Quien no arriesga - Jeffrey Archer - E-Book

Quien no arriesga E-Book

Jeffrey Archer

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Beschreibung

Esta no es la típica historia de detectives, aunque sí es la historia de un detective. William Warwick siempre ha querido ser detective. Por ello, y en contra de los deseos de su padre, el Consejero de la Reina Sir Julian Warwick, decide alejarse de la tradición familiar de estudiar abogacía, tradición que sí ha seguido su hermana Grace, y se une al Cuerpo de Policía Metropolitana de Londres. Tras graduarse en la universidad, William comienza una carrera que definirá su vida entera: desde los primeros meses de patrulla bajo la atenta supervisión de su primer mentor, el agente Fred Yates; hasta su primer caso importante como detective veterano en el Departamento de Arte y Antigüedades de Scotland Yard. Mientras investiga el robo de un cuadro de Rembrandt de incalculable valor en el Museo Fitzmolean, William conoce a Beth Rainsford, una asistente de arte de la que caerá perdidamente enamorado. Beth, por su parte, teme que el secreto que guarda acaba por salir a la luz. Mientras William sigue el rastro del cuadro robado, se cruza con el afable coleccionista de arte Miles Faulkner y con su brillante abogado, el Consejero de la Reina Booth Watson, ambos dispuestos a romper la ley para mantenerse siempre un paso por delante de William. Mientras tanto, Christina, la esposa de Miles Faulkner, hace amistad con William. Sin embargo, ¿de parte de quién está realmente? «Nothing ventured» supone el inicio de una nueva serie de novelas al más puro estilo de las Crónicas Clifton, el absoluto besteller de Jeffrey Archer según el Sunday Times. En ella conoceremos la historia del linaje de William Warwick, hombre de familia y detective que luchará durante toda una carrera contra un poderoso enemigo criminal. Mediante de giros argumentales, éxitos y tragedias, esta serie nos demostrará que William Warwick está destinado a convertirse en uno de los personajes más emblemáticos de Jeffrey Archer.

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Jeffrey Archer

Quien no arriesga

Traducción de Maia Figueroa Evans

Saga

Quien no arriesga

 

Translated by Maia Figueroa Evans

 

Original title: Nothing Ventured

 

Original language: English

Copyright © 2019, 2022 Jeffrey Archer and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726491920

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

Para el comandante William Hucklesby, Medalla de la Reina al mérito policial

Doy las gracias por sus inestimables consejos e investigación a:

Simon Bainbridge, Jonathan Caplan QC, Gregory Edmund, Colin Emson, Eric Franks, Vicky Mellor, Alison Prince, Ellen Radley (pericia caligráfica y documentoscopia), Catherine Richards, Susan Watt y Johnny Van Haeften.

Un agradecimiento especial para la sargento Michelle Roycroft y el superintendente jefe John Sutherland, ambos jubilados.

Queridos lectores:

Cuando acabé el último libro de la serie Las crónicas de Clifton, varias personas me escribieron para transmitirme que les gustaría saber más sobre William Warwick, el héroe de las novelas de Harry Clifton.

Confieso que ya me había planteado la idea antes de empezar a trabajar en Quien no arriesga, que es la primera novela de la serie de William Warwick.

Quien no arriesga arranca cuando William acaba la carrera y le da un disgusto a su padre al anunciar su intención de ingresar en la Policía Metropolitana de Londres en lugar de entrar como aprendiz en su bufete de abogados. William lucha por sus deseos y, en esta novela inaugural, seguimos su vida como agente de a pie junto con una serie de personajes, unos buenos y otros no tanto, que se cruzan en su camino mientras él se examina para ser investigador y lo transfieren a Scotland Yard.

A lo largo de la saga, seguiréis sus aventuras y desventuras desde que ingresa en el cuerpo hasta que llega al puesto de comisario de la Policía Metropolitana.

En la actualidad, estoy escribiendo la segunda novela de la serie, que se centrará en los años que William pasa como joven sargento en la Brigada de Estupefacientes.

Que llegue a comisario o no dependerá tanto de la determinación y capacidad de William Warwick como de mis esperanzas (no de las vuestras) de una vida longeva.

Jeffrey Archer

Septiembre de 2019

Esta no es una historia policiaca, sino la historia de un policía.

1

14 de julio de 1979

—¿Lo dices en serio? Me cuesta creerlo.

—No podría hablar más en serio, padre. Si hubieras prestado atención a algo de lo que he dicho a lo largo de los últimos diez años, lo sabrías.

—Pero te han ofrecido una plaza en mi antigua facultad de Oxford para estudiar Derecho y, cuando te licencies, podrías trabajar en mi bufete. ¿Qué más podría pedir un joven como tú?

—Que le permitan desempeñar la carrera profesional que él haya elegido y no esperen que siga los pasos de su padre.

—¿Tan malo sería? Al fin y al cabo, yo he disfrutado de una trayectoria fascinante y valiosa, y hasta me atrevería a decir que he tenido un éxito moderado.

—Un éxito excepcional, padre. Pero no es tu profesión la que debatimos, sino la mía. Y tal vez yo no quiera ser un abogado penalista de prestigio que se pasa la vida defendiendo a un puñado de villanos a los que jamás se plantearía invitar a comer al club social.

—Al parecer, se te olvida que esos mismos villanos te costearon la educación y el estilo de vida del que disfrutas ahora.

—No he tenido oportunidad de olvidarlo, padre; precisamente por ese motivo mi intención es dedicarme a garantizar que esos villanos estén entre rejas durante largos periodos y no puedan salir en libertad a continuar con su vida criminal gracias a tu pericia como defensor.

William pensó que por fin había hecho callar a su padre, pero se equivocaba.

—Quizá podríamos acordar un término medio, querido hijo.

—Ni en sueños, padre —contestó William con firmeza—. Pareces un abogado peleando por una reducción de condena cuando sabes que el caso no se sostiene. Por una vez, tu elocuencia caerá en saco roto.

—¿No vas a permitirme siquiera exponer el caso antes de desestimarlo? —respondió su padre.

—No, porque no soy culpable y no tengo que demostrarle al jurado que soy inocente solo para darte el gusto.

—No obstante, ¿estarías dispuesto a hacer algo para contentarme a mí, cariño?

En el fragor de la batalla, a William se le había olvidado que su madre estaba sentada en silencio al otro extremo de la mesa, siguiendo de cerca la justa entre su marido y su hijo. William estaba más que preparado para enfrentarse a su padre, pero sabía que no era rival para ella. Se quedó callado de nuevo. Un silencio que su padre aprovechó.

—¿Qué tiene en mente, su señoría? —preguntó sir Julian, y se tiró de las solapas de la chaqueta al dirigirse a su esposa como si fuera una jueza del Tribunal Supremo.

—William tendrá permiso para ir a la universidad que él escoja —sentenció Marjorie—, seleccionar la carrera que desee estudiar y, cuando se haya licenciado, trabajará en lo que él decida. Y no solo eso, sino que, cuando lo haga, tú cederás con elegancia y no volverás a sacar el tema.

—Confieso —repuso sir Julian— que, si bien acepto su sensata opinión, señoría, la última parte podría resultarme difícil.

La madre y el hijo rompieron a reír.

—¿Puedo alegar circunstancias atenuantes? —pidió sir Julian con aire de inocencia.

—No —contestó William—, porque solo accederé a las condiciones de mi madre si dentro de tres años apoyas sin reservas mi decisión de ingresar en la Policía Metropolitana.

Sir Julian Warwick QC, iniciales que indicaban que era miembro del consejo de la reina de Inglaterra en materia jurídica, se levantó del asiento desde donde presidía la mesa, le hizo una pequeña reverencia a su esposa y dijo a regañadientes:

—Si eso la complace, su señoría, así será.

 

William Warwick quería ser policía desde los ocho años, cuando resolvió el caso de «la desaparición de la chocolatina Mars». Según le explicó al maestro del internado, no tuvo más que seguir el rastro de las pruebas, cosa que no requería la ayuda de una lupa.

Esas pruebas (los envoltorios de los dulces) habían aparecido en la papelera del estudio del culpable y el infractor no fue capaz de demostrar que, a lo largo de ese trimestre, hubiera gastado dinero de la paga en el kiosco de la escuela.

Para William, lo peor fue que Adrian Heath era uno de sus mejores amigos y daba por sentado que la amistad sería para toda la vida. Cuando lo comentó con su padre durante las vacaciones escolares, el hombre le dijo: «Esperemos que Adrian haya aprendido de la experiencia. De lo contrario, vete a saber qué será del chico».

A pesar de que sus compañeros, que soñaban con ser médicos, abogados, maestros e incluso contables, se burlaron de él, el maestro encargado de la orientación vocacional no mostró sorpresa alguna cuando William le informó de que sería policía. No en vano, antes de que terminase el primer trimestre, los demás niños ya lo habían apodado Sherlock por sus dotes detectivescas.

El padre de William, el baronetsir Julian Warwick, quería que su hijo estudiara Derecho en Oxford, tal como él había hecho treinta años antes. Sin embargo, a pesar de su insistencia, William no había dado su brazo a torcer y desde el día en que acabó la educación secundaria estaba decidido a ingresar en el cuerpo de policía. Al final, pese a la terquedad de ambos, habían llegado a un arreglo de mutuo acuerdo con la aprobación de su madre: William asistiría a la Universidad de Londres para estudiar Historia del Arte (una disciplina que su padre se negaba a tomarse en serio) y, si al cabo de tres años su hijo aún quería ser policía, sir Julian accedería sin protestar. William sabía que eso no ocurriría.

William disfrutó al máximo de los tres años en el King’s College de Londres, donde se enamoró varias veces. Primero de Hannah y de Rembrandt, después de Judy y Turner, y por último de Rachel y Hockney, antes de sentar la cabeza con Caravaggio: un affair que le duraría toda la vida aun cuando su padre apuntó que el gran artista italiano había sido un asesino y debería haber muerto en la horca. Suficiente razón para abolir la pena de muerte, había sugerido William. Una vez más, padre e hijo no se ponían de acuerdo.

Durante las vacaciones de verano tras finalizar la secundaria, William cruzó Europa con una mochila a cuestas y fue a Roma, París, Berlín y hasta San Petersburgo para hacer largas colas con otros devotos deseando adorar a los maestros del pasado. Cuando por fin se graduó, su profesor le sugirió que se planteara hacer un doctorado sobre el lado oscuro de Caravaggio. El lado más oscuro, contestó William, era precisamente lo que pensaba estudiar, si bien quería aprender más sobre delincuentes del siglo xx , no del xvi .

 

A las tres menos cinco de la tarde del domingo 5 de septiembre de 1982, William se presentó en la Academia Policial Hendon, en el norte de Londres. Disfrutó de casi cada minuto del curso de formación, desde el momento en que juró lealtad a la reina hasta el desfile de graduación, dieciséis semanas más tarde.

Al día siguiente, le entregaron el uniforme de sarga de color azul marino, el casco y la porra, y no podía resistir mirarse en todos los escaparates por los que pasaba. «El uniforme de policía —según le advirtió el comandante su primer día de desfile— tiene el poder de cambiarte la personalidad, y no siempre para bien.»

En Hendon, las clases empezaron el segundo día y se dividían entre el aula y el gimnasio. William se aprendió secciones enteras de leyes hasta que fue capaz de recitarlas palabra por palabra. Gozaba con el análisis forense y del escenario del crimen; sin embargo, en cuanto lo metieron en el circuito de pruebas, descubrió que su talento para la conducción era muy rudimentario.

Habiendo soportado años de toma y daca con su padre durante el desayuno, William se sentía a gusto en el falso juzgado donde los instructores lo interrogaban en el estrado, e incluso se manejaba con soltura en las clases de autodefensa, en las que aprendió a desarmar, esposar y reducir a una persona mucho más grande que él. También lo instruyeron sobre los poderes de los agentes en cuanto a detenciones, entrada y registro, el uso razonable de la fuerza y, lo más importante, de la discreción. «No sigas siempre el reglamento —le recomendó su instructor—. A veces hay que usar el sentido común, cosa que, cuando tratas con el público, verás que no es tan común.»

Los exámenes se sucedían con regularidad matemática en comparación con la época de la universidad, y no lo sorprendió que varios candidatos se quedaran por el camino antes de acabar el curso.

Tras un descanso de dos semanas después del desfile de graduación que se le hicieron eternas, William recibió por fin una carta que le indicaba que se presentase el lunes siguiente a las ocho de la mañana en la comisaría de Lambeth. Una zona de Londres donde nunca había estado.

 

El agente número 565LD había ingresado en la Policía Metropolitana como licenciado, pero decidió no aprovechar el programa de ascenso acelerado que le habría permitido progresar más rápido, ya que, desde el primer día, quería formar con el resto de sus compañeros en igualdad de condiciones. Aceptaba que, como agente en formación, tendría que trabajar patrullando durante al menos dos años antes de hacer el examen de investigación criminal y, a decir verdad, estaba ansioso por tirarse a la piscina.

Desde su primer día como agente en formación, William contó con la ayuda de su mentor, el agente Fred Yates, que tenía en su haber veintiocho años de servicio. El inspector jefe de la comisaría le había dicho que «cuidara del chico». Ambos tenían muy poco en común, aparte de que los dos querían ser policías desde pequeños y sus respectivos padres habían hecho todo lo que estaba en sus manos para evitar que se dedicaran a esa profesión.

—Las tres normas básicas —fue lo primero que Fred le dijo cuando le presentaron al chaval novato, y no esperó a que William le preguntara cuáles eran—: no aceptes nada, no creas a nadie, cuestiónalo todo. Son las únicas normas que sigo.

A lo largo de los meses siguientes, Fred lo metió en el mundo de los ladrones, los traficantes de drogas y los proxenetas, además de enfrentarlo a su primer cadáver. Con el fervor de sir Galahad, William quería encerrar a todos los infractores y hacer del mundo un lugar mejor; en cambio, Fred era más realista. Pero nunca intentó apagar las llamas del entusiasmo juvenil de William. El joven agente en formación no tardó en darse cuenta de que el público no distingue si un policía lleva con el uniforme un par de días o un par de años.

—Es hora de que pares tu primer coche —le dijo Fred el segundo día de patrulla cuando se detuvieron en un semáforo—. Esperaremos aquí hasta que alguien se lo salte en rojo y entonces puedes salir a la carretera y pararlo.

William lo miró con cara de preocupación.

—El resto me lo dejas a mí. ¿Ves aquel árbol que está a unos cien metros? Ve a esconderte detrás y espera a que te dé la señal.

William se colocó detrás del árbol con el ruido fuerte de sus latidos en los oídos. No tuvo que esperar mucho hasta que Fred alzó la mano y gritó:

—¡El Hillman azul! ¡Páralo!

William salió a la carretera, estiró el brazo y mandó al coche detenerse en el arcén.

—No digas nada —ordenó Fred en cuanto llegó adonde estaba el joven recluta—. Observa con atención y toma nota.

Ambos se acercaron al vehículo, y el conductor bajó la ventanilla.

—Buenos días, caballero —lo saludó Fred—. ¿Sabe que se ha saltado el semáforo en rojo?

El conductor asintió con la cabeza, pero no dijo nada.

—¿Me permite ver su carnet de conducir?

El conductor abrió la guantera, sacó el carnet y se lo entregó a Fred. Después de examinar el documento unos instantes, el agente dijo:

—A esta hora de la mañana hay un peligro añadido, caballero. Tenemos dos escuelas en la zona.

—Lo siento —se disculpó el conductor—. No volverá a ocurrir.

Fred le devolvió el carnet.

—Por esta vez le doy solo un aviso —dijo, mientras William anotaba la matrícula del coche en su cuaderno—. Pero la próxima vez, mejor que vaya con un poco más de cuidado, caballero.

—Gracias, agente —contestó el conductor.

—¿Por qué solo una advertencia cuando podrías haberle puesto una multa? —preguntó William cuando el coche se alejó despacio.

—Por la actitud —respondió Fred—. El señor ha sido amable, ha reconocido su error y ha pedido disculpas. ¿Para qué cabrear a un ciudadano respetuoso con la ley?

—Entonces, ¿qué habría tenido que hacer para que lo multases?

—Pues decir algo como: «¿No tiene nada mejor que hacer, agente?» o, aún peor: «¿No debería estar persiguiendo a delincuentes de verdad?». O mi favorita: «¿No se da cuenta de que yo le pago el sueldo?». Con cualquiera de esas tres contestaciones le habría puesto una multa sin dudarlo. Y no te creas, hubo un fulano al que me llevé a la comisaría para tenerlo encerrado un par de horas.

—¿Se puso violento?

—Qué va, mucho peor: me dijo que era amigo íntimo del comisario y que ya tendría noticias de él. Así que le contesté que podía llamarlo desde la comisaría.

William se echó a reír.

—Bueno —continuó Fred—, escóndete otra vez detrás del árbol. La próxima vez, tú hablas con el conductor y yo observo.

 

Sir Julian Warwick QC estaba sentado a un extremo de la mesa, absorto en las páginas del Daily Telegraph. De vez en cuando chasqueaba la lengua mientras su esposa, sentada al otro lado, continuaba su lucha diaria contra el crucigrama del Times. En un día bueno, Marjorie rellenaba las casillas de la última definición antes de que su marido se levantase de la mesa para marcharse al Lincoln’s Inn. Pero en un día malo, necesitaba consultar las dudas, un servicio por el que su marido cobraba cien libras esterlinas a la hora. Él le recordaba de manera frecuente que, hasta la fecha, había acumulado una deuda de más de veinte mil libras. Sin embargo, la diez horizontal y la cuatro vertical le impedían a Marjorie completar el crucigrama.

Mientras ella aún se peleaba con la última definición, sir Julian llegó a los artículos de fondo. Seguía sin estar convencido de que abolir la pena capital fuese lo correcto, sobre todo si la víctima era un agente de policía o un funcionario público, y lo cierto era que el Telegraph tampoco. Fue a la última página para averiguar cómo le había ido al club de rugby de Blackheath en el derbi anual contra Richmond. Al acabar de leer el resumen del partido, abandonó las páginas de deportes, ya que consideraba que el periódico cubría el fútbol con demasiado detalle. Otro indicio más de que la nación se iba al garete.

—Hay una foto encantadora de Charles y Diana en The Times —comentó Marjorie.

—No durarán nada —respondió Julian, y se levantó de la silla.

Se dirigió al otro extremo de la mesa y, tal como hacía todas las mañanas, le dio a su esposa un beso en la frente. Se intercambiaron los periódicos para que él pudiera estudiar los artículos sobre los juicios en curso de camino a Londres en el tren.

—No olvides que el domingo vienen los niños a comer —le recordó Marjorie.

—¿Ha aprobado William el examen de investigación? —preguntó.

—Como bien sabes, querido, no puede examinarse hasta que haya cumplido dos años como agente de patrulla, y para eso faltan aún seis meses.

—Si me hubiera hecho caso, ya sería un abogado cualificado.

—Y si tú le hubieras hecho caso a él, sabrías que le interesa muchísimo más encerrar a criminales que encontrar la manera de que queden libres.

—Aún no me doy por vencido —le aseguró sir Julian.

—Da las gracias por que al menos nuestra hija haya seguido tus pasos.

—Grace no ha seguido mis pasos ni mucho menos —resopló sir Julian—. Esa chica está dispuesta a defender a cualquier caso perdido sin dinero que acuda a ella.

—Tiene un corazón que no le cabe en el pecho.

—Eso lo ha sacado de ti —contestó sir Julian mientras estudiaba la definición que su esposa no había rellenado.

«Noble pero raso que acabó con bastón de mariscal.»

—El mariscal de campo Slim —entonó sir Julian con aire triunfal—. El único hombre que se alistó como soldado raso y acabó como mariscal.

—Me recuerda a William —respondió Marjorie.

Pero no hasta que se hubo cerrado la puerta.

2

William y Fred salieron de la comisaría justo después de las ocho, preparados para la patrulla de la mañana.

—A estas horas no hay mucha delincuencia —le aseguró Fred al joven recluta—. Los delincuentes son como los ricos: no se levantan mucho antes de las diez.

A lo largo de los dieciocho meses anteriores, William se había acostumbrado a las perlas de sabiduría que Fred repetía a menudo y que le habían resultado mucho más útiles que cualquier dato impreso en el manual del agente de policía de la Metropolitana.

—¿Cuándo tienes el examen de investigación? —preguntó Fred mientras caminaban sin prisa por Lambeth Walk.

—Aún falta un año —respondió William—. Pero no creo que te deshagas de mí tan pronto —añadió cuando se acercaban al kiosco. Se fijó en un titular—: «La agente de policía Yonne Fletcher muere delante de la Embajada libia».

—Más bien la asesinaron —repuso Fred—. Pobre chica.

Guardó silencio durante un rato.

—Llevo toda la vida siendo agente de a pie —consiguió decir al final— y a mí ya me va bien. Pero tú…

—Si lo consigo —lo interrumpió William—, tendré que agradecértelo a ti.

—Yo no soy como tú, escolano —le advirtió Fred.

William temía quedarse con ese apodo durante el resto de su carrera. Prefería que lo llamasen Sherlock. No había admitido ante ninguno de sus compañeros de la comisaría que hubiera cantado en el coro y le habría gustado aparentar que tenía más años, a pesar de que su madre le había dicho en una ocasión: «En cuanto parezcas más mayor, querrás ser más joven». «¿Es que nadie se contenta con su edad?», se preguntaba él.

—Cuando seas comisario —continuó Fred—, yo estaré instalado en una residencia de viejos, y tú te habrás olvidado de mi nombre.

A William no se le había pasado por la cabeza que podría acabar siendo el comisario y, en cambio, estaba seguro de que nunca olvidaría al agente Fred Yates.

Fred se fijó en un chaval que salió corriendo de la tienda donde vendían la prensa. El señor Patel apareció un instante más tarde, pero sin esperanzas de atraparlo. William echó a correr tras el chico, y Fred lo siguió apenas un metro por detrás. Ambos adelantaron al señor Patel cuando el joven doblaba la esquina. Sin embargo, William necesitó otros cien metros para agarrarlo. Entre los dos agentes condujeron al chico hasta la tienda, donde le devolvió al señor Patel un paquete de tabaco de la marca Capstan.

—¿Quiere denunciarlo, caballero? —preguntó William, que ya tenía el cuaderno abierto y el lápiz preparado.

—¿Para qué? —repuso el tendero, y guardó el tabaco en la estantería—. Si lo encerráis, vendrá a robar su hermano.

—Hoy es tu día de suerte, Tomkins —le dijo Fred al chaval, y le propinó un cachete en la oreja—. Más te vale que estés en la escuela cuando pasemos por aquí, o igual le cuento a tu viejo lo que estabas haciendo. Aunque, bien pensado —añadió mirando a William—, los pitillos debían de ser para él.

Tomkins escapó corriendo. Cuando llegó al final de la calle, se detuvo, se volvió, gritó: «¡Cerdos!», y les hizo una peineta.

—Tendrías que haberle dado una buena somanta.

—¿De qué hablas? —preguntó Fred.

—Viene de manta, debajo de la manta. De la antigua costumbre de echarle a alguien encima una prenda de abrigo o una manta, antes de pegarle con un palo. Quizá para que no se vieran los golpes.

—No me parece mala idea —respondió Fred—. Porque debo admitir que no me hago con las prácticas modernas de la policía. Para cuando tú te jubiles, seguro que a los delincuentes habrá que tratarlos de usted. Me queda año y medio antes de cobrar la pensión, y entonces tú ya estarás en Scotland Yard. De todos modos —añadió Fred, que estaba a punto de dispensar la dosis diaria de sabiduría—, cuando yo ingresé en el cuerpo hace casi treinta años, a los chicos como él los esposábamos al radiador, poníamos la calefacción a tope y no los soltábamos hasta que confesaban.

A William se le escapó una carcajada.

—No es broma —repuso Fred.

—¿Cuánto crees que tardará Tomkins en ir a la cárcel?

—Yo diría que antes pasará una temporada en el reformatorio. Lo que de verdad me hace enfadar es que en cuanto lo encierren, tendrá celda propia y tres comidas al día, y estará rodeado de delincuentes profesionales más que dispuestos a enseñarle sus secretos antes de que se gradúe en la Universidad del Crimen.

Todos los días había algo que le recordaba a William la suerte que había tenido de nacer en una familia de clase media con padres afectuosos y una hermana mayor que lo adoraba. No obstante, no había admitido ante ninguno de sus compañeros que se había educado en una de las escuelas privadas más importantes de Inglaterra antes de hacer la carrera de Historia del Arte en el King’s College de Londres. Ni que decir tiene que tampoco mencionaba que su padre recibía de forma habitual grandes sumas de dinero de algunos de los delincuentes más infames de la nación.

Mientras proseguían con la ronda, varios vecinos saludaron a Fred y hasta le dieron los buenos días a William.

Cuando regresaron a la comisaría un par de horas más tarde, Fred no se molestó en informar al sargento de guardia del incidente con el joven Tomkins, ya que opinaba lo mismo del papeleo que de las prácticas policiales modernas.

—¿Te apetece un té? —preguntó Fred de camino a la cantina.

—¡Warwick! —gritó alguien a su espalda.

William se volvió y vio al jefe del servicio de custodia señalándolo.

—Un prisionero se ha desmayado en la celda. Vete a la farmacia más cercana y que te den lo que dice la receta. Date prisa.

—Sí, sargento —respondió William.

Cogió el sobre y corrió hasta la sucursal de Boots de la calle mayor, donde encontró una cola de gente que esperaba con paciencia ante el mostrador del dispensario. Le pidió disculpas a la mujer que había delante de todo antes de entregarle el sobre a la farmacéutica.

—Es una emergencia —dijo.

La joven abrió el sobre y leyó las instrucciones con atención antes de decir:

—Será una libra con sesenta peniques, agente.

William buscó las monedas en los bolsillos y pagó. Ella lo marcó en la caja, se volvió, cogió una caja de condones de la estantería y se la entregó. William abrió la boca, pero de allí no salió nada: era plenamente consciente de que varios de los que hacían cola sonreían de oreja a oreja. Estaba a punto de marcharse sin hacer ruido cuando la farmacéutica le dijo:

—No se olvide la receta, agente.

Y le devolvió el sobre.

Varios pares de ojos lo contemplaron con diversión mientras salía a la calle. Esperó hasta estar fuera de su vista para abrir el sobre y leer la nota que contenía.

Querido señor o señora:

Soy un agente de policía tímido y por fin he conseguido que una chica salga conmigo. Espero tener suerte esta noche, pero como no quiero dejarla embarazada, ¿podría ayudarme?

William soltó una carcajada, se guardó los condones en el bolsillo y regresó a la comisaría. Lo primero que pensó fue: «Pues ojalá tuviera novia».

3

Al acabar el examen, el agente Warwick enroscó la tapa de la pluma confiado de haber conseguido, como diría su padre, una nota excelente.

Esa tarde, cuando regresó a su habitación de la residencia para policías Trenchard House, el sobresaliente se había convertido en un aprobado por los pelos y, cuando apagó la luz de la mesita de noche, estaba convencido de que seguiría llevando uniforme y patrullando durante al menos un año más.

—¿Qué tal te fue? —le preguntó el sargento cuando se presentó en la comisaría a la mañana siguiente.

—He suspendido como un miserable —contestó William mientras consultaba el libro de turnos.

Fred y él tenían que patrullar la urbanización Barton, aunque fuera solo para recordarles a los delincuentes de la zona que en Londres aún había unos cuantos policías haciendo la ronda.

—Pues tendrás que volver a intentarlo el año que viene —contestó el sargento.

No estaba dispuesto a seguirle la corriente: si el agente Warwick quería regodearse en las dudas, no tenía ninguna intención de rescatarlo.

 

Sir Julian no paró de afilar el cuchillo de trinchar hasta que estuvo seguro de que correría la sangre.

—¿Una loncha o dos, hijo mío?

—Dos, por favor, padre.

Sir Julian trinchó el asado con la destreza de un trinchador experimentado.

—Entonces, ¿has aprobado el examen para ser investigador criminal? —le preguntó a William al darle el plato.

—No lo sabré hasta dentro de dos semanas por lo menos —respondió William, y le pasó a su madre el cuenco de las coles de Bruselas—. Pero no soy optimista. Aun así, te alegrará saber que he llegado a la final del campeonato de snooker de la comisaría.

—¿Snooker? —preguntó su padre como si no estuviera familiarizado con el juego.

—Sí, algo más que he aprendido en los últimos dos años.

—Pero ¿ganarás? —exigió saber su padre.

—No es probable. Me enfrento al favorito, que se ha llevado las seis últimas copas.

—Es decir, que has suspendido el examen y estás a punto de ser subcampeón en el…

—Siempre me he preguntado por qué las llaman coles de Bruselas en lugar de coles, como las zanahorias o las patatas —los interrumpió Marjorie con intención de frustrar otro duelo entre padre e hijo.

—Empezaron como coles de Bruselas —contestó Grace— y con los años mucha gente les ha quitado la mayúscula y parece que ahora consideran que «bruselas» es un nombre común. Menos los que somos más pedantes.

—Como el diccionario de Oxford, por ejemplo —sugirió Marjorie, y le sonrió a su hija.

—Y si has aprobado —continuó sir Julian, que se negaba a distraerse con la etimología de las coles de Bruselas—, ¿cuánto tiempo pasará hasta que te asignen investigaciones?

—Seis meses, puede que un año. Tendré que esperar a que haya una vacante en otra zona.

—¿Podrías ir directo a Scotland Yard? —sugirió su padre con una ceja enarcada.

—Eso no es posible. Hay que demostrar la valía en otra división antes de solicitar un puesto en la tierra santa. Aunque mañana visitaré la central de Scotland Yard por primera vez.

Sir Julian paró de trinchar.

—¿Por qué? —exigió saber.

—Ni yo estoy seguro —admitió William—. El superintendente me llamó el viernes y me dijo que me presentase ante el comandante Hawksby el lunes a las nueve de la mañana, pero no me dio ninguna pista del motivo.

—Hawksby…, Hawksby… —repitió sir Julian, y se le pronunciaron las arrugas de la frente—. ¿De qué me suena ese nombre? Ay, sí: una vez nos medimos las espadas en un caso de estafa, cuando él era inspector jefe. Como testigo es impresionante. Había hecho los deberes y estaba tan bien preparado que esquivó todos mis golpes. No hay que subestimarlo.

—Cuéntame más —le pidió William.

—Es extraño lo bajo que es para ser policía. Ándate con cuidado con esos, suelen tener el cerebro más grande. Lo llaman el Halcón, por la similitud entre su apellido y el nombre del ave. Y porque te sobrevuela antes de lanzarse en picado y arrasar con todo.

—Incluido tú, al parecer —comentó Marjorie.

—¿Por qué dices eso? —preguntó sir Julian mientras se servía una copa de vino.

—Porque solo te acuerdas de los testigos que pueden contigo.

—Touché —respondió sir Julian.

Levantó la copa, y Grace y William prorrumpieron en un aplauso espontáneo.

—Trasládale al comandante Hawksby mis mejores deseos, por favor —añadió sir Julian sin hacer caso del arrebato de sus hijos.

—Será lo último que haga —contestó William—. Espero causarle buena impresión, no conseguir un enemigo de por vida.

—¿Tan mala reputación tengo? —repuso sir Julian con un suspiro de exasperación digno de un amante rechazado.

—Así de buena, siento decir —respondió William—. La mera mención de tu nombre provoca gemidos de desesperación en la comisaría; saben que saldrá libre otro delincuente que debería estar encerrado de por vida.

—¿Quién soy yo para llevarle la contraria a doce hombres buenos y sabios?

—Puede que no te hayas dado cuenta, padre —repuso Grace—, pero en los jurados hay mujeres desde 1920.

—Una auténtica lástima —contestó sir Julian—. Yo no las habría dejado votar.

—No muerdas el anzuelo, Grace —la urgió su madre—. Solo intenta provocarte.

—¿Cuál es la siguiente causa perdida que piensas defender? —le preguntó sir Julian a su hija, y clavó el cuchillo aún más hondo.

—Los derechos hereditarios —respondió Grace, y bebió un sorbo de vino.

—¿De quiénes en particular, si me lo permites?

—Los míos. Puede que tú seas el baronetsir Julian Warwick, pero cuando mueras…

—Dentro de mucho tiempo, espero —repuso Marjorie.

—… William heredará tu título —continuó Grace sin hacer caso de la interrupción—, a pesar de que la primogénita soy yo.

—Un auténtico escándalo —se burló sir Julian.

—Padre, no es para tomárselo a broma. Según mis cálculos, tú mismo verás cómo cambian la ley antes de que mueras.

—Me imagino que sus señorías no estarán muy dispuestos a acceder a tu propuesta.

—Y por eso los lores serán los siguientes, porque en cuanto en la Cámara de los Comunes se den cuenta de que apoyándola pueden ganar votos, otra ciudadela sagrada se derrumbará bajo el peso de su propia ridiculez.

—¿Cómo piensas conseguir eso? —preguntó Marjorie.

—Empezaremos arriba del todo, con la familia real. Ya tenemos a un par dispuesto a presentar un proyecto de ley de primogenitura a la Cámara de los Lores, cosa que permitiría que una mujer accediera al trono siendo la primogénita, sin que un hermano más joven la aparte del trono. Nadie opina que la princesa Ana no sea igual de capaz de reinar que el príncipe Carlos. Y citaremos a la reina Isabel I, a la reina Victoria y a Isabel II para demostrar que tenemos razón.

—No lo aceptarán.

—Antes de que mueras, papá —repitió Grace.

—Pero yo pensaba que no estabas de acuerdo con los títulos, Grace —intervino William.

—Y así es. Pero se trata de principios.

—Yo estoy contigo. Nunca he querido ser sir William.

—¿Ni siquiera si te lo ganas tú mismo llegando a comisario? —preguntó su padre.

William vaciló el tiempo suficiente para que su padre se encogiera de hombros.

—Al final ¿se libró la pobre mujer a la que defendías la semana pasada? —le preguntó Marjorie a Grace con la esperanza de interrumpir las hostilidades.

—No, le echaron seis meses.

—Y saldrá dentro de tres —contestó su padre—, y no me cabe duda de que entonces volverá a la calle.

—No me tires de la lengua, papá.

—¿Qué pasa con el chulo? —quiso saber William—. Él es el que debería estar encerrado.

—Me encantaría bañarlo en aceite hirviendo —respondió Grace—, pero ni siquiera lo han acusado de nada.

—¿Aceite hirviendo? —repuso su padre—. Aún acabarás votando a los conservadores…

—Eso jamás —contestó Grace.

Sir Julian cogió el cuchillo de trinchar.

—¿Alguien quiere repetir?

—No sé si sacar el tema, pero ¿has conocido a alguien últimamente? —le preguntó Marjorie a su hijo.

—A muchas personas, mamá —contestó William, a quien el eufemismo de su madre le había hecho gracia.

—Ya sabes a qué me refiero —lo riñó ella.

—Ni en sueños. Llevo todo el mes haciendo turnos de siete noches seguidas. Acabo a las seis de la mañana y, a esas horas, solo quiero dormir. Dos días después, toca presentarse a trabajar en el turno de mañana. Seamos realistas, mamá: el agente de policía Warwick no es muy buen partido.

—En cambio, si me hubieras hecho caso —intervino su padre—, a estas alturas serías un abogado disponible y te aseguro que en los bufetes hay varias jóvenes atractivas.

—Yo he conocido a alguien —los interrumpió Grace.

La frase silenció a su padre por primera vez. Sir Julian dejó el cuchillo y el tenedor y escuchó con atención.

—Es una abogada de la City, pero me temo que papá no le daría su aprobación porque su especialidad son los divorcios.

—Estoy deseando conocerla —respondió Marjorie.

—Cuando quieras, mamá. Pero te advierto que aún no le he contado quién es mi padre.

—Pero ¿qué soy yo? ¿Un cruce entre Rasputín y el juez Jeffreys del tribunal sangriento? —preguntó sir Julian con la punta del cuchillo de trinchar apuntándole al corazón.

—No eres tan agradable como él —contestó su esposa—, pero tienes tus cosas buenas.

—Di una —la retó Grace.

—Hay una definición del crucigrama de ayer que todavía me desconcierta.

—Estoy disponible para consultas —dijo sir Julian.

—«Contrario a que se haga una obra de teatro.» Trece letras: la tercera es una ese y la novena una o.

—¡Disfuncional! —corearon los otros tres al unísono, y se echaron a reír.

—¿A quién le sirvo una ración de cura de humildad?

 

William le había dicho a su padre que no era probable que ganase, pero de pronto lo tenía casi en la saca o, para ser exactos, en la tronera del rincón. Estaba a punto de meter la última bola de la mesa, ganar el campeonato de snooker de la comisaría de Lambeth y acabar con la racha de seis victorias consecutivas de Fred Yates.

Tenía cierta gracia, pensaba William, ya que era Fred quien le había enseñado a jugar. De hecho, ni siquiera se habría atrevido a entrar en la sala de billares de no ser porque Fred comentó que hacerlo lo ayudaría a conocer a algunos de los compañeros que no acababan de fiarse del escolano.

Fred le había enseñado a su pupilo a jugar a snooker con el mismo entusiasmo que había empleado para iniciar al chaval en la vida del policía de a pie y ahora, por vez primera, William iba a derrotar a su mentor en su propia disciplina.

En la secundaria, durante los inviernos, William se había distinguido en el campo de rugby como ala tres cuartos, mientras que en verano lo hacía como velocista de atletismo. Durante el último curso de la carrera, le habían otorgado los codiciados colores de la Universidad de Londres tras ganar el campeonato interuniversitario. Hasta su padre conseguía esbozar una sonrisa burlona siempre que William rompía la cinta en las carreras de cien yardas, como él las llamaba. No obstante, sospechaba que conceptos como «re-rack», «break máximo» y «embocar la blanca» aún no formaban parte del vocabulario de su padre.

Momentos antes, William había mirado el marcador. Iban empatados a tres. Todo dependía de la última tanda. Había empezado bien con una puntuación consecutiva de cuarenta y dos, pero Fred iba a su ritmo y le había comido el terreno hasta tener la partida muy equilibrada. A pesar de que William aún ganaba de veintiséis puntos, todas las bolas de colores estaban en su sitio, de modo que, cuando Fred volviera a la mesa, lo único que tenía que hacer era meter las últimas siete bolas para hacerse con el trofeo.

El sótano estaba atestado de agentes de todos los rangos; algunos apoyados en los radiadores y otros sentados en los escalones. Cuando Fred se inclinó sobre la mesa para ocuparse de la bola amarilla, se hizo el silencio entre los presentes, y William se resignó a haber perdido la oportunidad de convertirse en campeón mientras veía a la amarilla, la verde, la marrón y la azul desaparecer en las respectivas tronas. A Fred no le quedaban más que la rosa y la negra para dejar la mesa vacía y ganar la partida.

Fred preparó el tiro antes de disparar la blanca. Sin embargo, la golpeó demasiado fuerte y, aunque la rosa salió despedida hacia la tronera del centro y desapareció, la blanca acabó pegada a uno de los amortiguadores y le dejó un tiro muy difícil, incluso para un profesional.

El público aguantó la respiración mientras Fred se inclinaba. Preparó la última bola sin prisa, ya que, si la metía, le daría la vuelta al marcador con un setenta y tres a setenta y dos, y él se convertiría en la primera persona en llevarse el título siete años consecutivos.

Se irguió de nuevo con nervios evidentes y volvió a poner tiza en el taco mientras trataba de serenarse antes de volver a la mesa. Se agachó con los dedos de la mano bien extendidos y se concentró antes de golpear la bola. Contempló ansioso mientras la negra se dirigía hacia la tronera del rincón, y varios de sus seguidores parecían intentar acompañarla hacia el agujero, pero vieron consternados cómo se detenía a centímetros del borde. Se oyó el suspiro exasperado de los presentes, conscientes de que William tenía un tiro que hasta un novato metería, y se hicieron a la idea de que habría que añadir un nombre nuevo al tablero conmemorativo.

El aspirante respiró hondo antes de echar una mirada breve al tablero para que no se le olvidara que el nombre de Fred aparecía impreso en dorado junto a los años 1977, 1978, 1979, 1980, 1981 y 1982. Pero no 1983, pensó William mientras entizaba el taco. Se sentía como Steve Davies momentos antes de convertirse en campeón del mundo.

Estaba a punto de meter la última negra cuando se percató de que Fred estaba al otro extremo de la mesa con expresión de resignación y desaliento.

William se inclinó sobre la mesa, alineó ambas bolas y le dio a la blanca con un golpe perfecto. Observó la negra rozar el borde de la tronera y tambalearse con precariedad junto al agujero, pero no cayó. El público estupefacto cogió aire sin dar crédito. El chaval había cedido ante la presión.

Fred no desperdició su segunda oportunidad y la sala se vino abajo cuando embocó la última para ganar la tanda y el campeonato por setenta y tres puntos a setenta y dos.

Los contrincantes se dieron la mano mientras varios de los agentes les daban palmadas en la espalda entre comentarios de «Buena partida», «No podría haber estado más disputado» y «Mala suerte, William». William se hizo a un lado cuando el superintendente le entregó la copa al campeón y este la levantó en el aire entre vítores.

Un hombre mayor que vestía un elegante traje cruzado y en el que ninguno de los gladiadores había reparado se marchó de la sala sin hacer ruido, salió de la comisaría y le pidió al chófer que lo llevara a casa.

Todo lo que le habían contado del joven resultaba ser cierto y estaba ansioso por que el agente Warwick se uniera a su equipo en la central de Scotland Yard.

4

Cuando el agente Warwick salió de la estación de metro de St. James’s Park, lo primero que vio al otro lado de la calle fue el icónico cartel giratorio triangular que anunciaba el edificio New Scotland Yard. Lo miró con asombro y recelo, tal como haría un aspirante a actor con el Teatro Nacional, o un artista al entrar por primera vez en el patio de la Royal Academy. Se levantó el cuello del abrigo para protegerse del viento cortante y se sumó a la estampida de lemmings madrugadores que iban de camino al trabajo.

William cruzó Broadway y continuó andando hacia la sede central de la Policía Metropolitana, un edificio de diecinueve plantas con una acumulación de años de mugre y delitos. Le mostró la placa al guardia de la puerta y se dirigió a la recepción. Allí le sonrió una joven.

—Soy el agente Warwick. Tengo una cita con el comandante Hawksby.

La recepcionista repasó la lista de visitas de esa mañana con el dedo.

—Sí, aquí está. El comandante tiene el despacho en la quinta planta, al final del pasillo.

William le dio las gracias y se dirigió hacia los ascensores; sin embargo, cuando vio cuánta gente había esperando, decidió subir por la escalera. Llegó a la primera planta, la de Estupefacientes, y continuó subiendo. Pasó de largo Fraudes en la segunda planta y Homicidios en la tercera, y por fin alcanzó la quinta, donde lo recibió el cartel de la brigada de Blanqueo de Capitales y Patrimonio Histórico.

Empujó una puerta que daba a un pasillo largo y bien iluminado. Caminaba sin prisa, consciente de que le sobraba un poco de tiempo, pues más valía llegar un poco pronto que un minuto tarde, según el evangelio de san Julian. En todos los despachos por los que pasaba brillaba una luz: la lucha contra el crimen no sabía de horas. William encontró una puerta entornada y se quedó sin aliento al ver un cuadro apoyado en la pared del fondo.

Dos hombres y una mujer más joven examinaban la obra con atención.

—Buen trabajo, Jackie —dijo el mayor con un claro acento escocés—. Un triunfo personal.

—Gracias, jefe —contestó ella.

—Esperemos —repuso señalando el cuadro el hombre más joven de los dos— que con esto metamos a Faulkner entre rejas durante al menos seis años. Dios sabe cuánto hemos esperado para echarle el guante a ese cabrón.

—Estoy de acuerdo, agente Hogan —dijo el mayor, que se volvió y vio por el resquicio que William estaba de pie junto a la puerta—. ¿Necesitas algo? —le preguntó con brusquedad.

—No, señor. Gracias.

«Mientras sigas siendo un mero agente de policía —le había advertido Fred—, trata de señor a todo lo que se mueva. Así no te equivocarás mucho.»

—Estaba admirando el cuadro.

El mayor estaba a punto de cerrar la puerta del todo cuando William añadió:

—He visto el original.

Los tres policías se volvieron para fijarse mejor en el intruso.

—Este es el original —repuso la mujer con irritación.

—Imposible —contestó William.

—¿Por qué estás tan seguro? —exigió saber su compañero.

—El original estaba en el barrio de Kensington, en el Museo Fitzmolean, hasta que lo robaron hace unos años. El caso no se ha resuelto todavía.

—Acabamos de resolverlo —afirmó la mujer con convicción.

—No lo creo —la contradijo William—. El original está firmado en la esquina inferior derecha con las iniciales RvR.

Los tres agentes contemplaron la esquina inferior derecha del lienzo, pero no había ni rastro de ninguna inicial.

—Tim Knox, el director del Fitzmolean, estará aquí dentro de unos minutos, muchacho —dijo el mayor—. Creo que me fío más de su criterio que del tuyo.

—Por supuesto, señor —respondió William.

—¿Tienes idea de cuánto vale este cuadro? —preguntó la mujer.

William entró en el despacho y lo estudió con más atención. Prefirió no recordarle lo que había comentado Oscar Wilde sobre la diferencia entre el valor y el precio de las cosas.

—No soy experto en el tema —repuso—, pero diría que entre doscientas y trescientas libras.

—¿Y el original? —puntualizó la mujer, que ya no parecía tan segura.

—Ni idea, pero todas las principales galerías del planeta querrían añadir una obra maestra como esa a su colección, por no hablar de varios de los coleccionistas más importantes, para los que el dinero no es un problema.

—O sea, no tienes ni idea de lo que vale —insistió el agente más joven.

—No, señor. Un Rembrandt de esta calidad no se ve casi nunca en el mercado. El último que se subastó fue en Sotheby’s Parke Bernet, en Nueva York.

—Ya sabemos dónde está Sotheby’s Parke Bernet —protestó el mayor sin molestarse en disimular el sarcasmo.

—En ese caso, sabrá que se vendió por veintitrés millones de dólares —repuso William.

Pero se arrepintió de inmediato.

—Te agradecemos tu opinión, muchacho; pero no dejes que te entretengamos, que estoy seguro de que tienes cosas más importantes que hacer —dijo, y le señaló la puerta con la barbilla.

William trató de retirarse con elegancia y, en cuanto pisó fuera del despacho, oyó que cerraban la puerta con rotundidad. Miró la hora: las 7.57. Se apresuró al final del pasillo, pues no quería llegar tarde a la cita.

Llamó a una puerta que anunciaba con letras doradas «Comandante Jack Hawksby, Oficial de la Orden del Imperio Británico» y, al entrar, encontró a una secretaria sentada a una mesa. La mujer dejó de escribir a máquina, lo miró y dijo:

—¿El agente Warwick?

—Sí —contestó él nervioso.

—El comandante lo espera. Pase, por favor —lo instó, y señaló otra puerta.

William llamó por segunda vez y esperó a oír la palabra «adelante».

Un hombre elegante de mediana edad con unos ojos azules de mirada penetrante y una frente surcada que lo hacía parecer mayor de lo que era se levantó de detrás del escritorio. Hawksby estrechó la mano que William le tendía y le señaló una silla para visitas. Entonces abrió una carpeta y estudió el contenido durante un momento antes de hablar.

—Permíteme que empiece por preguntar si por alguna casualidad eres pariente de sir Julian Warwick QC.

A William se le cayó el alma al suelo.

—Es mi padre —respondió, y dio por sentado que la entrevista tocaría a su fin de manera prematura.

—Es un hombre al que admiro mucho —dijo Hawksby—. Nunca rompe las reglas, nunca fuerza los límites de la ley y, aun así, defiende a los charlatanes más sospechosos como si fueran santos. Y me imagino que en su trayectoria profesional no se habrá cruzado con muchos de esos.

William se rio, nervioso.

—Quería verte en persona —continuó Hawksby, a quien era evidente que no le gustaba perder el tiempo con trivialidades—, ya que has sido el candidato que mejor nota ha sacado en el examen de investigación, y con un margen considerable.

William ni siquiera era consciente de que había aprobado.

—Mi enhorabuena —añadió el comandante—. También he visto que eres licenciado, pero has decidido no aprovechar el programa de ascenso acelerado.

—Así es, señor. Quería…

—Demostrar tu valía. Igual que hice yo. Veamos: como ya sabes, Warwick, si vas a ser investigador, hay que transferirte a otra comisaría. Con eso en mente, he decidido enviarte a Peckham, para que aprendas el oficio. Si se te da bien, te veré de nuevo dentro de un par de años y decidiré si estás preparado para venir aquí, a Scotland Yard, y medirte con la primera división del mundo del crimen, o si debes quedarte al margen y seguir con tu aprendizaje.

William se permitió sonreír y se acomodó en la silla, pero la siguiente pregunta del comandante lo sorprendió.

—¿Estás absolutamente seguro de que quieres ser investigador criminal?

—Sí, señor. Desde los ocho años.

—No lidiarás con los delincuentes de guante blanco con los que se cruza tu padre, sino con la escoria de la tierra. Se esperará de ti que puedas con cualquier cosa: desde el suicidio de una mujer embarazada que ya no aguanta los abusos de su pareja hasta encontrar a un joven adicto a las drogas no mucho mayor que tú con la aguja todavía en el brazo. Si te soy sincero, no siempre serás capaz de dormir por las noches. Y cobrarás menos que un encargado de supermercado.

—Habla como mi padre, señor; y él no consiguió quitarme las ganas.

El comandante se levantó.

—En ese caso, que así sea, Warwick. Nos vemos dentro de dos años.

Se estrecharon la mano de nuevo; la entrevista obligatoria había terminado.

—Gracias, señor —se despidió William.

Después de cerrar la puerta sin hacer ruido, le dieron ganas de pegar un salto y gritar «¡aleluya!», hasta que en el despacho de fuera vio a tres figuras que lo miraban directamente.

—¿Nombre y rango? —exigió el señor con el que había hablado antes.

—Warwick, señor. Agente William Warwick.

—Asegúrese de que el agente Warwick no se mueve de aquí, sargento —le dijo el hombre mayor a la joven antes de llamar a la puerta del comandante y entrar.

—Buenos días, Bruce —lo saludó Hawksby—. Me han dicho que estás a punto de detener a Faulkner. Ya era hora.

—Siento decir que no, señor. Pero no es por eso por lo que quería hablar con usted.

Eso fue todo lo que William oyó antes de que se cerrase la puerta.

—¿Quién es? —le preguntó William a la mujer.

—El inspector jefe Lamont. Es el jefe de la brigada de Patrimonio Histórico y está a las órdenes del comandante Hawksby.

—¿Ustedes también trabajan para la brigada de arte?

—Sí. Yo soy la sargento Roycroft; Lamont es mi jefe.

—¿Me he metido en un lío?

—Hasta las cejas, agente. Digamos que me alegro de no estar en tu pellejo.

—Pero yo solo quería ayudar…

—Y gracias a eso, tú solito has dado al traste con una operación encubierta de seis meses.

—¿Cómo puede ser?

—Me imagino que estás a punto de descubrirlo —respondió la sargento Roycroft cuando se abrió la puerta de golpe y el inspector jefe Lamont reapareció y miró a William con mala cara.

—Entra, Warwick —ordenó—. El comandante quiere hablar contigo otra vez.

William entró en el despacho de Hawksby con vacilación y dio por seguro que lo mandarían de vuelta a patrullar las calles. Una mirada funesta ocupaba el lugar de la sonrisa de antes y esa vez el comandante no se molestó en estrecharle la mano al agente de policía 565LD.

—Eres un fastidio, Warwick —le dijo—. Y te advierto que no irás a Peckham.

5

—Tu último día de uniforme —le dijo Fred cuando salían de la comisaría para empezar la ronda de la tarde.

—A menos que no tenga madera de investigador —contestó William—. En ese caso, volveré a patrullar enseguida.

—Y un huevo. Tú serás famoso, eso lo sabemos todos.

—Pues será gracias a ti, Fred. Tú me has enseñado más sobre el mundo real de lo que aprendí en la universidad.

—Pero eso es porque has vivido entre algodones, escolano. No como yo. ¿A qué brigada te mandan?

—A Patrimonio Histórico: arte y antigüedades.

—Creía que eso era una afición para gente con demasiado tiempo y dinero, no un tipo de delito.

—Para los que saben cómo burlar las leyes, el arte puede ser un tipo de delito muy lucrativo.

—Ilumíname.

—Ahora mismo hay una clase de fraude —explicó William— que consiste en que un delincuente profesional robe un cuadro, pero sin intención de venderlo.

—Me he perdido —dijo Fred—. ¿Para qué vas a robar algo que no quieres vender o pasarle a un perista?

—Porque, a veces, las aseguradoras están dispuestas a hacer un trato con algún intermediario con tal de no pagar lo que estipula la póliza.

—O sea, ¿un perista con traje de Armani? —preguntó Fred—. ¿Y a esos cómo los pillan?

—Hay que esperar a que se vuelvan demasiado avariciosos y la aseguradora se niegue a pagar.

—Me parece que todo eso supone demasiado papeleo; yo no podría ser investigador.

—¿Por dónde patrullamos esta noche? —preguntó William, consciente de que Fred no siempre seguía las órdenes al pie de la letra.

—Es sábado por la noche. Lo mejor será ir a ver cómo está la urbanización Barton, así nos aseguramos de que los Sutton y los Tucker no monten ninguna pelea. Luego iremos hacia Luscombe Road, antes de que cierren los pubs. Igual hay algún caso de ebriedad y alteración del orden público, para que detengas a alguien en tu última noche de patrulla.

A pesar de que William había pasado sus dos años de formación con Fred, apenas sabía nada sobre su vida privada. Tampoco podía quejarse, porque él era igual de reservado; pero aquel era su último turno juntos y decidió preguntarle algo que a menudo lo desconcertaba.

—¿Por qué te hiciste policía?

Fred tardó un poco en contestar, casi como si no hiciera caso de la pregunta.

—Como no volveré a verte, escolano —dijo al cabo de un rato—, voy a contártelo. Para empezar, no fue mi primer trabajo y fue más sin querer que queriendo.

William guardó silencio mientras giraban hacia un callejón que daba a la parte trasera de la urbanización Barton.

—Nací en un bloque de pisos de protección oficial de Glasgow. Mi padre estaba casi siempre en paro, así que mi madre era la única que traía dinero a casa.

—¿Qué hacía?

—Era camarera, pero enseguida aprendió que podía ganar una barbaridad más haciendo favores. El problema es que aún no estoy seguro de si yo fui el resultado de uno de esos favores.

William no comentó nada.

—Lo que pasa es que el dinero se acabó cuando ella empezó a perder la hermosura, y no ayudaba que mi padre le pusiera el ojo morado todos los sábados por la noche si ella no llegaba a casa con dinero suficiente para la siguiente botella de whisky y el privilegio de apostar por algún jaco viejo que no pasara de cuarto puesto.

Fred se quedó en silencio mientras William pensaba en sus padres, que los sábados por la noche acostumbraban a salir a cenar y al teatro. Aún le resultaba difícil comprender la tiranía de la violencia doméstica, pues nunca había oído a su padre levantar la voz delante de su madre.

—Londres está muy lejos de Glasgow —lo instó William, que esperaba averiguar más.

—Para mí, no lo suficiente —contestó Fred.