Reclamada por el griego - Pippa Roscoe - E-Book
SONDERANGEBOT

Reclamada por el griego E-Book

Pippa Roscoe

0,0
3,49 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 3,49 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Vuelve el griego… y va a legitimar a su heredero. Ese día, lo menos asombroso para Dimitri Kyriakou fue encontrarse en la puerta de la casa de Anna Moore después de haber estado siguiendo la pista de esa misteriosa belleza. ¡Se había quedado de piedra al comprobar la consecuencia de la increíble noche que habían pasado juntos! El implacable Dimitri, para conseguir a su hija, tenía que casarse con Anna, pero solo había una cosa más complicada que convencer a Anna para que fuera su esposa de conveniencia, intentar pasar por alto su intensa atracción …

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 239

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Pippa Roscoe

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Reclamada por el griego, n.º 168 - agosto 2020

Título original: Claimed for the Greek’s Child

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-629-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

Hacía tres años

 

–Señor Kyriakou… Vamos a aterrizar dentro de veinte minutos.

Dimitri hizo un gesto con la cabeza a la azafata del avión privado del banco Kyriakou. No pudo hacer nada más. Tenía los dientes tan apretados que se habría necesitado una palanca para separárselos. Lo único que había conseguido pasarle entre los labios desde que se montó en el avión había sido un whisky. Solo uno, era todo lo que se permitía.

Miró por la ventanilla y debería haber visto las nubes que flotaban por encima del Canal de la Mancha, pero vio la preciosa curva del hombro de una mujer. Desnudo, frágil… Podía notar la suavidad aterciopelada de su piel en la palma de la mano y los dedos se le contrajeron al acordarse.

Se pasó una mano por la cara como si quisiera borrar el agotamiento del año anterior, notó la aspereza de la barba incipiente y dominó las ganas de dar la vuelta, de volver a la cama donde, seguramente, esa mujer tan hermosa seguiría dormida. Se había escabullido como un ladrón. Una comparación que le atenazó la garganta e, incluso, llegó a creer que podría asfixiarse.

No podía ni imaginarse qué había estado pensando, pero ese era el problema, no había estado pensando. Aunque sabía que ese día llegaría y lo que le esperaba en cuanto el avión tocara tierra en Estados Unidos, había necesitado una noche, una sola noche…

El día anterior había dejado a Antonio Arcuri y a Danyl Nejem Al Arain, sus mejores amigos y los otros dos integrantes de El Círculo de los Ganadores, una agrupación de propietarios de caballos de carreras, en las carreras de Dublín y se había dejado llevar por el instinto. Se había sentado detrás del volante del superdeportivo negro y el rugido del motor solo había sido comparable al ansia de libertad que le corría por la venas. Había salido de la ciudad y había tomado carreteras que se abrían paso por las verdes colinas. No había podido respirar hasta ese momento, no había podido dejar a un lado lo que se avecinaba.

Había conducido el aerodinámico coche negro sin rumbo, por carreteras serpenteantes, dejando que la emoción de sentir ese poderoso motor debajo de él le llenara todos los sentidos. Había algo que lo arrastraba, pero no quería llamarlo por su nombre.

No redujo la velocidad hasta que vio que se encendía la luz del depósito de gasolina. Estaba en un pueblecito que, si tenía nombre, no se había fijado en él. Había un pub con un cartel negro y destartalado que colgaba amenazantemente y una iglesia más vieja todavía en el extremo opuesto de la carretera que dividía el pueblo por la mitad. Siguió la carretera hasta el final, pero, en vez de una gasolinera, se encontró un camino de gravilla que llevaba a una pequeña casa de huéspedes.

Para él, los irlandeses eran famosos por dos cosas, la hospitalidad y el whisky, y necesitaba las dos. Apagó el motor y sintió tal oleada de agotamiento que no supo si podría bajarse del coche. Se dejó caer contra el respaldo con la cabeza en el reposacabezas y dominado por la rabia. Había huido y se aborrecía por ello. Todo ese tiempo, tanto planificarlo… Le desesperaba que fuese a avergonzar de esa manera a Antonio y Danyl, le dolía tanto que no había podido ni imaginárselo, le había parecido imposible después de todo lo que había aguantado durante sus treinta y tres años.

La rabia le hizo bajar del coche y llamó a la puerta con tanta fuerza que le alteró a sí mismo. Miró el reloj por primera vez desde lo que le parecieron horas y le asombró comprobar que era tan tarde. Era posible que el dueño ya estuviese dormido. Miró el coche y se preguntó hasta dónde llegaría, estaba pensando en darse la vuelta cuando se abrió la puerta.

Supo que estaba condenado en cuanto vio sus enormes ojos verdes.

Lo dejó entrar con un dedo en los labios y haciéndole un gesto para que se moviera despacio. Lo llevó a una salita decorada con todo lo que podía esperarse en una casa de huéspedes irlandesa, pero él entrecerró los ojos al ver una pequeña, pero bien surtida, barra de madera.

–¿Busca una habitación? –le susurró ella.

–Solo para una noche…

Ella lo miró detenidamente, pero sin ese brillo sexual en los ojos al que estaba acostumbrado en las mujeres. Era como si estuviese haciendo cuentas; la ropa cara, ese reloj que seguramente valdría el equivalente a la mitad del los ingresos anuales de ese sitio, el coche que había fuera…

No se sintió ofendido. Sacó la cartera y dejó el grueso fajo de euros encima de la barra de madera. ¿Para qué los quería? No podía llevárselos allí a donde iba.

–No, señor. No… No hace falta. Son sesenta euros por noche y otros cinco si quiere desayunar.

Le sorprendió un poco el deje irlandés de su voz. Su piel no era blanca y con pecas, como todas las que había visto en el hipódromo de Dublín, y se parecía más al tono griego de él, aunque algo más pálida por la falta de sol. Por un instante, se la imaginó en una isla griega, espléndida y bañada por el sol. Se había recogido los mechones largos y oscuros en una coleta desordenada que debería haber hecho que pareciera más joven, no de una belleza sobrecogedora. Los mechones sueltos del desmedido flequillo le llegaban hasta la mandíbula, le resaltaban los pómulos y contrastaban con unos destellos dorados de los cautivadores ojos color esmeralda.

Hizo un esfuerzo para desviar la mirada y la dirigió hacia las botellas que había detrás de la barra. Se llevó una decepción. Si hubiese podido elegir, no habría elegido ninguna de ellas, pero un mendigo tenía que conformarse con lo que le dieran.

–No voy a desayunar, pero sí quiero una botella de su mejor whisky.

Volvió a mirarlo detenidamente. No estaba calculando y esa era la diferencia. No era una mirada egoísta ni lo juzgaba. Estaba intentando… descifrarlo. Como si hubiese tomado una decisión, pasó detrás de la barra sin mirar siquiera la desmesurada cantidad de dinero que había encima y sacó dos copas de cristal tallado de una balda que estaba escondida sobre la encimera. Esa forma tan patente de no hacer caso al dinero hizo que se preguntara si la habría ofendido y sintió algo parecido a cierto remordimiento.

Ella dejó las dos copas en la barra de madera y esperó la reacción de él, como si esperara que pusiera alguna objeción a que lo acompañara. Le tocó mirarla detenidamente. Ella no le había dirigido casi ni cuatro palabras. Tenía veintipocos años y la camisa blanca que llevaba de uniforme le quedaba muy mal, como si la hubiesen hecho para alguien más grande que ella. El nombre desgastado que llevaba bordado en el bolsillo decía «Mary Moore», pero a él no le parecía una… Mary. Sin embargo, pasó por alto ese detalle para quedarse con otro, tenía algo detrás de la mirada, algo que lo… atraía.

Asintió con la cabeza para que ella las sirviera. Ella, en vez de tomar alguna de las botellas que tenía detrás, se agachó un poco y sacó una botella de debajo de la barra, la botella reservada para las ocasiones especiales. Él supuso que esa era una ocasión especial.

Sirvió las dos copas, le acercó una a él y tomó la otra.

–Sláinte –había dicho ella.

–Yamas –había replicado él.

Los dos dieron un buen sorbo.

El avión se inclinó hacia la derecha como si fuese a aterrizar. Fuese por lo que bebió la noche anterior o por lo que había bebido hacía un par de horas, todavía podía sentir el sabor del whisky en la lengua, como podía sentir el sabor de ella. Revivió algunas imágenes en la cabeza mientras el avión descendía hacia la pista de aterrizaje. El primer sabor de sus labios, los latidos de su corazón debajo de la palma de la mano, sus pechos perfectos, sus muslos cuando los separó. Sus piernas rodeándole la cintura y el grito de placer que dejó escapar cuando entró en ella. El éxtasis que se adueñó de él cuando llegaron juntos al clímax, el gritó que él silenció con un beso apasionado… parecido al rugido del motor mientras tomaban tierra en el aeropuerto de Nueva York.

Hasta la azafata pareció reacia a abrir la puerta de la cabina y esbozó una sonrisa triste mientras él desembarcaba, como si también supiera lo que se avecinaba. Sin embargo, no podía saberlo, solo lo sabían él y otras dos personas en todo el mundo; el investigador jefe y quien hubiera cometido de verdad el delito, fuera quien fuese. Al pie de la escalerilla metálica había unos veinte hombres con cazadoras azules con las letras FBI escritas en amarillo. Alrededor de las cinturas tenían unas cartucheras con grilletes y porras.

Bajó hasta el asfalto, miró a los ojos del jefe y Dimitri Kyriakou, multimillonario internacional, extendió las manos como había visto en las películas y como había sabido que tendría que hacer desde hacía mucho tiempo, desde mucho antes de la noche anterior. Los grilletes de acero le rodearon las muñecas, pero él mantuvo la cabeza alta.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

En el presente

 

Querido Dimitri,

Hoy me encontraste.

 

 

Dimitri conducía por carreteras que solo había recorrido una vez antes. Los faros iluminaban la tromba de agua y los arbustos empapados que flanqueaban la carretera. Sin embargo, en su cabeza solo veía la cara de su exayudante mientras balbucía palabras como «lo siento», «no lo sabía» o «fue por el bien del… banco Kyriakou».

Le bullía la sangre de furia. ¿Cómo había podido pasar eso?

Durante los diecinueve meses que habían pasado desde que salió de aquella cárcel dejada de la mano de Dios en Estados Unidos, había sudado sangre y lágrimas para intentar encontrar al malnacido que había hecho que apareciera como el responsable del mayor fraude bancario de la década. No solo eso, también había intentado devolver el prestigio al banco de su familia, de su padre, mejor dicho.

Por fin, hacía un mes, cuando detuvieron a Manos, su medio hermano, creyó que todos sus problemas habían terminado. Había creído que podía pasar página y centrarse en el futuro, que por fin podría respirar.

Hasta que le notificaron una actividad inusitada en una pequeña cuenta personal que no había mirado desde hacía años. Había activado todas las alarmas en cuanto recuperó su puesto en el consejo de administración y había esperado que no saltara ninguna, pero saltó una hacía dos días.

Se había quedado espantado al descubrir que su ayudante, por iniciativa propia y sin que él lo supiera, había pagado a una mujer que había afirmado que él tenía una hija. Ya le había pasado otras veces que algún farsante le había pedido cantidades descomunales de dinero con acusaciones falsas, que habían intentado sacar rentabilidad a su repentina mala fama por la detención, pero esa vez…

¿Había sido un perverso giro del destino que ese descubrimiento hubiese coincidido con la segunda carrera de la Hanley Cup y que hubiese tenido que volver a Dublín no solo por El Círculo de los Ganadores, sino porque su ayudante había hecho una transferencia de cincuenta mil euros a una cazafortunas que había…?

La llamada de su teléfono se abrió paso en sus pensamientos como un cuchillo.

–Kyriakou –contestó al dispositivo de manos libres.

–Señor, tengo la información que usted… para…

–¿Sí?

–Es… precipitado… No puedo garantizar… divulgación…

–Michael, te cortas. La cobertura es espantosa –gruñó Dimitri con desesperación porque el embrollo iba creciendo–. ¿Puedes oírme?

–Sí, señor… Sobre…

–Mira, puedes mandarme el archivo por correo electrónico y lo leeré luego, pero, por ahora, me conformo con lo más importante.

–Mary Moore… años… Una hija… Anna… sin padre en la partida de nacimiento. Detenciones por embriaguez y… alteración del orden público…

Dimitri soltó un improperio. No podía creérselo. ¿La mujer que se había derretido entre sus brazos era una bebedora y tenía antecedentes penales?

–Muy bien, ya he oído bastante. Pásame la factura y me ocuparé de que el pago…

–Un momento, señor, hay… usted tiene…

–Se corta la señal. Leeré todo el informe cuando pueda abrir al correo electrónico.

Dimitri dio por terminada la llamada sin apartar la mirada de la carretera ni un segundo. Si antes había creído que estaba enfadado, eso no era nada en comparación con la furia que se había adueñado de él. Miró al hombre que estaba sentado, sin abrir la boca, en el asiento del acompañante. Era el único hombre, fuera de El Círculo de los Ganadores, en el que confiaba. David Owen había sido su abogado durante más de dieciocho años.

–En este momento, legalmente, no puedes hacer gran cosa –comentó David sin mirarlo–. Lo único que tienes es la petición de cincuenta mil euros y una foto en blanco y negro, muy granulosa, de una niña pequeña.

Sin embargo, había bastado para que Dimitri reconociera a la niña como suya. Era idéntica a él a esa edad; el pelo oscuro, tupido y rizado y algo indescriptible, pero cautivador, en los enormes ojos marrones.

–No tienes ninguna prueba de que la niña sea tuya.

–No me hace falta, David. Lo sé. Sé que lleva mi sangre. Los plazos coinciden y tú también has leído el correo y has visto la foto.

David asintió con la cabeza y a regañadientes.

–Podríamos meter a los servicios sociales, pero eso le daría publicidad y provocaría un escándalo.

–No. El nombre Kyriakou no se va a ver salpicado por más escándalos. Además, tardaría demasiado. Si estás aquí, es para que me ayudes a conseguir lo que quiero sin todo eso. No puedo permitirme que la prensa se entere todavía. Está claro que a la madre solo le interesa el dinero. Un poco de jerga legal podría ayudar a… facilitar las cosas, por decirlo de alguna manera.

El navegador GPS del teléfono le indicó que tenía que tomar el siguiente desvío a la izquierda. Dimitri no tenía ni idea de cómo había encontrado el camino a esa casa de huéspedes hacía tres años.

–¿Estás seguro? –insistió David–. Como ya te he dicho, legalmente, tu posición no es muy sólida.

–Ella perdió el derecho a todo respaldo legal cuando intentó chantajearme –replicó Dimitri.

¿Cómo habían podido engañarlo otra vez? ¿Cómo había podido permitir que pasara?

Durante el inmerecido encarcelamiento, durante los catorce meses que había pasado entre rejas como un animal, había recordado aquella noche, la había recordado a ella, como una luz resplandeciente en la oscuridad. Un momento completamente suyo, que solo conocían ellos dos. Había vivido de sus sonidos de placer, de los gritos de éxtasis, de cuando descubrió, con asombro y un placer muy íntimo, que ella era virgen. Lo había atesorado todo dentro de él y le había permitido sobrellevar lo peor del tiempo que había pasado en la cárcel.

¿Su inocencia le había engañado? ¿Había sido virgen de verdad? Hasta él tuvo que reconocerse que no había duda de eso. Era posible que fuese lo único verdadero de Mary Moore. En cuanto a todo lo demás… Le había mentido, le había ocultado un secreto, pero se arrepentiría el resto de su vida porque nada le impediría que reclamara a su hija.

 

 

Anna contuvo la respiración mientras la lluvia caía con más fuerza todavía. Se le metía por el cuello del chaquetón impermeable que se había puesto por encima de los hombros cuando contestó la llamada telefónica, pero no había tenido la serenidad de tomar un paraguas. Metió la mano en el bolsillo y sacó lo único que podía protegerle un poco de los elementos, y fue tan irónico que le recordó un poco más la situación tan lamentable en la que estaba.

Se puso el amplio sobre en la cabeza y se empapó enseguida. El agua le cayó por la manga del chaquetón y le mojó la camiseta de algodón. Le daba igual que la carta se empapara porque se la sabía de memoria.

 

Lamentamos informarle que… debido al retraso en los pagos… según las condiciones de la hipoteca… el derecho de ejecución…

 

Estaba a punto de perder la pequeña casa de huéspedes que había heredado de su abuela, el sitio donde habían nacido y se habían criado su madre y ella. Quizá no hubiese sido el porvenir que se había imaginado para sí misma, pero sí era el único al que podía aferrarse para sacar adelante a su hija. ¿Cómo era posible que su madre hubiera conseguido ocultárselo? Mary Moore estaba siempre alelada, pero Anna supuso que ese era uno de los misterios de ser alcohólico. Su madre, incluso en el peor estado, conseguía disimular, ocultar, mentir…

A pesar de la lluvia, podía oír la música y las voces que llegaban desde el único edificio con indicios de vida en la carretera. La luz se filtraba por las ventanas empañadas, pero no llegaba a iluminar los bancos mojados del patio. Se preparó para lo que estaba segura que sería una visión dolorosa.

Abrió la puerta del pub y los hombres que estaban en la barra dejaron de hablar y se dieron la vuelta para mirarla fijamente. Siempre la miraban fijamente. El color de su piel, lo único que le había dejado su padre vietnamita después de abandonarlas nada más nacer ella, siempre la había marcado como foránea, siempre había sido un recordatorio de la humillación de su madre. Se guardó el sobre empapado en el bolsillo y se pasó una mano por el pelo para retirar las gotas que todavía le colgaban de los delicados mechones. El espeso ambiente olía a cerveza tibia y a cigarrillos apagados que se habían fumado furtivamente después de la prohibición.

Miró al dueño, quien la miró a los ojos casi desafiantemente.

–¿Por qué le habéis servido? –le preguntó Anna.

–Tenía el dinero… –contestó él encogiéndose de hombros.

Eamon, como si fuera un consuelo, señaló con la cabeza hacia el reservado del bar.

Oyó burlas de los hombres que le habían dado la espalda y la rabia le atenazó las entrañas. Era algo abrasador. Se movía como una serpiente y le mordía como si lo fuera.

–¿Qué pasa? ¿No habéis visto nunca a una mujer bebida? –preguntó ella a los presentes.

–No es una mujer, es una…

–Dilo y te…

–¡Basta! –intervino Eamon.

Anna cruzó el reservado. Su madre estaba sentada sola y rodeada de mesas vacías. Parecía increíblemente pequeña y delante de ella tenía, al lado de un periódico, un vaso bajo con un líquido transparente, seguramente, vodka. Ella esperó que fuese vodka, la ginebra siempre empeoraba las cosas. Se sentó a su lado y sofocó la desesperación creciente, la rabia nunca servía para nada.

Mary tenía peor aspecto que la última vez que la vio. Anna supo, desde el día que nació Amalia, que no podía permitir que Mary siguiera viviendo con ellas. No iba a arriesgarse a que pudiera hacerle algo a su hija en un arrebato de ebriedad. Había organizado que su madre viviera con una de las pocas amigas que le habían quedado a Mary Moore. Desde entonces, todas las veces que se habían visto habían sido tensas y dolorosas.

–¿Qué ha pasado, mamá? ¿De dónde ha salido el dinero? –le preguntó Anna en un tono tan triste que le espantó.

–Yo… Creía que podría pagar parte de la hipoteca… Pensé, solo una copa… Pensé…

–¿Qué pensaste, mamá?

Anna no sabía de lo que estaba hablando su madre, pero estaba acostumbrada a esas conversaciones en círculo cuando ella estaba así. Se desvaneció el pequeño rayo de esperanza que había visto durante las últimas semanas, cuando su madre había estado sobria e, incluso, había hablado de rehabilitación.

–Yo creí que era culpable incluso cuando salió de la cárcel, pero cuando detuvieron a su hermano…

¡Estaba hablando de Dimitri!

Su madre le acercó un poco el periódico. En la primera página, junto al artículo principal, había otro artículo sobre la carrera de caballos que iba a celebrarse en Dublín y una foto en blanco y negro de tres hombres que celebraban una victoria en Buenos Aires. No pudo evitar que sus ojos se clavaran en Dimitri Kyriakou.

–Él tiene tanto dinero que… –las palabras de Mary Moore empezaban a difuminarse–. Que hice lo que tú nunca tuviste el valor de hacer.

–¿Qué hiciste, mamá?

–Un padre debería mantener a su hija…

Un millón de ideas se le amontonaron en la cabeza. Ella sabía, mejor que nadie, que lo que decía su madre era verdad… y había intentado conseguir su respaldo, había intentado hablarle de su hija hacía diecinueve meses, cuando ella, como todo el mundo, supo que era inocente. Había llamado a su oficina y había recibido una respuesta que le había demostrado que ese hombre con el que había pasado una noche desaforada, al que había entregado tanto de sí misma, había sido un producto de su calenturienta imaginación.

–¿Mamá…?

–Al menos, elegiste a uno con dinero… que estaba dispuesto a pagar cincuenta mil euros a cambio de nuestro silencio.

Anna sintió una náusea.

–Dios, mamá…

La bofetada llegó sin que se la esperara. Le giró la cabeza y el zumbido de los oídos superó un instante al asombro.

–Ni se te ocurra tomar su nombre en vano, Anna Moore.

Años y años de soledad, rabia y frustración se revolvieron dentro de Anna. Miró a su madre a los ojos y vio que la indignación justiciera dejaba paso al remordimiento y la desdicha.

–Anna, yo…

–Basta.

–Anna…

–No.

Anna levantó una mano. Sabía lo que iba a decir su madre, ya conocía el círculo de súplicas, disculpas y justificaciones, pero no podía permitirlo esa vez.

¿De verdad había pagado Dimitri para rechazar a su hija? Sintió un dolor infinito en el corazón, mucho mayor que el que sentía en la mejilla.

Se frotó el pecho con la palma de una mano como si así pudiera aliviar ese dolor que sabía que sentiría durante días… o, quizá, durante años. Eso era precisamente lo que había querido evitar a su hija, el dolor del rechazo, la sensación de que no la querían. No iba a permitir que su hija sufriera eso. Sencillamente, no iba a permitirlo.

Miró a su madre, que estaba encogida, y le pareció más pequeña todavía. Oyó el llanto de costumbre que llegaba de su tembloroso cuerpo.

Eamon asomó la cabeza por la entrada al cuarto. Sus ojos reflejaban lástima y ella lo odió por eso, odiaba a ese maldito pueblo.

–Me ocuparé de que pase bien la noche.

–Sí, hazlo.

Anna salió del pub con la cabeza alta. No iba a dejar que la vieran llorar, no lo había hecho nunca. Tampoco notó que había dejado de llover mientras volvía al pequeño negocio familiar que había conseguido mantener, a duras penas, durante esos años. Solo podía pensar en su hija, en Amalia, en sus preciosos ojos marrones y en su pelo rizado. Los sonidos de sus risas, de sus llantos y de los primeros gritos que dio en este mundo le retumbaron en la cabeza. También pensó en aquel momento milagroso, cuando la dejaron por primera vez en sus brazos y Amalia abrió los ojos, cuando ella sintió un amor puro e incondicional. Haría cualquier cosa, cualquiera, por su hija.

El día que se enteró de que estaba embarazada fue el mismo día que el juez de Estados Unidos dictó sentencia. Casi había oído el sonido del mazo como si hubiera golpeado en su propio corazón. No había querido creer que era culpable de las acusaciones que se habían presentado contra él, del fraude de millones de dólares a los clientes estadounidenses del banco Kyriakou. Sin embargo, ¿qué había sabido de él en aquel momento? Que era un hombre al que le gustaba el whisky, que le había dado el mayor de los placeres imaginables y que se había marchado al día siguiente sin decirle una palabra.

Como le había espantado la idea de que su hija llevara el estigma de un padre así, había decidido no revelar su identidad. Sin embargo, cuando se enteró de su inocencia e intentó ponerse en contacto con él, solo le dijeron que era una más de las muchas mujeres que reclamaban lo mismo. Casi gruñó al acordarse. Su hija no era una reclamación. Amalia tenía ocho meses y ella se había prometido que, a partir de ese momento, sería el padre y la madre de su hija, se había prometido que Amalia sería feliz, se sentiría segura y, sobre todo, sabría que la querían. Quería darle a su hija lo que no había tenido ella de pequeña, cuando su padre había abandonado a su madre embarazada.

Mientras subía por el sendero, vio un minibús parado delante de la casa de huéspedes. Los tres clientes que se habían registrado esa mañana estaban guardando las maletas en el portaequipajes.

El señor Carter y su esposa fueron los primeros en verla.

–Esto es inaceptable y lo contaré en mi crítica…

–¿Qué ha pasado? –preguntó ella interrumpiendo la perorata del señor Carter.

–Hicimos la reserva de buena fe, señorita Moore, y lo único que tiene de bueno es que vamos a ir a un hotel mejor en el pueblo, pero que nos echen sin darnos una explicación a las diez y media… No está bien, señorita Moore, no está bien.

Sus clientes desaparecieron en el autobús antes de que ella pudiera decir algo y tuvo que apartarse de un salto cuando empezó a retroceder. Solo quedó un hombre delante de la puerta de su casa.

Dimitri Kyriakou parecía tan furioso como lo estaba ella.

 

 

Dimitri había estado yendo de un lado a otro de la barra donde conoció a Mary Moore. Una empleada de Mary tenía a su hija en brazos y lo miraba como si fuera el diablo.

Pudo oír, desde dentro, la airada conversación de uno de los clientes. Ella había vuelto.

Salió de la barra, recorrió el pasillo con cuatro zancadas y salió justo cuando el autobús se marchaba.

Había permitido que la rabia lo llevara hasta allí, pero se paró en seco cuando vio a la mujer que había estado a punto de conseguir separarlo de su hija.

Los mechones del pelo oscuro se le arremolinaban alrededor de la cara y vio que sus ojos verdes tenían un brillo de algo que podía reconocer. Furia era decir muy poco para describir la tormenta que estaba formándose entre ellos. Estaba…. increíble y la odiaba por eso. Estaba mejor que en cualquiera de los sueños que había tenido en la cárcel. Sin embargo, eso era lo que hacía el diablo, se presentaba como la mayor de las tentaciones y te arrancaba el alma.

–¿Qué haces aquí y qué les has hecho a mis huéspedes? –le preguntó ella.

No se había imaginado que llegaría a oír esa rabia que había brotado de sus labios, pero se alegró porque era la misma rabia que sentía él.

–Tenemos que hablar y estaban en medio. Me he librado de ellos.

El dinero era algo increíble. Había sido su salvación y su destrucción, pero esa vez iba a emplearlo para conseguir lo que quería… lo que necesitaba.

La mujer que llevaba a su hija apareció en el pasillo y se puso detrás de él, captando la atención de Mary. Entonces, la madre de su hija hizo que él tuviera que apartase para pasar ella y tomarla en brazos.