Recuerdos de niñez y mocedad - Miguel de Unamuno - E-Book

Recuerdos de niñez y mocedad E-Book

Miguel de Unamuno

0,0

Beschreibung

Una serie de textos de carácter autobiográfico que recorren la infancia de Miguel de Unamuno en Bilbao hasta su traslado a Madrid para estudiar en la universidad. Una obra imprescindible para entender el recorrido vital de uno de los más importantes autores de las letras españolas.-

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 162

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Miguel de Unamuno

Recuerdos de niñez y mocedad

 

Saga

Recuerdos de niñez y mocedad

 

Copyright © 1908, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726598582

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

PRIMERA PARTE

I

O no me acuerdo de haber nacido. Esto de que yo naciera —y el nacer es mi suceso cardinal en el pasado, como el morir será mi suceso cardinal en el futuro—, esto de que yo naciera es cosa que sé de autoridad y, además, por deducción. Y he aquí cómo del más importante acto de mi vida no tengo noticia intuitiva y directa, teniendo que apoyarme para creerlo, en el testimonio ajeno. Lo cual me consuela haciéndome esperar no haber de tener tampoco en lo porvenir noticia intuitiva y directa de mi muerte.

Aunque no me acuerdo de haber nacido, sé, sin embargo, por tradición y documentos fehacientes que nací en Bilbao, el 29 de setiembre de 1864.

Murió mi padre en 1870, antes de haber yo cumplido los seis años. Apenas me acuerdo de él y no sé si la imagen que de su figura conservo no se debe a sus retratos que animaban las paredes de mi casa. Le recuerdo, sin embargo, en un momento preciso, aflorando su borrosa memoria de las nieblas de mi pasado. Era la sala en casa un lugar casi sagrado, a donde no podíamos entrar siempre que se nos antojara, los niños; era un lugar donde había sofá, butacas y bola de espejo en que se veía uno chiquitico, cabezudo y grotesco. Un día en que mi padre conversaba en francés, con un francés, me colé yo a la sala, y de no recordarle si no en aquel momento, sentado en su butaca, frente a monsieur Legorgeu, hablando con él en un idioma para mí misterioso, deduzco cuán honda debió de ser en mí la revelación del misterio del lenguaje. ¡Luego los hombres pueden entenderse de otro modo que como nos entendemos nosotros! Ya desde antes de mis seis años me hería la atención el misterio del lenguaje; ¡vocación de filólogo!

Tal es mi más antiguo recuerdo de familia. El de historia no lo recibí directamente de ella, sino a través del arte. En setiembre de 1868, cuando cumplía yo mis cuatro años, estalló la Revolución de Setiembre, y de su repercusión en Bilbao nada recuerdo directamente. Pero no debió de ser mucho después cuando en una galería de figuras de cera llevaron a mi pueblo la representación del fusilamiento de Maximiliano y sus dos generales Miramón y Mejía, ya que el suceso ocurrió en 1867. Hirió mi imaginación la tragedia de Querétaro representada en figuras de cera, en la forma menos artística del arte pero en la más infantil, y aún me parece ver al pobre emperador de Méjico de rodillas, con sus largas barbas y vendados los ojos. Lo he recordado varias veces al leer el Miramare de Carducci, que me le sé de memoria y lo he traducido en verso castellano.

Mis recuerdos empiezan con los de colegio, como es forzoso en niño de villa, nacido y criado entre calles.

II

El colegio a que me llevaron no bien había dejado las sayas, era uno de los más famosos de la villa. Era colegio y no escuela —no vale confundirlos— porque las escuelas eran las de de balde, las de la villa, por ejemplo, a donde concurrían los chicos de la calle, los que se escapaban a nadar en los Caños, los que nos motejaban de farolines y llamaban padre y madre a los suyos, y no como nosotros papá y mamá.

Fue mi primer maestro, mi maestro de primeras letras, un viejecillo que olía a incienso y alcanfor, cubierto con gorrilla de borla que le colgaba a un lado de la cabeza, narigudo, con largo levitón de grandes bolsillos —el tamaño de los bolsillos de autoridad—, algodón en los oídos, y armado de una larga caña que le valió el sobrenombre de el pavero. Los pavos éramos nosotros, naturalmente; ¡y tan pavos!...

Repartía cañazos, en sus momentos de justicia, que era una bendición. En un rinconcito de un cuarto oscuro, donde no les diera la luz, tenía la gran colección de cañas, bien secas, curadas y mondas. Cuando se atufaba, cerraba los ojos para ser más justiciero, y cañazo por acá, cañazo por allá, a frente, a diestro y a siniestro, al que le cojía le cojía y luego la paz con todos. Y era ello una verdadera fiesta, porque entonces nos apresurábamos todos a refugiarnos del cañazo metiéndonos debajo de los bancos.

Esto era para el juicio general o colectivo; mas para el juicio individual, para las grandes faltas y para los grandullones, tenía guardado un junquillo de Indias, no huero como la caña, sino bien macizo y que se cimbreaba de lo lindo cuando sacudía el polvo a un delincuente.

¡Qué cosa más augusta era un castigo público! Nunca me olvidaré del que sufrió Ene.

Ello fue que una mañana llegó acongojada su madre diciéndole al maestro que el chico era de la mismísima piel del diablo, incorregible, completamente incorregible; que todo se le volvía hacer rabietas, tomar corajinas y pegar a la criada; que ella, su madre, estaba harta de mandarle a la cama sin cenar; que no cedía ni por ésas, y finalmente, que la noche anterior le había tirado a ella, a su madre, un plato. Y aunque de esto otro que voy a decir no me acuerdo, supongo que añadiría que con el padre no había que contar, pues con eso de tener que ir a su oficina se sacudía del cuidado de corregir al chico, y luego era un padrazo y lo encontraba todo bien y más de una vez había dado la razón al muchacho. Esto no lo recuerdo, repito, sino que lo añado; pero a todo historiador debe serle permitido colmar las lagunas de la tradición histórica con suposiciones legítimas, fundadas en las leyes de la verosimilitud.

Y la madre acabaría con unas palabras por el estilo de éstas: «Yo no sé, no sé a dónde va a ir a parar, pero de seguro no a buen sitio... Este chico, si no se corrige, acabará en presidio». Esto dicho delante del chico y para que éste lo oyera. Y el chico en tanto mirando al suelo y con las manos en los bolsillos para tenerlas más calientes y más seguras.

El maestro se encargó del escarmiento.

Me acuerdo de esto como si fuese de cosa de ayer mañana. Se dio fin a las tareas un poco antes, se rezó el rosario a carga cerrada, porque todos barruntábamos desusada solemnidad, y muy pronto nos hallamos en la clase de los chiquitos y sentados en largos bancos. El maestro se sentó bajo las bolas ensartadas en varillas de alambre que sirven para aprender a contar. No se oía una mosca. Cuando llamó el maestro al delincuente, teníamos todos el alma colgando de un hilo. Ene se adelantó hosco, pero sin derramar una lágrima, atravesando el flecheo de las miradas todas. El maestro nos le mostró y pronunció, más que dijo, unas palabras que nos llegaron al corazón, porque en estos momentos solemnes en la vida de los hombres y de los pueblos las palabras se pronuncian, no se dicen. Ahí era nada ¡faltar así a su madre! ¡Y a su propia madre!, ¡tirarle un plato! Algunos lloraban con un nudo a la garganta; a otros el nudo les impedía llorar. Enseguida le hizo inclinarse y reclinar la cabeza en su regazo, el del maestro; mandó traer una alpargata y nos ordenó que uno por uno fuéramos desfilando y dándole un alpargatazo en el trasero. Y fuimos desfilando los verdugos y cumpliendo el mandato. Algunos ¡oh lijereza! se reían, pero los más graves como reclutas que se ven obligados a fusilar a un compañero. Era al fin, un semejante y todos sentíamos que aunque se debe odiar el pecado, el pecador no merece sino compasión. Hubo amigo del condenado que, pretextando una necesidad urgente e ineludible, huyó a refugiarse, como en un asilo, en el escusado, por no llenar la cruel consigna, y hubo también un tal Ese que le dio el alpargatazo con toda su alma y cerrando bien la boca al dárselo. Y esto nos indignó, porque era una venganza, una cochina venganza, y es infame convertir en venganza el castigo. El supliciado se diría, de seguro, viéndole por entre las piernas: ¡ya caerás! Y así fue, que bien lo pagó más tarde, pues no hay plazo que no llegue ni deuda que no se cumpla. Cuando el castigado levantó la cara, colorada de haber estado donde estuvo, exclamó el maestro compungido: ¿Veis?, ¡ni una lágrima!, ¡ni una señal de pesar! Este chico es de estuco. Y Ene se fue como había venido, con los ojos secos.

Decididamente, los castigos ejemplares son los que menos sirven de ejemplo por lo que tienen de teatro.

El colegio estaba en un antiguo caserón, hoy derruido para edificar una nueva casa sobre su solar, al concluir una vieja escalera, que daba a un patio pequeño, escalera de tramos desgastados y carcomidos y de anchas barandas lustrosas y renegridas por el roce de las manos y de las piernas. Porque era una delicia bajar la escalera, no a pie y escalón tras escalón, sino montado en la baranda, dejándose deslizar, sin pisar los escalones.

Era el tal colegio una gran bohardilla, con salidas a los tejados y una ancha estancia atravesada, a modo de columna cuadrada, por una chimenea. Había una campanilla de cordel para que llamaran los sirvientes y criados al ir a buscarnos y para que arrancáramos o cortáramos el cordel de vez en cuando.

Aprendíamos allí muchas cosas, pero muchas... Entre ellas urbanidad. Al entrar, lo primero era detenerse en la puerta y, agarrando a sus dos bordes con sendas manos, soltar el saludo: «Buenos días tenga usté, ¿cómo está usté?», esto canturreándolo, acentuando mucho y alargando la última e, y allí, quieto, hasta recibir en cambio el «Bien ¿y usté?»; a lo cual se decía: «¡Bien para servir a usté!» y se podía ya pasar. Este saludo tradicional evolucionó poco a poco, como todo lo litúrgico y lo no litúrgico, hasta convertirse en un rápido y enérgico silabeo que sonaba algo así como: ¡tas tas tas tas tas tausté!

Había días de visita, en los cuales salía el pasante y nos quedábamos esperándole. Tomaba fuera un sombrero, volvía, llamaba a la puerta, iba el maestro a abrirle, y apenas entraba, convertido en visita, con su correspondiente sombrero en la mano, nos poníamos todos de pie y a una voz le espetábamos el saludo. Con una seña de la mano nos invitaba a que nos sentáramos y seguía la visita con una gravedad admirable.

¿Y cuando la visita era de verdad?... ¿Cuando venía alguien de veras a visitar la escuela? Entonces el maestro exhibía como a un bicho raro, a Vicente, uno de sus favoritos, que comía acíbar, extraño fenómeno, caso admirable. Y no era la única particularidad del tal Vicente, sino que, además, se le había dislocado el brazo por el hombro tres o cuatro veces, y él como si tal cosa. No sé qué relación guardaría lo de gustarle el acíbar con lo de tener tan dislocable el hombro, pero alguna debería ser.

Cuando concluía la clase se ahogaba el orden impuesto en una vocinglería fresca que resonaba vibrante por entre el polvo de la bohardilla. Las voces recobraban libertad. Levantábase una nube de polvo, gritábamos hasta desgañitarnos, tomábamos por asalto al pobre viejecillo, desarmado ya de su caña; algún pequeñuelo trepaba a él, le buscaba granos de alcanfor o paciencias en los bolsillos, guarecíanse otros bajo los amplios faldones de su enorme levitón mientras cantaban: «Don Higinio... patrocinio... de las almas... que se acojen... a vuestro paternal amor». Quedaba el pobre viejecillo convertido en un racimo de chicuelos frescos y vivos, oreándose con el aliento de la niñez. Él me enseñó los puntos cardinales y a orientarme por el mundo, cuando nos preguntaba: «¿Por dónde sale el sol?», y nosotros «¡Por allá!»; y luego, poniendo aquel punto a nuestra derecha y poniéndonos cara al norte, exclamábamos, señalándolos con el brazo: «¡Norte!, ¡sur!, ¡este!, ¡oeste!». Él me enseñó las primeras lágrimas del arte; bajo su mano rompió mi mano a trazar aquellos palotes de que vienen estas letras; en aquel colegio me abrí a la vida social.

Viejo, chocho ya, vivía en la aldea de su última mujer —él había venido de una provincia lejana—, un antiguo discípulo suyo le visitó poco antes de él morirse, le vio él, el viejecillo, le reconoció ¡entre tantos como habíamos pasado bajo su caña!, le puso la mano sobre la cabeza al modo de los antiguos patriarcas bíblicos y tal vez recordando algún grabado de libros de lectura, le dio luego un beso, buscó en el bolsillo una paciencia y lloró el pobre recordando aquel polvoriento bohardillón, resonante con la bullanga infantil, donde tantas veces había alijerado el peso de sus años el de los chicuelos colgados de sus rodillas, cobijados bajo su levita. Medio Bilbao de entonces pasó en su niñez bajo la caña de don Higinio, y Dios no dio a éste hijos de ninguna de sus mujeres. ¡Bendita sea su memoria!

III

Lo que recuerdo de mi primera época, de cuando estaba aún en la clase de los chiquitos, era el respeto con que mirábamos a los mayores, a los que ya andaban al Instituto, y sobre todo al más grande del colegio, a Cárcamo. Cárcamo se confunde en las nieblas más remotas de mi memoria con todo lo más importante, lo más fuerte, lo más grave, lo más poderoso. Cárcamo era el mayor del colegio... ¡aivá!, ¡qué bárbaro! Ser protegido de Cárcamo era una de las cosas más apetecibles. Y como Cárcamo desapareció de Bilbao y no volvimos nosotros a saber de él, su esfumado recuerdo no se me ha desprestigiado con una realidad posterior.

La monotonía de la clase se quebraba cuando a media tarde, y a una señal dada, íbamos a beber agua a un pasillo, el del colgador para las gorras, al cabo del cual estaba la herrada con agua. Nos formábamos en fila e íbamos bebiendo uno tras otro de un tanque de hojadelata bastante herrumbrada a trechos. El último sí que tenía que tragar babas... Algunas veces un gracioso metía gorras en la herrada y alguna vez algo aun más sustancioso que una gorra. ¡Cochinos, más que cochinos!

Ciertos días, me parece que era los sábados, nos enseñaban música, sin que nosotros la aprendiéramos. Escribía el maestro en un encerado–pentágrama las notas, llevaba el compás con su inseparable caña y todos a coro cantábamos. Terminaba la lección con el himno de los «Puritanos». Con no menos entusiasmo que nosotros nos desgañitábamos a berrear el

Suene la trompa intrépida...

se enardecía a agitar su caña él, don Higinio, que había sido, decían, músico mayor en uno de los batallones del pretendiente Carlos V. ¡Santa y dulce pureza la de la música!

Y como divertirnos ¡vaya si nos divertíamos en aquel colegio! Los niños de estufa, criados en casita al arrimo de alguna aya o de algún curita francés, no pueden saber lo que es la vida, si es que alguno lo sabe. En el choque de las pasiones infantiles es donde se fraguan los caracteres, y por eso cuando veo que dos mocosuelos se están dando de mojicones, lejos de acudir a separarlos me digo: «Así, así es como se harán; es el aprendizaje de la lucha por la vida». Porque los otros, los niños a quienes no les ha roto alguna vez las narices otro niño, rara vez aprenden que hay algo frente a su voluntad y no sobre ella. Y no es la voluntad de arriba, la del padre o la del maestro, la que nos enseña a dirigir la nuestra, sino la de enfrente, la del otro muchacho que quiere lo que yo no quiero. La de arriba nos hace disimulados, tiranos con piel de esclavos.

Y como divertirnos ¡vaya si nos divertíamos! En mi vida pienso gozar tanto como gocé el día en que cojimos a un pobre gato y, desde el tejado contiguo al colegio y al que se pasaba por una ventana a la que hubo luego que poner enrejado, le tiramos, chimenea abajo, por la del fondero. El animalito bajaba esforzándose por agarrarse a las paredes de la chimenea y haciendo así de deshollinador o arrascachimeneas, como decíamos nosotros, mientras reventábamos de risa imaginándonos el estropicio que haría al caer en la cocina de la fonda, entre las cazuelas. Mucho, muchísimo más divertido que si lo hubiésemos visto, pues nos cabía figurarnos al antojo de nuestra figuración lo que allí sucedería. Y, en efecto, subió luego furioso el fondero, el del segundo, hecho un basilisco, protestando de que un gato envuelto en una nube de hollín había caído sobre su cocina, ensuciándolo todo y echando a rodar los pucheros. Y nosotros, imaginándonos la escena y traduciendo de los gestos y voces del fondista su grandeza cómica, no podíamos contener la risa, risa contenida que acrecentaba a su vez nuestra figuración cómica. Prometiole el maestro ejemplar castigo, y sucedió lo que entre gitanos y feriantes portugueses, que no se dio con el delincuente y quedamos sin paseo seis o siete de los sospechosos. Verdad es que el maestro mismo debió de reírse so capa de nuestra travesura.

Todos los días, después de clases, rezábamos el santo rosario, de rodillas sobre los bancos, en crescendo, con desmayo a poco de empezar y con gran brío al fin, cuando iba acercándose la liberación de aquella molestia. Pues se nos hacía pesadísimo aquel repetir y vuelta a repetir las mismas avemarías, aquel continuo engaitar —o como decíamos nosotros: engoitar— a Dios. En la letanía nos divertía muchísimo arrastrar las eses finales del orá por nobissss... (así, por y no pro y orá, no ora), luego venía un padrenuestro y un avemaría por las benditas ánimas del purgatorio, por nuestros parientes e interesados, por san Roque, abogado de la peste, por las necesidades del Estado y de la Iglesia, por el santo patrón del colegio (san Nicolás), y acababa todo entonando a grito pelado el: «¡Aplaca, Señor, tu ira, tu justicia, iturrigorri, Señor!», sin que yo lograse en mucho tiempo averiguar a qué venía allí aquello de iturrigorri —tal es el nombre que en vascuence significa «fuente roja», de una fuente que hay cerca de Bilbao— después de lo de «aplaca», que me gustó siempre muchísimo. Y si alguien se sorprende de que rezáramos padrenuestros por san Roque y san Nicolás, patronos de la peste y del colegio respectivamente, considere si es menos sorprendente eso de rezar padrenuestros a san José diciéndole: «Padre Nuestro, que estás en los cielos» y lo demás que se enseñó para decírselo a Dios Padre; y es cosa esta que sucede a diario.

No, hay que convenir en que no era el santo rosario el ejercicio más adecuado para excitar nuestra devoción, y menos mal que junto a ese recitado machacante teníamos nosotros nuestros piadosos recitados, los que nos edificaban y conmovían, y entre ellos aquella tristísima melopea que dice: