Relatos de lo cotidiano - Julio Calisto Hurtado - E-Book

Relatos de lo cotidiano E-Book

Julio Calisto Hurtado

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Beschreibung

En dos o tres páginas, estos cuentos nos pasean por Chile, desde el norte seco a las lluvias del sur, y por el mundo, desde Tanzania a Egipto o Estados Unidos. A la variedad geográfica de los escenarios se suma la mirada plural de los distintos narradores, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, y hasta un simpático perrito que nos plantea la soledad del amo que lo recogió en una plaza pública donde lo abandonaron recién nacido. Los temas también son variados, van desde el deporte -atletismo, rugby, fútbol, andinismo- a la pasión amorosa y el engaño. No falta la muerte violenta, acaso justificada por el deleznable actuar de la víctima, pero homicidio al fin. El amor filial y el de pareja, los sueños, expectativas y fracasos de personas anónimas, con las que cualquier lector se identificará fácilmente, brotan de anécdotas sencillas, narradas en el lenguaje del día a día. Es el mundo de hoy y la vida que nos ha tocado vivir, presentadas con talento por el autor. Relatos que, sin duda, interpretarán más de alguna vivencia íntima de cada lector.

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Relatos de lo cotidianoAutor: Julio Calisto Editorial Forja General Bari N° 234, Providencia, Santiago-Chile. Fonos: 56-224153230, [email protected] Edición electrónica: Sergio Cruz Primera edición: diciembre, 2021. Prohibida su reproducción total o parcial. Derechos reservados.

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor. Registro de Propiedad Intelectual: N° 2021-A-10815 ISBN: Nº 9789563385519 eISBN: Nº 9789563385526

A mi querida familia y a todos mis amigos, compañeros de aventuras que me han servido de inspiración para estas líneas.

Prólogo

La aventura como recurso

Cuando niño, mi pasión por los libros era más bien débil, por no decir inexistente. Me costaba mucho entusiasmarme con las lecturas que el colegio imponía y tampoco tenía a mano una biblioteca exuberante en la que pudiera perderme para encontrar ese libro diferente, capaz de volarme la cabeza. A eso se sumaba una pasión distinta que, con muy pocos años, había estallado en mí: el fútbol. Mis horas libres las consumía corriendo detrás de una pelota. Soñaba dribleando jugadores, marcando un gol como en ese tiempo pudo haberlo hecho Carlos Caszely, gritando junto a la barra con los puños apretados y la boca deformada por la emoción. Si algo leía con gusto era la revista Barrabases; cuando no, la revista Estadio, que alimentaban a partes iguales mi imaginario futbolístico. No me animaba mucho la imagen de un niño leyendo con el gesto concentrado y el cuerpo inmóvil. A las claras prefería la otra, la de un cuerpo en movimiento, la frente sudorosa y la mente despierta intentando anticiparme a los movimientos del rival del turno. Sin embargo, todo cambió cuando un profesor me explicó que leer era como hacer un viaje o vivir una aventura, que había que entrar en los libros como el explorador que se interna en una selva desconocida o en un mundo perdido. «Y es tan fácil viajar así, solo basta con abrir un libro y dejarse llevar por las páginas», dijo el profesor.

Aquello obró en mí como una epifanía. Desde entonces, los libros se convirtieron en mundos en los que yo me interno con la excitación y la curiosidad de los exploradores de antaño, como Livingstone pudo hacerlo en el corazón de África; como Scott y Amundsen, en el Polo Sur, o George Mallory y Andrew Irvine, en el Everest.

Ese descubrimiento me transformó en un lector converso, pero también me llevó a exigir a toda historia que leo la necesidad del viaje, la obligatoriedad de la aventura.

Escribo esto precisamente porque los cuentos de Julio Calisto tienen encarnados en su ADN el viaje y la aventura. No importa la naturaleza de ese viaje, da igual si el cuento versa sobre una vicisitud amorosa –como ocurre en «Ramiro el italiano»– o si trata del intento por llegar a la cima de un cerro –como ocurre en «Ascenso», donde los protagonistas buscan conquistar la cumbre del Ojos del Salado–, invariablemente la prosa y el imaginario de Julio se conjugarán para sacarnos de nuestro mundo y llevarnos a viajar por el suyo en una experiencia que el lector agradecerá.

La propuesta narrativa de Julio es simple, no echa mano a tramas enrevesadas ni se ocupa de incluir excesivos juegos literarios. Para él, un cuento es un espacio que debe ser llenado por una historia, y el primer mandamiento al que él adscribe como autor es que en esa historia ocurran cosas. Y en ese plan, Julio tiene el oficio para enganchar al lector y mantenerlo en vilo a lo largo de todo el cuento. En «El boxeador», por ejemplo, un joven viaja a Canadá siguiendo los consejos de un tío que le habla maravillas de ese país. Una vez ahí, socorre una muchacha dominicana a la que tres delincuentes intentaban asaltar. Gracias a las clases de boxeo que le enseñara su padre, el muchacho se las arregla sin problemas con el trío, y la muchacha se lo agradece con tanta efusividad que terminan emparejados. Pero de ahí en más la vida del muchacho al lado de la señorita se complicará, secuestrando el interés del lector que tendrá que llegar hasta el final para saber cómo se resuelve la historia. Los cuentos de Julio están llenos de peripecias, siempre pasa algo.

Por otro lado, la mayoría de las historias que encontrarán en este volumen tiene un asidero real: o las vivió Julio, o conoció a un amigo que le tocó vivir algo parecido, o lo leyó en un diario o una revista. Claro, no tal cual él las cuenta, porque en el proceso de escritura la imaginación mete su cola y Julio se deja llevar, mechando episodios biográficos con aquellos que las musas le susurran al oído mientras escribe. Recuerdo la sorpresa de todos sus compañeros del taller de escritura de Vitamayor –donde nos conocimos, yo como profesor, y él como alumno– cuando confesó que el cuento «La princesa del Nilo» se originaba en un suceso real vinculado a su familia. Y así ocurrió también con otros cuentos.

En este sentido, las experiencias que Julio desarrolla en sus cuentos responden, de alguna manera, a su espíritu curioso que lo ha llevado a emprender diferentes aventuras, sobre todo deportivas, a lo largo de su vida. Más allá de haberse graduado como ingeniero civil mecánico en la universidad, Julio ha sido también rugbista, maratonista, triatleta, montañista y actor. Por lo mismo, a nadie debería extrañar entonces esta nueva cruzada que ha emprendido, la de la escritura.

Los invitó a leer estas historias, a dejarse llevar por ellas, por el imaginario de Julio, por sus mundos interiores y exteriores vaciados con tanta gracia en cada uno de sus cuentos. Como alguien dijo por ahí, una vida no contada no es vida. Y aunque estos textos no sean necesariamente autobiográficos, la vida de Julio se asoma cada tanto entre las líneas de sus historias. Vengan a compartirla con él, vengan a vivirla con él, será una linda aventura.

Marcelo Simonetti, periodista y escritor.

El gato y el loro

Me casé con Gloria apenas me titulé, mis suegros no lo aceptaban sin ese requisito. Ella aún no se había recibido.

Llenos de pasión, al año nos había llegado el primer hijo, el segundo también vino rapidito y fue el último.

Hace poco celebré mi primer medio siglo, amorosa mi mujer se preocupó de celebrarme e intentar romper el hielo que se estaba dando entre nosotros. Los hijos ya se habían ido, había soledad en nuestro hogar.

Conversamos con preocupación sobre el sentimiento del nido vacío, afortunadamente aún nos sentíamos jóvenes y cada uno tenía su trabajo y sus pasatiempos.

Para llenar el hogar y sentirnos acompañados, decidimos comprar un gato y un loro.

Eran mi compañía cuando llegaba a la casa, siempre mucho antes que mi señora, situación que no me molestaba, me había acostumbrado. Leía, escuchaba música, trataba de enseñar algunas palabras al loro y jugaba con el gato.

Un día, estando en mi rutina habitual con ellos, escuché claramente: “¡Cuidado te están engañando!”. Dudé de si lo había soñado o realmente lo había escuchado.

Le dije al loro, “por favor, loro, repite lo que dijiste; por favor, lorito, habla”, pero no tuve respuesta.

Estaba en eso, cuando escuché nuevamente: “¡Cuidado te están engañando!”.

En la casa no había nadie, es decir si el que habló no había sido el loro tendría que haber sido el gato. Tamaña fue mi sorpresa. No le pedí que repitiera para no quedar en ridículo, solo me limité a agradecerle que me hubiera advertido de esta situación no sospechada y le hice mucho cariño.

Me quedé pensando en todas las oportunidades que tiene Gloria de engañarme y posiblemente yo ya no le resulto atractivo.

Desgraciadamente empecé a dormir mal, no lograba sacarme la idea de la cabeza, así que busqué en internet agencias de detectives y elegí “Vivir tranquilo”, especialista en estos casos.

Me reuní en privado con René, quien se presentó como el dueño, asegurándome total privacidad y secreto profesional.

Me pidió muchos antecedentes de la vida de ella. No era barato, pero decidí contratarlo. Me dijo que antes de sesenta días tendría respuesta.

En mi trabajo tengo variados quehaceres, uno de ellos es ir a hacer depósitos y a sacar dinero de los bancos para el pago de los sueldos. Previo a esta responsabilidad, gerencia me mandó a un curso de defensa personal, se me entregó un revólver y una navaja de tamaño respetable.

Un día tocó pago de sueldos. Como de costumbre fui al banco, manejando con precaución y mirando a mi alrededor.

En Santiago la mayoría de los autos son blancos, es decir, es un buen color para confundirse entre ellos, sin embargo, uno me llamó la atención porque siempre se mantenía a una distancia prudente de la mía, en la autopista.

Cuando tomé la salida 8 B también lo hizo, curioso; no me alteré, pensé que pudo haber sido una coincidencia.

Retiré el dinero y, al salir, vi que el auto que me seguía estaba estacionado muy cerca del mío.

Por precaución y cumpliendo con el protocolo, metí mi mano al bolsillo y tomé la pistola, afortunadamente no hubo de su parte ninguna provocación, por lo que no la tuve que usar.

Al día siguiente, salí de la oficina para visitar a un cliente, nuevamente vi que el mismo auto blanco me seguía. Al salir de la reunión también estaba ahí.

Di un rodeo y fui por atrás del chofer y le coloqué el cuchillo en su garganta.

–¿Quién eres? ¡Habla, desgraciado!

Como no respondió, le hice un corte; la sangre le corrió, al sentirla se asustó y dijo:

–Señor, no me mate yo solo hago mi trabajo.

–¿Qué trabajo?

–Seguirlo a usted.

–¿Quién te envió?

–Don René, de la oficina de detectives.

Tremenda sorpresa.

Partí furioso donde René y le expuse:

–Bonito su accionar, los he contratado para que investiguen a mi mujer y resulta que al que persiguen es a mí.

Después de presionarlo mucho y al no encontrar explicaciones lógicas, me explicó que también mi señora los había contratado para que descubrieran si yo la engañaba.

Inédito, pero fue así. Maldito gato que se burló de nosotros dos.

Ramiro, el italiano

Ramiro era hijo único y vivía con su mamá. A su padre hace años que no lo veía, pero esto no le impidió tener una vida ordenada, asistiendo a una escuela donde hizo amigos con los que jugaba a la pelota. Se recibió de técnico en diseño industrial y, con su cartón bajo la manga, se presentó a muchos trabajos sin lograr ser contratado; solo consiguió uno de mozo que estaba muy debajo de sus aspiraciones en lo intelectual y en lo económico. La mitad de lo que ganaba se lo daba a su madre, con el saldo compraba euros, ya que soñaba poder obtener la nacionalidad italiana heredada de su abuela materna quien había llegado de pequeña a Chile; con ello podría emigrar a Italia en busca de un mejor futuro económico.

Después de múltiples trámites y un año de espera, logró el visado. Para celebrar, invitó a su mamá a una heladería que a ambos les gustaba mucho.

Al momento de recibir los barquillos, le dieron un topetón que hizo caer las bolas del helado sobre él. Ramiro giró, vio a una muchacha, que inmediatamente se disculpó y, a su lado, a Miguel, uno de sus buenos amigos del liceo.

Se sentaron los cuatro en una mesa, se pusieron al día contándose lo que había sido de sus vidas en los últimos años. Miguel contó que se había recibido de abogado y que estaba entrando al mundo de la política; Ramiro le dijo que dentro de muy poco partiría a Italia. En un momento en que Miguel fue al baño, Sylvia, la joven que lo acompañaba, le pasó un papelito a Ramiro donde estaba escrito un número telefónico y un “llámame”.

Ramiro le envió un WhatsApp a Sylvia y quedaron de reunirse en una plaza muy cerca de la heladería. Fue a la reunión muy intrigado, pero todo fue muy agradable; la conversación fue muy fluida y daba la impresión de que se habían conocido hacía muchísimo tiempo. Se despidieron con un simple adiós, pero se prometieron seguir comunicados.

Ramiro se sintió bien, nunca había tenido una experiencia de ese tipo, en otras condiciones estaba seguro de que muy pronto se hubiera enamorado. Puso paños fríos en su cabeza, sabiendo que en dos semanas más partiría por mucho tiempo.

Para su sorpresa, Sylvia lo invitó a un aperitivo a su departamento. Todo marchó lindo, a las ocho de la noche ya llevaban cada uno dos piscolas y una hora después compartían la cama.

Al regresar a su casa se sintió caminando en las nubes, se pellizcó preguntándose si era cierto lo que había ocurrido. Fue la última vez que se vieron, después compartieron lindos mensajes telefónicos.

Nunca las despedidas fueron alegres, pero en este caso Ramiro consideró que su mamá estaba tranquila, muy consciente de que la partida era lo mejor para su hijo.

Duros primeros meses tuvo que soportar en Milán, sin contactos ni conocer el idioma. Al tercer mes logró trabajar en una tintorería como operador de máquinas, lo que fue un alivio para no comerse la plata que le quedaba y también poder enviarle algo a su madre.

La comunicación con Sylvia se había cortado y le pareció bien, lo mejor era romper todo vínculo con ella y con Chile. Un día recibió un WhatsApp donde ella le contó que estaba embarazada. Se puso pálido, pidió el día para irse a la pieza donde vivía. Repasaba lo acontecido, se preguntaba cómo tanta coincidencia; por otro lado, le emocionó la idea de que iba a ser papá. Le contestó preguntándole si estaba segura; aunque pensó que era bien tonta la pregunta, igual lo hizo.

En los siguientes meses no tuvieron comunicación. Al octavo mes de esa noche apasionada, Sylvia le pidió plata: necesitaba comprar todo lo necesario para recibir a la guagua y le adjuntó una foto mostrándole una abultada panza, lo que a Ramiro lo conmovió y, sin dudar, le hizo una transferencia de todo su sueldo de ese mes. Tiempo después recibió una nueva foto de una guagua con un escrito: Hola, papá, mándame plata. Esta frase lo desconcertó, pero sintió que debía responder y así lo hizo sagradamente todos los meses. Aunque la comunicación con Sylvia era nula, cada cierto tiempo recibía fotos mostrando cómo crecía el bambino. Con tristeza se dio cuenta de que todos sus planes de ahorro se habían ido al tacho.

Le había prometido a su madre que volvería a visitarla cuando cumpliera tres años de su partida, lo que cumplió. Le escribió a Sylvia: Iré a Chile. No recibió respuesta.

Tuvo un emocionante encuentro con su madre. Al día siguiente fue al departamento donde vivía Silvia, nadie respondió. Un vecino le informó que se había ido hacía tiempo. No supo qué hacer, por primera vez se preguntó si era cierto lo del embarazo y si él sería realmente el papá de la guagua.

Fue a la sede del partido político donde militaba su amigo Miguel, pensando que él podría ser el único que le diera información. En el comando le dijeron que concurría habitualmente, pero que no tenía horario. Se quedó todo el día haciéndole guardia, no tuvo suerte. Con angustia y desesperación regresó al día siguiente y, cuando creía que ya no vendría, vio venir a una pareja. Estaba seguro de que era Miguel acompañado de Sylvia.

Sintió la aceleración de los latidos de su corazón, pero no perdió la calma, se acercó, Miguel lo saludó cariñosamente y le presentó a su señora; ella, compungida, le dio la mano y se excusó diciendo que debía entrar a una reunión, pero lo dejó muy invitado para que le contara sus andanzas por Europa.

Catafalco

Soy el primogénito de ocho hermanos. Asistí a la escuela rural que quedaba cerca del fundo donde vivía con mi familia en la Séptima Región. Mi padre decidió enviarme a Santiago para que cursara la educación media. Así el mundo se te abrirá, me dijo, mira que los de la capital son re avispados. Reclamé la decisión, pero era guerra perdida y así fue como llegué a la casa de la hermana de mi papá, donde fui bien recibido.

En el colegio me hice de algunos amigos que me apodaron “el Huaso” en vez de llamarme Diego. La verdad es que no me gustaba nadita estudiar, creo que muchas veces los profesores me regalaban el cuatro para que pasara de curso ya que les hacía gracia este espécimen tan distinto y algo abrutado. Yo solo quería egresar para volver al campo, pero mi papá insistió en que estudiase alguna carrera técnica. Esta diferencia de opinión hizo que la comunicación se cortara. Me amenazó con quitarme la mesada y el pago a la tía, cosa que cumplió al yo negarme a seguir estudiando.

Mi tía no sabía si obedecer a su hermano o apoyarme, me había tomado cariño; trató de ser el puente, pero de nada sirvió. Temiendo un quiebre familiar pidió que me fuera, pero me ofreció la alternativa de ir como segundo administrador a un campo de un amigo cerca de Coyhaique. Muy contento acepté.

No tuve problemas para adaptarme a ese clima hostil, de paisajes hermosos, una naturaleza potente con la que feliz me comunicaba. Me dieron un caballo y adopté tres perros que me acompañaban adonde fuera. Disfrutaba de la soledad y la majestuosidad de esos parajes, la música del viento deleitaba mis oídos e inflaba mis pulmones.

Cuando cumplí veintiún años me ofrecieron administrar un campo más al sur, por la carretera austral, un poco antes de llegar al río Murta. Acepté el desafío y pedí que la mitad de mi sueldo fuera para ir pagando un pedazo de campo, porque quería tener lo propio. Partí con mis perros, “la soledad es dura, así que mejor estar acompañado”.

En una de mis primeras salidas a recorrer la hacienda, me encontré con un tipo que se veía muy cansado y lo ayudé llevándolo a casa. En un mal castellano, me explicó que se llamaba Bill, que venía de Canadá y que andaba recorriendo para establecerse en la zona.

Emocionado me contó que estos lugares eran el paraíso en la Tierra y que sería buen negocio traer turistas para que pudieran pescar. Me propuso hacer un lodge de pesca. Yo ni conocía esa palabra, pero consideré que sonaba bonito.

Bill me prometió que enviaría dólares para que construyera cabañas hasta que me alcanzara la plata y me pidió que encontrara los mejores lugares para la pesca, pues los turistas entre más piques recibían, más pagaban. Cuando llegaron los dólares, renuncié a la pega, quise dedicarme por entero a sacar adelante el proyecto.

¡Lindo mi campo! Elegí el sitio donde pondríamos las cabañas, lo malo era que las lagunas no tenían peces. Gigante problema, pues sin ellos no había negocio. Bill me dijo que introdujera ovas y luego alevines, advirtiéndome que era trabajo delicado y muy técnico. Lo realicé alegremente gozando de la aventura que todo ello creaba. Desgraciadamente el resultado fue malo.

–¿Qué se te ocurre, Huaso Diego? –me preguntó.

Caminando bajo una enorme luna llena, vi en una laguna cercana, que no estaba en mi propiedad, cómo saltaban las truchas buscando atrapar insectos. Ahí estaba la solución, sería un método más eficiente y menos engorroso: decidí trasladar truchas vivas, sabía que había otras lagunas llenas y serían fáciles de pescar.

Construí un catafalco, una especie de conteiner de un metro de largo, cuarenta centímetros de ancho y cincuenta de alto para el traslado, lo llené de agua y puse dentro un oxigenador conectado al enchufe del encendedor de la camioneta.

Partí temprano para ejecutar el primer traslado. En un bote de goma salí a pescar, las fui depositando en un balde y, cuando se llenaba, iba a la orilla a vaciar el contenido en el catafalco. Al mediodía ya tenía cien, meta que me había propuesto, solo me faltaba regresar y arrojar las truchas a mis lagunas.

Le escribí a Bill contándole de mi logro, me prometió que vendría pronto. Juntos construimos cuatro cabañas, más la nuestra, y seguimos acarreando peces. El futuro nos sonreía.