Quince días - Vitor Martins - E-Book

Quince días E-Book

Vitor Martins

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Beschreibung

Felipe lleva esperando las vacaciones de julio desde el principio de curso. Por fin podrá estar tranquilo, ponerse al día con sus series favoritas y, sobre todo, pasar unas semanas lejos de los compañeros que se burlan de él por estar gordo. Pero Caio, su vecino, va a quedarse Quince días con ellos porque sus padres se van de viaje, y Felipe entra en pánico porque a) Caio es su amor platónico de toda la vida, y b) si existiera la más mínima posibilidad de que dejara de ser platónico, Felipe no tendría ni la menor idea de qué hacer. Esta novela cálida y positiva habla de superar las propias inseguridades, conocer de verdad a otra persona y dejarse conocer. «Me lo leí de una sentada, riéndome a carcajadas y animando a Felipe a que siguiera a su corazón. ¡Me encanta este libro!». (Rainbow Rowell, autora de Fangirl y Moriré besando a Simon Snow) «Felipe es el héroe que los adolescentes se merecen». (Julian Winters, autor de Running With Lions)

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Índice
Gracias
Quince días
Antes
Día 1
Día 2
Día 3
Día 4
Día 5
Día 6
Día 7
Día 8
Día 9
Día 10
Día 11
Día 12
Día 13
Día 14
Día 15
Agradecimientos
Notas de la traducción
Créditos

Gracias

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Quince días

(Quinze dias)

 

Vitor Martins

Para todo aquel que alguna vez se metió en la piscina con camiseta.

Antes

Soy gordo.

No soy «gordito» o «rellenito» o «regordete». Soy grande, ocupo espacio y la gente por la calle me mira raro. Sé que hay personas en el mundo con problemas mucho más importantes que los míos, pero no suelo pensar en el sufrimiento de los demás cuando yo estoy viviendo mi propio sufrimiento en el instituto. El bachillerato ha sido mi infierno particular los últimos dos años y medio.

A veces tengo la impresión de que la lista de insultos para la gente gorda es infinita. Claro que eso no quiere decir que esa lista sea creativa, pero me impresiona la cantidad de motes que consiguen inventarse los de clase, cuando sería mucho más fácil llamarme simplemente Felipe. Desde que rompí una silla a principios de año en clase de geografía, la gente me canta por lo bajo Wrecking Ball cuando voy por el pasillo. Dos semanas después, otro alumno de mi clase también rompió una silla. Nadie le canta Miley Cyrus.¿Sabes por qué? Porque está delgado.

Siempre fui gordo, y vivir durante diecisiete años en el mismo cuerpo me ha hecho un especialista a la hora de ignorar comentarios. No quiero decir que me haya acostumbrado. Nadie se acostumbra a que te recuerden diariamente que eres una bola de demolición. Pero me acostumbré a fingir que no va conmigo.

El año pasado, sin que nadie lo supiera, me compré una revista de adolescentes, de esas que vienen con un póster de alguna boyband. A mí me gustan las boybands (más de lo que soy capaz de admitir), pero lo que me hizo comprar la revista fue un pequeño titular en una esquina que decía: «¿Te sientes insegura con tu cuerpo? ¡Supéralo!».

Según la revista, si un adolescente con sobrepeso quiere molar y tener amigos, debe compensar su gordura. Básicamente, si eres muy gracioso, tienes mucho estilo o eres muy simpático, nadie va a darse cuenta de que estás gordo. Pasé un rato pensando en cómo lo compenso yo. Y no se me ocurrió nada.

Es decir, me considero un tipo gracioso. La gente en internet me adora (543 seguidores en Twitter y subiendo). Pero cuando se trata de socializar en la vida real soy un fracaso. Saco un cero en la prueba de simpatía. ¿Y mi estilo? Ja, ja. Mi estilo se podría definir como zapatillas de deporte, vaqueros y una camiseta gris razonablemente limpia. Es difícil tener ropa guay cuando usas una XXL.

Le eché un vistazo al resto de la revista, hice el test «¿Qué famoso sería tu BFF?» (me salió Taylor Swift), y después la tiré. No quería guardar en el cajón una prueba de que no tengo nada con lo que compensar lo de estar gordo.

Pero hoy todo va a ser diferente. Es el último día antes de las vacaciones de julio, y llevo esperándolo desde que comenzaron las clases. Las vacaciones de invierno aquí en Brasil duran veintidós días. Eso significa casi un mes sin bromas sobre gordos, motes o miradas desagradables.

Salto de la cama pronto para que no se me haga tarde y, cuando llego a la cocina, mi madre está despierta pintando un lienzo. Hace tres años que mi madre dejó su trabajo en una consultoría para convertirse en artista. Hace tres años que nuestra cocina no se parece a una cocina normal, porque está llena de lienzos, pintura y arcilla por todas partes.

—Buenos días, cariño —me dice con una sonrisa imposible para alguien que se ha levantado antes de las siete de la mañana.

Mi madre es muy guapa. De verdad. Tiene los ojos grandes, como si fuera un dibujo animado, una abundante melena siempre recogida en lo alto de la cabeza y un cuerpo delgado y esbelto. Lo que significa que, antes de abandonarnos cuando descubrió que yo iba a nacer, mi padre se ocupó de dejarme en herencia el gen de gordo. Gracias, papá.

—Buenos días. Tienes pintura en la barbilla. Pero te queda bien —replico con prisa mientras muerdo un sándwich de queso y busco mis llaves.

—Felipe, no sé si te lo dije, pero esta tarde…

—Ahora no puedo, mamá, llego tarde. Te llamo luego, ¿vale? ¡Adiós! —respondo cerrando la puerta tras de mí.

En realidad, nunca llego tarde, pero la ansiedad me hace pensar que cuanto antes llegue al instituto, antes podré largarme de allí. Lo que, desgraciadamente, no tiene ningún sentido.

Aprieto el botón del ascensor más veces de las necesarias mientras me termino el sándwich. Y cuando la puerta del ascensor se abre, ahí está él. Caio, el vecino del apartamento 57. Me trago el trozo de pan seco que tengo en la boca, me paso la mano por la barbilla para cerciorarme de que no tengo migas en la cara y entonces entro en el ascensor. Susurro un «buenos días», tan bajito que ni siquiera yo lo oigo. Él no responde. Lleva auriculares y está concentrado en un libro. Me pregunto si realmente escucha algo mientras lee o es de los que se ponen los auriculares para que no le molesten. Si la opción correcta es la segunda, entiendo perfectamente a Caio, el vecino del 57, porque yo siempre hago lo mismo. El ascensor tarda unos cuarenta segundos en ir desde el tercero, donde yo vivo, hasta el bajo. Cuando la puerta se abre, tengo la sensación de que han pasado cuarenta años. Me quedo quieto sin saber qué hacer, y Caio sale sin darse cuenta de que yo estaba allí. Espero en el descansillo tres minutos y después salgo del edificio.

El último día de clase se me hace eterno. Solo tengo que entregar un trabajo de Historia y hacer un examen de Filosofía. Y, aun así, cuando termino el examen antes que nadie, estoy desesperado por irme.

—¿Ya has terminado, bola de grasa? —Oigo que dice alguien cuando me levanto torpemente del minúsculo escritorio.

Dora, la profesora, coge mi hoja de respuestas y dice «que pases buenas vacaciones, Felipe» mirándome fijamente a los ojos. Es una mirada de pena que parece decir: «Sé que no aguantas más que tus compañeros se metan contigo, pero no te rindas. Eres fuerte. Y no hay ningún problema con que estés gordo. Sé que no es apropiado que yo te diga esto, porque soy tu profesora y tengo cincuenta y seis años, pero eres bien guapo».

O quizá no tengo ni idea de interpretar miradas y ella solo ha querido decir «que pases buenas vacaciones, Felipe».

Cuando salgo al pasillo veo a algunas compañeras despidiéndose unas de otras y (flipa) llorando. Como si las vacaciones no durasen solo veintidós días. Como si no viviésemos en una ciudad pequeña donde con sacar la cabeza por la ventana ya te encuentras a medio instituto caminando por la acera. Como si no existiese internet.

Si mi vida fuese un musical, ahora sería el momento en que cruzaría la puerta de salida del instituto cantando una canción sobre la libertad y la gente en la calle bailaría sincronizada una ensayadísima coreografía. Pero mi vida no es un musical. Cuando salgo por la puerta oigo a alguien que grita: «¡Bola de grasa!»; agacho la cabeza y sigo andando.

Mi casa está cerca del instituto. Son quince minutos andando, y me gusta hacer ese trayecto todos los días para tener algo que responder cuando el médico me pregunta si hago ejercicio regularmente.

El único problema es el sudor. Después de mis evidentes problemas de autoestima y mis adorables compañeros de clase, creo que el sudor es lo que más odio en la vida.

Llego a casa derritiéndome como un muñeco de cera y me encuentro a mi madre en el mismo lugar en el que estaba cuando me fui. Solo que ahora tiene más pintura por la ropa y el lienzo está casi terminado. Hoy ha pintado un montón de círculos azules (mi madre está en una fase azul estos últimos meses) que, mirados desde cierto ángulo, forman dos delfines besándose. O eso creo.

Además del desorden de siempre, hay unas ollas al fuego y la casa huele a comida. Comida de verdad, no las sobras del yakisoba que pedimos anoche. La idea de empezar las vacaciones con una comida de verdad me emociona.

—Hola, chicos, ¿qué tal en clase? —pregunta mi madre sin quitar los ojos del lienzo que está pintando.

—La última vez que conté solo tenías un hijo, mamá.

—Ah, pensé que llegaríais juntos. Tú y Caio, el del 57. —Se acerca y me da un beso en la frente.

Estoy confundido, pero mi madre parece no darse cuenta, porque no dice nada más. Voy a mi habitación a llevar mi mochila y me doy un susto al ver todo ordenado. Mi madre ha cambiado las sábanas, organizado mi estantería y recogido todos los calcetines que tenía hechos una bola debajo de la cama.

—Mamá, ¿qué has hecho con mi cuarto? ¿¿¿Y mis calcetines??? —grito.

—¡En el cajón! ¡Imagínate qué vergüenza que llegue el hijo de la vecina y se encuentre once pares de calcetines tirados por el suelo! —exclama a su vez.

¿Once? Guau. Un número impresionante.

Vuelvo corriendo a la cocina para no tener que seguir gritando.

—¿Qué has dicho del hijo de la vecina?

—Ya te lo dije, ¿no te lo dije? Llega hoy. Se va a quedar quince días. Sus padres se van a una conferencia de pingüinos. O a una segunda luna de miel. Yo qué sé. Sandra me pidió que cuidara de él durante el viaje. Me dio un poco de reparo porque ya es mayor, pero no me cuesta nada, ¿no? Es buen chico.

Cuanto más habla mi madre, más alucinado estoy yo.

—¡No me lo habías dicho! ¡No puedo tener visitas! Menos aún en mis vacaciones. ¡Y menos todavía durante quince días! ¡Ya tengo planes!

—¿Internet y un maratón de series? Grandes planes, Felipe.

Me conoce muy bien.

—Pero… pero… ¿no tiene parientes? ¿No se puede quedar solo? Además, su madre y tú no sois amigas. ¿Qué tipo de madre es esa que no confía en que su hijo se quede solo en casa, pero sí confía en una completa extraña?

—Amiguísimas no somos, es verdad. Nos saludamos cuando nos cruzamos en el descansillo. Y ella siempre me sujeta la puerta del ascensor. Antes, cuando Caio y tú jugabais en la piscina, hablábamos mucho. Qué época más buena. Pero bueno, que eso no viene al caso. ¡Ayúdame a recoger la cocina y poner la mesa, que ya debe de estar a punto de llegar!

Sigo sin moverme. No me lo creo. Tengo la cara sudada, estoy aterrorizado e inmóvil. Como si fuera un cuadro que mi madre hubiese pintado en un día poco inspirado.

«Pero bueno, chico, cálmate, ¡que es solo tu vecino!», debes de estar pensando tú ahora. A ver, creo que es hora de que te hable de Caio: El Vecino del 57.

Nuestro edificio tiene una zona común con una pista de tenis que nadie usa (porque, sinceramente, ¿quién juega al tenis?), una zona infantil que se cae a pedazos y una piscina ni grande ni pequeña que está siempre petada cuando hace calor.

Cuando era pequeño, aquella piscina era mi océano particular. Me pasaba horas nadando de una punta a otra y recreando escenas de La sirenita en mi imaginación. Y en esa piscina conocí a Caio. No me acuerdo exactamente del día ni de cómo empezamos a hablar. Éramos amigos de la piscina, y no recuerdo cómo era mi infancia antes de eso.

Cuando eres un niño gordo de ocho años, nadie te llama bola de grasa. La gente te encuentra mono, te pellizca la mejilla y te dice que te comería. De un modo cariñoso. Extraño pero cariñoso.

Así que, cuando tenía ocho años, no me daba vergüenza ir de un lado a otro en bañador y tirarme a la piscina salpicando a todo el mundo. Porque cuando tienes ocho años, todo vale. Y así fue como Caio y yo nos hicimos amigos. No fuimos nunca al mismo colegio. Caio estudia en una escuela privada al otro lado de la ciudad. Pero toda mi infancia, los días de sol y calor, sabía que solo tenía que bajar a la piscina y Caio estaría allí, listo para nadar conmigo. Los días de lluvia eran los peores.

Nunca hablábamos. Los niños no hablan cuando están en la piscina. Nosotros gritábamos, buceábamos y competíamos para ver quién aguantaba más tiempo bajo el agua. No nos daba tiempo a hablar porque en cualquier momento la madre de Caio podía sacar la cabeza por la ventana y gritar su nombre, decretando el fin de la diversión. Su madre siempre fue de esas, de las que gritan.

En medio de esa etapa de mucha diversión y poca conversación, hubo un día que nunca olvidaré. Debía de tener unos once años, y después de una tarde jugando al tiburón-que-ataca-el-barco-pirata (yo era el barco; Caio, el tiburón), le solté: «¿Quieres que juguemos a que somos sirenas?».

Ningún niño del edificio sabía que me encantaba jugar a ser una sirena. Era algo mío. Me daba miedo lo que los otros niños pudieran pensar si descubrían que cuando buceaba, en mi cabeza, yo era Ariel. Y allí, en lo más profundo, yo guardaba mi colección imaginaria de tenedores, espejitos y teteras.

Caio sonrió, cruzó las piernas como si fueran una cola y empezó a bucear. No preguntó cómo iba el juego. No dijo que solo jugaría si pudiera hacer de «sireno». Él simplemente se embarcó en mi fantasía tonta y nadamos cual sirenas hasta que empezó a oscurecer. Fue el mejor día de todos.

Después de eso, las cosas se volvieron borrosas. Conforme crecía, me daba cada vez más vergüenza estar en bañador delante de Caio.

No entendía muy bien lo que sentía, pero sé que con doce años empecé a meterme en la piscina con camiseta. Y a partir de los trece ya no me bañé más en la piscina.

A los trece años mi cuerpo empezó a cambiar, me empezaron a salir pelos por todas partes y comencé a tener ganas de besar a alguien en la boca. Y Caio fue ese primer alguien al que quise besar.

Era ridículo lo enamorado que estaba de Caio. Él era inalcanzable. Es como enamorarte del cantante de tu boyband preferida. Lo único que puedes hacer es mirarlo desde lejos y soñar.

¿Entiendes ahora mi desesperación? Gordo, gay y enamorado de un chico que ni siquiera responde a mis «buenos días» en el ascensor. Podría salir todo mal. Va a salir todo mal. Y no tengo tiempo de pensar en un plan de fuga de emergencia porque el timbre ya suena. Y mi madre abre la puerta. Y yo, por supuesto, estoy sudando.

Esto va a empezar.

Día 1

—¡Pasa, pasa! —dice mi madre empujando a Caio dentro de casa mientras le pasa una mano por el flequillo para peinarlo.

Límites, mamá. Límites.

Esperaba que llegase con su madre y una lista inmensa de recomendaciones, pero está aquí solo.

—Mis padres cogieron el avión para Chile esta mañana —le explica Caio a mi madre.

Deben de llevar unos buenos dos minutos hablando mientras yo estoy aquí de pie, mirando. Intentando por todos los medios sudar menos y parecer normal.

—¡Ayúdale con la maleta, hijo! —exclama mi madre chasqueando los dedos delante de mi cara y trayéndome de vuelta a la realidad.

Una realidad en la que estoy llevando a mi cuarto una maleta gigante con ruedas y un estampado de leopardo llena de la ropa de mi guapísimo vecino que, es un hecho, va a pasar los próximos días aquí conmigo. Respiro profundamente y dejo la maleta en una esquina, entre el armario y mi escritorio. Vuelvo a respirar otra vez para tranquilizarme.

—Perdona el maletón. Ha sido mi madre —se excusa Caio, que aparece de la nada en la puerta de mi cuarto y me da un sobresalto que intento disimular con una sonrisa forzada.

No sé qué decir, así que no digo nada. Me gustaría hacerme el gracioso, pero de las tres bromas que se me ocurren, dos de ellas requieren un conocimiento de ciertos capítulos de Friends y la otra seguro que sería un insulto a la madre de Caio.

—¡Chicos! ¡A comer! —grita mi madre, salvándome de la incómoda situación.

—¡Voy a ducharme y voy! —contesto mientras salgo corriendo hacia el cuarto de baño y dejo a Caio atrás.

Al meterme en la ducha por fin respiro aliviado. El agua me relaja, y aquí puedo pensar con más tranquilidad en mi situación. Soy capaz de mantener una conversación con otra persona, soy amable, soy agradable (tal vez). Y él es solo un invitado.

Es como mi tía abuela Lourdes, que viene a casa cada año por la fiesta de Todos los Santos. A su marido lo enterraron aquí en la ciudad y cuando viene a visitar la tumba siempre aprovecha para quedarse una semana en casa. La tía Lourdes le echa pimiento a la comida y me peina las cejas con saliva. Caio no va a hacer nada de eso (espero), lo que lo hace todo más fácil.

Cuando salgo de la ducha, me siento más tranquilo y confío en que va a ir todo bien. Ha sido solo uno de los millones de momentos de mi vida en los que he montado un drama por nada. A estas alturas debería de estar ya acostumbrado. Casi consigo reírme de mí mismo. Solo que no me río. Y no me río porque me he dado cuenta de que no me he traído ropa limpia al cuarto de baño. Solo tengo una toalla y un montón de ropa sudada.

Tengo que pensar rápido, no quiero que Caio piense que tardo mucho en el baño. Ya sabes lo que hacen los tíos que tardan mucho en el baño. Pues eso.

Apoyo la oreja en la puerta y escucho una conversación de fondo en la cocina. Oigo a mi madre, y Caio debe de estar comiendo. Creo que puedo atravesar el pasillo y llegar a mi cuarto sin que me vean. Me enrollo en la toalla, tarareo la banda sonora de Misión imposible en mi cabeza y doy tres zancadas hasta mi cuarto.

Y al abrir la puerta…

Me.

Quiero.

Morir.

Caio está sentado dentro con un libro en la mano. Me mira asustado, intenta decir algo, pero hablo yo antes. En realidad, grito.

—¡SAL DE MI CUARTO! ¡Ahora mismo!

Sale asustado. Doy un portazo, cierro con llave y acto seguido me pongo a llorar. No es un llanto ruidoso y dramático, de esos de apoyar la espalda en la pared e ir escurriéndote hasta el suelo. Es solo una lágrima que va deslizándose por mi rostro y me llena de vergüenza. Vergüenza porque estoy mojado, desnudo y enrollado en una toalla de Star Wars que apenas llega a darme la vuelta a toda la cintura. Vergüenza porque Caio me ha visto así. Y le he gritado. Y es solo el primer día.

Oigo girar el pomo de la puerta, pero está cerrada.

—Felipe, ¿estás bien? ¿Qué ha pasado? Ven a comer —dice mi madre desde el otro lado.

Por su tono de voz no sabría decir si está preocupada o enfadada conmigo. Quizá ambas cosas.

—Luego voy. No tengo hambre —miento.

Abro el armario para vestirme y sigo el mismo ritual de siempre. Me miro durante algunos segundos en el espejo, desnudo, y me fijo en todo lo que no me gusta. Hay días en que me fijo más en cosas pequeñas, tipo una espinilla nueva o una estría que me sube por el lateral de la barriga. Hay otros en que prefiero analizar el contexto general, y me giro y me imagino cómo sería si estuviera delgado.

Hoy no le dedico mucho tiempo al espejo. Aunque esté encerrado en la habitación, que Caio esté en casa me hace sentir más expuesto. Me pongo una camiseta cualquiera que se va ajustando de mala manera a mi cuerpo mojado y unas bermudas.

El orgullo no me permite salir de la habitación. Me tumbo en la cama, me como medio paquete de galletas que encuentro en la mochila y me quedo mirando cosas en el móvil mientras espero a que pase el tiempo. No quiero estar solo. Quiero que venga mi madre a hablar conmigo. Que me dé algún buen consejo y me ponga delante un plato de comida, porque en serio, ¿medio paquete de galletas? ¿A quién quiero engañar? ¡Necesito comida de verdad!

Pero mi madre no viene.

Para cuando decido ir a la cocina como si nada hubiera ocurrido, han pasado dos horas. Mi madre está pintando un nuevo cuadro y la casa está en silencio.

—Tienes un plato en el microondas —anuncia al verme llegar. Noto que está enfadada.

Intento murmurar un «gracias» y oigo que da un largo suspiro, de esos que suelta antes de echarme un sermón.

—Felipe, hijo, no soy tonta. Soy tu madre. Te conozco y sé perfectamente por qué le has gritado al vecino —susurra, seguramente porque Caio está en el salón—. Pero tú nunca le has gritado a nadie y no vas a empezar ahora. Sé que te gusta la tranquilidad, el silencio y estar solo. Lo entiendo. Pero son solo quince días y necesito que me ayudes. Ya no eres un niño. No voy a cogerte de la mano y llevarte a que le pidas perdón a tu amiguito. Pero cuando termines de comer, te plantas una sonrisa en la cara y vas al salón a pedirle perdón a Caio.

Pongo los ojos en blanco.

—Y solo por haber puesto esa cara, luego vuelves y friegas los platos de la comida —concluye con una sonrisa de satisfacción.

Estoy de pie en medio del salón, rezando para que un meteorito me caiga encima y acabe con mi sufrimiento. O para que se abra un agujero en el suelo y me trague la tierra.

Caio está sentado en el sofá, leyendo el mismo libro con el que estaba esta mañana en el ascensor (La comunidad del anillo, de Tolkien. Uno de mis libros favoritos, por cierto). Todo es tan raro. Es muy loco verlo sentado en nuestro viejo sofá de flores, en medio de esa habitación llena de obras de arte inacabadas de mi madre, con una foto en la pared en la que se ve a un Felipe de diez años vestido de indio para una función del colegio (que además de vergonzosa es bien ofensiva).

Su presencia destaca en medio de ese desorden, como un alienígena en un cuadro renacentista (esta es probablemente la peor comparación que vas a leer hoy).

Seguro que él ya ha notado que estoy aquí de pie. Es difícil no percibir a una persona de mi tamaño. Aun así, no me mira. Sigue concentrado en su libro, con el flequillo cayéndole suavemente sobre el ojo izquierdo. Tengo ganas de morderle la cara.

Me gustaría sentarme con él y ver por qué parte del libro va. Preguntarle qué le está pareciendo la historia hasta ahora. Saber si es de los que ve la película y luego lee el libro o lee el libro y luego ve la película.

Me aclaro la garganta, exagerando un poco para que se dé cuenta de que tengo algo que decir.

—Siento haberte gritado —digo.

Me mira fijamente, y no soy capaz de decir si está enfadado o le doy pena. No me gusta ninguna de las dos opciones.

—No pasa nada —contesta secamente.

Baja la cabeza y sigue leyendo.

Guau, vaya conversación. Buen trabajo, Felipe.

La cena es rara. Comemos en el salón viendo una repetición de un reality sobre vestidos de novia. Caio, mi madre y yo apretados en el sofá pequeño, mirando sin pestañear a una novia desesperada porque faltan tres días para su boda y el vestido no le cierra. Yo jamás sería capaz de adelgazar en tres días para caber en un vestido, así que mientras ceno le mando ánimos mentalmente a la novia de la televisión.

Mi madre le da conversación a Caio y es insoportable lo simpático que es. Hablan sobre la telenovela de las nueve, que mi madre nunca ve, pero sabe perfectamente lo que va a suceder en los próximos capítulos. Caio elogia la comida de mi madre y, a pesar de ser el mismo plato de arroz, carne, judías y patatas fritas de la comida, sus cumplidos suenan sinceros.

—¡De verdad, doña Rita! ¡Su comida está buenísima! De un tiempo a esta parte, mi madre anda un poco neurótica con lo que comemos en casa. Yo ya le he dicho a mi padre que se está pasando. ¡No le pone ni sal! —comenta Caio entre bocados.

—Hijo, ni se te ocurra decirle a Sandra que has comido patatas fritas aquí en casa. Capaz es de no dejarte volver más —responde mi madre riendo.

Mientras ambos hablan como si fueran los mejores amigos, yo estoy en la esquina del sofá escuchándolos. Solo escuchando, sin hablar.

Sé que va a sonar ridículo, pero me muero de celos. Celos de Caio, porque mi madre le está prestando atención a él y no a mí. Y peor aún, estoy celoso de mi madre porque Caio acaba de llegar y ya está cubriéndola de elogios sobre sus condimentos. Y lo que a mí me gustaría es que Caio hablara conmigo. Sobre la comida, sobre su madre, sobre el libro, sobre cualquier cosa.

Cuando el programa de vestidos de novia termina (la novia adelgaza, el vestido le queda divino, todo el mundo se emociona, fin), mi madre me da un golpecito en la espalda, y yo sé que ese golpecito significa que también tengo que fregar los platos de la cena. Porque todavía no ha terminado de castigarme por hoy.

Mientras ordeno la cocina, mi madre le da las buenas noches a Caio (todo sonrisitas, claro) y yo intento no alarmarme cuando me doy cuenta de que dentro de poco vamos a estar durmiendo en el mismo cuarto. Durmiendo a centímetros de distancia.

Nuestro piso es pequeño y no tenemos habitación de invitados. Pero mi cama es de esas que tiras de abajo y, ¡tachán!, hay otra cama. Mi madre compró ese modelo pensando en que pudiera traer amigos a dormir a casa. Pero no recuerdo la última vez que esa cama haya sido usada por alguien que no sea mi tía abuela Lourdes.

Compartir habitación con Caio durante quince días puede convertirse en un auténtico desastre. En el tiempo que tardo en lavar tres platos, hago una lista con cincuenta y cuatro desastres que pueden suceder si dormimos en la misma habitación. La mayoría de las cosas de la lista son bastante asquerosas (pedos de madrugada), pero algunas son naturales e inevitables (una erección matinal).

Mi especialidad es imaginar siempre el peor escenario posible, pero decido parar cuando me encuentro imaginando que soy sonámbulo (cosa que no soy) y que me levanto de madrugada para arrojarme sobre Caio. Lo que no estaría nada mal.

Lavo los platos, seco los platos, los seco otra vez y guardo toda la vajilla en el armario. Intento perder el máximo tiempo posible para no tener que afrontar la hora de irme a dormir. Me seco el sudor de la frente con un trapo de cocina (perdón, mamá) y voy al salón. No sé lo que he tardado en fregar los platos, pero ha sido el tiempo suficiente como para que Caio se haya puesto un pijama, haya cogido una almohada y se haya tumbado en el sofá, con los pies apoyados en una colcha doblada.

Durante un segundo me quedo sin palabras. No es que mi plan fuera decir nada, pero aun así me quedo desconcertado. En mi cabeza intento procesar la siguiente información:

Es probable que Caio duerma en el salón.Porque tiene una almohada y una colcha a sus pies. En el salón.Caio está en pijama.¿¿Caio va a dormir en el salón??Eso parece, ya que está en pijama. En el salón.Guau. Caio en pijama.Pedos de madrugada y erecciones matinales: ¡sois libres!Pero, aun así, yo no quiero que Caio duerma en el salón.Quiero que duerma conmigo.Sobre todo, si lleva puesto ese pijama.

Podría hablar durante dos horas sobre el tema «Caio en pijama». Su pijama es azul y blanco, y tiene motivos marineros. La camiseta es de rayas con el cuello de pico. El pantalón corto tiene un estampado de anclas y barquitos.

Sin embargo, no consigo mirar mucho el estampado porque donde termina el pantalón corto empiezan sus piernas. «Las piernas de Caio» podría ser un tema para otras dos horas. Sus muslos son fuertes y un poco peludos, la piel bronceada le brilla aún más bajo la luz de la lámpara del salón (que en realidad es una bola de papel que mi madre hizo viendo un tutorial de YouTube)

Desde cierto ángulo, Caio parece Aladdín. Y, un segundo antes de empezar a imaginarnos a los dos sobrevolando el mundo entero en una alfombra voladora, Caio se aclara la garganta haciendo más ruido del que debería y me echa un vistazo. No sé cuánto tiempo llevo aquí de pie mirándolo y pasando vergüenza por un par de muslos.

—Voy a dormir en el salón —dice Caio, explicando lo que no hace falta explicar, ya que no necesito ser un Sherlock Holmes para deducirlo.

Pienso en insistirle para que duerma en mi habitación. Pienso en decirle que el sofá es duro y que le va a doler la espalda.

Pero ¿a quién quiero engañar? No va a acceder. No después de verme sin ropa, mojado y tapado con una toalla mientras le grito «¡¡¡sal de mi habitación!!!» hecho un loco.

Le ofrezco agua, una infusión, otra almohada. Dice que no a todo. Cuando vuelve a fijar la vista sobre su libro, percibo que es el momento de irme. Entro en mi habitación y cierro la puerta haciendo un ruido lo suficientemente bajo como para no despertar a mi madre y lo suficientemente alto como para que resulte dramático.

Decido que hoy voy a dormir en pijama. Normalmente duermo con un pantalón corto y una camiseta vieja. Saco mi pijama del cajón. No es un pijama sensual con motivos marineros. Es beis, grande y horroroso. Cuando me miro en el espejo parezco una foto del récord Guinness a la galleta de mantequilla más grande del mundo.

Doy vergüenza.

Me tiro en la cama y me dedico a ver vídeos de gatitos en el móvil hasta que me entra sueño.

Día 2

Hoy es sábado. Normalmente, me encantan los sábados. Duermo hasta tarde, veo tres películas seguidas y mi madre siempre hace un bizcocho. Los sábados son todos así, es una tradición que nunca se ha roto. A mí me gustan las tradiciones, sobre todo las que implican un bizcocho.

Y, a pesar de todo, hoy no me levanto muy feliz. No he dormido bien y me he pasado la noche entera pensando lo fácil que sería todo si mi vida fuera como en la peli de Ponte en mi lugar. Me cambiaría el cuerpo con el de mi madre y sería ella la que tendría que tratar con Caio. Yo me quedaría de espectadora, sonriendo y pintando cuadros. Nos cambiaríamos el cuerpo quince días y, cuando Caio se fuera, se rompería el hechizo.

Dejo mis absurdas fantasías de lado y decido levantarme de la cama. Es temprano, son las seis de la mañana. Me miro en el espejo y compruebo que sigo dentro de mi propio cuerpo. Es una pena. Esta historia sería mucho mejor si por arte de magia me hubiese cambiado el cuerpo con mi madre.

Salgo de mi cuarto para coger un vaso de agua y, cuando paso por el salón, allí está él. Caio está dormido en el sofá, y es hasta ridículo lo increíblemente guapo que es. En la vida real nunca he visto a nadie estar guapo mientras duerme. Siempre pensé que eso de dormir plácidamente, con el pecho subiendo y bajando en una respiración tranquila, solo pasaba en las películas. En la vida real la gente duerme con el codo en el cuello, sin un calcetín y con una pequeña mancha de saliva en la almohada.

Caio no es real.

Han pasado unos siete minutos y sigo aquí de pie viéndolo dormir. Siete minutos. Necesito terapia. De verdad.

«¡Agua, Felipe!, ¡agua!», me digo, intentando centrarme en el verdadero motivo que me hizo salir de la habitación. Voy a la cocina e intento no hacer ruido, pero claramente no lo consigo, porque soy tan delicado como un mamut. Abro el armario bruscamente y caen dos sartenes al suelo. En el silencio de la mañana, da la sensación de que se han caído doscientas.

Me agacho para recoger el desastre y de repente siento una presencia en la cocina.

Por un segundo pienso que esa presencia podría ser el fantasma de mi abuela, que ha decidido volver del otro mundo para revelarme el sentido de la vida o darme algún consejo sobre estabilidad emocional. Pero obviamente no es ella (¡te echo de menos, abuela!). Es Caio.

—¿Necesitas ayuda? —pregunta con cara de alguien a quien le ha despertado el ruido de doscientas sartenes cayéndose al suelo.

—No, no. Estoy bien —miento, porque claramente no estoy bien. Estoy agachado en el suelo, con mi pijama beis, y juraría que se me ve un poco la hucha.

Esa es toda la conversación que vamos a mantener esta mañana. Comenzamos un ritual silencioso en el que yo cojo un vaso de agua y se lo ofrezco con un gesto de cabeza. Dice que sí con un gruñido que no llega a ser una palabra. Y nos quedamos ahí, bebiendo agua, mirando al vacío sin decir nada.

Caio estira la espalda entre un trago y otro (una bella visión, por cierto) y estoy seguro de que se ha levantado dolorido. Es imposible dormir en nuestro sofá y levantarse bien. Dormir en una caja de cartón mojada sería más cómodo. Pienso en sacar la conversación y preguntarle si ha dormido bien, pero desisto rápido. El silencio roza lo insoportable cuando él deja el vaso sobre la encimera y se va.

Respiro aliviado.

El resto de la mañana pasa lentamente, como una tortura. Después de haberle despertado yo, Caio no se vuelve a dormir. Se sienta en el sofá y se pone a leer. Me pongo a andar de un lado a otro, intentando que de modo casual parezca que estoy disponible si le apetece hablar. Totalmente disponible. Doscientos por ciento disponible. Pero está tan concentrado en su lectura que desisto.

Vuelvo a mi habitación y me pongo a ver tutoriales de YouTube sobre cosas que no voy a hacer nunca (hoy era el día de las velas artesanales, los boles de cerámica y los jabones). No sabría explicarlo, pero siento que pierdo menos el tiempo en internet cuando estoy aprendiendo algo.

Los fines de semana siempre pasan rápido, pero hoy me da la sensación de que llevo cuarenta y cinco años viviendo este mismo día. Mi madre está en la cocina, pintando, y yo estoy con Caio en el salón. Fuera hace frío, pero yo estoy sudando. Estoy sentado en el suelo, porque me parece que es lo que tengo que hacer. Nuestro florido sofá ha sido la cama de Caio esta noche y no quiero que piense que estoy invadiendo su espacio. Tengo el portátil sobre las piernas, y estoy añadiendo películas que nunca voy a ver a mi lista de «Ver más tarde». Caio está sentado en el sofá, y sigue leyendo La comunidad del anillo.

En las últimas horas he llegado a una teoría. Creo que Caio ya se ha terminado el libro, pero se lee las escenas finales una y otra vez para no tener que hablar conmigo. Sé que parece que estoy loco, pero habloen serio. ¡Acaba de pasar! Estaba pensando en si añadir Una rubia muy legal 2 a mi lista (decisión bien fácil porque me encanta Una rubia muy legal y me flipan las secuelas malas de películas buenas). Miré a Caio de reojo mientras pulsaba el botón de «Añadir a la lista» y… ¡lo pillé pasando hacia atrás las páginas del libro! ¡Se estaba leyendo otra vez las últimas páginas! Y todo para no tener que cerrar el libro y sentirse obligado a hablar conmigo.

Soy, oficialmente, la peor compañía del mundo.

—¡Hoy es día de bizcocho! —exclama mi madre emocionada cuando entra en el salón—. Pero se han acabado los huevos y la harina, necesito mantequilla también y me apetecen unas uvas —enumera conforme apunta todo en un pedazo de papel—. ¿Quién va al súper?

—¡Yo! —respondemos Caio y yo a la vez.

—¡Fantástico, vais los dos! —dice mi madre sonriendo, mientras me da el dinero y la lista.