Tras el fuego - Julie Miller - E-Book
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Tras el fuego E-Book

Julie Miller

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Beschreibung

El investigador Gideon Taylor no daba abasto con el trabajo que le estaban ocasionando aquellos dos misteriosos incendios en los que no parecía haber ningún sospechoso. Para complicar aún más las cosas, no conseguía olvidar a su ex compañera de trabajo Meghan Wright, que acababa de convertirse en el objetivo de un acosador. Todo parecía indicar que aquel hombre y la misión de Gideon guardaban una estrecha relación. Y cuando Gideon y Meghan unieron fuerzas para investigar los incendios, se dieron cuenta de que los rescoldos de su relación estaban a punto de provocar otro incendio aún mayor...

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Julie Miller. Todos los derechos reservados.

TRAS EL FUEGO, N.º N.º 72 - 3.7.10

Título original: Kansas City’s Bravest

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.

Este título fue publicado originalmente en español en 2005.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-852-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Acerca de la autora

Personajes

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Si te ha gustado este libro…

Acerca de la autora

 

Julie Miller atribuye su pasión por escribir novelas rosas a todos los cuentos de hadas que leyó de pequeña y a su timidez. Llegó a amar la palabra escrita porque su familia la alentaba a escribir todos los sentimientos que no podía expresar. Inspirada en Agatha Christie y en la Enciclopedia Brown, Julie Miller cree que sólo hay algo mejor que un buen libro de misterio y es un buen libro de amor.

Personajes

 

Gideon Taylor: Su misión como investigador de incendios es averiguar quién está quemando Kansas City de edificio en edificio. ¿Pero podrá descubrir la verdad antes de que el pirómano acabe con Meghan, la mujer que tanta importancia ha jugado en su vida?

 

Meghan Wright: Una vez Gideon se lo enseñó todo sobre el amor y sobre el oficio de bombero. Ahora que un loco la ha puesto en su objetivo, vuelve al único lugar donde se ha sentido segura: en los brazos de Gideon.

 

Daniel Kelleher: El propietario de cuatro inmuebles destruidos por el fuego se pregunta si habrá hecho una desafortunada inversión… o si la destrucción es intencionada.

 

Jack Quinton: ¿Vuelve el antiguo convicto a las andadas? ¿O le está transmitiendo sus malignas habilidades a un aprendiz?

 

Saundra Ames: La periodista tiene en las manos la historia más caliente de aquel verano.

 

John Murdock: El amigo de Meghan… ¿no estará exagerando sus responsabilidades como guardaespaldas?

Dorie Mesner: Durante años se ha encargado de acoger a niños con problemas.

 

Pete Preston: El recuerdo de aquel monstruo no es fácil de borrar.

 

Alex: Un antiguo pandillero de los Westside Warriors. ¿Podrá Meghan confiar en él?

 

Edison: Odia que lo llamen así. Demasiado inteligente para tener solamente diez años.

 

Matthew y Mark: Son demasiado pequeños para entender lo que pasa.

 

Crispy: Al igual que Meghan y sus «chicos», el cachorro lo que quiere es un hogar de verdad.

Prólogo

 

Demasiado tarde. Demasiado tarde.

La pesadilla hacía ya presa en Gideon Taylor.

El impacto del aire reventando en una bola de fuego lo levantó del suelo, proyectándolo de espaldas.

—¡Luke! —el ronco grito de la lacerada garganta de Gideon resonó en las paredes de su casco.

Sumido en la agonía de aquel horrible sueño que jamás lo abandonaba, Gideon empezó a agitarse en la cama.

Los crujidos de las antiguas vigas del edificio de apartamentos en llamas se confundían con los alaridos de dolor de su amigo.

—¡Luke! —Gideon rodó a un lado, abrumado por la culpa.

Estaba vivo.

Una chispa. Gasolina como combustible. Oxígeno para inflamarse. La sencilla pero mortal receta del fuego.

Logró levantarse. Agachándose, cerró los ojos llenos de hollín y se concentró en los sonidos que podían guiarlo hasta su compañero.

—Háblame —susurró, rezando para que le facilitara alguna pista de su situación.

Una vaharada de aire abrasador, alzándose de las llamas, lo empujaba hacia atrás. Una advertencia.

El grito de su mejor amigo, instándolo a alejarse del corazón del fuego en el que yacía agonizante, se fue apagando. Era su destino. Fue como si el mundo se apagara dentro de la cabeza de Luke. Atravesó el muro de humo, acercándose todo lo posible para rescatar a su amigo.

—¡Taylor! ¡Redding! —resonó la voz a través de su receptor—. ¡He dicho que fuera todos!

—Luke ha caído —fue la breve respuesta de Gideon.

No gastó más aliento en discutir las órdenes del jefe de bomberos. El jefe lo comprendería. Un bombero jamás dejaba atrás a un compañero en apuros.

Gideon logró abrirse paso y entrar en la habitación de las calderas. Cayó al suelo y se golpeó una rodilla con el suelo de cemento. El otro pie tropezó con algo más blando.

Luke.

Gideon le apretó una mano con fuerza, a manera de silenciosa promesa. Se tumbó a su lado, bajo la espesa capa de humo. Luke yacía de espaldas, inmovilizado por una masa ardiente de vigas y metales retorcidos.

—Estoy aquí —Gideon apenas podía escuchar sus propias palabras—. ¿Te vienes conmigo?

—Vete. Maldito seas… —sacudió la cabeza, con el casco suelto.

—¿Me estás insultando? —Luke esbozó una sonrisa, como si su amigo pudiera verla a través de sus ojos cerrados, en medio de su agonía.

Intentó levantarlo, pero no pudo. Estaba atrapado. Necesitaba un pico. Una grúa. Dos hombres más. Y, si Dios lo estaba escuchando, un milagro.

—¿Cariño? —gimió en voz alta, desesperado por escapar al destino que lo esperaba en su sueño. Necesitaba escuchar aquella voz sensual, tan atrevida algunas veces y otras tan conmovedoramente tierna, vulnerable. Extendió una mano para tocarla.

Gideon retiró la mano del amasijo de metal ardiente. Soltó un juramento. Otra palabra explosiva que alertó al jefe de bomberos Bridgerton del peligro en que se encontraba.

—¡Taylor! ¡Sal de allí de una vez!

Sintiendo el cuerpo inmóvil de Luke bajo el suyo. Gideon resistió el impulso de compartir con él los últimos restos de su bombona de oxígeno. Necesitaba ese aire para salvarlos a los dos. Por pura fuerza de voluntad, levantó a pulso los escombros del techo y los apartó de su amigo. En el proceso, perdió un guante.

Luego agarró el brazo de su amigo y se lo pasó por el cuello. Con mucho esfuerzo, consiguió levantarlo. Se movía.

—¡Jefe!

Se dirigió por el pasillo hacia el agujero por el que Luke y él habían entrado para apagar el fuego. Caminaba a tientas, siguiendo la pared con una mano. Gracias a su instinto, lograron salir al exterior, al aire puro.

——¡Taylor! ¡Agarradlo! —resonó la voz del jefe Bridgerton justo cuando Gideon caía de rodillas.

No veía nada. Varias manos se apresuraron a ayudarlo, a levantarlo, a librarlo del peso de Luke. Alguien le quitó el casco y la máscara ignífuga. Su bombona de oxígeno estaba vacía. El frío aire de la noche llenaba sus pulmones. Sintió que le ponían una mascarilla en la boca.

Veía llamas alzándose en el cielo. El negro esqueleto del maldito edificio resultó visible por un instante antes de que una nueva explosión lo redujera a una masa de humo y fuego.

—¡Vámonos!

Aquellas fueron las últimas palabras que oyó Gideon antes de caer inconsciente. Cuando volvió en sí en la ambulancia, minutos después, supo que todo estaba perdido. El silencio de los enfermeros no podía ser más elocuente. Luke había muerto.

Aun así, extendió una mano para tocar a su amigo.

—Lo siento, amigo. Llegué demasiado tarde. Demasiado tarde…

—Dios mío, Taylor. Tu mano.

Gideon tardó un instante que le pareció una eternidad en retirar la mirada del rostro ceniciento de Luke… para posarla en las puntas ennegrecidas de los dedos de su mano izquierda. La sorpresa cedió paso al dolor.

«No…»

—No —gritó. El imaginario dolor de la mano izquierda lo había despertado. La extendió buscando consuelo. Vida. Amor—. ¿Meg?

Lo único que encontró fue una fría almohada. La realidad lo golpeó con una crueldad semejante a la de la pesadilla. La cama estaba vacía.

Se quedó inmóvil, respirando profundamente para tranquilizar su pulso. Luego se sentó y se pasó la mano derecha por el pelo, bañado en sudor. La sábana empapada resbaló a lo largo de su pecho desnudo, hasta sus caderas.

El aire acondicionado estaba a toda potencia. Hacía una noche calurosa, sofocante. Hacía un mes que no tenía la pesadilla. ¿Por qué ahora?

Tocó la cama vacía. Seguía sin poder cerrar los dos últimos dedos de la mano izquierda. Seguían así, agarrotados, desde la noche en que murió Luke. Suspiró profundamente.

Meghan se había marchado. Lo había traicionado llevándose su corazón.

—Meghan —susurró—. ¿Qué fue lo que hice mal?

No había vuelto desde que Luke murió. Hacía dos largos años que no se acostaba en su cama.

Tuvo que enfrentarse a sus pesadillas solo.

Capítulo 1

 

Luces rojas y blancas giraban sin cesar en el interior del almacén de cuatro pisos, iluminando las columnas de humo que asomaban por las ventanas y puertas reventadas. Un gran chorro de agua se curvaba sobre las cabezas de los bomberos, ataviados con sus pesados equipos.

Aunque ya no sonaban las sirenas, el crepitar del fuego y el estruendo de la manguera los obligaban a comunicarse por los transmisores instalados en sus cascos. Pero un extraño sonido, diferente de los demás, llegó hasta los oídos de Meghan Wright.

Intrigada, le entregó la manguera a su compañero y se dirigió hacia el edificio.

—No es seguro. Vuelve aquí.

Pero Meghan ignoró la advertencia de su compañero y atravesó la barrera de humo.

—He oído algo, John. Voy a echar un vistazo.

El ruido de su equipo al moverse ahogaba el leve y repetitivo sonido que había oído antes. Los más de veinte kilos que pesaba su traje no la hicieron aminorar el paso. Aunque el humo se extendía con rapidez, el fuego aún no había alcanzado el piso bajo. Sin despegar la mano de la pared, corrió por el pasillo hacia la fila de oficinas, en dirección al otro extremo del edificio.

—Informa cada cinco minutos —resonó la ronca voz de bajo de John Murdock.

—Bien —se pegó contra la pared, intentando orientarse antes de elegir entre dos pasillos—. Giro a la izquierda. Estoy en la parte este.

—Ten cuidado.

La nube gris y negra de humo se fue aclarando, iluminándose. Se estaba acercando al fuego. Había dado con la dirección acertada. «Buena chica», se dijo, frotándose las manos de satisfacción por aquella victoria. Sí, podía confiar plenamente en su intuición.

Lo que no siempre había sido el caso.

Cuatro años atrás, a la edad de veintidós, se había quedado sin dinero para terminar la universidad. Necesitada de un trabajo no demasiado cualificado, superó las pruebas físicas y se enroló en el cuerpo de bomberos. Pero el trabajo resultó singularmente duro, un auténtico desafío. Los desplantes de algunos de sus compañeros la habían mandado más de una vez a casa hecha un mar de lágrimas de tristeza, o de furia. Había estado a punto de fracasar.

Al igual que había fracasado con los otros grandes desafíos de su vida.

Pero entonces apareció Gideon Taylor. La tomó bajo su protección, le infundió confianza, le enseñó a tener paciencia. La instruyó en toda clase de trucos que compensaran su menor fuerza física. La enseñó a amar aquel trabajo.

Y la enseñó a amar.

A manera de cruel recordatorio de la realidad, las llamas empezaron a lamerle las botas, asomando por entre las rendijas del suelo. El fuego que había empezado en el sótano estaba ascendiendo lentamente por las vigas. Gideon le habría aconsejado tranquilidad. Estar atenta a todo excepto al fuego mismo.

«Deja que el fuego te hable», le habría dicho. «Él te dirá lo que tienes que hacer». Meghan intentó escuchar. El sonido repetitivo había cesado. Aguzó los oídos. Intentó recordar todo lo que él le había enseñado.

Gideon.

Se apoyó contra la pared, llevándose una mano al estómago. Sentía casi un dolor físico ante la avalancha de recuerdos que la abrumaban. Después de todo, se las había arreglado para fracasar una vez más.

—¿Meghan? —esa vez fue la llamada de advertencia de John la que la devolvió a la realidad.

—Estoy bien —se apartó de la pared y miró a su alrededor—. Habré andado unos veinte pasos. Las llamas empiezan a asomar por el suelo, pero aún no está ardiendo.

—¿Has encontrado a la víctima?

—Todavía no, si es que existe —de repente oyó un grito agudo procedente del piso superior—. Espera. He escuchado algo.

Era el grito de alguien desesperado por sobrevivir, contra toda esperanza. Meghan lo sabía todo sobre esa clase de lucha. Seguir viva era una de las pocas cosas que había aprendido. En eso sí que no había fracasado.

—Voy a subir al primer piso —informó a John.

Los dos focos gemelos instalados en su caso la ayudaban a orientarse a través del humo. Desistió de usar el viejo montacargas, así como la compleja red de rampas y escalones, ya que estaba invadida por el humo. Sólo quedaba la escalerilla de hierro forjado instalada en la pared de ladrillo. Tiró de ella para bajar el primer tramo y una lluvia de polvo y escombros le cayó sobre el casco. Empezó a subir. Afortunadamente, parecía soportar su peso.

—Estoy subiendo.

Aunque era de complexión menuda, se había entrenado muy duramente para alcanzar una gran forma física. Lo que le faltaba de fuerza, lo suplía con rapidez y agilidad. Tan pronto como el fuego colaborase y se quedara abajo, no tendría mayor problema en localizar a la víctima y escapar a tiempo.

Llegó al primer piso y continuó por la plataforma que corría a todo lo largo de la pared. Tiempo atrás el edificio había servido de almacén de grandes pacas de algodón que se embarcaban en el río. De hecho, todavía sobrevivía una gigantesca garrucha de hierro que daba a un voladizo, al que se accedía por una ventana a la sazón tapiada con tablas.

En esos días, sin embargo, se había convertido en un refugio para jóvenes con mucho tiempo por delante y poco que hacer con sus vidas. O incluso para vagabundos deseosos de escapar a los rigores del verano cuando los albergues de la localidad estaban llenos. Durante alguno de los más negros momentos de su vida, la propia Meghan había sido una adolescente con problemas y además sin hogar.

Quienquiera que estuviese allí dentro, atrapado por el incendio, probablemente se encontraba en la misma situación.

—He venido a ayudarte —gritó—. ¿Dónde estás?

La contestó un grito lastimero. Al final de la plataforma había una oficina, con la puerta cerrada por dos tablas clavadas en cruz. Y la ventana lo mismo. ¿Cómo podía haber entrado alguien allí?

Tenía ya una ligera sospecha cuando llamó. El gemido resultó ser un ladrido.

—Oh, no.

La brigada de bomberos de Kansas City hacía razonables esfuerzos por rescatar a mascotas y cabezas de ganado en los incendios. Pero las medidas extremas de rescate estaban únicamente reservadas para la gente, no para los animales.

—¿John? Es un perro —informó de su localización exacta—. A lo mejor consigo hacerle salir.

Sabía que a su compañero no le gustaría que arriesgase la vida para rescatar a un animal. Pero era una víctima inocente y no estaba dispuesta a abandonarlo, al menos por el momento.

—Date prisa, Meghan. El fuego ya ha invadido la parte baja. Echaremos agua para facilitarte la retirada. Ah, y llamaré a la Protectora de Animales.

—Has tenido suerte, pequeño —pronunció a través de la puerta, intentando tranquilizar al animal—. Ha llegado la caballería.

Hizo un rápido repaso de la ruta de escape, comprobando de paso la veracidad de lo que le había dicho John. Al pie de la escalerilla, las tablas del suelo ya estaban ardiendo. Y aunque el ladrillo no se quemaba, podía acumular demasiado calor. Para no hablar de los escalones de metal, que podían ablandarse y ceder bajo su peso.

—¿Cómo diablos has conseguido meterte ahí, chico? —el desesperado ladrido que escuchó al otro lado le desgarró el corazón—. Has cerrado bien la puerta después de entrar, ¿eh? No te preocupes, te sacaré de ahí.

Se llevó una mano a la espalda y sacó el hacha de su mochila. Lo introdujo entre la puerta y la tabla central e hizo palanca utilizando su propio peso. No tuvo mayor problema en arrancarla, lo cual le permitió acceder al picaporte.

Nada más abrir la puerta, una bola de pelo entre negra y parduzca se escabulló entre sus piernas.

—¡Hey!

Meghan se hizo a un lado mientras lo que parecía un cachorro de pastor alemán se escapaba hacia la rampa por la que seguramente habría subido.

—Vuelve aquí, chico… —silbó, pero el perro seguía ignorándola—. Vaya, qué agradecido eres.

Ya era hora de que se ocupara de ella misma.

—El chucho anda suelto, John. Avísame cuando salga. No quiero que le atropelle un coche después de haberme tomado tantas molestias.

—Le echaré un ojo.

—Voy a bajar por el mismo camino.

—Negativo.

La orden de John le llegó cuando ya se acercaba a la escalerilla. Tiró de ella: parecía aguantar todavía.

—La visibilidad es cero desde donde nos encontramos. No puedo asegurarte que la planta baja esté en condiciones.

Mientras veía cómo el humo engullía su ruta de escape, un súbito movimiento en el pasillo de abajo llamó su atención.

—Maldito perro… —¿acaso había arriesgado su vida por nada?

Con el estómago encogido, se esforzó por tranquilizarse. Parpadeó varias veces, intentando distinguir algo entre el humo. Algo oscuro, más oscuro que el humo mismo, salió como un rayo por una abertura de la pared.

—¿Has visto…?

Había desaparecido.

La imagen había durado una fracción de segundo. ¿Habría logrado el perro bajar las escaleras tan rápidamente? Sin embargo, aquella sombra le había parecido más grande, aunque no tanto como la de un bombero con todo su equipo.

En cualquier caso, el aire recalentado solía tener esos efectos sobre la visión y la percepción de una persona. Quizá había sido un compañero.

—¿Hay alguien en el pasillo? —preguntó por el micrófono.

—He contado a todos los hombres —replicó John—. ¿Hay algún problema?

—Creí haber visto a alguien ahí abajo —tenía que ser el perro. Esperaba que encontrase una salida para escapar—. No importa. Ya se ha ido.

—Tú también deberías irte.

Se dirigió hacia la rampa. Si el perro había bajado por allí, ella también lo haría.

—Tengo una ruta alternativa.

Recogió su hacha y corrió hacia la ondulante columna de humo que se alzaba al fondo de la plataforma. Revisó su medidor de oxígeno y aspiró varias veces, revisando el sistema antes de conectar la bombona.

Caminar a ciegas era arriesgado. Aunque no se separaba de la pared, cualquier traspié podía ser causa de un accidente mortal. De repente apareció el cachorro: chocó contra su espinilla y, del golpe, la hizo retroceder un paso.

—¡Hey! ¿De dónde sales tú?

Un fuerte crujido resonó en sus oídos y la rampa basculó, inclinándose bruscamente hacia el vacío.

—¡Meghan!

Ignoró la llamada de John y volvió sobre sus pasos, a la carrera. El cachorro no dejaba de gemir. ¿Qué diablos estaba pasando?

—La segunda ruta de escape está descartada. La rampa se está derrumbando —gritó por el transmisor.

El perro cargó contra ella una vez más y se puso a corretear en torno suyo, como llamando su atención. A continuación echó a correr fuera del humo, guiado por su olfato. Sus ladridos fueron como música para los oídos de Meghan.

Algunos metros más allá el peligro había pasado.

—Buen chico, acabas de salvarnos a los dos —acarició al animal al mismo tiempo que intentaba tranquilizarse a sí misma. Sólo entonces se dio cuenta de que era perra, y no perro—. Oh, lo siento. ¿He dicho buen chico? Pues no, buena chica. Venga, salgamos de una vez de aquí. ¿John?

—El asunto está feo —estaba intentando disimular su temor—. El piso está cediendo. Y no podemos acercarte una escala.

No había rampa. Ni escala. Ni rescate.

La plataforma basculó unos cuantos centímetros más y Meghan braceó para guardar el equilibrio. Pensó que, si cedía, podían caer al piso bajo o incluso al sótano. Si no morían de la caída, el fuego acabaría con ellos.

Pero no era así como pensaba terminar. Cuando el mundo la dejara sin opciones, sería ella la que tomara la suya propia.

Había soportado la muerte de su madre y el abandono de su padre. Había vivido con familiares a quienes no había podido importarles menos. Había rozado la muerte en un accidente de coche. Y había sobrevivido tras decidir abandonar al mejor hombre del mundo.

La imagen de Gideon Taylor, con su pelo castaño y su tierna sonrisa asaltó su mente. Le había hecho daño. Y no le había pedido disculpas por ello.

—¡Maldita sea! —gritó—. ¡No nos rendiremos sin más!

Galvanizada por aquel espíritu de lucha que aún no le había abandonado, se concentró únicamente en escapar de allí.

La garrucha. El saledizo. La ventana tapiada con tablas.

—¡Meghan, dime algo!

Volvió a sacar su hacha y la descargó contra la madera podrida de las tablas que tapiaban la ventana.

—Voy a salir por la puerta trasera, John.

—Por ese lado el edificio da al río, y los cimientos están en cuesta. Son cuatro pisos de altura. No hay manera de que podamos meter el camión en…

—Sé nadar.

La primera tabla se partió en dos. La segunda la arrancó apalancando con el hacha. Por debajo de la máscara, el sudor la cegaba mientras atacaba la tercera tabla. La plataforma basculaba lentamente, inclinándose hacia el corazón del fuego. El perro soltó un ladrido.

—Ya lo sé, ya lo sé —rompió la ventana, limpió de cristales el marco y sacó la cuerda que llevaba en la mochila. Ató un extremo a la garrucha.

El suelo temblaba. El humo ya había llegado al primer piso y estaba empezando a envolverlos, como si acabara de descubrir a dos víctimas más. Musitó una nerviosa oración mientras se ataba el otro extremo de la cuerda a la cadera y preparaba un mecanismo de rappel.

—Tengo que volver a ver a mis compañeros. Son los únicos que me quedan —alzó al cachorro, se abrió la chaqueta ignífuga y se lo metió dentro.

Se quitó la mochila y cualquier otro peso superfluo del equipo. El casco lo conservó. Se encaramó luego al marco de la ventana. El saledizo tenía una fuerte inclinación, suspendido sobre el río.

—Agárrate.

Un acre humo de carbón la envolvía ya por todas partes. Contuvo el aliento y saltó.

 

 

El capitán de bomberos Gideon Taylor rodeó la multitud de curiosos que se habían reunido para contemplar el incendio durante aquella calurosa tarde, y se sumó al enjambre de profesionales que estaban trabajando. Se dirigió directamente al todoterreno blanco y rojo del jefe de la brigada, aparcado frente a los restos del almacén textil Meyers. Recabaría primero la versión del oficial al mando y examinaría después los restos con el fin de averiguar la causa del incendio. Levantó la cinta amarilla que acordonaba la zona y se detuvo a contemplar el panorama.

Echándose la gorra azul hacia atrás, contempló el esqueleto de aquella muestra de arquitectura industrial de los años veinte. Columnas de humo se alzaban todavía de su corazón central, aunque ya no quedaba ninguna llama.

Con cuidado y mucho dinero, aquel almacén habría podido ser reconvertido en un espacioso edificio de oficinas, o en un casino, como el que había en la antigua fábrica transformada en moderno centro comercial que se levantaba a un par de kilómetros de allí. Ahora, en cambio, aquella vieja gloria sería desmantelada. Sus ladrillos se venderían para chimeneas, mientras que el terreno se utilizaría para algo con mucha menos personalidad. Como un aparcamiento, por ejemplo.

Era su tercera investigación en varios meses. Incendio de envergadura. Destrucción completa. ¿Accidental? ¿O intencionado? Su trabajo consistía precisamente en averiguar la causa. Ahora que las mangueras habían sido retiradas y la ambulancia había despejado el campo, lo que tenía que hacer era meterse entre los restos e investigar. Porque eso era lo que era: un investigador de incendios provocados.

Su actual trabajo era bastante más tranquilo que el anterior de bombero. Mejor pagado. Y mejor considerado. Además de que le daba la oportunidad de llevar una placa en la cartera y arrestar a los tipos malos, al igual que sus hermanos, que eran policías.

Y sin embargo, habría renunciado a todo con tal de volver a trabajar codo a codo con sus antiguos compañeros.

—¿Taylor?

A través de sus gafas oscuras, Gideon contempló al hombre bajo y musculoso que se dirigía hacia él.

—Jefe.

—Ahora puedes llamarme Tom —repuso el jefe de bomberos Bridgerton, sonriendo con expresión paternal.

—Es una costumbre que tardará en desaparecer —se quitó las gafas y le estrechó la mano—. Me alegro de verlo de nuevo. ¿Ha encontrado algo?

Viejo amigo o no, Tom Bridgerton se hacía cargo de la urgencia del asunto. Las pistas del incendio podían quedar enterradas bajo los escombros o perderse arrastradas por el viento. Cuanto antes comenzara la investigación, más oportunidades tenía Gideon de descubrir la causa.

—El incendio comenzó en el sótano. No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que esta mañana recibimos una llamada del casino de Westin, carretera arriba, avisándonos de que habían visto humo. Sabían que el edificio estaba abandonado. Unos cuantos trabajadores del casino se acercaron para ver lo que pasaba. Eran los únicos que estaban cuando llegamos nosotros. La policía les ha tomado declaración.

—¿Sabe si la familia Meyer tenía algo almacenado en el sótano?

—No. Este lugar no ha vuelto a ser utilizado para almacenar textiles desde que los Meyer se trasladaron a principios de los ochenta. Desde entonces ha cambiado un par de veces de manos. Ahora pertenece a Daniel Kelleher, promotor inmobiliario.

—¿Se le ha avisado?

—Sí —respondió Bridgerton—. Está en camino.

Gideon tomó nota mental de hablar con Kelleher cuando llegara.

—Según el ayuntamiento el edificio no tenía ninguna utilidad, pero tampoco tenía declaración de ruina. ¿Alguna idea?

—La caldera estaba inutilizada y no había conexión de gas —el jefe de bomberos se encogió de hombros—. Quizá algún vagabundo quiso calentarse un poco, encendió una fogata y no controló bien el fuego.

—¿Con este calor?

La humedad del río cercano y la ancha vega de álamos contribuían a crear una atmósfera sofocante, que hacía que el calor fuera más difícil de soportar. Durante toda la semana la máxima había sobrepasado los treinta grados.

—No ha habido heridos, ¿verdad? —inquirió.

—Sólo uno —sonrió el jefe—. Tiene quemaduras de primer grado en las patas y el rabo. Ya ha sido dado de alta.

—¿Un perro?

—Una perra. Si vio algo, desgraciadamente no puede decírnoslo.

De repente una ronda de aplausos, en la multitud de curiosos y periodistas, distrajo la atención de Gideon. Al volverse, vio los flashes de las cámaras.

—¿Cómo es que no le están entrevistando a usted?

Bridgerton se echó a reír.

—Yo ha he declarado ante la prensa. Pero parece que hoy alguien ha saltado a la fama. Un rescate. Canal Diez y las demás agencias se han interesado sobre todo por ella, no por mí…

¿Ella? Los periodistas estaban entrevistando a una perra en lugar de a un veterano jefe de bomberos?

El jefe le dio una palmadita en el hombro y se hizo a un lado.

—Será mejor que vuelva al trabajo. Me alegro de verte, Gid.

—Lo mismo digo, jef… —le hizo el saludo de rigor y se apresuró a corregirse—: Tom.

—Llámanos alguna vez. A los chicos de la Veintitrés les encantaría verte.

—Sí, lo haré.

A sus treinta y cinco años, Gideon estaba en plena forma. Pero no en activo. Se miró los dedos casi inútiles de la mano izquierda. Sí, los novatos del cuerpo podrían aprender muchas cosas de un veterano como él. Pero se metió la mano en el bolsillo y desechó ese pensamiento. Quizá lo mejor fuera evitar una visita al cuartel de bomberos y a los recuerdos, tan amargos como dulces, asociados al cuerpo.

Volvió a ponerse las gafas de sol, suspirando profundamente. Sacó lápiz y cuaderno y se dirigió al edificio calcinado. Rodeó el perímetro antes de entrar.

Una carcajada general procedente de la multitud volvió a distraer su atención. Guardándose el cuaderno, le entró curiosidad y se acercó para ver a la perra que estaba disfrutando de semejante éxito mediático.

Una gran cámara de televisión le impedía verla, pero reconoció al momento a la mujer alta y pelirroja que estaba hablando con el micrófono en la mano, una locutora muy famosa de los informativos de la tarde.

—Saundra Ames, de las noticias del Canal Diez, en la escena del almacén incendiado al norte de Kansas City, entre el río Missouri y la carretera de Levee…

La locutora se las arregló para describir los detalles básicos del incendio exhibiendo en todo momento su sonrisa de dientes de porcelana. Gideon no pudo menos de admirarse de que no estuviera sudando en una jornada tan calurosa como aquella. La dama era una auténtica profesional.

—… y ahora me gustaría presentarles a la valiente bombera de Kansas City que salvó al cachorro que han visto hace unos momentos —acercó el micrófono a la entrevistada, y la cámara varió de posición.

Gideon se quedó helado. El mundo pareció detenerse en aquel preciso instante. Meghan.

El corazón le dio un vuelco en el pecho. Seguía tan bella como siempre. Llevaba la melena recogida en una trenza. Una melena rubia de distintos tonos, desde ambarinos hasta trigueños. Tenía un aspecto fresco y joven. Sin maquillaje alguno.

Aunque sonreía al cachorro que sostenía en los brazos, entretenido en chuparle la barbilla y de paso el micrófono, sus enormes ojos castaños tenían la misma expresión seria y contenida que tan bien recordaba. Era realmente ella.

El mundo empezó a moverse de nuevo cuando Saundra Ames formuló su siguiente pregunta:

—¿Hay muchas mujeres bomberas?

Gideon aspiró profundamente, intentando refrenar la incendiaria reacción de su cuerpo ante el simple hecho de verla. No quería sentir nada por ella. Ya no.

—Somos unas cuantas. Y cada vez en puestos más importantes.

—¿Cuánto tiempo lleva de bombera?

—Unos cuatro años.

Conforme se prolongaba la entrevista, Gideon empezó a advertir su incomodidad, traicionando la tensión interior que intentaba disimular tras una apariencia dura e indiferente.

—Y aun así ha arriesgado su vida por salvar a un perro. ¿Por qué? —inquirió la periodista, ignorante del gran corazón que Meghan encerraba en su pecho.

—Porque me necesitaba —respondió frunciendo el ceño, como extrañada de su pregunta.

—¿Qué siente una mujer cuando, como es su caso, constituye un modelo de comportamiento para las jóvenes de Kansas City?

—¿Modelo de comportamiento? Yo… yo me limito a hacer mi trabajo. Yo no pretendo… Por favor, yo no… —nerviosa, apretó al cachorro que seguía sosteniendo en sus brazos.

Gideon se quitó las gafas oscuras y avanzó inconscientemente, obedeciendo al tácito impulso de acercarse para protegerla. Para ofrecerle su apoyo. Para recordarle que no estaba sola. .

Fue entonces cuando Meghan desvió la mirada de la periodista, de la cámara… y se encontró con la de Gideon. Como si de alguna manera hubiera percibido, presentido su presencia. Como si lo necesitase.

Abrió mucho los ojos al reconocerlo instantáneamente. Y entreabrió los labios, conteniendo el aliento. Sus miradas se engarzaron, fascinadas. Una suerte de energía dinámica, familiar, circuló entre ellos. Acelerando el pulso de Gideon. Y cargándolo de deseo, de necesidad, de preguntas y arrepentimientos.

Meghan parpadeó entonces varias veces como cerrando la puerta a aquella visión y cortando aquella conexión bruscamente, de golpe. Bajando la mirada, se negó a mirarlo de nuevo.

Gideon soltó el aire que había estado conteniendo. Diablos. ¿En qué había estado pensando? El sentido común volvía a imponerse. Habían pasado dos años. Y todavía no se la había quitado de la cabeza.

Pero las cosas habían cambiado. Meghan ya no quería su ayuda. Eso se lo había dejado meridianamente claro. Lo había rechazado y había escapado de su vida. Mientras que él, por su parte, había entrado en el infierno.

Alzando el estoico muro de silencio que estaba empezando a convertirse en una segunda piel, Gideon dio media vuelta para dirigirse de nuevo a los restos del calcinado edificio.

Al menos el fuego era un demonio que podía comprender.