Recuérdame por qué he muerto - Chiki Fabregat - E-Book

Recuérdame por qué he muerto E-Book

Chiki Fabregat

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Beschreibung

Una novela juvenil delicada pero también repleta de humor y con personajes entrañables, que se acerca al tema del suicidio a través de una historia de amor sobrenatural. Naim se resiste a admitir que está enamorado de Claudia. Ha pasado los últimos dieciséis años observándola y, casi sin querer, la quiere desde hace tiempo. El problema es que Naim también se ha pasado los últimos dieciséis años muerto. No es un fantasma, pero tampoco un ángel. Vive en un limbo gris, en compañía de otros suicidados (o "recos", como se llaman entre ellos) y de Ros, el ángel caído que vela por todos ellos. Pero todo esto cambia cuando Claudia muere y lo pone todo patas arriba. Naim tendrá que enfrentarse a sí mismo y recordar por qué y cómo murió para salvar a Claudia…

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Seitenzahl: 206

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Chiki Fabregat

Recuérdame por qué he muerto

Índice
Portada
Legales
Recuérdame por qué he muerto

Fabregat, Chiki

Recuérdame por que he muerto / Chiki Fabregat. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Del Nuevo Extremo, 2022.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-609-827-4

1. Literatura Argentina. 2. Literatura Infantil y Juvenil. 3. Narrativa Argentina. I. Título.

CDD A863.9282

© Del texto: Chiki Fabregat, 2022. Representada por Tormenta

www.tormentalibros.com

© 2022, Editorial Del Nuevo Extremo S.A.

Charlone 1351 - CABATel / Fax (54 11) 4552-4115 /

4551-9445e-mail: [email protected]

www.dnxlibros.com

Corrección: Sara Mendoza

Diseño de cubierta: Teresa Zuluaga Acosta

Primera edición en formato digital: septiembre de 2022

Versión: 1.0

Digitalización: Proyecto 451

ISBN 978-987-609-827-4

Hecho el depósito que marca la ley 11.723

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.

1

El día que murió mi madre, el husky se quedó tuerto para siempre, Zara se hizo mayor de golpe y yo corrí como un loco bajo una tromba de agua. Desde entonces, no he parado de correr.

Llevábamos tres semanas con un puzle de mil piezas. La imagen de un husky que corría hacia una niña ocupaba toda la mesa del despacho de mi padre. Estábamos terminando, cuando mamá se apoyó en el quicio de la puerta, apretándose el pecho con la mano. Zara me dejaba las piezas más fáciles: el ojo derecho del husky, el dedo con anillo de plata de la niña, dos rabos de nube cuando ya teníamos casi completo el cielo… Las ponía en la mesa, frente a mí, como si ella no pudiera encontrar el hueco, y yo las colocaba. Me sentía el tío más importante del mundo porque había encontrado el sitio exacto para aquellas piezas antes que mi hermana. Y eso que ella era la mayor. Y la más lista.

Es lo que decían todos: ella era la más lista.

Pero, entonces, mamá se cayó redonda y la abuela le cerró los ojos. Zara y ella se encerraron en la habitación para lavarla, y papá entró en el despacho con el tío Yusuf y otros hombres de nuestra calle, y me echaron de allí. Cerraron la puerta y fuera empezó a llover. Mientras oía sus voces, sus lamentos en voz baja y el arrastrar de las sillas, no hacía más que imaginarme a mi husky, a nuestro husky, con un solo un ojo.

Papá y los hombres no salieron del despacho en todo el día. La abuela y la tía se quedaron con Zara y lloraron con ella en el patio de atrás, refugiadas bajo el toldo de lona porque estaba cayendo un diluvio que golpeaba el toldo y el tejado y las ventanas. Y a nosotros, la lluvia también nos golpeó a nosotros. La casa se fue llenando de gente. Los hombres entraban al despacho y las mujeres salían al patio trasero. Cada vez que alguien pasaba a mi lado me besaba, me revolvía el pelo y me decía que tenía que ser fuerte. Por papá. Por Zara. Pero yo solo quería llorar en el patio con ellas, o encerrarme en el despacho con papá y los otros hombres…

No.

En realidad, yo solo quería terminar el puzle. Poner la última pieza y que Zara me abrazase y me dijera que era el mejor. Pero lo único que me dijo, ella también, fue que tenía que ser fuerte.

Tienes que ser fuerte.

Por tu madre, que te mira.

Por Zara.

Por tu padre.

Tienes que ser fuerte.

Y yo no supe ser fuerte. O no pude. O no quise.

Yo solo estaba enfadado porque no podía terminar el puzle.

La casa olía a una mezcla de especias y encurtidos que me picaba en la garganta. Nadie vino a buscarme cuando sacaron el cuerpo envuelto en tela blanca, nadie se puso a mi lado cuando el imán comenzó los rezos. En pie, cada vez más apretujados, la masa de cuerpos y caftanes me impedía llegar hasta Zara. Habían dejado abierta la puerta del despacho y yo sabía que mi husky de un solo ojo seguía allí, mirándonos. Una mujer muy gorda me empujó para ponerse delante y dejé de ver al perro, a Zara y a papá. Solo una enorme espalda tapándolo todo. Y seguía llegando más gente. Y empujándome. «Tienes que ser fuerte», repetían, aunque ni siquiera me miraban al decirlo. Me faltaba el aire. Me ardía la garganta y me picaban los ojos. No llores. Sé fuerte.

Así que salí corriendo.

Atravesé el barrio, crucé la plaza del ayuntamiento, subí hasta el cementerio y luego a las fábricas. Me dolía el costado y a través de las lágrimas solo veía la ciudad sucia, que lloraba conmigo.

Cuando se acabaron las calles y las tapias y las fábricas, volví a casa. Todos se habían marchado, dejando restos de comida sobre las mesas y huellas de barro en el pasillo. Pasé por delante del despacho sin echar siquiera un vistazo al puzle, me limpié las lágrimas y me senté a esperar.

Los demás llegaron al poco rato. Solo habían pasado unas horas, pero Zara se había hecho mayor y dejó de jugar conmigo, papá volvió a la tienda y con sus amigos de la calle, y la abuela se vino a vivir con nosotros. El ojo izquierdo del husky se quedó al borde de la mesa, esperando que alguien fuese a colocarlo.

Pero nunca fui. No volví a hacer puzles. Ni a jugar con mi hermana. Ni a sentirme un tío grande. De hecho, me volví un gilipollas egoísta incapaz de llorar, de sentir o de pensar en algo que no fuera yo mismo. Estaba enfadado con todo y con todos.

Hasta que llegó Claudia.

Solo que, cuando ella apareció, yo ya llevaba dieciséis años muerto.

2

Claudia llegó una noche idéntica a las cien que la habían precedido, puede que fuera febrero. Llovía, porque siempre llueve cuando el mundo se rompe, y la vi sentada en la cornisa del tejado la biblioteca. Me acerqué despacio para no asustarla.

—Bienvenida.

Se giró y la reconocí. Muerta era aún más guapa.

Había visto crecer a esa chica. Solo era un bebé cuando yo llegué aquí, pero Ros ya la seguía. No había día en el que no pasáramos por su casa, por su colegio, o los últimos años por el instituto. No era más que un instante, verla salir ya bastaba. Como si necesitáramos comprobar que seguía viva. Jamás hablábamos de ella. Al principio pensaba que era una misión más, que moriría pronto, pero pasaba el tiempo y ella seguía viva, y nosotros seguíamos mirándola. Ros nunca me había dado explicaciones, cambiaba de tema si le preguntaba. Después de todo, él era un ángel y yo su esclavo, aunque a veces me creyese la mentira de que éramos amigos. Lo cierto es que no me importaba mirarla. Asumí de tal forma esa rutina que, si él no me llevaba, si pasaban las horas sin que hubiésemos visto a la chica, iba a buscarla y solo al verla correr en el parque, al encontrarla sentada en la puerta del instituto o jugando al baloncesto en las canchas de la estación, yo me conformaba.

Después de dieciséis años, verla sentada en mi tejado sin que su nombre se hubiese grabado en mi piel me provocaba curiosidad y miedo a partes iguales. Ningún reco volvía al sitio en el que había vivido. Salvo yo. Y ahora ella.

Intentó ponerse en pie, pero el vértigo la hizo sentarse de nuevo.

—Tranquila, te acostumbrarás pronto —le dije.

Me senté a su lado. La lluvia caía sobre nosotros y ella extendía las manos con la palma hacia arriba y se miraba la ropa.

—¿Por qué no me mojo?

Soplé, como si necesitara vaciar los pulmones antes de dar una respuesta. Iba a ser una noche muy larga.

—¿Recuerdas lo que ha pasado? —le pregunté.

Temía y ansiaba la respuesta. Solo yo, entre todos los recos, lo había olvidado. Solo yo. «El chico», como me llamaba Ros; «el elegido», decían con sorna los otros recos, que miraban con envidia lo bien que nos llevábamos. No eran más que unos ilusos, que deseaban mi puesto sin entender que ni la vida ni la muerte tienen sentido cuando no deseas absolutamente nada.

Interpreté su silencio como respuesta. A fin de cuentas, llevaba años descifrando sus miradas, sus silencios, y había aprendido que se tomaba tiempo para responder cuando no entendía las preguntas. O cuando no le gustaban. Encogió las piernas para que no colgasen en el vacío y se concentró en abrochar los cordones de una de sus deportivas.

—No te preocupes, no pueden caerse.

Supongo que no me creyó porque, al terminar de atar el nudo, la emprendió con la otra zapatilla. O tal vez era solo que yo no le interesaba. Sus dedos, tan pálidos, se movían como bailarines en un escenario a oscuras. Tenerla tan cerca me ponía nervioso.

Sentí la llamada y ella levantó la vista a la vez que yo, como si la hubiera sentido también. Olvidó los cordones de las deportivas, dejó colgar los pies sobre aquella ciudad que lloraba, y miró hacia la acera, donde una pareja se besaba sin hacer caso a la lluvia. Su primera misión no había tardado y, por alguna razón, yo también escuchaba la llamada. Nos quedamos mirando a aquella cría demasiado pequeña para el abrigo azul con el que se cubría, y al chaval que la besaba, tan joven como ella. Claudia los miraba como si no hubiese nada más alrededor y sentí una punzada de envidia, tal vez porque a mí las misiones no me provocaban nada, solo eran vivos con fecha de caducidad, o tal vez porque nadie, jamás, me había mirado con tanta atención.

La lluvia que caía sin mojarnos o el hecho de haber aparecido en un tejado ya no parecían importarle porque aquel beso de los vivos era un imán. Mientras ella los miraba, yo no podía apartar la vista de sus ojos, tan verdes que parecían de mentira, de su nariz respingona y con pecas, del mechón rebelde que se negaba a ocupar su sitio, como si supiera que algo en aquella fotografía no encajaba. Sentía la llamada de la muerte y, aunque no era más que una alarma lejana en el fondo de mi cerebro aletargado, me giré con pereza hacia la pareja que se besaba.

He sido testigo de besos de amor, de disculpa, de despedida y hasta de besos por dinero, pero aquel era un beso refugio, de esos en los que cobijarse para que el mundo no duela.

—Vamos, tío, déjala respirar —dije en voz alta, para rellenar un silencio más íntimo que incómodo.

Claudia se llevó un dedo a los labios sin apartar la vista y, solo cuando se terminó el espectáculo y la pareja se perdió lejos de la luz de las farolas, se volvió a mirarme.

—¿Estoy muerta?

Asentí.

Yo también había preguntado algo parecido la primera vez. Ros me explicó entonces que aquel sería mi sitio por una temporada y que solo tenía que ocuparme de mirar a los vivos cuando sintiera la llamada de la muerte. Que ese era el precio que pagaba por haberme quitado la vida. Yo no lo había puesto en duda, pero intuía que con ella no iba a ser tan fácil.

—¿Los muertos se besan?

Se mordía el labio por un lado, esperando a que yo contestase, y me pregunté cómo sería besarla.

—Esos dos aún están vivos —respondí.

No pareció sorprendida.

He recibido a tantos recos en estos dieciséis años que me sé de memoria el discurso. Les explico lo que hacen aquí, soporto sus lloriqueos mientras reniegan de su mala suerte, mientras se lamentan porque ni muertos se acaba la tortura. Iba a empezar con las frases hechas y las explicaciones, cuando escuché el aleteo de Ros y vi su sombra gris acercarse. Tan dramático como siempre, aterrizó en el tejado con las alas extendidas y tardó un rato en recogerlas.

—Bienvenida, Claudia.

La chica se puso en pie. Apenas le llegaba a la altura de los hombros.

—¿Conoces mi nombre?

—Soy Ros. —Le tendió la mano—. Ahora tú conoces el mío.

Ella respondió al gesto sin dejar de mirarlo y sin saber aún que aquella mano que estrechaba era el único contacto que le estaba permitido. El gris de la piel del ángel se reflejaba en sus ojos verdes y los hacía aún más bellos. Los segundos se alargaron dolorosamente mientras ellos permanecían cogidos de la mano y yo contemplaba la escena sabiéndome un ruido de fondo, el borrón que estropea un dibujo. En ese momento, aunque hubiera bailado desnudo frente a ella, no me habría mirado. Ros lo ocupaba todo con su impecable envergadura gris, con su traje de galán antiguo, del color exacto de su piel, con los diez o quince centímetros que me sacaba, con su maldita sonrisa, que hasta para mí era atractiva, con su voz de conquistador de película… Ah, sí: y las alas.

—Naim, ¿ya le has contado…?

Negué con la cabeza y él asintió. Adiviné un reproche en su forma de mirarme.

—Enséñale todo esto, por favor.

«Por favor», en el idioma de Ros, significaba «inmediatamente». Él jamás pedía nada. La chica se miró las manos y luego levantó la vista. Las gotas la atravesaban hasta morir en el tejado, como una escultura de hielo deshaciéndose por dentro.

—¿Qué sois? —preguntó en voz baja—. ¿Qué somos?

Miré a Ros esperando que contestase, pero se quedó callado.

—Ángeles —dije—. O tal vez demonios. ¿En qué bando estamos, Ros?

Había cargado de reproche aquella pregunta, pero Ros pareció ignorarla. Desplegó las alas de nuevo y se alejó volando en medio de la lluvia. La chica de la cornisa no volvió a mirarme hasta que él desapareció entre las nubes de tormenta. La lluvia seguía cayendo, pero ya no parecía extrañarle que no nos mojara.

—¿Esto es el Cielo?

Supongo que sonreí.

—Puedes llamarlo Cielo, Yanna, Nirvana o como te apetezca, pero solo es un lugar de paso. Estarás un tiempo aquí y un buen día desaparecerás. —El mismo discurso de siempre, aunque a ratos me parecía que era la primera vez que lo pronunciaba—. Cuando desaparezcas, irás a ese lugar que llamas Cielo, el lugar al que van los buenos al morir.

—¿Me he equivocado de camino?

—No, solo tienes que trabajar para ganarte una plaza.

Aunque lo había hecho mil veces, me seguía costando explicar quiénes éramos y lo que hacíamos. En los tejados de la ciudad, morábamos los que habíamos muerto por decisión propia. Ros se armaba de paciencia como un maestro de primaria para explicar a los nuevos que tenían que pagar por haber renunciado a la vida que les habían regalado, pero a mí me costaba porque no creía en ello. No creía que la vida fuese un regalo ni que los ángeles que nos miraban desde las nubes más altas no tuvieran responsabilidad ninguna en la mierda de existencia que cada uno de nosotros había soportado hasta tomar la decisión de acabar con todo.

Mientras Claudia pensaba en silencio, yo aproveché para anticipar sus preguntas y repasar las respuestas que, a base de repetir a los nuevos, me había aprendido de memoria.

—¿Naim es nombre de chico?

De todo lo que me podía haber preguntado, aquello era lo más fácil de responder.

—¿Claudia es nombre de ciruela?

Rio. Rio a carcajadas. Y su risa se me coló por entre las costuras de la ropa y anidó allí, como una infección que hace suya cualquier herida esperando a que bajen las defensas.

La invité a pasear porque no estaba preparado para seguir frente a ella, mirando aquellos ojos tan verdes. Eligió el lado interno del tejado, tan lejos de la cornisa como le fue posible. Miraba fijamente sus deportivas y ponía mucho cuidado en dónde apoyaba el pie en cada paso. Yo, en cambio, caminaba con la tranquilidad de saber que no puedes morir dos veces.

Me zambullí en un silencio perezoso mientras caminábamos y ella me dejó hacerlo. De pronto, como si no pudiera hablar y andar al mismo tiempo, se paró y me miró. Su pelo negro caía sin peso alrededor de una cara demasiado blanca.

—También es nombre de coja.

—¿Qué?

—Mi nombre, Claudia, significa «la que camina con dificultad».

Pensé en su caminar titubeante por la cornisa y entonces fui yo el que se echó a reír.

—Vale, creo que nos hemos saltado un paso: hola, soy Claudia. —Me ofreció la mano—. Mucho gusto.

Si un reco pudiese sentir tristeza, en aquel momento me habría encogido por dentro. Me limité a estirar el brazo y ver cómo su mano atravesaba la mía y se cerraba en el aire, en un intento inútil de contacto. Abrió tanto los ojos que la noche se tiñó de verde. Quise abrazarla.

—A esto tardarás algo más en acostumbrarte.

—Pero él… —señaló al cielo.

—Solo Ros puede tocarnos. Él sí es un ángel.

—¿Y nosotros?

Me encogí de hombros.

—Sus esclavos.

Tal vez «esclavos» suene muy fuerte y por eso ellos prefieren llamarnos «recordadores», «pergaminos de memoria» y otros tantos nombres que ponen el foco en lo que tenemos que hacer, recordar, y no en el yugo que nos sujeta. Pero lo cierto es que no podemos elegir, nos obligan a mirar a los que mueren y a recordarlos porque, si no lo hacemos, jamás saldremos de este lugar.

Cuando un recordador llega aquí y asume que, aunque esté muerto, su existencia no ha terminado, siente tanto miedo que solo piensa en morir, en morir de verdad, en que se acabe todo. Es el único deseo que nos queda dentro. Después, sentimos la llamada de la muerte y fijamos la vista en un vivo que, al poco tiempo, morirá también. Esa es nuestra misión. La primera vez es horrible, no por la muerte en sí, sino porque no la lamentamos. No gritamos ni lloramos, no sentimos nada. Absolutamente nada. Pero un rumor parecido a un recuerdo nos dice que deberíamos hacerlo y estar tristes. Es la memoria del dolor que ya no sabemos sentir, porque nos han arrebatado la empatía. A las pocas misiones ya ni siquiera tenemos esa memoria y la vida, qué paradoja, la vida aquí se convierte en un goteo de días idénticos hasta que, por fin, pagamos nuestra deuda y se acaba todo.

Los ojos de Claudia ni siquiera habían perdido por completo el brillo de la vida. Le hablé de los recos, de las misiones, de los vivos a los que vemos morir y escuchó sin hacer preguntas.

—Así que no puedo caerme —dijo, señalando hacia la calle.

No esperó la respuesta porque no había sido una pregunta. Se dio la vuelta y se alejó sin despedirse, con una seguridad en sus pasos que no tenía un rato antes. Aunque Ros me había ordenado, por favor, que le enseñase todo aquello, me quedé quieto viendo cómo se marchaba, hipnotizado por el movimiento de su cuerpo sobre la cornisa, y de pronto me di cuenta de que yo sí temía, por estúpido que parezca, que resbalase. O algo mucho peor: temía no volver a verla.

3

Tardó en volver lo que la lluvia en marcharse.

Me encontró sentado en la misma cornisa mientras el agua corría calle abajo buscando un hueco en el que desaparecer. Contuve una sonrisa cuando regresó a mi lado.

—El tío de las alas…

—Ros —dije.

Ella asintió.

—Ha dicho que me enseñarías esto, ¿no?

Me levanté fingiendo desgana y le hice un gesto para que me siguiera. Despacio al principio, un poco más rápido a medida que cogía confianza. La había visto correr mil veces cuando estaba viva y sabía que no le estaba pidiendo demasiado.

Le enseñé a saltar de un tejado a otro y exploramos juntos la parte norte de la ciudad, tan lejos de su casa como me fue posible. Le hablé de los chicos del parque del ayuntamiento, de los muertos del campanario y de las torres abandonadas.

—Tienes que buscar tu sitio. Una torre, un tejado, la copa de un árbol o lo que más te guste. Y, sobre todo, un sitio alejado de... de lo que éramos.

Señalé la calle, donde los coches pasaban sin hacer demasiado ruido y cuatro o cinco personas paseaban a sus perros.

—¿Como una casa?

—Nosotros no dormimos, no comemos, no nos mojamos ni tenemos frío, así que da igual. Es solo un lugar al que volver. Un lugar en el que podamos encontrarte.

Se mordió el labio por un lado y enrolló un mechón de pelo en torno al dedo índice.

—¿Y si no quiero que me encuentres?

Hubiera jurado que coqueteaba. No tenía mucha experiencia y ni me atreví siquiera a pensarlo, porque me hubiera resultado deprimente ligar más estando muerto que en vida. Evité responder y miré al cielo buscando a Ros.

Habíamos llegado hasta el borde de la ciudad; frente a nosotros se extendían las hileras de cipreses del cementerio. Suspiró como solo suspiran las chicas del cine cuando están enamoradas y volvió a enrollarse el pelo alrededor del dedo.

—¿Estoy ahí? —dijo, señalando hacia unas lápidas.

Me encogí de hombros.

—No lo sé, no creo.

Imaginé un millón de kilos de tierra descansando sobre su ataúd y sacudí la cabeza para alejar la imagen. Me costaba pensarla muerta.

—Vamos, sígueme.

Tomé carrerilla, corrí por el tejado y salté con todas mis fuerzas hasta la tapia del cementerio. Era demasiado difícil para su primer día, los demás tardaban tiempo en atreverse, pero ella no era como el resto y yo quería averiguar cuánto se diferenciaba. Aterricé con seguridad y antes de que me volviera para mirarla escuché su voz detrás de mí.

—¿Y los chicos del beso?

—Morirán pronto.

Volvió a llenar el cielo de reflejos verdes.

—¿Los dos?

—No sé a cuál de los dos estabas mirando, son tus vivos —le mentí—, tu misión. Tienes que notarlo, presentirlo. Lo reconocerás, créeme.

Para entender por qué los dos habíamos mirado a la misma pareja necesitaba hablar con Ros.

—Pero —siguió preguntando— ¿por qué? ¿Por qué los miramos?

Me encogí de hombros. Volví a hablarle de las misiones y de la deuda. Y volví a buscar a Ros entre las nubes. No quería perder toda la noche discutiendo sobre las reglas de un mundo en las que ni siquiera creía, un mundo que no me importaba. Pero Claudia no era de las que se rinden y entregan las armas, sino de las que presentan batalla hasta que no queda nadie en pie. Era luchadora cuando estaba viva y lo seguía siendo una vez muerta.

—No es justo —dijo—, no pueden morir solo porque los hayamos mirado.

—Esto no es cuestión de justicia. La gente muere, y ya está. No mueren porque los miremos, no somos verdugos. Solo los miramos porque van a morir. Tal vez es un castigo, tal vez una forma de demostrarnos lo estúpido que es no aprovechar cada instante de vida. Si les preguntas a ellos —dije, señalando hacia las nubes—, te dirán que los protegemos del olvido, porque si alguien los mira mientras mueren, no los olvidará jamás. Por eso nos llaman recordadores.

—No se olvida a la gente porque muera, no hace falta que un ángel o lo que quiera que seamos los mire. ¿Crees que tus padres te han olvidado? ¿Tu novia, tus amigos? ¿Los que te quieren?

Querer es un verbo tan humano, tan de vivos, que no creo haberlo conjugado desde que llegué aquí. ¿Amigos? No tenía tiempo de explicarle que los vivos sustituyen un amor por otro para que no les duela, que la vida es tan corta que nadie debería malgastarla recordando a los que ya no están. Y que, por más que lo intenten, terminan olvidando. Que, cuando los vivos que te recuerdan se mueren, tu recuerdo se va con ellos. Solo los elegidos tienen estatuas, calles con sus nombres, una entrada en las enciclopedias y, aun así, no es un recuerdo real, es solo una imagen aprendida y distorsionada de lo que fueron. Volví a tomar aire, como si me hiciera falta.

—Acumulamos memoria, Claudia, es todo cuanto puedo decirte. Recuerdo a todos y cada uno de mis vivos. —Su imagen cayendo al vacío me vino a la cabeza sin haberla buscado—. Y tú recordarás a los tuyos.

—¿Y ya? ¿Los miras morir y luego vas a por otro? ¿Haces cruces en la pared? ¿Te apuntas un tanto doble si mueren de dos en dos?

Creo que, si en ese momento hubiera podido pegarme, lo habría hecho. Y me hubiera gustado sentir su contacto. Me levanté la manga de la camiseta.

—Solo miramos. Al morir, su nombre se nos graba en la piel y su recuerdo se queda para siempre con nosotros. Cuando tenemos suficiente oro en la piel, ellos —volví a señalar las nubes— lo recogen y nos abren las puertas del Valle Blanco.