Relato soñado - Arthur Schnitzler - E-Book

Relato soñado E-Book

Arthur Schnitzler

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Un joven médico vienés asiste con su esposa a un baile de carnaval, y en torno a ellos sopla un hálito de aventura, libertad y peligro. La noche siguiente, ella le confiesa haberle sido infiel de pensamiento con otro hombre. Turbado por esa revelación, el protagonista acude al lecho de un paciente moribundo. Recorre las calles nocturnas con pensamientos errantes y se ve sumergido en un mundo de secretos apenas entrevistos, en un juego de espejos entre la realidad y la fantasía, entre la muerte y el deseo. Mientras tanto, su mujer duerme, y sueña sueños perversos. El escritor y médico austriaco Arthur Schnitzler (Viena 1862-1931) escandalizó a la sociedad de su época con la descripción del erotismo y del adulterio. Sus libros fueron quemados por los nazis en 1933, al ser considerados un ejemplo de la decadencia y corrupción moral burguesas. Relato soñado, novela breve de inquietante belleza, fue publicada en 1926 y adaptada al cine por Stanley Kubrick en su obra póstuma: Eyes Wide Shut. «Una psicomaquia marital y una de las mejores obras de Schnitzler.» The New Yorker

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Seitenzahl: 141

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Arthur Schnitzler

Relato soñado

Traducido del alemán por Miguel Ángel Vega

I

«Veinticuatro esclavos negros remaban en la espléndida galera que llevaba al príncipe Amgiad al palacio del califa. Pero el príncipe, envuelto en su manto de púrpura, yacía solo en la cubierta bajo un cielo nocturno azul oscuro, tachonado de estrellas, y su mirada…»

Hasta ese punto había leído la pequeña en voz alta, pero casi de repente se le cerraron los ojos. Sus padres se miraron sonriéndose y Fridolin se inclinó sobre ella, besó sus rubios cabellos y cerró el libro que había quedado sobre la mesa todavía sin recoger. La niña levantó la mirada como si hubiera sido descubierta.

—Son las nueve —dijo el padre—, es hora de irse a la cama.

Y como Albertine también se había inclinado sobre la niña, las manos de los padres coincidieron en aquella entrañable frente; con una sonrisa llena de ternura, que no solo iba dirigida a la niña, sus ojos se encontraron. La muchacha de servicio entró y después de advertir a la niña que diera las buenas noches a sus padres, esta, obediente, se levantó, dio un beso a su papá y a su mamá y dejó que la muchacha la sacara fuera de la habitación. Fridolin y Albertine, ya solos bajo el resplandor rojizo de la lámpara colgante, se apresuraron a reanudar la conversación que habían iniciado antes de la cena sobre las experiencias de ayer en el salón de baile.

Había sido el primer baile de ese año al que habían decidido asistir, poco antes del final del carnaval. En lo que a Fridolin se refiere, nada más entrar al salón fue recibido, como si fuera un amigo al que se espera con impaciencia, por dos señoritas disfrazadas de dominó1 de color rojo, cuya identidad no pudo determinar, aunque ellas estaban perfectamente informadas acerca de todo tipo de historias de sus épocas de estudiante y de médico interno. Al poco tiempo habían abandonado el palco al que lo habían invitado con auspiciosa amabilidad con la promesa de volver muy pronto y sin máscaras; pero como ya hacía tanto tiempo que se habían marchado, él, impaciente, prefirió bajar al patio donde esperaba reencontrarse con las dos sospechosas apariciones. Por más que se esforzara en intentar identificarlas en su alrededor, no logró verlas por ningún lado. En lugar de ello, sin embargo, fue otra mujer la que se colgó de repente de su brazo: era su esposa, que acababa de alejarse de un desconocido cuya melancolía, conducta indiferente y acento extranjero, aparentemente polaco, habían inicialmente despertado su curiosidad, pero que de repente la había asustado con una palabra, soez y descarada, que la había herido. Y así, marido y mujer se sentaron, contentos en el fondo de haber escapado pronto a una mascarada decepcionantemente banal, como dos amantes, entre otras tantas parejas enamoradas, en el salón bufé con ostras y champán, charlando alegremente, como si acabaran de conocerse, en una comedia de galantería, resistencia, seducción e indulgencia. Tras un veloz recorrido en coche de punto a través de la blanca noche invernal, se estaban abrazando en su casa en una embriaguez amorosa como hacía tiempo no habían sentido de manera tan ardiente. Una mañana gris los había despertado a primera hora. Sus ocupaciones habían llamado a su marido a la cabecera de los pacientes a una hora muy temprana. Sus deberes de ama de casa y de madre apenas le habían permitido descansar. Dado que la jornada había transcurrido en el ámbito prefijado de las tareas y labores cotidianas, la pasada noche, de principio al fin, ya se había desvanecido de su memoria; y solo ahora, cuando ambos habían terminado su día de trabajo, la niña se había ido a acostar y no se esperaba ninguna molestia de ninguna parte, las figuras evanescentes del salón de baile, tanto la del melancólico desconocido como la de las muchachas disfrazadas de dominós rojos, irrumpieron en la realidad; y aquellas experiencias insignificantes se vieron repentinamente rodeadas, de manera mágica y dolorosa, por la apariencia engañosa de oportunidades perdidas. Preguntas inofensivas y, sin embargo, capciosas; respuestas ambiguas y traviesas se alternaban de una y otra parte; a ninguno de los dos se le escapó el hecho de que el otro no hablaba con una sinceridad total, por lo que ambos se sintieron inclinados a una moderada venganza. Ambos exageraron el nivel de atracción que les habrían irradiado sus desconocidos socios del salón de baile; ambos se burlaron de los celos que mostraba el otro y negaron los propios. Pero de la charla fácil sobre las inútiles aventuras de la noche pasada derivaron en una conversación más seria sobre esos deseos ocultos, apenas sospechados, que pueden provocar turbias y peligrosas vorágines incluso en el alma más clara y pura; y hablaron de los recovecos más secretos por los que apenas sentían añoranza y adonde el viento incomprensible del destino podría conducirlos algún día, aunque solo fuera en una ensoñación. Porque por más que ambos se pertenecieran de manera incondicional en cuerpo y alma, ellos sabían perfectamente que ayer no había sido la primera vez que en torno a ellos había soplado un hálito de aventura, libertad y peligro. Temerosos, atormentándose a sí mismos y con una curiosidad malsana, intentaron sonsacarse confesiones recíprocas y rebuscaron dentro de sí mismos un hecho cualquiera por indiferente que fuera, una vivencia, aunque fuera insignificante, que se pudiera tomar como expresión de lo indecible, y cuya sincera confesión tal vez pudiera aliviarlos de una tensión y una desconfianza que poco a poco empezaban a hacerse insoportables. Albertine, ya fuera la más impaciente, la más honesta o la más amable de los dos, fue la que primero encontró el valor para comunicarse abiertamente, y con voz un tanto vacilante preguntó a Fridolin si recordaba al joven que, una noche del pasado verano en la costa danesa, estaba sentado con dos oficiales en la mesa vecina y que, al recibir un telegrama durante la cena, se había despedido apresuradamente de sus amigos.

Fridolin asintió.

—¿Qué pasó con él? —preguntó.

—Ya lo había visto por la mañana —respondió Albertine—, mientras él subía apresuradamente las escaleras del hotel con un maletín amarillo. Me miró, pero solo se detuvo unos pasos más arriba, se volvió hacia mí y nuestras miradas se encontraron. No me sonrió; al contrario, me pareció que su rostro adquiría un gesto de adustez. Muy probablemente a mí me pasara lo mismo, pues estaba emocionada como nunca lo había estado. Todo el día permanecí perdida en ensoñaciones en la playa. Si me hubiera llamado, de ello creí estar segura, no me habría podido resistir. Me sentía dispuesta a cualquier cosa. Pensé que estaba decidida a renunciar a ti, a la niña, a mi futuro; creí en efecto estar absolutamente decidida y, al mismo tiempo, ¿lo entenderás?..., tú me resultabas más querido que nunca. Precisamente esa tarde, quizá te acuerdes todavía, sucedió que nosotros estuvimos hablando sinceramente de mil cosas, también de nuestro futuro y de la niña, como no lo habíamos hecho en mucho tiempo. Al atardecer estábamos sentados en el balcón, cuando él pasó por la playa sin mirar hacia arriba y me alegré de verlo. Sin embargo, acaricié tu frente y besé tus cabellos, al tiempo que en mi amor por ti había un sentimiento de enorme compasión dolorosa. Por la noche me puse muy guapa, tú mismo me lo dijiste, y llevaba una rosa blanca en la cintura. Quizá no fuera casualidad que el extraño se sentara cerca de nosotros con sus amigos. No me miró, pero yo estuve barajando la idea de levantarme, acercarme a su mesa y decirle: «Aquí estoy, amado mío, tú eres la persona a la que estaba esperando, tómame». En ese momento le entregaron un telegrama, él lo leyó, se puso pálido, susurró unas palabras al más joven de los dos oficiales y salió del salón lanzándome una mirada enigmática.

—¿Y? —preguntó Fridolin secamente cuando ella se quedó en silencio.

—Nada más. Solo sé que a la mañana siguiente me desperté con cierta ansiedad. No sabía qué era lo que más me preocupaba: si el que se marchara o el que se quedase. Pero cuando al mediodía comprobé que había desaparecido, respiré aliviada. No me preguntes más, Fridolin, te he contado toda la verdad. También tú experimentaste algo en esa playa, lo sé.

Fridolin se levantó, anduvo de un lado a otro de la habitación un par de veces y luego dijo:

—Tienes razón. —Se quedó junto a la ventana, con el rostro en penumbra—. Por la mañana —comenzó con una voz velada un poco hostil—, a veces muy temprano, antes de que te levantaras, yo solía ir a pasear sin rumbo por la orilla del mar, por las afueras del pueblo; y, por muy temprano que fuera, el sol caía siempre luminoso y cálido sobre el mar. Como bien sabes, había pequeñas casas de campo en la playa, cada una encerrada en sí misma, como formando un pequeño mundo propio, algunas con jardines rodeados de vallas de madera y otras rodeadas de bosque, y las casetas de baño estaban separadas de las casas por la carretera y un trozo de playa. Casi nunca encontraba gente a hora tan temprana y nunca vi gente bañándose. Una mañana, sin embargo, percibí de improviso una figura femenina que nunca hasta entonces había visto y que, en la estrecha terraza de una de las casetas de baño plantadas en la arena, avanzaba con cautela poniendo un pie delante del otro con los brazos extendidos hacia atrás, contra la pared de madera. Era una chica muy joven, tal vez de unos quince años, con su rubio cabello suelto cayéndole sobre los hombros y un lado de su delicado pecho. La joven, que miraba hacia delante, hacia el agua, y se deslizaba lentamente a lo largo de la pared, con la mirada baja fija en la otra esquina, de repente estaba frente a mí. Echando las manos hacia atrás como si quisiera agarrarse con más fuerza, levantó la mirada y de repente me vio. Un temblor recorrió su cuerpo, como si ella estuviera a punto de caerse o de huir. Pero como solo podía moverse muy lentamente sobre la estrecha tabla, decidió pararse. Allí estaba inmóvil, primero con el susto en el rostro, después el enojo y, finalmente, la vergüenza. De repente, ella sonrió, sonrió maravillosamente. Era un saludo, sí, una señal de sus ojos, y al mismo tiempo, como una leve burla. Tocó con su pie el agua que me separaba de ella y luego estiró su joven y delgado cuerpo, feliz de su belleza y, como era fácil de notar, orgullosa y dulcemente emocionada por el resplandor de mi mirada que sintió sobre ella. Así que nos quedamos uno frente al otro, quizá unos diez segundos, con los labios entreabiertos y los ojos parpadeantes. Instintivamente, extendí mis brazos hacia ella. La entrega y la alegría estaban en su mirada. Pero de repente meneó violentamente la cabeza, soltó un brazo de la pared e hizo un gesto imperioso para que me fuera; y como no estaba dispuesto a obedecer, un ruego, una súplica apareció en sus ojos de niña, de tal manera que no tuve más remedio que darle la espalda lo más rápidamente posible y reanudar mi camino. No me volví para mirarla, y no por consideración, por obediencia o por caballerosidad, sino porque tras su última mirada sentí una conmoción que iba más allá de cualquier otra cosa que hubiera experimentado anteriormente, hasta el extremo de que estuve a punto de desmayarme.

Él se quedó callado.

—¿Y cuántas veces más —preguntó Albertine, mirando al frente y sin ningún énfasis— hiciste después ese mismo camino?

—Lo que te he contado —respondió Fridolin— sucedió casualmente el último día de nuestra estancia en Dinamarca. Tampoco sé qué habría pasado en otras circunstancias. Y no me hagas más preguntas, Albertine.

Él seguía de pie junto a la ventana, inmóvil. Albertine se levantó y se acercó a él, con los ojos húmedos y oscuros y el ceño ligeramente fruncido.

—En el futuro debemos contarnos estas cosas inmediatamente —dijo ella.

Él asintió en silencio.

—Prométemelo.

Él la atrajo hacia sí.

—¿Acaso no lo sabes? —preguntó, aunque su voz seguía siendo dura.

Ella tomó sus manos, las acarició y lo miró con ternura. En el fondo de aquellos ojos, él podía leer su pensamiento. Ahora pensaba en otras vivencias más reales, en las vivencias de juventud de Fridolin, de algunas de las cuales estaba al tanto, ya que él, complacido por su celosa curiosidad, en los primeros años de su matrimonio la había puesto al corriente; incluso, como a menudo le parecía, le había revelado cosas que habría sido preferible haberse guardado para sí mismo. En aquel momento, lo sabía, muchos recuerdos la asaltaban y no se sorprendió cuando pronunció, como en un sueño, el nombre medio olvidado de una de sus jóvenes amantes. Pero sonó como un reproche, como una leve amenaza.

Él se llevó las manos de su mujer a los labios.

—En cada ser, créeme, aunque suene demasiado fácil decirlo, en cada ser que pensé que amaba, siempre te estaba buscando a ti. Lo sé mejor de lo que tú puedas creer, Albertine.

Ella sonrió con tristeza:

—¿Y si también a mí se me hubiera ocurrido buscar antes otros hombres? —dijo. La mirada de Fridolin cambió y se volvió fría e impenetrable.

Como si la hubiera pillado en una falsedad, en una traición, él dejó que las manos de ella se deslizaran fuera de las suyas; pero ella dijo:

—Ay, si supierais… —De nuevo guardó silencio.

—¿Si supiéramos qué? ¿Qué quieres decir con eso?

Ella respondió con extraña dureza:

—Poco más o menos lo que te imaginas, cariño.

—Albertine, ¿hay algo que me hayas ocultado?

Ella asintió y miró al frente con una extraña sonrisa. A él le surgían dudas increíbles y sin sentido.

—No acabo de entenderlo del todo —dijo—. Tenías apenas diecisiete años cuando nos comprometimos.

—Dieciséis, sí, Fridolin. Y, sin embargo —dijo, mirándole fijamente a los ojos—, no dependió de mí el que fuera virgen al matrimonio.

—¡Albertine!

Ella se puso a contar:

—Fue en el Wörthersee, Fridolin, poco antes de nuestro compromiso. Una hermosa tarde de verano, un joven muy guapo estaba parado junto a mi ventana, mirando hacia la grande y amplia pradera. Estábamos charlando y en el curso de esa conversación pensé…, sí, escucha lo que estaba pensando: ¡Qué joven tan amable y encantador! Ahora solo tendría que decir una palabra —por supuesto, tendría que ser la correcta— y saldría a verlo al prado y me iría con él adonde quisiera, tal vez al bosque. O incluso mejor, habríamos tomado un bote para bogar juntos por el lago. Y esa noche él podría haber tenido todo lo que quisiera de mí. Sí, eso es lo que pensé. Pero aquel joven encantador no dijo la palabra; me besó la mano con suavidad, y a la mañana siguiente me preguntó si quería ser su esposa. Y dije que sí.

Fridolin, molesto, soltó su mano.

—Y si esa noche —dijo— alguien más hubiera estado junto a tu ventana y a él se le hubiera ocurrido la palabra correcta, por ejemplo… —Se quedó pensando qué nombre debería pronunciar, pero ella extendió a la defensiva los brazos.

—Cualquier otra persona, quienquiera que hubiera sido, podría haber dicho lo que quisiera, pero eso poco le habría ayudado. Y si no hubieras sido tú el que estaba frente a la ventana —ella le sonrió levantando la mirada—, entonces la noche de verano probablemente tampoco hubiera sido tan agradable.

Él torció la boca burlonamente:

—Eso es lo que dices ahora, y tal vez es lo que piensas. Pero…

Alguien llamó a la puerta. La criada entró e informó de que la sirvienta de la Schreyvogelgasse había venido para pedir que el médico fuera a casa del consejero, que de nuevo se había puesto muy grave. Fridolin salió a la antesala. Supo por la criada que el consejero había sufrido un ataque y estaba muy mal. Él prometió ir de inmediato.

—¿Vas a irte? —preguntó Albertine mientras él se disponía rápidamente a marcharse, en un tono tan enojado como si deliberadamente la estuviera ofendiendo.

Fridolin respondió, casi asombrado:

—Tengo que hacerlo.

Ella suspiró levemente.

—Espero que no sea tan grave —dijo Fridolin—. Hasta ahora, tres centígramos de morfina han sido suficientes para que supere el ataque.

La criada le había traído el abrigo de piel. Fridolin besó a Albertine bastante distraído en la frente y en la boca, como si la conversación de la última hora se hubiera borrado ya de su memoria, y se apresuró a alejarse.

1 Una túnica de la clerecía veneciana, sin mangas y con capucha, que, cuando cayó en desuso, fue utilizada como disfraz en los carnavales de la ciudad.