Relación del Japón - Rodrigo de Vivero y Velasco - E-Book

Relación del Japón E-Book

Rodrigo de Vivero y Velasco

0,0

Beschreibung

La Relación del Japón, de Rodrigo de Vivero, gobernador y Capitán General de las Filipinas, narra los sucesos que vivió en 1609 tras naufragar en Japón durante un viaje rumbo a Nueva España, el actual México. Rodrigo llegó a la costa cerca de un pueblo llamado Yubanda, no muy lejos de la capital. Vivero fue tomado prisionero pero a los pocos días se le reconoció como el gobernador de Filipinas, se le dio un trato privilegiado y se solicitó su presencia en las cortes del Shogun Tokugawa Hidetada, en Edo, y Ogosho Tokugawa Ieyasu, en Zurunda. Al llegar ante el Ogosho, Rodrigo de Vivero hizo varias peticiones a favor de las relaciones de Japón con el imperio español: - libertad para que se practicase la religión cristiana en Japón, - relación y amistad entre ambas naciones - y el rechazo de cualquier contacto con los enemigos de Felipe III, en especial los holandeses con quienes el gobierno japonés mantenía vínculos.Tokugawa se mostró poco dispuesto a romper sus relaciones con los holandeses pero accedió al resto de las peticiones hasta 1611, en que proclamó la expulsión de las órdenes católicas y la prohibición de la práctica de esta religión en todo el territorio. Relación del Japón es un libro clave para entender la política imperial de España en el siglo XVII y la historia japonesa de esta época.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 106

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Rodrigo de Vivero

Relación del Japón

Barcelona 2020

linkgua-digital.com

Créditos

Título original: Relación del Japón.

© 2020, Red ediciones S.L.

e-mail: [email protected]

Diseño de cubierta: Michel Mallard.

ISBN rústica: 978-84-9007-122-9.

ISBN ebook: 978-84-9007-121-2.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Sumario

Créditos 4

Presentación 7

La vida 7

La relación 8

Preliminares 9

Dedicatoria 9

Prólogo 10

El talle del emperador, su vestido y traje 25

Presente y visita al emperador de un señor del Japón 27

Presente del gobernador de Filipinas 28

Notable grandeza de un ídolo de metal que está en la ciudad de Meaco 33

Las cláusulas y condiciones que don Rodrigo pidió al emperador 38

De la descripción de sus lugares y reinos, y de las grandezas que tiene aquel rey 44

En que prosigue el trazo de los japoneses, 54

como son: sus casamientos, y la guarda de sus mujeres, que allá no se usa dote. Doctrina que no vendría mal para España 54

De la diferencia que hay, de la condición de los japoneses a los chinos, 57

y cuanto se precian los japoneses de feroces y bravos, y los chinos de mansos, templados y sufridos. Y el gran gobierno que tienen los chinos, en la merced que hacen a los señores y grandes, tomando ejemplo de su rey 57

Libros a la carta 59

Presentación

La vida

Rodrigo de Vivero y Velasco fue gobernador y capitán general de las Filipinas, en 1609 naufragó en la costa de Japón en un viaje rumbo a Nueva España:

... nació poco después de mediados del siglo XVI, y fue menino de la reina doña Ana, mujer del rey don Felipe II, de cuyo palacio salió para servir en los galeones de España, donde anduvo dos años al lado del general marqués de Santa Cruz. En 1581 pasó a la jornada de Portugal, y de allí a Nueva España, a tiempo que era general don Luis de Velasco, marqués de Salinas, que después fue virrey de aquel reino, y a cuyas órdenes sirvió diez años con doce hombres, mantenidos a su costa. De resultas de los méritos que entonces contrajo, se le nombró castellano de san Juan de Ulua, por provisión del dicho virrey de México de 14 de Junio de 1595 ; y el modo distinguido con que desempeñó este encargo le valió el nombramiento de gobernador y capitán general de la Nueva Vizcaya, en cuyo destino hizo servicios importantes, entre otros el de apaciguar un levantamiento de seis mil indios, por cuya razón fue nombrado por el referido marqués de Salinas gobernador y capitán general de las islas Filipinas, luego que se tuvo en México la noticia del fallecimiento de don Pedro de Acuña. Allí se detuvo algún tiempo, hasta que fue a sucederle don Juan de Silva, y entonces se embarcó para el Japón, donde corrió las aventuras que constan de la relación que publicamos. Vuelto a España pasó una temporada en la corte, hasta que fue agraciado con la capitanía general, gobierno y presidencia de la real audiencia de la provincia de Tierra firme y Veragua, donde sirvió muchos años, y fue hecho vizconde de San Miguel, y enseguida conde del valle de Orisaba. En 24 de enero de 1636 fue nombrado maestre de campo general del batallón del regimiento de Nueva España, y gente de guerra que en todo él se levantase, de resultas del mérito contraído cuatro años antes en Veracruz, donde el virrey de México marqués de Cerralvo le había dado una comisión importante, con motivo de andar una escuadra holandesa por aquellas aguas. El mismo año de 1636 consta, que el conde de Orisaba otorgó en la villa de este propio nombre su último testamento. Consta así mismo, que estuvo casado con doña Leonor de Ircio y Mendoza, de cuyos ascendientes hubo muchos muy distinguidos por su valor y empleos en la América. Consta por último, que dejó un hijo único llamado don Luis, que le sucedió, y que sostuvo con honor el nombre de su padre. Siendo gobernador de Costa firme escribió en Panamá una porción de observaciones sueltas, llenas de conocimientos y exactitud, pero incoherentes y desunidas, las cuales se recogieron después, y un erudito sagaz las copió en parte, y en parte las extractó con mucha inteligencia, de una mala copia que poseía el teniente coronel de artillería don Diego Panés.1

La relación

La Relación del Japón, de Rodrigo de Vivero, gobernador y capitán general de las Filipinas, narra los sucesos que vivió en 1609 tras naufragar en un viaje rumbo a Nueva España. Rodrigo desembarcó cerca de un pueblo llamado Yubanda no muy lejos de la capital. Fue tomado prisionero pero a los pocos días se le reconoció como el gobernador de Filipinas, se le dio un trato privilegiado y se solicitó su presencia en las cortes del Shogún Tokugawa Hidetada, en Edo, y Ogosho Tokugawa Ieyasu, en Zurunda. Al llegar ante el Ogosho, Rodrigo de Vivero hizo varias peticiones a favor de las relaciones de Japón con el imperio español:

1. libertad para que se practicase la religión cristiana en Japón,

2. relación y amistad entre ambas naciones

3. y el rechazo de cualquier contacto con los enemigos de Felipe III, en especial los holandeses con quienes el gobierno japonés mantenía vínculos.

Tokugawa se mostró poco dispuesto a romper sus relaciones con los holandeses pero accedió al resto de las peticiones hasta 1611, en que proclamó la expulsión de las órdenes católicas y la prohibición de la práctica de esta religión en todo el territorio. Relación del Japón es un libro clave para entender la política imperial de España en el siglo XVII.

Nota de la edición: Almacén de frutos literarios, Madrid, Imprenta de Repullés, págs. 201-270, 1818.

Preliminares

Dedicatoria

A la Majestad Católica M Rey, nuestro Señor.

A Vuestra majestad dedico este libro, porque siendo trabajo mío le viene derecho, pues corren por su cuenta los demás padecidos en su servicio desde que nací. Suplico a Vuestra majestad lo acoja, sino es la sombra de un Rey tan grande, no basta ya en el mundo para librarse de calumnias del vulgo, a que nos sujetamos de los enemigos. Las tres partes de él, he andado, y no hay arrabales de que no sepan mis hombres. Y con la pluma tampoco he dejado la espada, ni la fortuna de acicalar la suya en contar muy buenos sucesos, dejando siempre en agraz mis esperanzas, que se han rematado con tratar solo de morir. Y como desengañado pretendo en estas postreras boqueadas hacer a Vuestra majestad el último servicio, diciéndole algunas verdades: que si Vuestra majestad mira el amor con que se escribe, podrán salir útiles. Y algún rato le será a Vuestra majestad apreciable saber con certeza las flores que están vacías, y cogen las que se marchitan por olvidadas. Y ver este mapa casi general del mundo, que el fruto de quien se ha divertido por él, tanto viene a hacer contar, como los soldados viejos en la paz los trabajos de la guerra. Y si por dicha mía Vuestra majestad se diere por servido, no quedaré yo con eso mal pagado, pues habré conseguido el mayor premio de mis deseos. Quede a Vuestra majestad como la Cristiandad ha de menester. Humilde vasallo de Vuestra majestad el conde del Valle.

Prólogo

Considerando lo que he peregrinado del mundo, con tantos méritos ganados y con tanto tiempo perdido, ya en España, ya en las Indias mexicanas, ya en la China, en el Japón, y por centro de todo esto en el primero del Perú que es Panamá, donde me ves encerrado, perdidas mis esperanzas; he sacado casi de la sepultura la pluma para referir mis tormentas en esos discursos, haciendo lo que el Predicador famoso, que de la letra del Evangelio, saca provecho a las gentes. De todo me hace tratar la esperanza. Coja el lector lo que le pareciera a su propósito, y no desestime lo demás; que los gustos son varios, y lo que desagrada a los unos, apetece a los otros. Y es cierto, que si hubiese yertos, no lo serán de la voluntad.

Relación que hace don Rodrigo de Vivero y Velasco —que se halló en diferentes cuadernos y papeles sueltos—, de lo que sucedió volviendo de gobernador y capitán general de las Filipinas, y de la arribada que tuvo en el Japón, donde se hallan cosas muy particulares, que por estar cualquiera ansioso, se empleará en leerla, suplicando pase de lo que no le pareciere muy posible, y si su curiosidad adelantare en quererlo averiguar, hallará muchos autores y libros que se lo acrediten, es lo que se sigue

El año de 1608, a 30 de septiembre, día del Glorioso San Jerónimo, se perdió la nao San Francisco, en la que yo salí de las Filipinas,1 habiendo servido allí a Vuestra majestad en el Gobierno de ellas, y aunque las tormentas y naufragios que hasta este punto se padecieron eran copiosas para hacer una larga relación, no sé si en sesenta y cinco días que duró la navegación, hasta que llegó esta desdichada hora, se han pasado en la mar del norte ni en la del sur, mayores desventuras. El fin de ellas y principio de otras fue hacerse pedazos la nao en unos arrecifes en la cabeza del Japón en 35° y medio de altura, con yerro de tan gran perjuicio en todas las cartas de marear por donde hasta allí se había navegado, que pintaban esta cabeza del Japón en 33° y medio: en suma, por esta razón o por la original y verdadera que fue cumpliese la voluntad de Dios, se perdió este galeón con dos millones de hacienda, y desde las diez de la noche que bajó en tierra, hasta otro día después de amanecido media hora, todos los que escapamos estuvimos colgados de la jarcias y cuerdas, porque la nao se fue partiendo en pedazos, y el más animoso expresaba por credos su fin, como se les iba llegando a cincuenta personas que se ahogaron sacadas de los golpes y olas de la mar de entre los demás que nos libramos con tan gran misericordia de Dios, saliendo unos en maderos, otros en tablas, y los que se quedaron últimamente en un pedazo de la popa que fue el más fuerte, y por más rico alguno (que sacó), digo entre muchos, que sacó camisa, no sabiendo nadie si era isla despoblada, o en qué paraje caía, porque según la altura, los pilotos decían que no podía ser del Japón, mandé a dos marineros que subieran arriba y descubriesen algo de la tierra, y al poco rato volvieron pidiéndome albricias de que había sembrados de arroz. Pero caso que esto aseguraba la comida, no las vidas de los que allí íbamos sin armas ni defensa humana, si por desgracia la gente de la isla no fuerala que fue, que dentro de un cuarto de hora, parecieron japoneses, nueva de sumo gusto y alegría universal, pero particularmente para mí, porque siendo gobernador de las Filipinas, y hallando que la Real Audiencia que antes de mi llegada gobernaba, tenía presos doscientos japoneses con causa, que debían de justificarse cuando se prendieron, pero a la sazón tenía razones favorables de parte de ellos, con que me determiné, no solo a sacarlos de la cárcel, sino a darles embarcación y pasaje seguro para su tierra. De que el emperador se me había mostrado notablemente agradecido, hice seguro juicio de que no olvidaría esto, y siempre tuve las esforzadas esperanzas de su gratitud, que después vi cumplida. Llegaron cinco o seis japoneses de los que digo a nosotros, lastimándose por palabras y demostraciones mucho de vernos así, y mediante un Japón cristiano que se perdió conmigo, yo les pregunté dónde estábamos, y ellos en breves razones respondieron que en el Japón, y en un pueblo suyo llamado Yubanda, que caía legua y media de allí, para donde partimos con un aire delgado y frío, porque el de aquellas islas es riguroso en invierno, cuyo principio comenzaba ya, y con la poca ropa que llevamos llegamos al pueblo, una aldea de las postreras de aquella villa. Pienso que la más sola y pobre de todo el reino, porque no tenía más de trescientos vecinos vasallos del señor, fino de bondad. Que aunque en renta no de los prósperos de allá, señor de muchos vasallos y lugares, y de una fortaleza inexpugnable, de la que trataré más adelante.

Habiendo llegado a este lugarejo, el intérprete de su nación que conmigo iba, les dijo que yo era el gobernador de Luzón, que así se llamaban las Filipinas, y comenzó nuestro discurso desgraciado, del que ellos se enternecieron, y las mujeres lloraban, que son por ese extremo compasivas, y así nació de ellas el pedir a sus maridos que nos prestasen algunas ropas que llaman quimones,2