Fade out - Tatiana Goransky - E-Book

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Tatiana Goransky

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Beschreibung

Desde su nacimiento los oídos de Kumiku emiten música. "Vino al mundo con el poder del sonido, con la habilidad de producir ondas melódicas y rítmicas. Kumiku nació cajita de música infinita." También su hija Renata, y de distinta forma Ester, la nieta, en una línea genética que Goransky narra a partir de diarios íntimos y de ambiguas observaciones de un negro literario. Temas de Caetano Veloso, Stevie Wonder o Charlie García, entre otros, dan el tono a las páginas de "Fade out", apasionante novela en la que tres generaciones de mujeres trazan su vida a través de la música y la búsqueda del silencio. El amor es una constante también que las protagonistas habrán de resolver entre las ciudades de Buenos Aires, San Juan y Barcelona.

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Tatiana Goransky

Fade out

 

Imagen de la portada:

Carousel phantasy, foto de Philipp Zechner

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

 

Diagramación: Roger Castillejo Olán

 

© Tatiana Goransky

© foto de portada: Philipp Zechner, cedida por Alamy Stock Photo

© Editorial Comba, 2017

c/ Muntaner, 178, 5º 2ª bis

08036 Barcelona

 

 

ISBN: 978-84-948031-7-8

Depósito Legal: B-12.778-2017

A Maia, mi amor, para que siempre afinemos en la misma nota.

 

Las piezas musicales citadas a continuación pueden escucharse gratuitamente en la playlist “Fade out, basada en la novela de Tatiana Goransky”: https://goo.gl/s022So

 

 

Primera parte

 

 

Kumiku

1

 

Cuando nació, el cuarto del sanatorio Anchorena se llenó de música. En un principio era imposible distinguir la canción. El obstetra miraba al padre de la niña, que a su vez miraba a la madre, tendida en la camilla, sudando frío y sonrisa. Era “Corcovado”, en la versión de João Gilberto y Stan Getz. El anestesista revisó su playlist pero confirmó que no lo tenía. No tenía “Corcovado” ni ningún otro tema en portugués. Nunca le había gustado la música brasilera.

La niña pesaba 3,350 kilos y tenía la cabeza completamente formada. No había hecho falta cesárea y había logrado salir flotando en una maniobra encantadora. Casi se podría decir que sonreía, mientras la habitación 313 se iluminaba con el saxo de Getz y la luz de la mañana de diciembre. Todos guardaban silencio. Se habían propuesto no decir nada hasta que no acabara la canción. Se habían propuesto no decir nada y disfrutar del extraño momento musicalizado desde el másallá. Es probable que venga del cuarto de al lado, pensó el obstetra. Pero no dijo nada. Quién era él para arruinar el acontecimiento.

El padre buscaba la mano de la madre, que tocaba la de la niña, ahora apoyada sobre su pecho. En un peloteo de sonrisas, los cinco del cuarto marcaban el ritmo con movimientos leves de cabeza y notaban cambios en el volumen y calidad del sonido. ¿Qué había cambiado? Sólo habían apoyado a la pequeña sobre el cuerpo de su madre. Su cabecita, ladeada, miraba el día con modorra playera. La fuente del audio era todavía un misterio, pero en un pensamiento mágico y encadenado todos sospechaban de la bebé.

El médico se sorprendió ante el fade out, discreto y elegante. Cuando estaba a punto de alzar a la recién nacida para llevarla a hacer los chequeos, empezó a escucharse un sonido de gaviotas, un vaivén marítimo. La tomó del cuerpo, la puso entre sus brazos y sostuvo el sonido del mar, una escena viva de paraíso tropical, la calma de una mañana en alguna playa del mundo. Continuaron sonriendo. El tiempo, paralizado; el cuarto del Sanatorio Anchorena, convertido en un golfo del Caribe.

 

 

Lo posible y lo imposible se llevan bien. Posible es conseguir un café y hasta chocolate en la máquina expendedora del hall. Imposible es que una niña recién nacida pueda emitir, desde sus oídos, un sonido espontáneo capaz de ser captado por el ser humano. Las Emisiones Otoacústicas Espontáneas existen, cerca de un cincuenta por ciento de la población emite un sonido desde el piano invertido dentro de la oreja. Las mujeres emiten un veinte por ciento más que los hombres, está científicamente estudiado. Se conoce el procedimiento, pero no se saben las razones o, mejor dicho, su funcionalidad. Hay algunos que piensan que en ellas reside una nueva forma de garantizar la perpetuación de la especie. La hembra despediría más sonido que el macho en un intento por acaparar su atención, por llamarlo al apareamiento, por seducirlo. Si lo seduce con su olor, por qué no pensar que un dulce sonido pueda tener el mismo efecto.

Kumiku vino al mundo con el poder del sonido, con la habilidad de producir ondas melódicas y rítmicas, con su propia playlist interior activada en el momento del nacimiento. Kumiku nació cajita de música infinita.

 

 

Los primeros años fueron de mucha armonía. Las canciones que salían de Kumiku eran una versión refinada de mixtapes de amor. Una lista de enganchados fabricada por ella para el bienestar de su familia o, tal vez, producida por su bienestar interior. Imposible saber entonces qué venía primero.

Salvando la noche, momento en el que la niña proporcionaba ocho horas de ruido blanco, el resto del tiempo su compilado estaba hecho de música brasilera (había quedado marcada desde el nacimiento), canciones pop de los ochenta y mucho funk. Lo que más sonaba era Stevie Wonder y Barry White. Esto convertía los días en una especie de montajede ­película estadounidense donde el padre y la madre iban experimentando su nuevo rol, probando una cosa y otra, bañando a la pequeña por primera vez, dándole su primer puré, viéndola gatear, aplaudiendo sus primeros pasos, etcétera.

De noche dormía entre los dos, una estufita que generaba los sonidos del mundo para cancelar los del tedio exterior. Así como el color blanco posee todos los colores, el ruido blanco posee todos los sonidos. Kumiku, estufita radial, dormía a sus padres al calor de sus ondas.

 

 

La condición de Kumiku llamó la atención de la prensa, la comunidad científica, los melómanos y hasta el gobierno. Nadie la trató mal, nadie se mostró en contra, nadie la llamó «rareza» o «fenómeno que atenta contra Dios». Era conocida por todos como «La cajita de música argentina», incluso antes de que la niña empezara a manifestar el rock nacional. Eso vino mucho más tarde, en épocas de adolescencia. Sus preferidos eran Los Abuelos de la Nada, Las Viudas e Hijas de Roque Enroll y Los Twist. Tuvo también su etapa Spinetta (Artaud sonó hasta empachar a familia y vecinos) y Charly García. Pero ni una vez emitió un Fito Páez, ni siquiera en su larga etapa Mercedes Sosa, cuando hacía sonar sus colaboraciones con otros artistas. Siempre salteaba a Páez; y cuando preguntaban razones, ella decía que producirlo o reproducirlo le generaba manierismos y hasta tics nerviosos.

Claro, Kumiku no era muda. Sus emisiones otacústicas nada tenían que ver con su capacidad para utilizar la palabra. Sin embargo, hablaba poco. Era evidente que el uso del lenguaje, continuamente musicalizado, obraba de manera redundante: Kumiku decía lo suficiente con sus enganchados; a veces, más de lo que a ella le hubiera gustado. Al ser la música reflejo de su estado de ánimo y pensamiento, la palabra casi no hacía falta.

 

 

A los padres no les tomó mucho tiempo entender que no había manera de desconectar a su hija. No había botón de on/off en ningún lado, ni palabra mágica que la detuviera. No había trago ni bebida espirituosa, no funcionaba el agua ni la arena, no se detenía de noche ni bajo la nieve. Las emisiones eran continuas y ni siquiera se podía manejar el volumen. Ellos no podían, ella sí. Cuando entró en etapa de entender, a veces le pedían que las bajara al mínimo. No todas las actividades de la vida se ven potenciadas por la música: muchas veces el silencio es la clave de un buen diálogo interior o exterior. No pretendían molestarla ni ponerse místicos. Sin embargo, cuando Kumiku llegó a la pubertad, tuvieron que mandar a construir un cuarto insonorizado.

Era un cuarto lleno de toques femeninos, ideal para una joven, pero las paredes estaban reforzadas con lana de vidrio y paneles de sonex pintados de blanco. Era imposible darse cuenta con solo verlo, pero sí: Kumiku vivía en un cuarto sala de ensayo. Así lo decía ella los días en que se enojaba. Porque Kumiku se enojaba como todo el mundo. Y cuando se enojaba, las cosas se ponían heavy metal o hasta punk. ACDC, Def Leppard, Metallica y mucho Sex Pistols. A todo volumen y con direccionalidadmúltiple. Su enojo era consecuente en todo sentido. Su cara se transformaba, sus ojos celestes despedían misiles energéticos y sus oídos funcionaban como altoparlantes barriales. La cuadra completa parecía un recital en River Plate. A veces, los vecinos llamaban a la policía, olvidando que podía ser Kumiku y no una fiesta fuera de control. Otras, los vecinos llamaban a la policía, seguros de que era Kumiku pero cansados de los berrinches de la edad. Tal vez fue entonces, cuando se dio cuenta de que su condición podía afectar a otros, el punto de inflexión en la vida de Kumiku. Porque hubo un día en que todo empezó a cambiar. Fue un cambio muy gradual, que no se vería hasta su mayoría de edad, pero que, mientras tanto, se iba ecualizando en su interior. Un movimiento de perillas imperceptible para el resto.

 

 

La etapa de pruebas y entrevistas fue extensa. Los padres la autorizaron cuando ella cumplió catorce y sintieron que estaba lista para sentarse a la mesa grande. Investigadores y periodistas de distintas partes del mapa tuvieron oportunidad de hacerle preguntas y sacar muestras de su cuerpo. «Sacar muestras de su cuerpo»,esta frase incomodó muchísimo a Kumiku, aunque sabía que todo era bienintencionado.

Le hicieron varios estudios. Le pidieron, por ejemplo, que cantara al mismo tiempo que emitía. Así, Kumiku cantó y emitió “Inconsciente colectivo”, uno de sus temas preferidos. Los investigadores confirmaron que Kumiku era afinada, que sabía llevar bien una melodía y que tenía sentido del ritmo. Nada nuevo para la chica que muchas veces se encontraba repitiendo las letras de sus emisiones. Sabía cantar y sabía disfrutar de la música. Aunque ésta fuera su mejor y peor amiga.

Cuando le solicitaron que produjera silencio, Kumiku los miró desconcertada. ¿Cómo sería producir silencio? Ella podía reducirlo con el ruido blanco (a veces hasta en sus variaciones de ruido rosa y marrón, versiones más sofisticadas) pero ¿producirlo? Se quedó pensando. Mientras pensaba se escuchaba un viento, en este caso un viento de atardecer de campo, lleno de otoño en su desprendimiento de hojas, lleno de pasto en su sonido de pisadas. No siempre pensaba con la misma banda sonora; al parecer, pensar en cómo producir silencio se escuchaba así. Pero, aunque lo pensó, aunque intentó manipular sus tendencias musicales, tuvo que admitir ante la larguísima mesa que no tenía control sobre lo que manifestaba y que la creación de silencio le parecía imposible. Tomó nota mental: «Trabajaren la producción de silencio, trabajar en eso aunque me lleve la vida.»

De pronto había un mojón en esa cantidad de gigas musicales. Había encontrado un objetivo: extender los lapsos entre el fade out y el fade in, de manera de experimentar lo más posible ese estado de ausencia y así ver si podía entenderlo y reproducirlo.

Contestó los cuestionarios, sometió su cuerpo a todo tipo de intervenciones. Quedó callada en un sentido metafórico, callada por lo agotada, callada por lo intervenida. Y así, sin más, terminó la ronda de cuestiones científicas.

 

 

El resultado quedó a la vista del mundo. La opinión, dividida en tres.

Por un lado estaban los que exhibían verdadera euforia ante este paso evolutivo de la especie. Dentro de esta partida había una subdivisión: los que tomaban a Kumiku y su linaje como un caso aislado, y los que la veían como el principio de una nueva etapa en el desarrollo del ser humano.

Por el otro, se encontraban los que sentían compasión. El pensar que Kumiku era incapaz de manteneruna vida privada, imaginarla siempre a merced de sí misma, movilizaba sus sentimientos más allá de las conjeturas sobre nuevos eslabones o descubrimientos científicos.

Y después quedaban los que sentían una extraña melancolía. A partir del nacimiento de la cajita de música ya nada volvería a ser igual. Según ellos, algo se había perdido.

Así se llenó el mundo de Kumiku y Kumiku del mundo, aunque ella nunca salió de su país.

 

2

 

Nunca viajo con originales. Todo es copia. De hacer temas nuevos, ni hablar. Puedo, como mucho, ser la segunda voz de una reproducción. Hacer karaoke con uno mismo es posible. Soy las palabras y la música de otros. Soy un diario íntimo abierto. Un diario amplificado. Lo que pienso no sólo se escucha, sino que se interpreta. Cuando mi cerebro se decide por un tema y no otro, no sólo está eligiendo qué contar de lo que pienso, sino cómo contarlo. Desde chica me dicen «La cajita de música argentina», pero yo me considero una narradora de secretos. Mis secretos. Por eso, ahora trato de no vivir experiencias nuevas, de evitar cualquier cosa que dispare mi imaginación. Dejo que mis pensamientos sean disparados por mi música y mi música por mis pensamientos, intento convertirme en una máquina de movimiento continuo, aunque la teoría científica esté en mi contra. Por otra parte, yo misma voy en contra de la teoría científica, aunque existo hasta quepuedan refutarme. Esta idea de pensar a partir de canciones y cantar a partir de pensamientos se dio sola, fue un desenlace lógico a casi cuarenta años de prueba y error. Para dejar de ser narradora de secretos tengo que lograr retroalimentarme, convertirme en una criatura ecológica que no genere desechos emocionales.

 

 

Según el escritor de la historia, empecé a cambiar durante mi adolescencia, pero no se notó hasta mi mayoría de edad. Voy a estar de acuerdo y agregar un detalle importante, fue por amor.

Mi familia paterna es de San Juan, ahí donde se cruzan la falta de humedad con los terremotos. Cuando cumplí quince, los tres viajamos a festejar con mis tíos y primos, en total trescientos. Una enorme porción cuyana de descendientes de eslavos. Mi abuelo tenía un hermano gemelo, un facsímil con al menos dos diferencias perceptibles. El tamaño de su abdomen, que duplicaba al del padre de mi padre, y su habilidad para hablar al revés. Esto último me inspiró; pensé que si podía hablar de manera invertida, si podía empezar a pensar por las conclusiones, emitiría los temas de atrás para adelante.Eso, fuera de producir risa o algún comentario sobre su condición satánica, terminaría por aburrir a los escuchas o al menos confundirlos. Me había cansado de ser transparente.

Como mi cumpleaños coincide con un mes de fiestas, nos quedamos casi cuarenta días. Tiempo de sobra para experimentar con uno mismo, fallar, enamorarse y hasta para que te rompan el corazón.

Había en el pueblo —es una ciudad pero para mí es mi pueblo— un chico amigo de la familia, un chico encantador que hacía quedar en vergüenza a todos los de su edad. Las madres lo paraban por la calle para presentarle a sus nenas. Los padres lo invitaban al café de la plaza a la espera de convertirse en suegros. Así, Luciano Heredia, «el Lucho», se pasaba la mayor parte del día tomando café de arriba, comiendo medialunas y dejándose invitar raciones obscenas de Bonanno, el jugo de naranja en cono, y Nora, la bebida que enamora. Todos adoraban al Lucho. Me llevaba diez años. Nos conocíamos desde siempre y en mi viaje de quince me amó por primera vez.