Quisiera amarte menos - Tatiana Goransky - E-Book

Quisiera amarte menos E-Book

Tatiana Goransky

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Beschreibung

Detrás de un deseo, un cuerpo; detrás del cuerpo, un relato. Detrás del amor, en ocasiones, el odio. ¿Se puede amar sin conocer? ¿Cómo construimos al otro? ¿Hay alguna fuerza más poderosa que la del deseo? Julia, Clara, Juan, La Turca, Vera y Ricardo narran sus propias historias y al hacerlo cuentan las de los demás. Seis personajes enredados en una trama polifónica, violenta, amorosa, sexual. Con humor ácido e irreverencia, Tatiana Goransky construye una novela brutal y polémica que rompe con cualquier estereotipo sobre la sexualidad, y que muestra cuán fácilmente ese territorio de placer que es el cuerpo puede convertirse en un campo de batalla.

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Quisiera amarte menos

Quisiera amarte menos

Tatiana Goransky

Índice de contenido
Portadilla
Legales
Julia
Clara
Juan
La Turca
Vera
Ricardo
La confesión de Clara

Goransky, TatianaQuisiera amarte menos / Tatiana Goransky. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Galerna, 2021.

Archivo Digital: descarga ISBN 978-950-556-817-8

1. Narrativa Argentina. I. Título.

CDD A863

© 2021, Tatiana Goransky

©2021, RCP S.A.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna, ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopias, sin permiso previo del editor y/o autor.

Diseño y diagramación del interior y de tapa: Pablo Alarcón | Cerúleo

Foto de autor: ©Alejandro Meter

Digitalización: Proyecto451

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.

ISBN edición digital (ePub): 978-950-556-817-8

Salimos del amor

como de una catástrofe aérea.

CRISTINA PERI ROSSI

Quisiera amarte menos,

no verte más quisiera,

salvarme de esta hoguera

que no puedo resistir.

No quiero este cariño

que no me da descanso,

que sufro si no alcanzo

y lejos no sé vivir.

Quisiera amarte menos,

porque esto ya no es vida,

mi vida está perdida

de tanto quererte.

No sé si necesito

tenerte o perderte.

Yo sé que te he querido

más de lo que he podido.

Quisiera amarte menos

buscando el olvido,

y en vez de amarte menos,

te quiero mucho más.

LUIS CÉSAR AMADORI

Julia

No uso bombacha. Es una confesión que debería haber hecho hace tiempo. Me gusta aprovechar las narices de los que pasan. Me gusta que queden desorientados. Me gusta que no sepan si les atrae o no. Al principio fue solo uno más de los que se sintieron atraídos por mi perfume, que imaginaron el despoblado bajo mi pollera como un cuarto de hotel. Me dijo que no tenía apuro, que sabría guardarse las manos hasta que fuera el momento correcto. Me pareció entretenido jugar con su fuerza de voluntad. Ver hasta dónde aguantaba morirse de hambre. Ver su cara arrugada por el deseo. Ver cómo se sentaba a mi mesa y nadie venía a ofrecerle nada. Mis predilecciones por cierto tipo de hombre y punto.

Después, vino la cama. Un cuarto cualquiera, un sexto piso por escalera, la parte más poblada de la ciudad. Los balcones daban a la peatonal. No había sábana de arriba ni cubrecama. La hora la contaba un reloj con segundero ruidoso. Pensé que ese reloj era el antiafrodisíaco perfecto. Que con ese reloj sonando ningún hombre podría hacer un buen papel. Pensé que bajo su pantalón iba a haber poca cosa. Lo denigré en mi cabeza, me preparé sin coquetería.

Entré al baño dándole tiempo para arrepentirse. Nunca vas a estar a la altura de ese primer encuentro en donde me besaste mal (bien). Lo pensé, no lo dije. Vas a pasar a formar parte de mi pintoresca galería de chapadas en zaguán. Ya no se usa más la chapada ni el zaguán, pero, en mi libro de fotos mentales, son dos elementos que se repiten.

Cuando salí del baño me encontré con otra cosa. No se había arrepentido ni se había apurado. Al parecer, sí sabía guardarse las manos hasta el momento preciso. Su cuerpo era un palenque que no cedía más. Destapados nos abrazamos, destapados nos dejamos caer sobre el colchón, destapados nos metimos el uno adentro del otro. Ahí vino la segunda sorpresa. Mi útero retráctil, su penetrador con un leve arco que se acomodaba perfecto. Quedamos de frente, abotonados. Disfrutando de los espasmos que no exigían movimiento extra. Traté de ser elegante, o por lo menos, indiferente. Agotada y alegre me vestí en una toma cinematográfica. Si hubiera tenido pantalón, me habría ocupado de hacer un chirriante ruido con el cierre, pero mi pollera no tenía dramatismo. Se subió sola, acomodándose a mis caderas, mientras las medias cancán fluían compinches y caía mi suéter seguido del abrigo invernal. Todo en silencio, en un bello y armonioso silencio.

Lo vi sonreír satisfecho. Su cuerpo todavía corcoveaba. Tuve mi segundo de duda. Pensé en participarlo de mis emociones (estaba emocionada), quería decirle que nunca me habían entrado así, tan tetris. Quería gritarle caballo y convertirme en su objeto. Quería advertirle que odiaba los ligueros y que nunca me los pondría por él ni por nadie. En lugar de eso me puse las botas con cierre (a estas sí las hice chirriar) y salí dejando la puerta abierta. Él quedaba desnudo, sin sábana de arriba, a la vista de cualquiera que caminara por los pasillos del hotel. Me fui sin dejar mi mitad por el costo de la habitación. Nunca había pagado, pero esa fue la primera vez que tuve ganas.

Y pasaron meses.

***

Entonces, todo se disparó. Los encuentros se hicieron frecuentes. No lográbamos saciarnos. Deambulábamos en estado de erotismo continuo. La gente se daba cuenta. Se me veía en la cara, en el pelo, en los ojos arrobados. Mi cuerpo ya no era mío, era ropa prestada, ropa que cambiaba de talle. A veces me quedaba ajustada. Otras, enorme. Él ordenaba. Su cuerpo (antes mío), respondía sin contradecir. Su cuerpo (todavía de él), lo intervenía, le hacía el amor cuando yo estaba y cuando no también. Era como un partido de ajedrez jugado por un único jugador. Él era las blancas, las negras y la mano que movía ambas. O tal vez me equivoco. Tal vez yo era alguna de las dos porque podía sentir todo y estaba inmensamente feliz. Quería que me amara en todos los cuartos de la ciudad, en todos los baños de los bares, en todos los zaguanes que ya no existían. Quería querer ponerme un liguero, pero no quería.

Y pasaron meses.

***

El sexo casual dio lugar al sexo nada casual, el amor casual hizo lo mismo. Y yo, mujer sin hijos y grande, empecé a desearlo. Quería que me montara a pelo, quería que me hiciera un hijo varón. Cada vez que llegaba al orgasmo le gritaba lo mismo “haceme un pibe, haceme un pibe”, y él se chorreaba sobre la sábana o sobre mi panza abultada con ombligo generoso, ombligo que hacía de pelopincho enamorada. Brusco era el deseo de que me llenara, y así de rápido desaparecía cuando estábamos vestidos. Desnudo lo quería para preñarme, vestido para proponerle un nuevo lugar de encuentro. En el medio no había nada. Solo días sin sentido, campos, calendarios sin cruces rojas que esperaban por el próximo cuarto, baño, zaguán, estación de tren, parte de atrás de taxi, bañadera de telo, esquina con quiosco cerrado, parada de colectivo. En mis ratos sin él lo pensaba despierta, me pisaba un auto, dos, tres. Moría de deshidratación, me olvidaba de lavarme el pelo. En mis ratos sin él no había ratos, las horas no se dividían en minutos ni segundos, todo era tiempo estanco. Una pileta sucia.

Y le grité de nuevo (siempre, siempre) “haceme un pibe, haceme un pibe”, y él lo hizo otra vez afuera, un pibe lindo y otro y otro. Un cuarto lleno de pibes estampados en sábanas pegajosas. Un pibe por semana. Un pibe por encuentro. Y tuvimos más de cien. Era carísimo mantenerlos, alimentar tantos pibes, enseñarles a hacer las cosas bien, a tener un mismo apellido, a embarazar a una chica joven y fértil. A continuar esa familia gigante. Y de nuevo lo soñaba despierta. A él y a nuestros pibes. Sus caras, la mía. Sus cuerpos, el de él.

Y pasaron meses.

***

Al final lo discutimos vestidos. Un día, un turno de retraso, mucha cola en el hotel de alojamiento. Dije que creía que lo decía en serio. Dijo que él lo hacía, me hacía todos los pibes que quisiera pero que yo estaba vieja, y que él no podía hacerse cargo de más nenes. Dijo que los había estado haciendo durante años, que las mujeres siempre le pedían lo mismo, que era considerado un poblador de pueblos, un padre de balnearios. Me confirmó que hacía pibes lindos, siempre varones, siempre con hoyuelos en el cachete derecho, siempre bien armados y bien predispuestos, siempre atentos a los pedidos de las mujeres. Hacía machos “de verdad”, machos que “te parten las ancas y te llenan de leche”.

Me sentí rara. Por un lado, me alivié al entender que ese deseo no era mío. Era un deseo prestado o al menos compartido. Todas las mujeres estaban destinadas a pedirle lo mismo. Todas querían su simiente, todas querían que les engordara la panza. Pero, al mismo tiempo, no pude dejar de sentirme una copia de una copia. Uno de esos cien pibes que hicimos, pero no hicimos. Yo quería lo que querían todas, y si tanto lo deseaba, y ellas también, y si tanto lo necesitaba, y ellas también, era entonces porque él estaba a cargo. Él mandaba, no yo. Yo había estado a su merced todo el tiempo, rogándole el mismo pibe que le había rogado la mujer anterior.

Y pensé que tal vez tenía que empezar a usar bombacha.

Y pasaron meses.

***

Acepté. Le dije que sí. “Hacémelo igual”. Y lo planeamos. Iba a ser especial. Íbamos a hacerlo en una cama de agua. Hacer un pibe líquido que se gestara y naciera con la misma facilidad. Que no doliera ni adentro ni afuera. Y me dijo que no me preocupara. Que lo había hecho mil veces, que nunca le tomaba más de un intento y que iba a ser el último. Con el pibe que me iba a hacer cerraba la línea. “Cierro la fábrica”.

Usé el liguero que dije que no iba a usar nunca, pero me lo pidió y yo ahora obedecía. Fue en un hotel que él eligió. Era caro, pero esta vez lo quise pagar entero.

Me dijo que quería hacérmelo de espaldas, agarrando con su mano derecha mi cuello, la izquierda liberada para tirar de mis crines, su voz pegada a mi oído instándome a que se lo pidiera de nuevo “pero esta vez decímelo bien segura, quiero escuchar que lo querés de verdad, que me