mujer supersegura. Debe de ser algo muy fuerte para que estés así.

—Lo es. Verás, desde que era pequeña he sabido que tenía una misión. Mis sueños, mi mente, mis acciones, todo me llevaba a vosotros. Logré encontraros y reuniros y se cumplió el sueño que en mi cabeza siempre se repetía. La destrucción de la muralla. Creí que todo había acabado ahí, pero no.

—Mesalla, yo también siento que aún no he cumplido mi misión. No quería decir nada porque pensaba que era la única en creerlo. Me alegra no estar loca —expresó sonriendo.

Mesalla la miró sorprendida. Fernanda era una mujer muy inteligente, ya se lo había demostrado en más de una ocasión. Ella sabría cómo contárselo a la familia.

—No estás loca, no. ¿Por casualidad sabes cuál es?

—Me temo que no. Pero bueno, te tengo a ti, que eres nuestra guía.

—Ese es el problema, Fernanda, no sé qué tenemos que hacer. Es la casita de piedra que hay en la playa. Casi no puedo acercarme de lo que me transmite. Es como si todo el mal que había en la muralla, se hubiera concentrado ahí pero con más energía maligna. He ido muchas veces a la casita y esa desagradable sensación que me eriza el vello, cada vez tiene más fuerza. Solo hay una pequeña zona que sigue libre de ese poder.

—No lo entiendo, desde el día que cayó la muralla todo parece ir bien. Los animales ya pasean por la playa. Los ancianos parecen estar tranquilos, con sus cosas normales, pero no como dicen que se ponían antes. A la gente ya no le duele la cabeza al pasar por donde estaba la muralla. Y lo más importante, esa niebla que salía a veces, que volvía loco a todo el que se la cruzaba, ya no está. Hace seis años que ha desaparecido.

—Ese es el problema, Fernanda, la casita de piedra es como una bomba a punto de estallar. El mal se está concentrando en ella con una fortaleza que no había sentido antes. Pero gracias a Dios, parece que hay algo que lo detiene. Lo malo es que no sé quién o qué es y cuánto tiempo logrará frenar esa malignidad que quiere venírsenos encima.

—¿Estás diciendo que tendremos que enfrentarnos otra vez a ese horror?

—No, Fernanda, esta vez es diferente, es algo mucho más poderoso. Tanto, que siento que me detiene. No puedo aclarar mis ideas por más que lo intento. Estoy bloqueada. Lo único que presiento es que está a punto de pasar. He estado en la casita de piedra muchas veces y ese poder maligno sigue creciendo. Solo hay una pequeña zona en la que no pasa. En ella están escritas las siglas LPPL.

—¿LPPL? Yo he visto esas iniciales, no sé dónde, pero me suenan muchísimo —dijo Fernanda pensativa.

Melinda miró hacia la puerta para asegurarse de que no venía nadie y, acto seguido, se levantó la camiseta y se bajó levemente la copa del sujetador dejando ver las iniciales que tenía tatuadas en el pecho. Fernanda las observó sorprendida. No era un tatuaje corriente. No tenía tinta, más bien parecía una cicatriz que se había cerrado con esa forma. Las letras estaban en relieve y toda la zona de alrededor estaba colorada.

—¿Cuándo te hicieron eso?

—Me lo hice de pequeña. No se me borraban de la cabeza y tuve que tatuármelas.

—¿Tú te las hiciste? —preguntó sorprendida.

—Sí, apenas tenía diez años, cogí un cuchillo y me lo hice. Como me dolió poco, lo repasé fuertemente con un destornillador. Después me lo tapé con vendas. El destornillador me hizo polvo, pero no quería parar hasta terminar. Lo tapé durante una semana, pero me dio una infección que casi me muero y al final se lo tuve que decir a Miguel.

—¿Por qué te causaste esa salvajada?

—No lograba sacarme estas iniciales de la cabeza, pensé que así se me pasaría. Afortunadamente estaba en lo cierto, se me curaron bien y casi me olvidé de ellas. Pero desde que las vi grabadas en la casita de la playa, no he dejado de pensar en su significado. Últimamente me están empezando a molestar y desde que la niña ha cumplido seis años, las tengo como un tomate.

—No tienen buena pinta, tendrás que ir al médico, parece que se te están resquebrajando. Y… ¿qué significan?

—No tengo ni idea, sé que están así por un motivo. Intuyo que tiene que ver con la familia de Darío y Alfonso, pero no sé nada más.

—Pues tendremos que averiguar lo que significan. Quizás así sepamos qué detiene el poder maligno de la casita y podamos destruirla antes de que sea tarde.

—¿Y cómo lo averiguamos?

—Déjame pensar. Esas siglas las he visto en alguna parte. No digas todavía nada a nadie, no debemos preocuparlos, al menos hasta que tengamos la información suficiente.

Mesalla se marchó pensativa, hubiera querido decir ya todo lo que sabía, pero Fernanda tenía razón, debía averiguar qué era lo que estaba pasando antes de informar a sus amigos. En pocas horas comerían todos juntos y luego ellas partirían para sus casas. Mesalla no se quería marchar aún de Puntamo. Ojalá a Fernanda se le ocurriera una solución. Impaciente, se fue a su dormitorio, abrió su libro favorito de medicina y se dispuso a leer. Debía ser prudente, necesitaba estar sola hasta que llegara la hora de almorzar.

La campana del colegio acababa de sonar. En la puerta estaba Mesalla, que había prometido recoger a los niños. Irían a casa de Marta a almorzar. Los primos corrieron a abrazarla. Ella les devolvió el abrazo. Adoraba a esos pequeños.

—Mesalla, ¿puedo subirme delante contigo? —preguntó Rubiel.

—Cariño, deberías ir atrás con tu prima.

—No pasa nada, tita (así llamaba Asunción a Mesalla), yo lo dejo —dijo la pequeña mientras sonreía.

—¡Porfi! —insistió Rubiel.

—Está bien, súbete delante.

Cuando ya estaban acomodados en el coche, Rubiel dirigió una mirada cómplice a su prima y luego se volvió a Mesalla.

—Yo siempre protegeré a mi prima.

—Lo sé, cielo, eres un angelito.

Mesalla no dijo nada más, conducía en silencio mientras los primos hablaban alegremente. Esos niños eran únicos. Ambos desprendían una gran fuerza y se adoraban. Rubiel era protector y muy listo, sabía cosas impropias de su edad. La familia estaba acostumbrada, pues había aceptado que eran recuerdos del pasado. Asun era diferente, era una niña inocente, siempre estaba contenta y sonriendo. No se enfadaba por lo que las niñas de su edad solían hacerlo, ni era caprichosa. Cuando no estaba en casa, solía hallarse en el jardín. Pasaba horas observando a los animales, les hablaba y ordenaba. Los animalitos parecían obedecerla.

Al cabo de unos minutos Mesalla estaba aparcando el coche en la puerta de la casa de sus amigos.

—¡Vamos, amores, bajar del coche! —dijo saliendo de sus pensamientos.

Los niños corrieron para la casa. Fernanda, que aguardaba en la entrada, se acercó para hablar con su amiga.

—Mesalla, he estado pensando y he hablado con Juan. No voy a irme de Puntamo hasta que no sepa que están todos a salvo. Él marchará cuando coma, yo no. ¿Estás dispuesta a quedarte?

—Claro que sí, pero ¿cómo lo hacemos sin decirles nada?

—Tú sígueme la corriente —dijo Fernanda desprendiendo seguridad.