Recuerdos prohibidos - Julie Miller - E-Book

Recuerdos prohibidos E-Book

Julie Miller

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Beschreibung

El agente del FBI Sam O'Rourke tenía la misión de atrapar al asesino de su hermana. La investigación lo llevó hasta Jessica Taylor, la única de la larga lista de víctimas que había conseguido escapar con vida, pero cuya amnesia la convertía en objetivo de aquel loco. Haciéndose pasar por un trabajador del rancho, Sam tenía la firme intención de ganarse la confianza de aquella frágil mujer para así poder resolver el crimen.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Julie Miller

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Recuerdos prohibidos, n.º 222 - septiembre 2018

Título original: Unsanctioned Memories

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-913-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

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Prólogo

 

 

 

 

 

—Maldita sea, O’Rourke. ¿Es que nunca fallas?

Con una eficacia mecánica, el agente especial del FBI Sam O’Rourke rellenó el cargador vacío de su pistola Sig Sauer y se ajustó las gafas protectoras y los auriculares aislantes para no oír los comentarios escépticos de su compañero, Virgil Logan.

Mientras sujetaba entre las manos la empuñadura de la pistola, apuntó a la imagen de John Dillinger que había al fondo de la galería de tiro y se imaginó a un hombre sin rostro en el punto de mira. «¿Cabeza o corazón?» ¿Realmente importaba? Disparó quince veces sobre el objetivo de papel antes de contestarle a su compañero.

—Hay que tener un pulso firme —quitó el cargador vacío—, una vista perfecta —pulsó el botón para alejar el objetivo— y nervios de acero.

Virgil intentó reírse, pero su cara de color café con leche mostraba signos de preocupación.

—Normalmente, un tirador de primera pide el traslado a una unidad táctica, pero tú te empeñaste en seguir en Estupefacientes.

—Pero sólo para estar cerca de ti.

—Claro —Virg era demasiado listo para creerse la ingeniosa réplica de Sam.

Arrancó el objetivo de su soporte y contó los agujeros que había dentro de los dos círculos que constituían un disparo mortal.

—Quince de quince.

Sam dejó escapar un suspiro comedido. Su pericia era ya casi lo único que le reconfortaba. Todas y cada una de esas balas eran por Kerry. Algún día tendría ocasión de cargarse al asesino de su hermana. Cuando ese día llegase, estaría preparado.

—Tengo que practicar para mantenerme en forma.

—Sí, es tanta práctica lo que me preocupa.

Virgil se quedó de pie junto a él mientras Sam desmontaba, limpiaba y enfundaba su pistola.

—Dixon cree que la tensión por la violación y el asesinato de tu hermana está resultando demasiado para ti.

El mal genio irlandés de Sam pugnó por salir.

—¡Pero si ya me ha condenado a trabajar en un despacho!

Virgil levantó las manos para indicarle que se rendía, y le recordó que él era sólo el mensajero. Y un amigo fiel y preocupado.

—Quiere que te tomes un permiso por el fallecimiento de tu hermana. Para que te calmes antes de dispararle a alguien que no debas. Antes de que te derrumbes.

—¿Eso es lo que crees tú también, que estoy a punto de derrumbarme?

Virgil negó con la cabeza.

—Sé que necesitas trabajar para tener la cabeza ocupada —su compañero intentó esbozar una sonrisa. Cuando Virgil Logan se ponía serio, Sam le prestaba atención—. No quiero verte cometer un error y que la situación se vuelva contra ti. No quiero verte trabajando de guardia de seguridad sólo por haber perdido el control.

Sam respiró hondo. Se inclinó hacia delante y apoyó ambas manos sobre el panel de tiro.

—No voy a fastidiar las cosas, Virg. Sólo quiero que se haga justicia.

—Sabes que yo también lo quiero, pero tienes que darte un poco de tiempo para que se curen las heridas. No te has tomado ni un solo día libre desde el entierro.

Sam se irguió y se alejó de la cabina.

—Ver a ese desgraciado en el punto de mira de mi pistola es lo único que hará que me cure.

—Ésa es la manera de hablar que me preocupa. Cuando tienes la cabeza en su sitio, eres un investigador buenísimo.

Se dirigieron al vestuario.

—¿Qué insinúas, que por pasar más tiempo en la galería de tiro ya no sé llevar una investigación?

—No, lo que pasa es que no quiero tener que enseñarle el oficio a un nuevo compañero. Bastante me costó enseñarte a ti.

—¿Enseñarme a mí? —retorció la toalla y golpeó a Virg en la espalda con ella. Había captado la broma—. Yo también te quiero, amigo. Te prometo no hacer ninguna tontería. ¿Te basta con mi palabra?

—Era todo lo que necesitaba oír —Virgil se detuvo ante su taquilla y la abrió. Sacó un papel doblado y jugueteó con los dedos con él. Frunció el ceño como si no estuviese seguro de lo que debía hacer con él—. Porque tengo una información que te va a interesar.

Sam se pasó la lengua por los labios e intentó que el nerviosismo que le corría por dentro no lo delatase.

—Se supone que soy yo el que se salta las normas, no tú.

—Ya sé que has estado viendo archivos sin autorización. Has estado leyendo registros hospitalarios e informes policiales sobre violaciones que se ajustan al modus operandi del caso de Kerry.

A Sam le vibraba la mandíbula del esfuerzo que hacía por no arrebatarle el papel de las manos.

—Hasta ahora, he localizado cuatro casos de violación con asesinato con las mismas marcas de ataduras y de estrangulación, además del mechón de pelo que les cortó. Kerry, aquí en Boston, y tres más en Dallas, Nueva York y Miami —se sabía el caso de su hermana de arriba abajo—. Mi intuición me dice que todas fueron víctimas de la misma persona. En todos los casos la víctima era morena, estaba soltera y tenía una buena posición social. Fue secuestrada, torturada y violada. Y entonces, como si eso no fuese bastante…

Sam cerró los ojos en un esfuerzo inútil por olvidar la imagen de la preciosa cara de Kerry golpeada y fría, ya muerta. Había visto otros cadáveres antes, pero el suyo le había turbado. Era responsabilidad suya. Aunque fuese una mujer adulta, seguía siendo su hermana pequeña, esa cría descarada a la que había prometido proteger cuando su padre estaba en su lecho de muerte.

Había fallado.

Sam se agitó debido a la fuerza de las emociones. La cólera se agolpaba en su interior e intentaba envenenar los buenos recuerdos que le quedaban de su familia. Había fallado. Ladeó la cabeza y tragó con fuerza, reprimiendo las náuseas que le sacudían el cuerpo.

Una vez calmado, abrió los ojos y dirigió su mirada a la críptica expresión de Virgil.

—¿Has localizado a otra víctima?

—No es gran cosa. Una violación en Chicago. Morena, con un mechón de pelo cortado. Lo suficiente para llamarme la atención. Su identidad se mantiene en secreto —Virgil le entregó el papel—. Pero hay una diferencia sustancial entre este caso y el de Kerry.

—¿Cuál? —Sam desdobló el papel con impaciencia y leyó él mismo la respuesta. El corazón le dio un vuelco en el interior del pecho, mientras intentaba creer lo que sus ojos veían—. La víctima sobrevivió a la agresión.

Con una sucesión de movimientos apresurados, Sam se quitó la pistolera, se despojó de la camisa y se apresuró hacia las duchas. Una sensación penetrante de apremio le pellizcaba los talones, convirtiendo cada momento en algo demasiado preciado para malgastarlo. Era la mejor pista, por no decir la única, que había encontrado desde el asesinato de Kerry casi ocho meses atrás.

Una testigo presencial.

Si se trataba del mismo indeseable asesino que había matado a Kerry, aquella víctima podría identificarlo, ponerle nombre, cara, voz… cualquier cosa a la que agarrarse.

—¿Le digo al jefe que vas a tomarte ese permiso?

—Sí —no quería que a su compañero lo pillasen mintiendo—. Dile a Dixon que me voy mañana. Esta noche, si consigo un billete de avión.

De un modo u otro, antes o después, pensaba encontrar a aquella mujer sin identidad.

Capítulo 1

 

 

 

 

Un mes después

 

Jessica lo vio por primera vez desde el porche, caminando por la carretera de grava, dejando atrás a cada paso el núcleo urbano de Kansas City, Misuri.

Lo observó acercarse al cruce que separaba su propiedad de la finca de Kent.

El peludo cruce de pastor alemán que había tendido a sus pies movió su enorme cuerpo y se sentó junto a ella sin perder de vista al forastero. La curiosidad del perro igualaba a la suya, y una sensación de desasosiego le recorrió el cuerpo.

—¿Qué opinas, Harry? —preguntó, pues se fiaba más del juicio y de la compañía del perro que de los de mucha gente.

El porche delantero ocupaba casi toda la fachada de su casa de madera, situada en lo alto de una loma. El chico al que había contratado para trabajar en su finca acababa de irse a la granja de sus padres para cenar, y el polvo levantado por su camioneta ni siquiera había hecho que el hombre aminorase el paso. Hasta que la cortina de polvo volvió a asentarse, podría haber pasado por un fantasma, pero ahora seguía acercándose hacia el portón de hierro de la entrada de su propiedad con una determinación que la hizo retroceder.

¿Sería él? ¿Por fin había vuelto a por ella?

Nada en él le resultaba familiar, pero ¿cómo podía saberlo?

El perro daba vueltas alrededor de sus piernas, inquieto por conocer sus órdenes. ¿Le ordenaría perseguir al forastero? ¿Que se quedase junto a ella y la protegiese? ¿Que atacase?

Jessica negó con la cabeza, respondiendo así a las preguntas silenciosas del perro.

—A mí tampoco me gusta la pinta que tiene.

Volvió a retroceder otro paso, para refugiarse en la sombra de un poste de madera. Necesitaba más tiempo para pensar, para tomar una decisión. Necesitaba recordar.

Pero él seguía avanzando.

El sol estaba ya muy bajo, aunque aún no rozaba el horizonte. Las nubes de aquel día de finales del verano aún no se habían teñido de los habituales rosa y naranja. Con su figura recortada contra el sol, pudo ver que se trataba de un hombre corpulento. El petate que llevaba a la espalda parecía contener toda una vida de recuerdos, empezando por la desgastada cazadora vaquera que llevaba sujeta en la parte de arriba hasta el saco de dormir que le golpeaba en las caderas. Aun así, lo llevaba con tanta facilidad y avanzaba con un paso tan firme que cualquiera hubiese dicho que era capaz de soportar el peso del mundo sobre aquellos hombros anchos. Y así era.

Jessica se agachó y le rascó a Harry detrás de las orejas, acariciando su largo pelaje negro, que reflejaba más su herencia de perro lobo que su ascendencia de perro policía. Necesitaba el contacto con otro ser vivo para evitar la sensación de fatalidad inminente que le agarrotaba los músculos. ¿Había sentido antes el mismo miedo? ¿Había reaccionado de igual manera? ¿Se había sentido tan entumecida, asfixiada e impotente por la rabia?

—Gira por ahí —intentó convencer al forastero con un leve hilo de voz— sigue caminando.

Podía girar en el cruce al pie de la loma y dirigirse hacia el este, pero mucho antes de llegar a la verja de madera que rodeaba sus tierras, ella sabía que no iba a girar. Cruzaría el portón, recorrería lentamente el largo camino de grava y se plantaría ante la casa.

Sin embargo, no parecía el tipo de hombre que se daría un paseo hasta el campo al sureste de Kansas City sólo para comprar antigüedades en su tienda. Se detuvo un momento para leer el cartel grabado en la madera: Antigüedades Log Cabin Acres. Es de suponer que también habría leído el horario y sabría que había cerrado a las seis.

Inmóvil entre las sombras, Jessica agarró el collar de Harry.

—Sigue caminando —repitió.

Los hombros del forastero se movían acompasados al ritmo de su respiración, bajo su ajustada camiseta negra. Levantó la vista y miró hacia donde estaba ella. La buscó entre las sombras del porche. Por fin la localizó, como si supiese que había estado observándolo desde el principio.

Su respiración se aceleró, presa del pánico. Harry gruñó y ladró dos veces, pues sentía el miedo que crecía de manera exponencial en su dueña.

Agarró al perro por el collar para meterlo en casa. Cerró la puerta con pestillo.

Atravesó corriendo la pequeña sala de estar, esquivó una vitrina donde había expuesta una vajilla de muñecas y se deslizó en el cuarto que hacía la doble función de despacho y de comedor. Se puso en cuclillas bajo el escritorio donde tenía el ordenador y abrazó a Harry. Apenas podía pensar, ni respirar, ni ver.

Intentó recordar.

«¿Recordar el qué?», se preguntó, mientras intentaba ver a través de la cortina de miedo que la tenía bloqueada.

Lo único que recordaba era el miedo, la sensación de estar atrapada. Un viaje de negocios y una noche romántica que se habían torcido hasta límites insospechados. Recordaba su última cena en Chicago con Alex casi palabra por palabra, y su enfado y desconsuelo. Sabía lo que le habían dicho los médicos y los policías cuando acudió al hospital más de veinticuatro horas después. Pero no recordaba nada de lo sucedido entre ambas cosas.

Veinticuatro horas de su vida perdidas en la neblina de su memoria, rechazadas por una cabeza que necesitaba la cordura para sobrevivir.

Lo único que sabía era que debería haber muerto. Que había sido violada de una manera brutal y había vivido para contarlo.

Pero no podía contarlo.

No era capaz de recordarlo.

—Maldita sea —murmuró, igual de frustrada que se había sentido en marzo.

En su familia había varios policías. Sus hermanos la habían enseñado a defenderse, a ser más perspicaz que el ciudadano medio. Pero aquello no había bastado. En cierto modo, los había defraudado, y él había conseguido hacerle daño.

El crujido de la grava al pisarla le recordó el peligro. ¿Era él quien se acercaba?

Pegó la nariz al cuello de Harry, y sintió el calor y la fuerza del perro. Era consciente de su lealtad inquebrantable a la hora de defenderla. El perro le chupó un brazo con su enorme lengua rasposa.

—No sé, chico —lo abrazó aún más fuerte—, no sé qué hacer.

Escondida en el comedor, tras una pared llena de estanterías y un viejo armario de nogal repleto de colchas y vestidos antiguos, lo único que podía hacer era cerrar las puertas con llave y esconderse hasta que el hombre se marchase.

Pero tenía la sensación de que las puertas y ventanas cerradas no iban a detener a un hombre como aquél. La encontraría, por más que se escondiese en el armario o se perdiese por los pasillos llenos de muebles y de objetos de colección que tenía expuestos para la venta.

El miedo que la paralizaba se enfrentaba en su interior a su instinto de supervivencia. Sus hermanos la habían enseñado a protegerse. Y aunque les había fallado, ahora se comportaba de manera diferente. Era mucho más consciente de lo dura que es la vida, y tenía mucho menos que perder.

Y aún no estaba muerta.

Además, sólo había un modo de averiguar si el hombre que se había presentado en su casa, apartada de todo, era él.

Por encima de todo lo demás, por encima del miedo, quería saber la verdad.

Jessica se apoyó sobre la espalda y agarró la mandíbula del perro.

—¿Estás conmigo, Harry?

Unos ojos marrón oscuro de una asombrosa inteligencia le devolvieron la mirada. Aquel enorme chucho también las había visto de todos los colores antes de que ella lo rescatase del corredor de la muerte en la perrera. Para entender lo que ella tenía que soportar a diario quizá era necesario haber sufrido tanto como él. Quizá alguien podía entenderla y quererla a pesar de todo. El apoyo incondicional del perro le dibujó una sonrisa en la cara, y le inspiró tanta calma que volvió a pensar con claridad.

—Vamos.

Jessica se puso en pie y acto seguido abrió la vitrina donde guardaba la escopeta. Sacó la Remington de dos cañones que utilizaba para el tiro al plato y cargó dos cartuchos. Se guardó dos cartuchos más en los bolsillos delanteros de sus vaqueros, llamó a Harry y se dirigió hacia la puerta que daba al porche trasero.

A diferencia del porche delantero, éste no estaba decorado para resaltar el encanto rústico de la casa. Aquello era un lugar de trabajo lleno de balancines que había que reparar, vagones que necesitaban ruedas nuevas o una calesa de principios de siglo a la que había que ponerle un tirante nuevo. Cajas de madera, postigos, una lavadora, taburetes, toneles, baratijas, trastos… era una auténtica fortaleza donde esconderse, y Jessica la utilizó a su favor, pues la calesa estaba ahora entre ella y el forastero que se acercaba.

—Párese ahí —ordenó, colocándose la culata de la escopeta contra el hombro y apuntándole al pecho. Como objetivo, era lo suficientemente grande. Además, era mucho mejor tiradora de lo que él podía imaginarse. Harry permaneció atento a su lado.

El hombre se detuvo, dejando entrever más curiosidad que otra cosa.

—Ésta no es precisamente la hospitalidad por la que tanto se distingue Misuri.

Su voz era grave, suave como el whisky y desprovista del menor acento.

Y no le sonaba de nada.

—Esto no es una pensión, es una propiedad privada.

Señaló con la cabeza hacia el portón.

—En el letrero pone que vende antigüedades.

Sujetó con fuerza la escopeta y habló alto y claro:

—Está cerrado.

Aunque estuviese situada tres escalones por encima de él, podía verle los ojos. Eran los ojos más fríos que había visto en su vida, de un color gris helado, casi incoloros. Era un hombre al que no le importaba nada, al menos ésa era la impresión que a ella le daba.

Aquello sólo podía querer decir que tampoco ella le importaba.

—¿Sabe utilizar ese trasto?

Quizá no fuese una voz del pasado pero, aun así, había entrado sin permiso en su propiedad.

—Sí.

—¿Y el perro? —preguntó sin dejar de mirarla fijamente.

—También sé utilizarlo.

—Mire, señora, yo no… —levantó las manos haciendo como que se rendía y dio un paso hacia delante.

Era todo cuanto Jessica necesitaba ver.

—¡Harry, ataca!

Sin dejar de gruñir, el enorme perro negro saltó desde el porche y cargó contra el hombre. A pesar de su estatura, los reflejos del hombre eran rápidos. Antes de que Harry se lanzase a por su antebrazo, se quitó el petate de la espalda y lo utilizó como escudo contra la primera embestida de Harry. Aquellos cincuenta y cinco kilos de perro le hicieron retroceder un par de pasos.

Harry le enseñó los dientes y lanzó un gruñido terrible justo antes de volver a atacar. El hombre utilizó el petate para placar su segunda embestida. Cada vez que el perro intentaba clavar sus dientes en algo con carne, el hombre conseguía esquivarlo. O estaba entrenado en el arte de la defensa personal o tenía mucha suerte, pero acabaría por cansarse mucho antes de que Harry se rindiese.

—¡Señora!

Jessica estuvo a punto de sonreír. «Buen chico». Si Harry podía con aquel hombre, tendría muchas menos razones para tenerle miedo.

—Túmbese boca abajo y llamaré al perro.

Harry tenía un trozo de petate en la boca, y el ataque se había convertido en un tira y afloja desesperado. El hombre no podía bajar la guardia, o habría estado indefenso ante el siguiente ataque.

—Está bien. Llámelo.

—¡Harry, siéntate!

El perro obedeció y se dejó caer sobre sus patas traseras junto al hombro del forastero mientras éste soltaba el petate y se postraba sobre la franja de césped junto al camino de entrada a la casa. Se quedó inmóvil ante la atenta mirada del perro.

Harry jadeaba debido al esfuerzo. Se chupaba el hocico y dejaba caer la lengua a un lado de la boca. El hombre también intentaba recuperar el aliento, pero en cuanto se movía, una enorme pata negra se le posaba sobre el hombro y volvía a quedarse inmóvil.

—¿Así es como recibe a todos sus clientes?

—Usted no es ningún cliente —aunque había bajado la escopeta, seguía apuntándole, con el dedo junto al gatillo—. ¿Qué es lo que quiere?

Sam no podía responder con la verdad a aquella pregunta. Al presentarse allí con la historia de que era un vagabundo no esperaba una bienvenida cálida y confiada, pero le sorprendió encontrarse con aquella actitud provinciana de «te disparo porque has entrado en mis tierras sin permiso».

¿Dónde estaba la empresaria que sabía apreciar la belleza y aficionada a la Historia de la que le había hablado su contacto en Chicago? Su cara se correspondía con la de la foto de una morena elegante en la inauguración de una exposición que había encontrado en los archivos del Chicago Tribune, la misma cara que la enfermera de Urgencias había identificado como la superviviente de la agresión de violación.

Había pasado tres semanas reuniendo pruebas y buscándole un nombre al rostro de aquella mujer. Después, había investigado sobre su pasado. Y ahora estaba frente a ella.

Aquélla era Jessica Taylor.

La víctima sin identidad tenía nombre. Y muy mal carácter.

Sospechó que no iba a resultarle fácil ganarse su confianza. Sin la autorización del FBI, y con poco más que una corazonada de que podría tratarse de la prueba que lo condujese al asesino de Kerry, Sam no podía realizar una investigación normal. Necesitaba conocer a Jessica Taylor mejor de lo que conocía a su propio compañero. Necesitaba convertirse en su mejor amigo para que se lo contase todo sobre Chicago, su agresión, su huida y la identidad del agresor.

O había estado demasiado asustada para darle esos datos a la policía de Chicago, o su agresor había sido demasiado astuto a la hora de intimidarla para que no recordase gran cosa. Sam estaba dispuesto a descubrir qué se ocultaba en su cabeza para saber la verdad, para averiguar si su atacante había sido el mismo que el de Kerry y dar con su paradero.

Pero con aquella escopeta apuntándole y aquel bicho peludo sobre él, su misión secreta se convertía en algo imposible.

Bromeando, Kerry siempre decía que el encanto de Belfast de su padre se había saltado una generación, pero Sam se preguntaba si podría sacarlo a relucir. Levantó la mejilla del suelo e intentó volver a entablar una conversación.

—¿Qué clase de perro es?

—De los protectores.

Inconscientemente, Sam se preguntó si su voz siempre habría transmitido aquella dureza. A juzgar por el tono sensual de su voz, Jessica Taylor podría sonar de lo más sexy con poco que suavizase su articulación y abandonase aquel sarcasmo. Probablemente se tratase de una consecuencia de la agresión. Sintió curiosidad por saber qué otros atributos femeninos intentaba ocultar.

«Eso no viene al caso», le replicó, severa, una voz interior. Pegó la nariz al suelo. Le llegó el olor frío y húmedo de la tierra. Aquello le recordó el entierro de Kerry y la razón por la que estaba allí.

—Ya decía yo. Parece un perro pastor, pero tiene el hocico más ancho. Y es más grande que cualquier otro pastor alemán que haya visto.

—Es mezcla de pastor alemán y de perro lobo irlandés

Conque irlandés… quizá aquel bicho peludo aún acabase teniendo algo a su favor.

—Era muy grande y demasiado listo para sus antiguos dueños, pero a mí me viene de maravilla.

Sam intentó mover la cabeza para poder mirar a Jessica, pero al parecer el perro no sentía la conexión de sus raíces irlandesas. El gruñido de su garganta pasó a ser un ladrido ensordecedor y un destello de dientes blancos y afilados. Sam se vio obligado a relajarse y a aceptar su postura boca abajo.

—Parece bien entrenado.

Ya había trabajado con unidades de perros, pero nunca había sido el objetivo de tales entrenamientos. No le extrañaba que los delincuentes se rindiesen sin oponer resistencia.

—Lo está.

—No me he presentado aquí por casualidad, señorita Taylor —oyó cómo sus pies cambiaban de posición sobre el suelo de madera. La había llamado por su nombre, ahora le convenía retroceder un paso para equilibrar la balanza—. Me llamo Sam O’Rourke. El dependiente de la tienda que hay en el cruce de la Autopista 50 me dio su nombre y su dirección. Déjeme explicarle por qué estoy aquí —silencio. Maldita sea, era dura de pelar—. ¿Necesita las dos cosas, el perro y la escopeta?

—Aún no lo sé.

No resultaba fácil parecer encantador con la cara en el suelo y una mezcla de perro lobo y pastor alemán sobre el hombro. Kerry tenía razón, siempre se le había dado mejor un acercamiento más directo.

—Ya veo que se trata de un error. El tipo de la tienda me ha dicho que su empleado habitual no podía trabajar las horas necesarias y que necesitaba otro ayudante para sus tierras.

Miró a su alrededor y vio los rodales de hierba que comenzaban a adueñarse del aparcamiento de grava y el camino de entrada, las ramas secas de majestuosos olmos que había que recortar, la herrumbre de la chapa metálica roja y blanca del almacén, la carga de una camioneta tapada con una lona esperando a que alguien la descargase… Aquel hombre no le había mentido.

—Debe de haberse equivocado. Si deja que me levante, me volveré a la ciudad y ya buscaré trabajo en otra parte.

—¿Está buscando trabajo? —detectó escepticismo en su voz. Podría ser tozuda, pero no era tonta. Engañarla no iba a resultarle nada fácil—. ¿Por qué no ha llamado antes de venir? ¿Y su coche?

En teoría, su Kia estaba aparcado en un garaje de Boston, pero el vehículo que había alquilado en Chicago lo había abandonado a un lado de la carretera a las afueras de Kansas City para procurarse una coartada.

—Hasta que gane el dinero suficiente para arreglarlo, está en el taller. Estoy cruzando el país, desde Boston a San Diego. Me he tomado un período sabático. El coche se me ha averiado en la autopista.

—¿Qué clase de período sabático? —preguntó, en un tono dudoso—. No parece usted un profesor.

—Ése es mi trabajo.

—No, si lo que pretende es trabajar para mí —¿estaba considerando su oferta? —. Le dejaré sentarse si me explica quién es y no hace ningún movimiento brusco.

Aquello era lo menos parecido a una oferta, pero aceptó.

—Trato hecho.

Soltó un silbido fuerte, estridente, casi masculino. Inesperado. Interesante. «No viene al caso».

—¡Harry, ven!

El perro obedeció sus órdenes inmediatamente, y él se sintió liberado de un peso enorme. El animal de color negro azabache subió al trote los escalones que llevaban al porche y se acurrucó al lado de su dueña como si se tratase de un perrillo faldero. Sam le hizo caso y se dio la vuelta lentamente hasta sentarse, mirando hacia donde ella estaba situada. Se le había empezado a dormir el brazo bajo la presión del perro. Se dio un masaje en el hombro y el brazo para aliviar el hormigueo al despertar.

Utilizando el masaje como excusa, no dijo nada durante unos segundos, dándose la primera oportunidad de evaluar a la mujer que iba a convertir su misión en un éxito. La culata de la Remington descansaba en la pronunciada curva de una cadera recubierta de tela vaquera. La mujer del porche era muy distinta a la que había visto en la fotografía en blanco y negro del periódico.

Un agujero en el pantalón a la altura de la rodilla rompía la larga línea de una pierna que podía considerarse el rasgo más distintivo de un cuerpo alto y sutilmente tapado. Mientras la mujer de la foto llevaba un traje de noche sin tirantes que la hacía parecer seductora, la mujer del porche era una chica de lo más natural. No llevaba ninguna joya, simplemente un reloj, y habría sido difícil que le diese el sol, pues llevaba casi todo el cuerpo tapado. Su modesta camiseta azul de Construcciones Taylor podría haber sido de uno de sus hermanos. Las mangas, aunque cortas, le quedaban por debajo de los codos, y el cuello era ajustado. La parte de abajo la llevaba metida sin entallar en unos anchos pantalones vaqueros.

«Camuflaje». Podía ser regordeta, o delgada o cualquier cosa intermedia, pero nadie habría sido capaz de asegurarlo. Sam se preguntaba si Kerry habría escondido sus atributos de igual manera de haber sobrevivido a su violación. «Maldita sea». No necesitaba irse por las ramas de esa manera.

De repente, la magnitud de lo que había perdido le hizo un nudo en la garganta. Sam cerró los ojos e intentó reprimir la emoción. No podía permitir que Jessica Taylor viese cuánto se jugaba él en aquella conversación a punta de pistola.

Cuando recuperó la compostura volvió a mirarla. Se sabía de memoria casi todos sus datos. Edad: 29 años. Altura: 1,76. Peso: 63 kilos. Pero aquellos datos no hacían justicia a sus ojos azul claro. Y decir que su pelo era color castaño era pasar por alto aquel sutil tono caoba.

Los datos de los que disponía no le decían qué era lo que había en aquella cabeza, ni si sería capaz de ayudarlo.

—Muy bien, señor O’Rourke. Puede hablar.

—Busco trabajo para poder ir tirando hasta finales de septiembre o mitad de octubre, y a poder ser para arreglar el coche hasta la próxima parada —rodeó las rodillas con los brazos y señaló con la cabeza hacia la carretera—. El dependiente de Lone Jack me ha dicho que usted buscaba ayuda. Diez kilómetros carretera abajo no parecía gran cosa, y aquí estoy.

—A Ralphie, el dependiente, le gusta cuidar de mí. Mi ayudante es un chico que vive por aquí cerca. Ahora que han empezado las clases, sólo puede venir los sábados y algunas noches después del entrenamiento —¿se estaba abriendo a él? Estaba hablando más, pero con la escopeta apuntándole era difícil precisar si estaba avanzando algo—. Es el que casi lo atropella cuando venía hacia aquí. Derek Phillips. Es un encanto.

—Es un loco del volante.

—Tiene dieciocho años, ¿qué quiere?

Está bien, era protectora con sus empleados. O con los adolescentes. O con aquel chico en concreto. ¿Significaba aquello que podía descartar a un chico joven como su agresor? Tenía un hermano más joven que ella, quizá el chico le recordase a él, y por tanto se sentía a salvo con él.

Lo que estaba claro era que con él no se sentía a salvo.

Sam pensó que la conversación acababa con sus conjeturas. Se quedó en silencio el tiempo suficiente para empezar a ser consciente de la grava que se le clavaba en el costado.

—¿Puedo levantarme ya?

—No, yo…

Se levantó de todos modos, estirando las piernas lentamente.

—¡He dicho que no! —levantó la escopeta a la altura del hombro y volvió a colocar el dedo junto al gatillo.

Sam levantó los brazos, pero no cedió. No era su intención asustarla, pero quería dejarle claro que iba en serio. No pensaba marcharse de Log Cabin Acres sin aquel trabajo. No pensaba marcharse, y punto. Había dejado que le creciese el pelo y no se había afeitado en un par de días, esperando que su aspecto de vagabundo le granjease una oferta de alojamiento. Aunque no fuese más que un catre en el granero.

—Me ha dado un calambre en la pierna —dijo para explicar aquel acto de rebeldía—. Créame, sigue llevándome ventaja.

Alcanzaba a verle uno de sus ojos azules a la altura de la mira de la escopeta. Aunque lo tuviese encañonado, el hecho de que no mandase atacar al perro le hacía pensar que no tenía intención de disparar.

—¿Qué me dice del trabajo? —preguntó—. No entiendo mucho de antigüedades, pero he trabajado arreglando muebles. Y también me he dedicado a la jardinería y a la construcción, por si necesita acondicionar esto para el invierno.

—¿Se está tomando un período sabático de la jardinería y la construcción?

—Tengo referencias. Virgil Logan —había intentado mantener a su compañero al margen de aquella investigación extraoficial. Si su búsqueda de venganza trascendía, la carrera de Sam sería historia. Pero Virg estaría libre de culpa. Aun así, a su colega no le importaría hablar bien de los armarios que Sam le había ayudado a instalar en su cocina nueva el año pasado—. Le daré un número al que puede llamarlo.

¿Significaba aquel ligero temblor de hombros que estaba pensándoselo? ¿Un poco más de insistencia acabaría por ablandarla?

—El dependiente, Ralphie, me ha dicho que vivía usted sola —con las manos aún en alto dirigió la cabeza a derecha e izquierda—. Parece que tiene mucho trabajo. Creo que no le vendrían mal un par de brazos para descargar muebles y volver a cubrir de grava el camino. Tampoco se me da mal la mecánica. A lo mejor puedo volver a poner en marcha ese viejo tractor que he visto a la entrada. Si tiene piezas de repuesto, claro.

Apartó la mano izquierda de la escopeta y lo conminó a que se callase.

—Bien. No me cabe duda de que es capaz de hacer el trabajo, lo que pasa es que…

Sam bajó las manos. Iba a tener que fiarse de él.

—Lo que pasa es que es usted una mujer que vive aquí sola, y yo soy un hombre que le da miedo. Y, para colmo, soy forastero.

Que comprendiese sus temores pareció dejarla sin argumentos. Casi estaba temblando cuando volvió a bajar el arma y le acarició la cabeza al perro.

—Sí, tengo que protegerme.

Sam respetaba que admitiese sus temores. La sinceridad de Jessica Taylor estaba de su parte. Dejó que una parte del dolor y la culpabilidad que lo atenazaban se reflejasen en su expresión. El resto lo mantuvo encerrado en la cárcel en que se había convertido su corazón.

—Verá… he perdido a alguien muy cercano este año. Mi hermana pequeña. Era el único familiar que me quedaba, estábamos muy unidos. Me tomé un permiso de mi trabajo, y he estado haciendo otras cosas para procurar olvidar.

—Lo siento —parecía realmente conmovida por su versión desnuda de la verdad.

Sam la miró, y durante unos segundos que parecieron eternos se perdió en un mar azul de compasión. Durante ese breve instante, su mundo dejó de ser un lugar solitario. Ya no era un hombre obsesionado. Y su corazón…

Su corazón casi llegó a sentir algo. Un rayo de esperanza.

Sam pestañeó y miró hacia otra parte. Demonios, ¿qué le había pasado? Lo único que podía hacerle sentir mejor, lo único que podía hacer desaparecer el dolor era atrapar al indeseable que había profanado y acabado con la vida de la cosa más dulce que Dios había puesto en el mundo. Estaba dispuesto a tragarse su orgullo, a cambiar de vida, a lo que fuese con tal de meterle una bala entre ceja y ceja a aquel monstruo o verlo morir por inyección letal.