Reflexiones sobre la Revolucíon Francesa - Edmund Burke - E-Book

Reflexiones sobre la Revolucíon Francesa E-Book

Edmund Burke

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Reflexiones sobre la Revolución Francesa, de Edmund Burke, es una obra fundamental del pensamiento político conservador que ofrece una crítica profunda y apasionada a los acontecimientos desencadenados por la Revolución Francesa. Escrito en 1790, el texto denuncia el radicalismo revolucionario y advierte sobre los peligros de desmantelar de forma abrupta las instituciones tradicionales y el orden social heredado. Burke defiende la importancia de la continuidad histórica, la prudencia política y el respeto por las costumbres como pilares esenciales de una sociedad estable. Desde su publicación, la obra ha sido considerada una respuesta clave al idealismo ilustrado y a los excesos de la política revolucionaria. Con un estilo elocuente y contundente, Burke argumenta que el cambio político debe ser gradual y enraizado en la experiencia colectiva, no en teorías abstractas. Sus ideas han influido profundamente en el pensamiento político occidental, especialmente en la formación del conservadurismo moderno. La vigencia de Reflexiones sobre la Revolución Francesa reside en su análisis de las tensiones entre tradición y cambio, autoridad y libertad. Burke invita a la reflexión sobre los límites de la razón política y sobre los costos humanos de los proyectos utópicos, dejando un legado que sigue siendo objeto de debate en contextos de transformación social y política.  

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Edmund Burke

REFLEXIONES SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA

Título original:

“Reflections on the Revolution in France”

Sumario

PRESENTACIÓN

INTRODUCCIÓN

EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE EDMUND BURKE

REFLEXIONES SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA Y SOBRE LA ACTITUD DE CIERTAS SOCIEDADES DE LONDRES ANTE ESE ACONTECIMIENTO; EXPUESTAS EN UNA CARTA DIRIGIDA A UN CABALLERO DE PARÍS, 1790.

PRIMERA PARTE

SEGUNDA PARTE

PRESENTACIÓN

Edmund Burke

1729 – 1797

Edmund Burke was an Irish statesman, orator, and writer, best known for his work as a political theorist and for his influence on modern conservatism. Born in Dublin, Burke became a member of the British Parliament and gained prominence through his eloquent speeches and writings on issues such as the American Revolution, the French Revolution, and the limits of governmental power. Though often remembered for his conservative views, Burke was also an early advocate for liberty, constitutional government, and the importance of tradition in sustaining social order.

Early Life and Education

Edmund Burke was born into a mixed religious household—his father was Anglican, and his mother was Roman Catholic. He was educated at Trinity College Dublin, where he studied classics and philosophy. After moving to London to study law at the Middle Temple, Burke abandoned legal practice to pursue a career in writing and public service. His early works, such as A Vindication of Natural Society (1756) and A Philosophical Enquiry into the Origin of Our Ideas of the Sublime and Beautiful (1757), established him as a thinker with a deep interest in aesthetics, society, and human nature.

Career and Contributions

Burke entered the British House of Commons in 1765 as a member of the Whig party and served for nearly three decades. He gained widespread recognition for his defense of the American colonies' grievances against British taxation, arguing for conciliation and constitutional restraint. However, his most famous and controversial stance came with the publication of Reflections on the Revolution in France (1790), in which he vehemently criticized the French Revolution, warning that the destruction of traditional institutions would lead to chaos and tyranny.

This work laid the intellectual foundation for modern conservatism, emphasizing the dangers of radical change and the value of inherited customs, gradual reform, and social cohesion. Burke championed the idea that society is a contract between the past, present, and future, advocating for a balance between liberty and order.

Impact and Legacy

Burke’s ideas profoundly shaped Western political thought, influencing not only conservative ideology but also liberal principles grounded in constitutionalism and prudence. His emphasis on moral responsibility, tradition, and the organic evolution of institutions has been echoed by statesmen and philosophers across centuries, from the 19th-century thinker John Stuart Mill to 20th-century political theorist Russell Kirk.

Despite being a Whig, Burke’s opposition to the French Revolution distanced him from many of his contemporaries, but cemented his reputation as a prophetic figure. He is often credited with foreseeing the Reign of Terror and the authoritarian regimes that would follow in revolutionary France.

Edmund Burke died in 1797 at the age of 68, shortly after retiring from public life. Though his political career had moments of controversy and isolation, his writings gained lasting recognition and respect. Today, Burke is seen as a foundational figure in the development of conservative political philosophy, and his works remain central to debates about political ethics, change, and the role of tradition in society.

Burke’s legacy lies not in rigid ideology but in his method of political reasoning—skeptical of abstract theories and committed to the practical wisdom of history. His writings continue to influence discussions of governance, reform, and moral responsibility, highlighting the enduring relevance of his vision in an ever-changing world.

Sobre la obra

Reflexiones sobre la Revolución Francesa, de Edmund Burke, es una obra fundamental del pensamiento político conservador que ofrece una crítica profunda y apasionada a los acontecimientos desencadenados por la Revolución Francesa. Escrito en 1790, el texto denuncia el radicalismo revolucionario y advierte sobre los peligros de desmantelar de forma abrupta las instituciones tradicionales y el orden social heredado. Burke defiende la importancia de la continuidad histórica, la prudencia política y el respeto por las costumbres como pilares esenciales de una sociedad estable.

Desde su publicación, la obra ha sido considerada una respuesta clave al idealismo ilustrado y a los excesos de la política revolucionaria. Con un estilo elocuente y contundente, Burke argumenta que el cambio político debe ser gradual y enraizado en la experiencia colectiva, no en teorías abstractas. Sus ideas han influido profundamente en el pensamiento político occidental, especialmente en la formación del conservadurismo moderno.

La vigencia de Reflexiones sobre la Revolución Francesa reside en su análisis de las tensiones entre tradición y cambio, autoridad y libertad. Burke invita a la reflexión sobre los límites de la razón política y sobre los costos humanos de los proyectos utópicos, dejando un legado que sigue siendo objeto de debate en contextos de transformación social y política.

INTRODUCCIÓN

EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE EDMUND BURKE

Burke y su siglo

Algunos historiadores consideran el siglo XVIII como el período más logrado de la cultura occidental, y este juicio acaso sea definitivo si observamos el panorama desde un punto de vista inglés. Otros siglos presentan momentos verdaderamente culminantes; pero no cabe duda de que los cien años que transcurren entre la batalla de Blenheim (1713, norte de Múnich) y la de Waterloo (1815, en Bélgica) muestran a Inglaterra en un brillante período de plenitud cultural y, quizá, en su etapa más orgánica de estructuración social y económica. Bajo una dirección política predominantemente aristocrática, la Inglaterra del siglo XVII alcanzó un momento de extraordinario dinamismo en todos los órdenes de la actividad humana; sin embargo, esta vitalidad no impidió que el arte y la distinción constituyesen una parte integrante de la vida ordinaria, y no era infrecuente encontrar generales y políticos que sabían latín, entendían de pintura y recitaban versos.

Situada entre las disensiones religiosas y la Revolución industrial, esta época individualista y todavía heroica disfrutó de una relativa tranquilidad interna, y produjo unas condiciones de vida que hicieron posible la aparición de una sociedad próspera, culta y elegante, que poseía un elevado sentido de la belleza.

En el siglo XVIII inglés, la aristocracia servía de modelo y de ejemplo a la burguesía y a la clase profesional, y estas le proporcionaban muy a menudo la necesaria energía intelectual y física. Fue una época de caballerosidad en que la sociedad aún no se había mercantilizado, en que el arte y la vida no estaban mecanizados, se apreciaba más la calidad que la cantidad, el buen nombre y la dignidad profesional tenían suma importancia, y los hombres vivían de un modo natural, en un ambiente de dimensiones más humanas, gozando de una vida socialmente más rica que la de nuestros días.

Del seno de esta sociedad surgieron eminentes políticos y militares, artistas y poetas, hombres de acción y pensamiento de la categoría de Nelson, Pitt, Hume, Reynolds, Pope, el doctor Johnson y Blake, Richardson, Fielding, Goldsmith, y este ambiente condicionó asimismo la formación de Edmund Burke, una de las figuras más destacadas de la Europa del siglo XVIII y, por descontado, el pensador político más grande que ha tenido Inglaterra desde su época hasta nuestros días.

Al estudiar figuras cuya grandeza multiplica su complejidad, es casi inevitable que se conceda a ciertos aspectos de su personalidad más importancia que a otros, según el propósito, la época o las circunstancias. Así ha ocurrido con Burke, y si ha habido momentos en que se han reconocido con exclusiva parcialidad su visión histórica y sus aciertos políticos, en otros se ha prestado quizá una desmesurada atención a sus condiciones literarias y a las cualidades de su estilo1. Hoy día corremos el riesgo de no conceder importancia a su formación humanística y a los conocimientos que adquirió durante sus largos años de actividades de hombre de letras, y de olvidarnos de que esta preparación sirvió de base al pensador político.

Es verdad que Burke fue el defensor más enérgico de la causa de las colonias norteamericanas; que se opuso tenazmente a las pretensiones autocráticas de Jorge III y de su grupo de amigos y consejeros; que acusó las irregularidades de la administración inglesa en el nuevo imperio de la India; que defendió a Irlanda y al catolicismo; y que fue el primero en advertir sobre los peligros de la Revolución francesa. Sin embargo, sin dejar de reconocer el valor histórico de estos aciertos y la importancia política de muchas de sus intervenciones, hay que tener en cuenta que Burke no fue esencialmente un hombre de acción, lo que podríamos denominar un político práctico, sino un intelectual, un verdadero pensador político, que se sirvió de armas puramente intelectuales para establecer principios generales y presentar soluciones que se apoyaban firmemente en un subsuelo ético y religioso. El aspecto fundamental de la personalidad de Burke, por tanto, fue su extraordinaria facultad para formular principios de valor general partiendo de situaciones concretas, y su intuición para interpretar los hechos políticos y sociales relacionados en un contexto histórico orgánico, buscando el sentido de la historia2. Y esta elevación mental, esta amplia imaginación filosófica, de la que estuvieron desprovistos eminentes políticos contemporáneos suyos, como Chatham, Holland, Pitt o Fox, Burke se la debía en gran parte a su preparación de hombre de letras.

La personalidad de Edmund Burke

Edmund Burke nació en Dublín el 12 de enero de 1729 "new style3", de madre católica y padre protestante. En 1744 entró en el Trinity College de Dublin, donde también estudiaba Oliver Goldsmith, y, como este, no parece haber sido un alumno extraordinario. Aunque carecía de vocación para la abogacía, en 1750 pasó a estudiar leyes en Middle Temple, de Londres, para complacer a sus padres; pues a pesar de considerar la ciencia legislativa como una de las primeras y más nobles, decía que temía ejercer su profesión porque no creía que, "salvo en personas excepcionales", ella fuera suficiente para "ampliar y liberar la inteligencia4". En consecuencia, paralelamente a su programa de leyes prosiguió sus estudios de formación histórica, filosófica y literaria y empezó a escribir.

Durante una temporada que pasó en Bath, en 1756, con el fin de rehacer su salud quebrantada, se enamoró de la hija de su médico — el Dr. Nugent — y se casó con ella. Este mismo año publicó sus dos primeras obras, A Philosophical Enquiry into the Origin of our Ideas of the Sublime and the Beautiful y A Vindication of Natural Society. La primera es un tratado estético que tuvo bastante importancia en su tiempo, y la segunda, una ironía acerca de la literatura que en aquella época defendía el retorno del hombre al estado de naturaleza, la cual, aunque parezca hoy día increíble, fue tomada en serio por muchos lectores5. A pesar de ser obras de juventud, en la Philosophical Enquiry ya aparecen las peculiaridades del estilo de Burke, y en Vindication se encuentran las ideas esenciales de su pensamiento. Burke se había dado cuenta desde un principio — y he aquí el valor biográfico de Vindication — que el desmedido criticismo de la nueva ideología amenazaba la religión, el gobierno, y minaba los cimientos de la sociedad. De modo distinto de Milton6, a quien por otra parte admiraba, Burke no creía que la discusión absolutamente libre y abierta fuera beneficiosa para una nación, y afirmaba que la sociedad se derrumbaría en el momento en que el ejercicio de los deberes morales y la constitución del orden social se sometieran a la crítica irrestringida de todo individuo. En esa época, pues, Burke ya había llegado a la conclusión de que, en materias de fe y deber moral, "la autoridad de una tradición ilustrada tenía que preferirse a la búsqueda especulativa de una autoridad aceptable a la razón7". Creía, además, que el sentido de seguridad emanado de la aceptación de una fe y una tradición eran un factor de un valor inestimable para la estabilidad de la sociedad, y que la sensación de inseguridad derivada del ataque a estos fundamentos básicos era el principio de los mayores daños.

A partir de la fecha de su matrimonio empieza la serie de años en que Burke vive exclusivamente de la pluma y de los servicios que en calidad de secretario presta a políticos de la época como W. G. Hamilton, y lord Rockingham. En 1757 se compromete con los editores Dadsley a preparar el Annual Register, una especie de anuario de historia política y literatura europeas, que empezó a redactar solo, y en el cual colaboró eficazmente, sobre todo en la sección histórica, hasta el final de su vida. El llamado "artículo histórico", panorama histórico anual que osciló entre 45 y 244 páginas desde los años 1758 hasta 1787, en que Burke estuvo al frente de la publicación, se hizo famoso en su tiempo y todavía es una autoridad imprescindible para los acontecimientos de la época. Entre las reseñas de libros del Annual Register de 1759 y 1762, respectivamente, se encuentra la crítica de la Lettre à d’Alembert y la del Émile de Rousseau.

Desde 1761 hasta 1765, Burke estuvo en Irlanda con W. G. Hamilton, y de regreso a Londres en abril del último año se incorporó a la tertulia literaria que se reunía en Turk’s Head8, a la que concurrían Reynolds, Garrick, Goldsmith, Boswell, el doctor Johnson, Gibbon, y, más adelante, Sheridan. La figura que dominaba la tertulia era, naturalmente, el doctor Johnson, y Burke el único contertulio que, aunque 20 años más joven, tenía suficiente vigor intelectual para enfrentarse con él en cualquier tipo de controversia. Johnson decía que Burke era un hombre extraordinario, cuya corriente de pensamiento era constante y que a las dos de la madrugada discutía con más vigor que cualquiera a las nueve de la noche9. Cuando Burke fue elegido miembro del Parlamento, todos sus amigos deploraron que la política llegara a absorber para un partido un talento que, según ellos, Dios había destinado para más amplios fines10.

La carrera política de Burke empieza a mediados de 1765, al ser nombrado lord Rockingham primer ministro. Atraído por la amplitud de sus conocimientos de los hombres y los problemas, así como por el atractivo y la sencillez de su persona, Rockingham escogió a Burke como secretario, y poco después era elegido miembro del Parlamento. Había llegado el momento de poner en práctica, en el yunque del pensamiento y la acción donde se fragua la Historia, aquellas provechosas lecciones que aprendió de Montesquieu y que con tanto éxito había aplicado a la historia antigua y a la contemporánea. En su primera actuación defendió la posición norteamericana ante la Ley del Timbre. El discurso produjo la admiración de lord Chatham11 y los whigs se felicitaron de la adquisición que Burke suponía para el partido. Nadie podía poner en duda su sinceridad, su apasionamiento y sus poderosas facultades oratorias.

El advenimiento de Jorge III (1760), que se había propuesto como modelo la política de Federico el Grande, olvidándose de que una aristocracia territorial y mercantil no puede tratarse como un ejército, tenía que sublevar el agudo espíritu de justicia de Burke, el cual, temiendo por las libertades de la Constitución británica, atacó y denunció la actitud del rey durante largos períodos de su vida pública. La triple desavenencia entre el rey, los consejeros y el pueblo ocasionaron las dos interesantísimas publicaciones de Burke: Observations on the Present State of the Nation (1769) y Thoughts on the Causes of the Present Discontents (1770), ambas tan repletas de principios políticos. Burke pertenecía al partido whig, que en su época valía tanto como decir monárquico constitucional en el siglo pasado, y su empeño constante fue formar un gobierno de coalición entre los dos grandes grupos de su partido, acaudillados por Chatham y Rockingham. Jorge III y los descendientes de los grupos whigs estorbaron este propósito y, con el advenimiento de lord North a la presidencia (1770) y durante los 12 años de su gobierno, ocurrieron todos los desastres que Burke temía y hubiera querido evitar. Burke luchó durante seis años para mantener unidos a los hombres de su partido, pero la imposibilidad de que los whigs se hicieran con el gobierno y la falta de sentido de las realidades por parte de los que lo tenían en sus manos precipitaron los acontecimientos de Norteamérica. En este problema político se cree que es donde el genio de Burke tuvo mayores aciertos, y pronto los hechos (1776) se encargaron de demostrar — como ocurrió más tarde con su denuncia de la política de la Revolución francesa — que su visión era muy superior a la de muchos políticos contemporáneos.

En 1769, Burke compró una propiedad en Beaconsfield (Buckinghamshire) que le costó 22.000 libras. No dejó de haber quien se extrañara de que un hombre que carecía de riqueza pudiera haber realizado una inversión de este tipo. Sin embargo, está demostrado que no existió inmoralidad en esta ocasión ni en otra alguna, y pocos hombres públicos son de una honradez tan probada como Burke. Una herencia, un préstamo y una hipoteca sobre la misma finca proporcionaron la cantidad exigida, y es sabido que, cuando murió, la hipoteca no se había levantado todavía. Burke, que era un hombre magnánimo y de buen gusto, tenía su casa de Beaconsfield llena de libros y obras de arte, y continuamente había invitados en la finca. Apasionadamente preocupado por los asuntos de su país, Burke no pudo tener — como no la tuvo Pitt — gran solicitud hacia sus propios intereses, y durante toda su vida tuvo dificultades económicas12.

Hacia 1780 parecía evidente que el ministerio de lord North había conducido al país al borde del desastre y la humillación, y los últimos meses de la guerra con las colonias norteamericanas y los continuos ataques de la oposición, dirigidos especialmente por Burke, precipitaban su caída (1782). Ascienden sus amigos políticos con Rockingham al frente; pero llegó la muerte del primer ministro a los tres meses de gobierno, enfrentando a Fox y Shelburne, y el noble aunque precipitado intento de Fox y Burke de promulgar la Ley de la India13 desprestigió al gobierno. La Ley fue rehusada — pues en realidad pocos eran los interesados en la pureza y justicia de la administración y el gobierno de la India — , y Jorge III vio acercarse su gran momento. El gobierno fue sustituido, y William Pitt, a pesar de tener solo 25 años14, fue nombrado primer ministro. En estas circunstancias, el partido whig apareció aniquilado de tal forma que permaneció excluido del poder durante medio siglo.

Este hecho tuvo que haber ocasionado un desengaño enorme a un romántico de la política como Burke; pues para él el sesgo que tomaba el nuevo gobierno y el hecho de empeñarse en rechazar la propuesta de la Ley de la India, significaban respectivamente una agresión a las libertades constitucionales y el amparo de una dudosa moralidad administrativa.

La última etapa de su carrera política y de su vida la centran dos asuntos verdaderamente importantes: sus ataques a Warren Hastings15 y sus discursos y escritos sobre la Revolución francesa. Mediante los primeros, Burke ponía de relieve que una raza considerada superior debe observar la moralidad más estricta al tratar con una raza sometida. Con los segundos señalaba el peligro que entrañaba para la sociedad el hecho de que un grupo de hombres nuevos se apoderasen del poder y, volviendo las espaldas a la tradición, se propusieran estructurar un estado según un sistema matemático. En ambos casos, Burke demostró aquella nobleza e integridad que le caracterizaban, y, desde el punto de vista intelectual, pocos pensadores políticos que hayan tratado de un modo tan amplio proposiciones generales han sido tan originales como él y han evitado el lugar común y la vaguedad. Por supuesto, escasos son los hombres que han abordado problemas de tanta magnitud y los han sabido tratar de un modo tan concreto y con tanta elevación moral e intelectual.

En 1794, Burke abandonaba el Parlamento para retirarse definitivamente a Beaconsfield, y en este mismo año moría su hijo Richard, que había sido nombrado sucesor suyo. En este momento Burke tenía 65 años, lo que significaba una vida de intensidad y lucha puesta generosamente al servicio de su patria. Pitt, el joven, que seguía de primer ministro en esta ocasión, fue el primero en reconocer los méritos de Burke y se propuso nombrarle lord Beaconsfield y concederle una pensión. La provisión se hizo rápidamente, pues incluso Jorge III estaba firmemente interesado; pero el nombramiento no llegó a realizarse, pues no sobrevivió a su hijo más que tres años.

Burke se hallaba en Bath cuando presintió que el gran momento se acercaba. Con la grandeza de siempre, y con una enternecedora humildad, escribió a un pariente de su primer maestro: "He pasado cuatro meses en Bath sin resultado alguno, y, en consecuencia, me traslado mañana a Beaconsfield para estar cerca de un aposento más permanente, esperando con humildad y temor que la mejor parte de mí mismo encuentre mejor morada16".

Burke murió el 9 de julio de 1797, habiendo conservado hasta el último momento sus facultades mentales y su ingeniosidad. Fox propuso al Parlamento que se le enterrara en la abadía de Westminster entre los grandes hombres; pero Burke, en su testamento, había expresado el deseo de ser enterrado con los suyos, en la iglesia de Beaconsfield.

El pensador político

Burke proporciona uno de los nombres más eminentes a la historia del pensamiento político. Sin duda ha habido hombres que en el campo de la política práctica han tenido más importancia que Burke, y otros que como oradores y pensadores han sido más eficaces y originales; sin embargo, nadie como él ha sabido utilizar con tan buen resultado las ideas generales del pensador para juzgar o resolver los problemas particulares del político. Y esta facultad Burke se la debía, en gran parte, a su formación de hombre de letras; pues a pesar de que despreciaba la cultura libresca, es evidente que la distinción, la riqueza y el generoso impulso de su pensamiento tenían sus raíces en la literatura, la historia y la filosofía. Es cierto que en sus escritos apenas aparece la cita directa, y en ellos los conocimientos del autor aparecen diluidos y completamente integrados en el texto; sin embargo, frecuentemente es fácil darse cuenta de la presencia de esa firme tradición literaria que, incorporándose en el conjunto de su obra, le proporciona nervio y realce.

La influencia de su formación literaria favorecía a Burke en diversos sentidos: por un lado le libraba del mecanismo formulario de la política práctica; por otro ampliaba sus concepciones, ayudándole a relacionar la política con las fuerzas éticas, las máximas políticas y las viejas sentencias morales, acercándole de este modo a las condiciones y situaciones humanas y ofreciendo a sus métodos mayor flexibilidad y posibilidad de penetración de la que pudiera disponer ordinariamente cualquier otro político. Mediante el estudio continuado de las letras, el antiguo discípulo de Montesquieu fue enriqueciendo sus facultades intelectuales hasta convertirse en el pensador político más grande de toda una época: "No me imagino ningún momento ni ninguna circunstancia en que los escritos de Burke no tengan el máximo valor", decía Coleridge en su tiempo17. "En realidad, desde Burke, Inglaterra no ha tenido pensadores políticos de primer orden", afirma en nuestros días Christopher Dawson18.

Las direcciones principales del pensamiento de Burke pueden sintetizarse en varios puntos: a) su visión providencialista de la Historia; b) la superior importancia que concede a la sociedad, como conjunto orgánico, sobre el individuo; c) su idea de que la sociedad no se origina en ningún contrato, sino en una conveniencia; d) la autoridad y el respeto que merece la tradición religiosa; e) y el espíritu de moderación, que considera un elemento esencial en las reformas políticas y sociales.

Dotado de una profunda conciencia religiosa, a Burke le fue imposible aceptar la interpretación de la Historia que ofrecían Voltaire y demás escritores de la Ilustración, y a través del elemento conservador que le proporcionaba Montesquieu con su interés en relacionar e interpretar los hechos y su respeto por la tradición, la imaginación filosófica de Burke le llevaba a considerar la historia de la cultura como una trayectoria marcada por la sabiduría de Dios. Su visión del desarrollo de la sociedad superaba el racionalismo de su siglo, en cuanto consideraba que en las instituciones y en los prejuicios19 humanos había una fuerza misteriosa y divina, algo que era a la vez sagrado y bello20, que el hombre tenía que venerar, con lo que tenía que colaborar, y contra lo cual era insensato oponerse sin labrar su propia destrucción.

De ahí que rompa decididamente contra la teoría política mecánica y atomicista que había dominado el pensamiento del siglo XVIII y rebata la teoría de Locke sobre la independencia intelectual del hombre. El hombre se debe a la sociedad, la cual es un conjunto orgánico constituido por una disciplina espiritual y ética y una acumulación científica y artística de siglos. Burke sostiene que la sociedad constituye el ambiente conjunto en el que la inteligencia individual se nutre, y que el hombre seccionado de su unidad orgánica es incapaz de desarrollarse. Esta es la razón por la cual otorgaba a la costumbre y a la tradición de pensamiento un valor muy superior al de la opinión individual.

Por ello ataca asimismo la flamante abstracción de los derechos del hombre lanzada por los políticos de la Ilustración. Según Burke, la sociedad no se origina en ningún contrato teórico libremente estipulado, sino en la necesidad, y el factor que moldea sus instituciones no ha sido la consideración de ningún código de derechos abstractos previamente establecidos — los llamados "derechos inherentes del pueblo" — sino la "conveniencia21".

Su naturalismo — o quizá mejor su realismo — político, por tanto, rechazaba la idea de que la ciencia de constituir un Estado, o de renovarlo o mejorarlo, pudiera aprenderse de antemano; se oponía a las constituciones matemáticas de los revolucionarios, en el sentido de que era imposible juzgar la eficacia de una Constitución por su perfección teórica, aceptando que había que ir más allá de las condiciones políticas de un pueblo, debiendo examinar el estado de la sociedad en la que se basara dicha Constitución. "En un Estado existen con frecuencia causas oscuras y casi latentes, que a primera vista parecen de poca importancia y de las cuales dependen esencialmente gran parte de su prosperidad o infortunio22".

Burke estaba convencido de que el ateísmo era el desastre más tremendo que le podía sobrevenir a una sociedad, y consideraba a los hombres desprovistos de fe como los desheredados de la humanidad. Por descontado, Burke juzgaba que era mejor la diversidad religiosa que el ateísmo. Y ante el temor del racionalismo de su época exclamaba: "No provoquemos la diversidad; pero ya que la tenemos, soportémosla23". Ahora bien, para que la religión ejerza la mayor eficacia, Burke opinaba que la sociedad tenía que conceder independencia económica al sacerdote, con el fin de proporcionarle la autoridad necesaria y librarlo del desprecio o de la protección de las clases que tenía que amonestar. Hay que procurar — decía — que los censores del vicio "no incurran en su desprecio ni vivan de sus limosnas" y puedan, así, influir beneficiosamente en todas las capas sociales. En pleno siglo XVIII, racionalista y revolucionario, Burke se daba cuenta de que la religión era el elemento indispensable para proporcionar dinamismo y fuerza cohesiva a una sociedad y a una cultura, adivinando a más de un siglo de distancia a lord Acton y a Christopher Dawson24.

Con estas concepciones firmemente cimentadas en la conciencia, la dirección política de este famoso whig no podía sino tender a reforzar los principios de justicia y autoridad, aunque estos, a veces, se encontraran aparentemente en flagrante contradicción con las orientaciones ideológicas de su partido. Burke fue en política un liberal de tendencia conservadora o, quizá mejor, un liberal injertado sobre un pie conservador, que acaso sea el injerto político más afortunado. Aunque decididamente bien dispuesto hacia la renovación, Burke estaba convencido de que había unos principios constantes que había que mantener a toda costa inalterados si la restauración tenía que ser beneficiosa para la sociedad. "Un Estado que carezca de posibilidades de renovación es un Estado sin medios de conservación25". Ahora bien, incluso cuando se modifica "debería ser para conservar", y en cualquier caso, al hacer la restauración, conviene seguir "lo más aproximadamente posible el estilo del edificio26". "La inclinación a conservar y la habilidad en mejorar, enlazados" constituyen el ideal que Burke tenía del político; añadiendo a este respecto que "todo lo demás es vulgar en la concepción, y en la ejecución, peligroso27".

Burke no tiene una confianza tan absoluta en la razón humana para que, despreciando el misterioso instinto conservador contenido en la tradición, crea que una generación de hombres posee suficientes dotes y dominio sobre las circunstancias para estructurar definitivamente la sociedad en unos años. "Donde los grandes intereses de la humanidad se relacionan a través de una larga sucesión de generaciones, esta sucesión debe ser admitida a participar en los consejos que van a afectarlas tan profundamente. Si la justicia lo requiere así, la obra misma necesita la colaboración de un número de inteligencias mayor del que puede proporcionar una época28". Por consiguiente, en política hay que tener conciencia histórica y responsabilidad, y operar con vistas a largo plazo.

Por otra parte, tampoco una generación, una asamblea o un comité son los dueños de un Estado, aunque lo administren circunstancialmente; ya que el Estado, según Burke, no es tan solo una participación de los vivientes, sino una coparticipación "de los que viven, de los que murieron y de los que han de nacer". Y en este punto estamos ya llegando al núcleo central del pensamiento de Burke y acaso revelando la clave de aquel misticismo político suyo, consecuencia de su fe en Dios, de su respeto por la tradición, y de su confianza en el conservadurismo instintivo de la base de la sociedad y de sus propósitos concretos y prácticos.

De ahí, pues, su desconfianza instintiva hacia los forjadores de constituciones teóricas, los formuladores de decretos sin fundamento, y los niveladores sociales que, según él, venían con pretensiones de desarraigar el prejuicio y lo único que hacían era sustituirlo por un esquema vacío y sin sustancia, que destruía la raíz de la sociedad. De ahí también, su desprecio por los enciclopedistas y su oposición a Rousseau. Las arraigadas convicciones de Burke constituían el subsuelo en el que se nutría su ética ejemplar. Para él, el político o el moralista no eran otra cosa que una manifestación del hombre, y jamás pudo comprender la actitud, por ejemplo, de Rousseau, que por una parte escribía tratados de educación y hablaba de derechos, y por otro se negaba a cumplir con el más elemental y primario de los deberes de un hombre, que era el de cuidar y mantener a sus hijos. Por eso ni Burke ni Johnson, a pesar del empeño que puso en ello Boswell, tuvieron el menor deseo de entrevistarse con Rousseau, cuando este estuvo en Inglaterra, invitado por Hume en 1766.

La opinión que Burke tenía del ejercicio de las funciones de gobierno era extraordinariamente elevada, y, en consecuencia, exigía para el político la máxima independencia moral e intelectual respecto de sus electores. Uno de los juicios más interesantes en este sentido fue el que Burke manifestó a sus electores de Bristol en 1774, poco después de haber sido elegido miembro del Parlamento por esta ciudad. Según él, el miembro del Parlamento tiene que escuchar con respeto y considerar seriamente las opiniones de sus electores; pero no debe recibir de ellos indicaciones autoritarias ni mucho menos órdenes que considere contrarias a su leal proceder. Porque el Parlamento no es un congreso al que concurre cierto número de delegados a defender unos contra otros sus encontrados intereses, "el Parlamento es la asamblea deliberativa de una nación, y tiene un interés único, y este es el de todos"; en él no pueden dominar "los intereses ni los prejuicios locales, sino el bien general resultante de la razón general". Por consiguiente, los electores tienen que tener en cuenta que si bien ellos son los que eligen a un miembro, una vez lo hayan elegido, este miembro ya "no es un miembro de Bristol, sino que es un miembro del Parlamento29".

Por esto, Burke entendía que el político tenía que ser un hombre que gozara de un nombre y una posición que le proporcionara una completa independencia de juicio y elevación de miras; pues creía que era esperar demasiado de la naturaleza humana, exigirle que sirviera generosamente una causa que pudiera estar en contra de sus intereses particulares. Claro está que Burke vivía en una época aristocrática en la que aún no existía el político profesional y las funciones de gobierno estaban prácticamente en manos de la nobleza; y se daba por supuesto que el noble, el señor natural, ante todo, tenía que ser, aunque frecuentemente no ocurriera así, un caballero. "Esta idea de una ascendencia liberal nos inspira un sentido de dignidad originaria y habitual que evita esta insolencia advenediza, casi inevitable, que se adhiere desvirtuándolos, a aquellos que son los primeros en participar de alguna distinción30". Añadiendo que la firmeza y moderación en la conducta de toda asamblea pública no pueden asegurarse, "a no ser que el cuerpo que las constituye esté compuesto de miembros que gozan de dignas condiciones de vida, propiedad estable, educación y demás circunstancias que tienden a ampliar y liberar el entendimiento!31".

En el siglo XVIII el espíritu de partido carecía, en general, de la virulencia manifestada posteriormente en la época de la lucha de clases, y no estaba tan arraigado en la conciencia de Burke que no le permitiera apoyar al amigo cuando pertenecía al partido contrario, como ocurrió en el caso de Boswell, que, lo mismo que el doctor Johnson, era tory32. Así llevando esta actitud a una lógica consecuencia, Burke aconsejaba aprovechar con sabia tolerancia política los servicios que pueden prestar al Estado personas o formas que, por su disposición o tendencia, nos desagradan. "Un buen patriota — decía — un verdadero político, siempre considerará emplear de la mejor forma posible los materiales existentes en su país!33". Y ofrece el ejemplo de Luis XIII, que aunque odiaba mortalmente a Richelieu, lo aprovechaba para la gloria de su reinado; y él de Jorge II, que a pesar de que no tenía ninguna predilección por Pitt, recurría interesadamente a él con el fin de que colaborase en la dirección de la política británica.

Burke no se cansó de insistir en que la complejidad de la naturaleza del hombre hacía las funciones de gobierno complicadas, advirtiendo que había que desconfiar de las constituciones sencillas. "Los fines de la sociedad son de la mayor complejidad; por consiguiente, ninguna disposición o dirección del poder, que sea sencilla, puede adaptarse a la naturaleza del hombre o al carácter de sus asuntos", decía. Añadiendo inmediatamente: "Cuando veo la sencillez a que tienden — y por la que se alaban — algunas constituciones políticas nuevas, no tengo el menor reparo en concluir que sus artífices ignoran en absoluto su materia o descuidan totalmente su deber. Los gobiernos sencillos son fundamentalmente defectuosos, para no decir algo peor34".

Esta complejidad y dificultades, por tanto, no pueden ser abordadas sino por hombres de mérito, probados y formados a través de las dificultades, ya que estas son el severo y providencial instructor que vigoriza y agudiza la voluntad y el propósito del hombre. Solamente a través del conflicto con los problemas aprenderá el hombre de gobierno a considerarlos con todas sus relaciones, a profundizar, y a encontrar, por consiguiente, interesantes soluciones. "La falta de nervio para la comprensión de una tarea tal, la degenerada afición hacia los falaces atajos y las pequeñas y engañosas facilidades son lo que en tantas partes del mundo ha creado gobiernos con poderes arbitrarios. […] Empezando su labor sobre un principio de indolencia, sufren el destino general de los indolentes. Las dificultades, que más bien han eludido que salvado, los atrapan a su debido tiempo; se multiplican y amontonan sobre ellos; y se encuentran envueltos en un laberinto de confusos detalles, en una complicación sin límites ni dirección; y, en conclusión, toda su obra permanece endeble, defectuosa e insegura35". Para terminar diciendo — y esto es de vital importancia para los políticos españoles — que una indolente aunque inquieta disposición, que ama la pereza y aborrece la activa tranquilidad, orienta a los políticos cuando "se imponen la tarea de llenar el espacio de lo que han destruido". Y entonces empiezan a hacerlo todo al revés. "Y hacerlo todo al revés de lo que han visto es casi tan fácil como destruir36".

Burke creía mucho más en la fuerza que a través de su conducta ejercían en la sociedad las personas de posición o facultades, que en las constituciones improvisadas y los decretos circunstanciales. "La organización política, puesto que es una obra que tiende a fines sociales, solo puede llevarse a cabo a través de medios sociales. En este caso, el espíritu debe conspirar con el espíritu. Se necesita tiempo para producir esta unión mental que, solo ella, puede proporcionar el bien que nos proponemos. Con nuestra paciencia alcanzaremos más que con la fuerza37". Y exigía la mayor responsabilidad a quienes por sus circunstancias pueden influir en la sociedad en un sentido positivo. "Todas las personas que disponen de cierto poder deberían estar firmemente persuadidas de que poseen un cargo de confianza, y que tienen que dar cuenta de la conducta observada en sus actividades al único Dueño, Autor y Fundador de la sociedad38".

Finalmente, Burke advertía que, en política, como en toda ciencia experimental, hay que ser humilde y estar siempre dispuesto a aprender de la experiencia y de nuestros semejantes. "Nunca he visto todavía un plan — escribía — que no haya sido corregido por las observaciones de aquellos que eran, intelectualmente, muy inferiores a la persona que les dirigía39". Y, con su profundo sentido ético, aconsejaba en todo momento sinceridad, esa sinceridad y seriedad moral e intelectual que tanta falta hace a muchos pueblos: "La adulación corrompe tanto al que la recibe como al que la concede, y no presta mejor servicio a los pueblos que a los reyes40". Por último, recomendaba obediencia por parte de todos los súbditos, pues, como dice en una frase lapidaria, "los reyes serán tiranos por precaución cuando los súbditos sean rebeldes por principio41"; y aconsejaba para remediarlo un gobierno con autoridad, un gobierno montado sobre una base de autoridad natural, ya que, como dijo Burke, y han repetido infinitamente otros autores posteriores, "nada resulta más opresivo e injusto que un gobierno débil42".

Su actitud contrarrevolucionaria

De los escritos que publica alrededor de la Revolución francesa, el primero y el más importante es las Reflexiones. En este documento Burke se define como un pensador contrarrevolucionario de gran altura y se revela como un profeta de multitud de las calamidades y desaciertos que han afligido y afligen al mundo moderno. Hombre apasionado y de arraigadas convicciones, generoso y capaz de ilusionarse para servir a los hombres, fue el primer gran político que se levantó contra el pensamiento revolucionario y un escritor de suficiente categoría para enfrentarse con Rousseau. No es que hubiera gran divergencia entre ambos en cuanto a principios fundamentales, y algunas veces coincidían en puntos básicos hasta el extremo de que Burke se hubiese alarmado de haber percibido la semejanza. No olvidemos que fueron contemporáneos, aunque no por ello se tenga que deducir que Burke recibiera de Rousseau alguna orientación para su filosofía política, puesto que no fue así. Los diferentes ambientes y circunstancias en que vivieron, sus respectivos modos de ser y de pensar, personalismos, y el sistema de enfocar cada cual los problemas de filosofía política, les condujeron a métodos de expresión que, en conjunto, poco tienen de común entre uno y otro, y convirtieron a Burke en el delator más formidable de las doctrinas de Rousseau y de sus discípulos43. Sus Reflexiones sobre la Revolución francesa, publicadas en 1790, cambiaron de golpe la opinión británica.

Burke había estado en Francia en 1773. Fue en esta fecha cuando vio a María Antonieta — entonces delfina — en Versalles, en la aurora de su esplendor44, y esta visión, idealizada por el recuerdo, motivó aquel famoso párrafo, inspirado y prerromántico que le dedica en las Reflexiones45. También tuvo ocasión de alternar con el clero y la nobleza de Francia, y de discutir con algunos de los enciclopedistas, "los sofistas, economistas y calculistas", "los postores de una subasta de popularidad". Burke, que tenía una intuición sorprendente para percibir el significado de los movimientos intelectuales y una poderosa facultad de relacionarlos con las circunstancias históricas, volvió escandalizado del sesgo que tomaban los acontecimientos en Francia. En su primer discurso después de su regreso46 advertía que los puntales del buen gobierno, en Francia, empezaban a ceder ante los ataques sistemáticos de los ateos, y que se propagaban unos principios que no iban a dejar estabilidad alguna en la sociedad.

Que los recelos de Burke no eran infundados, lo atestigua el hecho de que, diez años más tarde, Diderot decía a Romilly47 que la sumisión a la autoridad de los reyes y la creencia en Dios se iban a extinguir en el mundo en unos pocos años; y Condorcet48 pronosticaba el advenimiento rápido de una Décima Época, de verdadera luz, perfección y felicidad.

La arrogante nave del progreso orientada por el ateísmo empezaba a marchar a todo viento, y el mosto de la bodega literaria de Rousseau hacía perder la cabeza a muchos intelectuales y políticos de Europa. Francia estaba iniciando su camino revolucionario y la Asamblea Nacional se proponía organizar racional y matemáticamente la nación francesa según la flamante doctrina de los derechos del hombre, y, cuando menos en teoría, y quizá hasta cierto punto irreflexivamente, la actitud renovadora de Francia había inspirado algunas simpatías en Inglaterra. La aversión natural que Burke sentía hacia las abstracciones y doctrinas de derechos teóricos — la cual ya le había enfrentado con el Parlamento en 1774 y 1775 en ocasión del problema de Norteamérica — le rebelaba de nuevo en 1790 al ver la irrespetuosa petulancia de la Asamblea Nacional francesa y al darse cuenta de los caracteres que iba tomando la Revolución. Y la circunstancia más pequeña, un intercambio de correspondencia con "un joven caballero de París49", motivó el manifiesto contrarrevolucionario más famoso de todos los tiempos: Reflexiones sobre la Revolución francesa.

El buen juicio de Burke se sublevaba al pensar en los maestros del movimiento político, y observar que Francia se dejaba guiar por sus preceptos en vez de apoyarse en autores que en materia política poseían una indiscutible autoridad. Y así exclamaba: "Pero ¿quién iba a soñar jamás que alguien pudiera tomar en serio a Voltaire y a Rousseau como legisladores? El primero tiene el mérito de escribir con gracia, aunque nadie jamás ha unido tan felizmente la blasfemia a la obscenidad. Respecto del segundo casi estoy cierto de que no estaba en su cabal juicio; pero veía las cosas en una forma audaz y extraordinaria, y era sobremanera elocuente50".

Las Reflexiones sobre la Revolución francesa aparecieron en 1790, alcanzando once ediciones en un año. El éxito de la obra fue tan clamoroso que recibió felicitaciones incluso de algunos monarcas europeos51, y en seis años se distribuyeron 30.000 ejemplares, cifra elevadísima para su época. Las Reflexiones no son de ningún modo un relato histórico de los acontecimientos ocurridos en Francia desde tal o cual momento hasta la fecha en que fueron escritas, ni un estudio de su origen y desarrollo. Es un tratado contrarrevolucionario, cuyo aparente motivo inicial lo constituye un sermón del doctor Richard Price, sacerdote no conformista, en el que en noviembre de 1789 hizo grandes elogios de la Revolución francesa. Burke en su libro contrasta los derechos hereditarios y concretos en los que se basa la constitución inglesa con los "derechos del hombre" de los revolucionarios franceses, inconsistentes, según él, para una sociedad organizada, y los cuales conducen al infortunio y al desastre. Estudia el estado de la Iglesia, la monarquía y la nobleza en Francia — con constantes alusiones a Inglaterra — y discute el derecho que la Asamblea Nacional francesa tiene a legislar y critica su labor en las esferas legislativa, ejecutiva, judicial, militar y financiera. La conclusión general de Burke es que no tenían que haberse destruido las instituciones defectuosas del antiguo régimen, sino que debían haberse reformado, es decir, restaurado.

Este argumento tan sencillo sirvió de molde para que Burke vertiera en él todo un mundo de conocimientos sobre filosofía política y toda una vida de experiencias en el difícil arte de gobernar. En las Reflexiones, por consiguiente, se encuentra un sistema completo y orgánico de su teoría política — básicamente conservadora y con tendencias restauradoras y reformadoras — que descansan en una firme concepción del mundo y un profundo conocimiento de los hombres, que posee un sentido muy preciso de lo "verdaderamente" constructivo y tiene una gran experiencia de las dificultades con que tropieza todo sistema "verdaderamente" creador. Eminentemente práctico, a pesar de su apasionado idealismo, Burke desconfió desde el primer momento de los principios éticos y de la habilidad administrativa de los nuevos dirigentes franceses así como de su capacidad para orientar las fuerzas que con tanta facilidad habían desatado. Burke, que tenía un sentido patriarcal y ético de la política, no creía que con los procedimientos de que se servían los revolucionarios se pudiera lograr un buen gobierno. Desde un punto de vista moral, los métodos revolucionarios eran tan arbitrarios como los despóticos, y probablemente no más ventajosos desde el punto de vista económico. Lo que se debía definitivamente comprender es que pusiese en una nación el sistema de gobierno que se quisiera, la parte más importante del mismo no dependería fundamentalmente de los programas, ni de los decretos, sino de la autoridad y la buena administración ejercida a través de la prudencia y la honradez de los miembros componentes del Estado.

No hay duda de que la eficacia de las leyes de una nación descansa en una base moral, y su prosperidad depende de la inteligente orientación de las energías de sus súbditos y de un sano aprovechamiento de las riquezas de la misma. Y fuera de esto, pocas posibilidades le quedaban ni a la Asamblea Nacional ni a cualquier otro sistema de gobierno para hacer a los hombres más felices, prósperos y libres. Pues, como decía con inimitable precisión: "Se pueden cambiar los nombres; sin embargo, las cosas tendrán que permanecer en una u otra forma. Cierta dosis de poder debe existir siempre en la comunidad, en una u otra mano y con uno u otro nombre. Por consiguiente, los sabios aplicarán sus remedios a los vicios, no a los hombres; a las causas del mal, que son permanentes, no a los órganos circunstanciales a través de los cuales ellas actúan, ni a las formas transitorias en que aparecen. De otro modo serían sabios en teoría y locos en la práctica52".

Aunque de ningún modo cerrado a las reformas políticas — o, más precisamente, a las transformaciones de tipo restaurador — ni a la libertad justa y bien entendida53, Burke desconfiaba de la generosidad absoluta del espíritu innovador; por consiguiente, un gobierno que derivaba sus principios del espíritu revolucionario montaba su edificio sobre una base de egoísmo e insinceridad. "El espíritu innovador — escribía — es, generalmente, el efecto de un temperamento egoísta de limitadas perspectivas. La gente que no piensa en sus antepasados no es nada probable que piense en sus descendientes54". A lo que añadía: "No siente en su corazón ningún principio ennoblecedor el que desea nivelar todas las instituciones humanas que han sido adoptadas para dar corporeidad a la opinión y permanencia a la estimación pasajera. Es una disposición amarga, maligna y envidiosa, sin apego a la realidad o a la más ligera idea de la virtud, la que ve con alegría el hundimiento inmerecido de lo que ha gozado largo tiempo del esplendor y del honor55". Con su sentido aristocrático y caballeresco de la sociedad, Burke decía que la nobleza era un ornamento elegante del orden civil, el capital corintio de la sociedad cultivada56, y creía que, incluso juzgada desde este solo punto de vista representativo, casi decorativo, cumplía una positiva función social.

Decididamente, Burke opinaba que la revolución era un remedio desesperado, al que no se tenía que acudir sino después de haber agotado todas las posibilidades. Es cierto que, en los casos extremos, "los sabios determinarán según la gravedad del caso; los irritables, según su sensibilidad a la opresión; los de mentalidad elevada, según el desdén y la indignación de un poder abusivo en manos indignas; los valientes y osados, según el afecto a un peligro honroso y a una generosa causa"; sin embargo, como subraya Burke, "sin derecho o con derecho, una revolución será el último recurso que emplearán los prudentes y los buenos57". Esto decía en 1790, cuando la violencia de la Revolución francesa no había llegado todavía a sus extremos. Ahora bien, lo que, por otro lado, sublevaba la entereza moral, y aun profesional, de Burke era la insinceridad, la incapacidad y el egoísmo destructivo que ofrecía el movimiento revolucionario en Francia, y esta era la causa de que arremetiera contra la falta de honradez y de preparación de los dirigentes franceses con pensamientos de una asombrosa precisión. "La hipocresía, naturalmente, disfruta en las especulaciones más sublimes; pues no proponiéndose jamás ir más allá de la especulación, no cuesta nada presentarla de forma magnífica58". Y llevando la teoría al terreno de la acción política añadía: "Cuando los dirigentes se convierten en postores de una subasta de popularidad, su talento no será de provecho para la construcción del Estado. Se convertirán en aduladores en vez de legisladores; en instrumentos del pueblo en vez de guías. Si alguno de ellos propone, por ventura, un plan de libertad sobriamente limitado y definido con garantías adecuadas, inmediatamente será sobrepujado por sus compatriotas, que presentarán algo más brillante y popular. Se levantarán sospechas respecto a su fidelidad a la causa. La moderación será estigmatizada como virtud de cobardes, y el compromiso como prudencia de traidores59". Nada más elocuente y profético para señalar el camino de la demagogia; pues, en realidad, como la Historia puede mostrar repetidamente a lo largo de estos 200 años, "una reforma poco costosa, sin sangre, y una libertad sin culpa, parecen cosas monótonas e insípidas para su gusto. Tiene que haber grandes cambios de escena, magníficos efectos dramáticos, y grandes espectáculos que aviven la imaginación adormecida con el complaciente disfrute de 60 años de seguridad y la siempre apagada tranquilidad de una prosperidad pública60".

Si por una parte eran inmorales para Burke ciertos aspectos de la actitud revolucionaria, por otra no resultaban menos antieconómicos. Y así afirmaba: "No escucho con demasiada credulidad a los que hablan mal de aquellos a quienes pretenden despojar, y más bien sospecho que son fingidos o exagerados los vicios de los que buscan un provecho a través de su castigo61". Añadiendo inmediatamente que, si un enemigo es un mal testigo, un ladrón es un enemigo peor. Esto en cuanto al punto de vista moral. Respecto del económico, Burke no consideraba que jamás ningún Estado se hubiera enriquecido con las confiscaciones de sus conciudadanos; pues, según escribe con un extraordinario sentido de la realidad, "en el momento de la distribución, el despojo de los pocos no proporcionará a los muchos sino una participación extraordinariamente pequeña". Ahora bien, cegados por la envidia o el egoísmo, la mayoría no puede comprender esto, y, como añade Burke con un acierto aplastante, "los que conducen a la usurpación no se proponen distribuir nada62".

La facultad que poseía Burke para adivinar el camino que seguían los hechos hasta el punto de predecir los resultados, apenas puede llamarse otra cosa que visión profética. El caso de la predicción de Napoleón demuestra una intuición asombrosa y una facultad extraordinaria de leer de antemano la trayectoria de los acontecimientos. Y así, escribe Burke sobre este punto: "Ante la debilidad de una clase de autoridad, y en la fluctuación de todas, los oficiales del ejército permanecerán por algún tiempo levantiscos y partidistas, hasta que algún general popular, que entienda el arte de cautivar a los soldados y posea un verdadero espíritu de mando atraerá los ojos de todos los hombres.

Los ejércitos le obedecerán por sus características personales. No hay otro camino para asegurar la obediencia militar en este estado de cosas. Pero en el momento en que suceda este acontecimiento, la persona que mandará el ejército será vuestro dueño; será el dueño — y esto es poco — de vuestro rey, de vuestra Asamblea y de toda la república63". En otro momento, aparece un párrafo que, al leerlo, infortunadamente, es imposible no ver retratados en él los totalitarismos de nuestro siglo. "Cuando el viejo espíritu feudal y caballeresco de la lealtad se extinga en la conciencia de los hombres, las conspiraciones y los asesinatos serán sustituidos por la muerte y la confiscación preventivas, y por esta larga serie de máximas horribles y sangrientas que constituyen el código político de todo poder que no se basa en su propia dignidad, ni en la de aquellos que le prestan obediencia64".

Este tratado, escrito con un gran fervor y entereza, no dejó de tener su crítica, sobre todo en lo relacionado con los problemas puramente franceses y debido a su propósito de investigar el estado de la sociedad francesa del viejo régimen y defender su mecanismo estatal. Sin embargo, la intención y los principios de las Reflexiones eran válidos, y desgraciadamente esta validez se fue demostrando con las violentas etapas de la Revolución, la ejecución de Luis XVI y María Antonieta, y la trayectoria seguida por el movimiento revolucionario a lo largo del siglo XIX, y los frutos de inquietud, violencia, horror y disolución cultural que estamos cosechando en nuestro siglo XX. El mismo Napoleón, que había empezado su vida como discípulo de Rousseau, vino a demostrar la profunda verdad del aspecto principal del argumento de Burke. Y de tal modo se precipitaron los asuntos franceses, confirmando la visión política de Burke, que incluso quienes en un principio se enemistaron con él en virtud de su actitud decididamente contrarrevolucionaria — como Charles James Fox — o defendieron la actitud revolucionaria — como James Mackintosh — se reconciliaron con él y aun algunos se retractaron65. El hecho de que Inglaterra terminara por enfrentarse con Francia en una guerra que tenía que durar alrededor de veinte años, demuestra hasta qué punto el pensamiento de Burke representaba la opinión británica.

Varios son los escritos que después de las Reflexiones Burke dedicó a este tema66, los cuales, en conjunto, vienen a ampliar y expresar con más precisión los principios básicos de su doctrina política; pero creo que puede decirse, con casi total seguridad, que en las Reflexiones se encuentra la manifestación completa de su pensamiento contrarrevolucionario.

Burke y España

Los últimos años de su vida, que son los que transcurren desde la publicación de las Reflexiones (1790) hasta su muerte (1797), Burke los pasa atento en la brecha, valiéndose de todas sus fuerzas para oponerse al avance de las ideas de la Revolución francesa. Este constituye, según Burke, el mayor problema de la Europa de su tiempo, y el que le tiene constantemente preocupado y con los ojos puestos en el mapa, estudiando la cohesión ideológica y la capacidad física de las naciones europeas para ver las posibilidades de resistencia que puedan ofrecer frente al nuevo movimiento. En los Thoughts on French Affairs, escritos en diciembre de 1791, Burke comenta estas condiciones, y el panorama que muestra de Europa no es demasiado halagador.

Las naciones europeas a las que somete a revisión en dichas páginas son: Alemania, Suiza, Italia, España, Dinamarca y Noruega, Suecia, Rusia y Polonia, Holanda e Inglaterra, y apenas existe para Burke nación alguna suficientemente fuerte para mantenerse firme e incontaminada. Por consiguiente, no debe extrañar la nada esperanzadora pintura que hace de nuestra patria.

"España es un país sin nervio — escribe Burke — al que la nobleza no sirve y de la cual sufre el abuso". Añadiendo que, desde hacía tiempo, incluso desde antes del establecimiento de la dinastía borbónica, se había tendido a rebajar sistemáticamente a la nobleza, incapacitándola para intervenir en los asuntos públicos por exclusión, y excluyéndola en consecuencia por incapacidad. Burke juzga, por tanto, la nobleza española de fines del siglo XVIII "hasta cierto punto aniquilada" y sin fuerzas para controlar o defender eficazmente a la monarquía.

Respecto del clero español, al que juzga como lo único que en España tiene las características de un "orden independiente", dice que, mediante la Inquisición — único instrumento de tranquilidad y orden que existía entonces en España — se esfuerza por librar al país del ateísmo y las doctrinas republicanas, y que aunque envidiado por su influencia permanente y por sus bienes, a juicio de Burke, en este orden, permanecía la "única vida" que le quedaba a España.

En cuanto al carácter y disposiciones de los diversos "reinos" españoles, juzgaba que, aunque por un lado presentaban características comunes, sin embargo, creía que algunos de ellos eran tan diferentes como si hubieran sido naciones distintas. Y decía que si bien los castellanos conservaban mucho de su antiguo carácter — su "gravedad, lealtad y temor de Dios" — , "los catalanes, por ejemplo, y aun los aragoneses", tenían el espíritu de los "miquelets", sintiendo más inclinación hacia la república que a la monarquía. Y terminaba diciendo que, de momento, la única garantía que España ofrecía era su "antiguo odio nacional a los franceses"; aunque fuera imposible predecir hasta dónde se podía confiar en ello si se agitaban ciertos elementos básicos del compuesto nacional67. La guerra de la Independencia española demostró social y militarmente que estos elementos básicos a los que Burke se refiere reaccionaron con energía y eficacia ante la ocupación napoleónica.

Burke y Jovellanos

Al paso que se estudia la personalidad de Burke y se va comprendiendo su sistema de pensar, surge inevitablemente por sí sola la figura que, hasta cierto punto, resulta su equivalente en España: esta figura es Jovellanos68. No se trata aquí de comparar su estatura como pensadores políticos ni su habilidad como políticos prácticos, sino simplemente de señalar que, de un modo general, su actitud es en muchos casos singularmente semejante, y que a lo largo de la lectura de las obras de Burke es imposible no recordar frecuentemente muchas páginas de Jovellanos.

No puedo precisar hasta qué punto el pensamiento de Burke — que había nacido quince años antes — pudo haber influido, directa o indirectamente, en el escritor español, o si su parecido ideológico es una pura coincidencia de dos personalidades semejantes; pero no es disparatado suponer que un hombre como Jovellanos, que tenía amigos ingleses — singularmente lord Holland69 — , se interesaba por la política inglesa, recibía periódicos ingleses y estaba al corriente de las obras de contenido filosófico y social que aparecían en Inglaterra, conociera de Burke algo más que su tratado sobre lo Bello y lo sublime.70

Pero si una vez salvadas las distintas circunstancias históricas locales en que vivieron, observamos a ambas figuras, veremos que la respectiva disposición y la religiosidad de Jovellanos, su conservadurismo liberal, su actitud frente a la Revolución francesa, e incluso su tendencia literaria prerromántica, hacen de él una personalidad parecida a la de Burke. Incluso coinciden en los valores humanos de sinceridad y honradez.

Y para apoyar lo que digo, no falta más que recurrir a una pluma de una ortodoxia tan poco sospechosa como la de Menéndez Pelayo y ver la definición que acepta de Nocedal y Laverde cuando dice que Jovellanos era un "liberal a la inglesa, innovador, pero respetuoso de las tradiciones, amante de la dignidad del hombre y de la emancipación verdadera del espíritu; pero dentro de los límites de la fe de sus mayores y del respeto a los dogmas de la Iglesia71".

Es verdad que Jovellanos estuvo influido por algunas ideas económicas de "muy resbaladoras consecuencias72"; pero si consideramos el desprecio que sentía hacia los enciclopedistas y el concepto que tenía especialmente de Rousseau73, su horror hacia la Revolución francesa y hacia la insinceridad e impiedad de sus dirigentes, lo quimérica que consideraba su doctrina de la libertad humana y de los derechos del hombre, su desconfianza de la absoluta libertad de imprenta y su recelo del sufragio universal, y, por último, su respeto por las leyes y la costumbre, veremos en él un hombre cuya personalidad y actitud es en España equivalente a la de Burke en Inglaterra. Apenas puede haber más semejanza entre las ideas políticas de Burke y el hombre que sintetiza su pensamiento en un párrafo como el siguiente, extractado de una carta dirigida precisamente a lord Holland (Sevilla, 22 de mayo de 1809): "Nadie más inclinado a restaurar, y afirmar, y mejorar; nadie más tímido en alterar y renovar. Acaso este es ya un achaque de mi vejez. Desconfío mucho de las teorías políticas, y más de las abstractas. Creo que cada nación tiene su carácter; que este es el resultado de sus antiguas instituciones; que, si con ellas se altera, con ellas se repara; que otros tiempos no piden precisamente otras instituciones, sino una modificación de las antiguas; que lo que importa es perfeccionar la educación y mejorar la instrucción pública; con ella, no habrá preocupación que no caiga, error que no desaparezca, mejora que no se facilite74".

La frase de Menéndez Pelayo de que Jovellanos "no quería destruir las leyes, sino reformar las costumbres", porque estaba persuadido de que "sin las costumbres son una cosa vana e irrisoria las leyes75", podría aplicarse perfectamente a Burke.

Burke, escritor

La obra de Burke es muy amplia76, y el conjunto de sus discursos, escritos y correspondencia abarca varios volúmenes, incluso en ediciones resumidas, ello sin contar la cantidad de páginas anónimas publicadas en el Annual Register durante 30 años de colaboración.

El conjunto de la producción de Burke, naturalmente, hay que juzgarlo ante todo por la fecundidad de pensamiento que contiene; y este vigor intelectual, es, a su vez, el soporte de sus cualidades estilísticas, pues poca cosa es el estilo que no está vertebrado por una fuerza de superior valor. La primera cualidad de Burke, como escritor, era su asombrosa imaginación histórica que le permitía transformar los "distintos fenómenos de la vida nacional en los efectos vivientes de unas causas que tenían sus raíces en la historia del pasado de su país77", hasta el punto de que a través de su mente "todo parecía una nueva filosofía política78". Burke fue el hombre de su siglo que — con Gibbon, Vico y Montesquieu — tuvo mayor sentido de la continuidad histórica, de esta unidad filosófica que está en el fondo de todas las épocas y países, y expresó esta relación con un estilo vigoroso y brillante, de párrafos extensos y bien sostenidos, de gran efecto.