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La tradición del retiro espiritual es evangélica. Jesús se retiró al desierto durante cuarenta días antes de iniciar su vida pública, y lo mismo hizo san Pablo después de su conversión. Ya César, Cicerón y Plinio hablaban de la conveniencia del recessus, la acción de retirarse a un lugar solitario, pues "no estoy menos solo que cuando estoy solo", decía Cicerón. San Ambrosio añadirá un sentido radicalmente cristiano, al recordarnos que cuando estamos en gracia nunca estamos solos. Cuando se acallan las voces del mundo y se recoge uno en sí mismo, entonces, en esa soledad, se siente y se goza la cercanía de Dios. Estas meditaciones son fruto de una larga experiencia del autor como predicador. Siguen un temario clásico y tratan de ayudar al alma a ponerse en presencia de Jesús, escucharlo y considerar luego la propia vida, qué agradecer y qué mejorar.
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Seitenzahl: 272
Veröffentlichungsjahr: 2020
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MICHELE DOLZ
RETIRO ESPIRITUAL
El silencio. Escucha y diálogo con Jesús
EDICIONES RIALP
MADRID
Título original: Ritiro spirituale
© 2019 by Edizioni Ares
© 2020 by EDICIONES RIALP, S.A.,
Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid
(www.rialp.com)
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopias, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Realización ePub: produccioneditorial.com
ISBN (edición impresa): 978-84-321-5309-9
ISBN (edición digital): 978-84-321-5310-5
ÍNDICE
PORTADA
PORTADA INTERIOR
CRÉDITOS
INTRODUCCIÓN RETIRO
1. AMOR DE DIOS
EL HOMBRE, CRIATURA ESPECIAL
HIJOS DE DIOS
2. SANTIDAD
LUCHA INTERIOR
VOCACIÓN
3. PECADO
Pecado venial y pecados de omisión
Lucha contra el pecado
4. TIBIEZA
LOS SÍNTOMAS
LOS REMEDIOS
5. MUERTE
EL VALOR DE LAS COSAS TERRENAS
EL TESORO DEL TIEMPO
6. JUICIO
LA HORA DE LA VERDAD
EXAMEN DE CONCIENCIA
7. INFIERNO
PENAS ETERNAS
PURGATORIO
8. CIELO
PENSAR EN EL CIELO
ESPERANZA
9. ENCARNACIÓN
LA ATRACCIÓN DE CRISTO
BUSCARLO, ENCONTRARLO, AMARLO
CRISTO VIVE EN MÍ
10. DESPRENDIMIENTO
LIBERTAD INTERIOR
SEÑALES DE VERDADERA POBREZA
11. TRABAJO
SANTIFICAR EL TRABAJO, SANTIFICARSE EN EL TRABAJO
12. OBEDIENCIA
OBEDECER POR AMOR
CARACTERÍSTICAS DE LA OBEDIENCIA
13. APOSTOLADO
AMISTAD Y CONFIDENCIA
NO PODEMOS CALLAR
14. FE
HUMILDAD
LA IGLESIA ESTÁ EN NUESTRAS MANOS
15. HUMILDAD
MANIFESTACIONES
CRECER
16. FRATERNIDAD
¿QUIÉN ES MI PRÓJIMO?
DISPUESTOS A CUALQUIER SACRIFICIO
17. EUCARISTÍA
EL PAN DE VIDA
ACCIÓN DE GRACIAS
18. ORACIÓN
RECOGIMIENTO
Almas de oración
19. CRUZ
La cruz verdadera
MORTIFICACIÓN
20. MARÍA
AUTOR
INTRODUCCIÓN RETIRO
EN LA WIKIPEDIA ITALIANA SE LEE: «Los retiros espirituales son medios de formación ascética orientados a favorecer el crecimiento en la intimidad con Dios durante un día entero o varias jornadas. Obligatorio para los sacerdotes, religiosos y miembros de instituciones con vocación divina, están aconsejados a los fieles laicos al menos alguna vez en la vida, hasta el punto de que está prevista una indulgencia especial para los fieles que participan en retiros espirituales mensuales. En los retiros espirituales, gracias a las meditaciones, a la lectura espiritual y a los largos ratos ante el Santísimo Sacramento, según la espiritualidad cristiana es más fácil formular propósitos de conversión, de renovación y mejora de la vida interior, de apostolado y hasta descubrir la propia vocación en la Iglesia».
La tradición del retiro espiritual es evangélica. Jesús se retiró cuarenta días al desierto antes de su misión pública. También lo hizo san Pablo, después de su conversión: «Cuando Dios, que me eligió desde el seno de mi madre y me llamó por medio de su gracia, se complació en revelarme a su Hijo, para que yo lo anunciara entre los paganos, de inmediato, sin consultar a ningún hombre y sin subir a Jerusalén para ver a los que eran Apóstoles antes que yo, me fui a Arabia y después regresé a Damasco. Tres años más tarde, fui desde allí a Jerusalén para visitar a Pedro, y estuve con él quince días»[1].
Retiro deriva de recessus. César, Cicerón y Plinio lo utilizan como sustantivo para indicar la acción de marcharse, retirarse, a un lugar solitario. De alguna manera era un refinado ideal del mundo antiguo. Cicerón utiliza la expresión común numquam minus solus sum quam cum solus sum («nunca estoy menos solo que cuando estoy solo»). Y san Ambrosio la tomó del De officis (3,1) de Cicerón y la transcribió en su propio De officis (3,1,2) dándole un sentido radicalmente cristiano. Porque el cristiano en gracia de Dios no está nunca solo, Cristo vive en él. Y cuando hace callar las voces del mundo para recogerse en sí mismo, entonces, en esa soledad, se goza de la cercanía del Señor.
Por eso en el cristianismo primitivo, ya en el siglo III, surgieron los eremitas. La tradición quiere que el primer eremita haya sido Pablo de Tebes, en Egipto, también llamado san Pablo el primer eremita. Su discípulo Antonio es el más famoso de los eremitas de aquel tiempo, gracias a la biografía de Atanasio de Alejandría. Antonio se rodeó de numerosos discípulos en el desierto del Alto Egipto. Desde allí, el ideal eremítico se difundió por todo el oriente. San Agustín, aunque llevaba una vida bien distinta, estaba fascinado. Su narración es tan hermosa que merece ser leída.
Cierto día que estaba ausente Nebridio —no sé por qué causa— vino a vernos a casa, a mí y a Alipio, un tal Ponticiano, conciudadano nuestro por africano, que servía en un alto cargo de palacio. Yo no sé qué era lo que quería de nosotros. Nos sentamos a hablar, y por casualidad clavó la vista en un códice que había sobre la mesa de juego que estaba delante de nosotros. Lo tomó, lo abrió, y resultó ser —muy sorprendentemente, por cierto— el apóstol Pablo, porque pensaba que sería alguno de los libros cuya explicación me preocupaba. Entonces, sonriéndose y mirándome con agrado, me expresó su admiración de haber hallado por sorpresa delante de mis ojos aquellos escritos, y nada más que aquellos, pues era cristiano y fiel, y muchas veces se postraba delante de ti, ¡oh Dios nuestro!, en la iglesia con frecuentes y largas oraciones.
Y como e indiqué que aquellas Escrituras ocupaban mi máxima atención, tomó la palabra y comenzó a hablarnos de Antonio, monje de Egipto, cuyo nombre era celebrado entre tus fieles y nosotros ignorábamos hasta entonces. Al advertirlo, detuvo su narración para darnos conocer a tan gran varón, que nosotros desconocíamos, y le sorprendió nuestra ignorancia. Quedamos estupefactos oyendo tus probadas maravillas realizadas en la verdadera fe, en la Iglesia católica, siendo en época tan reciente y cercana a nuestros tiempos. Todos nos admirábamos: nosotros, por ser cosas tan grandes, y él, por sernos tan desconocidas.
Ponticiano pasó entonces a hablarnos de las comunidades que viven en monasterios, y de sus costumbres, llenas de tu dulce perfume, y de los fértiles desiertos del yermo, de los que nada sabíamos. Y aún en el mismo Milán había un monasterio, extramuros de la ciudad, lleno de buenos hermanos, bajo la dirección de Ambrosio, y que también desconocíamos. Alargaba Ponticiano la conversación y se extendía más y más, oyéndole nosotros atentos y en silencio[2].
En toda la Edad Media se multiplicaron los cenobios como retiros permanentes y era normal que los monasterios tuvieran estancias disponibles para quien quisiera retirarse durante algún tiempo. Personas santas como Guillermo de Saint-Thierry, san Bernardo o santa Gertrudis proponían unos spiritualia exercitia para practicar en aquellas circunstancias. San Ignacio de Loyola con sus Ejercicios Espirituales dio a esta práctica una sistemática que dura hasta nuestros días.
Pío XII quiso aclarar que la fórmula ignaciana, cuya bondad estaba comprobada por siglos de práctica, no podía considerarse la única. «En cuanto a las diversas formas con que tales ejercicios piadosos suelen practicarse, tengan todos presente que, en la Iglesia terrena, no de otra suerte que en la celestial, hay muchas moradas, y que la ascética no puede ser monopolio de nadie. Uno solo es el Espíritu, el cual, sin embargo, “sopla donde quiere”, y por varios dones y varios caminos dirige a la santidad a las almas por él iluminadas. Téngase por algo sagrado su libertad y la acción sobrenatural del Espíritu Santo, que a nadie es lícito, por ningún título, perturbar o conculcar»[3].
Las meditaciones que siguen están pensadas para un retiro espiritual y son fruto de la experiencia. Observan un temario clásico y quieren ayudar al alma a ponerse delante de Jesús, a escucharlo y a revisar con él la propia vida. Se sirven principalmente del Evangelio y los demás libros de la Sagrada Escritura. Y recogen los consejos de santos de todos los tiempos. El lector encontrará a veces largas citas de escritos de los santos, pero es intencional, porque ¿qué mejores guías podríamos encontrar?
El retiro espiritual puede tener una duración variada. Aquí se ha escogido la fórmula más larga, con veinte meditaciones. Estas se dirigen principalmente a quien está ya versado en la vida interior y trata de practicar lo que aquí se aconseja. Pero la esperanza es que puedan servir a todos como puntos de reflexión en «la soledad acompañada de tu corazón»[4].
Aquí se afrontarán varios temas tradicionales de la espiritualidad y de la ascética cristiana. Tengamos cuidado de no considerarlos compartimentos estancos, sino diversos lados de una única vida cristiana, la nueva vida en Cristo. Y lo que vivifica todo es la calidad. Basta leer las conocidas palabras de san Pablo, que pueden hacer desistir de la búsqueda de una perfección egocéntrica: «Aunque yo hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como una campana que resuena o un platillo que retiñe. Aunque tuviera el don de la profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia, aunque tuviera toda la fe, una fe capaz de trasladar montañas, si no tengo amor, no soy nada. Aunque repartiera todos mis bienes para alimentar a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, no me sirve para nada»[5].
[1]Gal 1,15-18.
[2]2 S. Agustín, Las Confesiones 8,14-15.
[3] Pío XII, Mediator Dei, 223.
[4] S. Josemaría ESCRIVÁ, Amigos de Dios, 180.
[5]1 Cor, 13, 1-3.
1. AMOR DE DIOS
«LA MISMA NATURALEZA QUE NOS circunda enseña a todos los fieles a honrar a Dios. El cielo y la tierra, el mar y todo lo que en ellos se encuentra proclama la bondad y la omnipotencia de su Creador. Y la maravillosa belleza de los elementos, puestos a nuestro servicio, ¿no exige acaso de nosotros, criaturas inteligentes, una acción de gracias?»[1].
Sí, el primer paso en el camino hacia Dios es reconocer que somos criaturas como todos los demás seres, pero criaturas puestas por el Creador en medio del jardín de la creación. Jesús mismo, en su humanidad, abre los ojos frente a tanta profusión de bien: «Mirad los lirios del campo, cómo van creciendo sin fatigarse ni tejer. Yo os aseguro que ni Salomón, en el esplendor de su gloria, se vistió como uno de ellos»[2].
La creación es obra de Dios, dejemos estar ahora todas las teorías científicas sobre su comienzo y desarrollo. Dios ha creado todo de la nada. «En el principio Dios creó el cielo y la tierra»[3]. Y desde siempre el hombre ha visto en la creación la huella del Creador y ha admirado —y a veces temido— su poder junto a su belleza. San Pablo percibe de manera tan evidente este paso que condena sin remedio a quién no ha sido capaz de darlo:
Todo cuanto se puede conocer acerca de Dios está patente ante ellos: Dios mismo se lo dio a conocer, ya que sus atributos invisibles —su poder eterno y su divinidad— se hacen visibles a los ojos de la inteligencia, desde la creación del mundo, por medio de sus obras. Por lo tanto, aquellos no tienen ninguna excusa. En efecto, habiendo conocido a Dios, no lo glorificaron ni le dieron gracias como corresponde. Por el contrario, se extraviaron en vanos razonamientos y su mente insensata quedó en la oscuridad. Haciendo alarde de sabios se convirtieron en necios, y cambiaron la gloria del Dios incorruptible por imágenes que representan a hombres corruptibles, aves, cuadrúpedos y reptiles. Por eso, dejándolos abandonados a los deseos de su corazón, Dios los entregó a una impureza que deshonraba sus propios cuerpos, ya que han sustituido la verdad de Dios por la mentira, adorando y sirviendo a las criaturas en lugar del Creador[4].
Por el contrario, lo santos, como Jesús, han sido grandes contemplativos de la creación. Basta leer el conmovido Cántico de las criaturas de san Francisco:
Alabado seas, mi Señor,
en todas tus criaturas,
especialmente en el hermano sol,
por quien nos das el día y nos iluminas.
Y es bello y radiante con gran esplendor.
De ti, Altísimo, lleva significación.
Alabado seas, mi Señor,
por la hermana Luna y las estrellas,
en el cielo las formaste claras y preciosas y bellas.
Alabado seas, mi Señor, por el hermano viento
y por el aire, y la nube y el cielo sereno, y todo tiempo,
por todos ellos a tus criaturas das sustento.
Alabado seas, mi Señor, por la hermana agua,
la cual es muy humilde, y preciosa y casta.
Alabado seas, mi Señor, por el hermano fuego,
por el cual iluminas la noche,
y es bello, alegre, vigoroso, y fuerte.
Este sentimiento es común a muchísimos santos. Santa Teresa, por ejemplo, decía que podía hacer oración mirando los geranios del patio. ¿Por qué ha creado Dios el mundo? Siendo perfecto y completo, siendo la suma belleza y bondad, nada necesitaba. No hay cosa alguna que pueda añadir bondad o perfección a Dios. Él lo ha creado todo por amor, para compartir su bondad. San Buenaventura enseña: «No para acrecer su propia gloria, sino para manifestarla y comunicarla»[5]. Más poéticamente decía santo Tomás: «Abierta la mano de la llave del amor, las criaturas vinieron a la luz»[6].
Dios además no solo ha creado, sino que mantiene cada cosa en su ser. Si Dios quisiera, este ser o incluso todo el universo desaparecería en un instante. Por eso se dice que Dios es providente y que su providencia gobierna el mundo según aquella lex aeterna que todo hace funcionar. Y todo esto por amor.
San Gregorio Nacianceno exhortaba a los fieles a darse cuenta del amor divino presente en todas las cosas:
Reconoce de dónde te viene la existencia, la respiración, la inteligencia, la sabiduría y —lo que es más importante— el conocimiento de Dios, la esperanza del reino de los cielos, el honor que compartes con los ángeles, la contemplación de la gloria que esperas, ahora como en un espejo y de modo confuso, pero a su tiempo del modo más pleno y puro. Reconoce, además, que te has convertido en hijo de Dios, coheredero con Cristo y, por usar una imagen atrevida, ¡eres el mismo Dios!
¿De dónde te vienen tantas y tales prerrogativas? Si, además, queremos hablar de los dones más humildes y comunes, dime, ¿quién te permite ver la belleza del cielo, el curso del sol, los ciclos de la luz, las miríadas de estrellas y toda esa armonía y orden que siempre se renueva maravillosamente en el mundo, haciendo alegre la creación como el sonido de una cetra? ¿Quién te concede la lluvia, la fertilidad de los campos, el alimento, el gozo del arte, el lugar donde habitas, las leyes, el estado y, añadamos, la vida de cada día, la amistad y el placer de tu parentela?
¿Quién te ha colocado como señor y rey de todo lo que hay sobre la tierra? Y, para detenerme en cosas más importantes, te pregunto aún: ¿quién te regaló esas características tuyas que te aseguran la plena soberanía sobre los seres vivientes? Fue Dios.
¿Y qué te pide Él, a cambio de todo esto? El amor. Te pide constantemente, primero y sobre todo, amor a Él y al prójimo[7].
EL HOMBRE, CRIATURA ESPECIAL
En el vértice de la creación está el hombre, querido por Dios con un estatuto especial. «Dijo Dios: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza. Que domine sobre los peces del mar, las aves del cielo, los ganados, sobre todos los animales salvajes y todos los reptiles que se mueven por la tierra”. Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y mujer los creó»[8].
Con el hombre Dios tiene una relación de verdadera paternidad. «El Señor Dios se paseaba por el jardín a la hora de la brisa»[9]. Adán y Eva eran admitidos a una intimidad con él no requerida por la naturaleza humana y no compartida con ninguna otra criatura. Es la elevación del hombre al orden sobrenatural, su participación —por don totalmente gratuito e inmerecido— en la naturaleza divina, su introducción en la intimidad trinitaria. «Partícipes de la naturaleza divina»[10], escribe san Pedro.
Por esta elevación Dios se revela a sí mismo al hombre. Él, «que habita en una luz inaccesible»[11], quiere comunicar su vida divina a los hombres para hacerlos hijos adoptivos. «Al revelarse a sí mismo, Dios quiere hacer a los hombres capaces de responderle, de conocerle y de amarle más allá de lo que ellos serían capaces por sus propias fuerzas»[12].
Esta elevación no es de ninguna manera debida a la naturaleza humana. Dios hubiera podido crear a los hombres inteligentes y libres dejándolos en el estado creatural. En el cuento In disco si posó, Dino Buzzati imagina una raza de extraterrestres que conocen ciertamente a Dios, pero no tienen ninguna relación con él y se asombran de la familiaridad de los humanos con el Creador. Por eso el salmista canta, lleno de admiración:
Cuando veo los cielos, obra de tus dedos,
la luna y las estrellas, que tú pusiste,
¿qué es el hombre, para que de él te acuerdes,
y el hijo de Adán, para que te cuides de él?
Lo has hecho poco menor que los ángeles,
le has coronado de gloria y honor.
Le das el mando sobre las obras de tus manos.
Todo lo has puesto bajo sus pies:
ovejas y bueyes, bestias del campo,
aves del cielo, peces del mar,
cuanto cruza las rutas del piélago.
¡Dios y Señor nuestro,
qué admirable es tu nombre en toda la tierra![13].
Esta inserción nuestra en Dios se realiza a través de la segunda Persona, el Hijo: somos hijos en el Hijo. «Cristo, siendo único, no ha querido estar solo sino que ha querido que nosotros seamos herederos del Padre y herederos con él»[14], observa san Agustín. Y nosotros exultamos junto con el apóstol Juan: «Mirad qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de Dios, ¡y lo somos! […] Queridísimos: ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como es»[15].
Aquí hay que detenerse un momento porque toda esta bondad de Dios con nosotros (apenas apuntada en estos párrafos) resulta incomprensible para muchos, o al menos difícil de aceptar. Y si falta la certeza de que Dios me ama, la vida cristiana —tal como Cristo nos la ha traído— es imposible, y la fe, un verdadero tormento. Es preciso comprender que Dios tiene por mí no un amor cualquiera, sino un amor que no se ha visto jamás en esta tierra, un amor desmesurado, infinito como él.
En las religiones, en general, desde los cultos neolíticos hasta las grandes religiones estructuradas de la antigüedad, se nota la tendencia a temer a la divinidad: ese dios es un ser potente e incontrolable que puede hacerme daño, y a veces me lo hace (catástrofes, enfermedades, derrotas, etc.). Yo debo agradarle y tengo que aplacarlo con sacrificios y libaciones. Las manifestaciones de misticismo suelen ser una excepción. El homo religiosus lleva en sí mismo ante todo el temor de Dios.
Pero el verdadero Dios se ha presentado desde el principio de manera bien distinta. Ha creado el hombre a su imagen y semejanza, lo ha dotado de bienes sobrenaturales para admitirlo en su intimidad, le ha ofrecido todo su amor. Después llegó el pecado, la rebelión del hombre contra un Dios tan bueno. Y con el pecado llegó el miedo. «Cuando oyeron la voz del Señor Dios que se paseaba por el jardín a la hora de la brisa, el hombre y su mujer se ocultaron de la presencia del Señor Dios entre los árboles del jardín. El Señor Dios llamó al hombre y le dijo: “¿Dónde estás?”. Este contestó: “Oí tu voz en el jardín y tuve miedo porque estaba desnudo; por eso me oculté”»[16].
Es imposible recordar aquí todas las veces que en la Sagrada Escritura aparece la expresión «no tengas miedo» en los labios de Dios, de Jesucristo, de los ángeles. Es un hecho que todos llevamos dentro este germen, después de la caída original. Por eso es necesario descubrir el amor de Dios por cada uno. Este descubrimiento es obra de la gracia y hay que pedirlo al Señor. Pero podemos preparar el terreno con una asidua meditación de las manifestaciones de amor que Dios nos ha dejado en la Escritura.
San Josemaría Escrivá, en los últimos años de su vida, entre 1970 e 1975, emprendió viajes en América y en Europa que llamaba catequesis, porque en ellos enseñaba el espíritu cristiano a grupos de millares de personas. En aquellos encuentros le gustaba repetir esta exhortación de san Juan: «En el amor no hay temor, sino que el amor perfecto echa fuera el temor, porque el temor supone castigo, y el que teme no es perfecto en el amor. Nosotros amamos, porque él nos amó primero»[17].
Mas para vivir de lleno en el gozo que deriva de esta certeza es necesario conocer a Dios en lo que se le puede conocer en esta tierra. Conocerlo a través de su manifestación visible: Jesucristo.
Se narra que a los veinte años Alejandro Magno recibió de su padre como regalo un caballo especial, que nadie había conseguido montar. Se llamaba Bucéfalo, y también con él se mostró demasiado salvaje e indómito. Muchos aconsejaron a Alejandro buscarse otro caballo y no perder el tiempo, pero él estaba empeñado en domarlo. Al cabo de tres meses, y a pesar de las caricias y las palabras amigables, no lo había conseguido. Hasta que un día se dio cuenta de que el caballo tenía siempre la cabeza baja, especialmente en las jornadas de pleno sol, y pensó que quizá tenía miedo del sol. Entonces, mientras el astro resplandecía en lo alto, Alejandro agarró la cabeza de la bestia y con gran esfuerzo se la levantó hacia el sol. Bucéfalo lo miraba por primera vez. Alejandro notó que desde entonces los ojos del caballo se volvían cada vez más dóciles y que mantenía la cabeza siempre alta y orgullosa. Entonces lo montó y se lanzó en una carrera al galope por las llanuras de Macedonia.
Bucéfalo había vencido el miedo a mirar el sol.
¿Por qué tener miedo de mirar a ese Dios que «quiere ser más amado que temido, que quiere ser no tanto Señor sino Padre?»[18].
HIJOS DE DIOS
Somos hijos de Dios. «La filiación divina es una verdad gozosa, un misterio consolador. La filiación divina llena toda nuestra vida espiritual, porque nos enseña a tratar, a conocer, a amar a nuestro Padre del Cielo, y así colma de esperanza nuestra lucha interior, y nos da la sencillez confiada de los hijos pequeños. Más aún: precisamente porque somos hijos de Dios, esa realidad nos lleva también a contemplar con amor y con admiración todas las cosas que han salido de las manos de Dios Padre Creador. Y de este modo somos contemplativos en medio del mundo, amando al mundo»[19].
«Si Dios nos ha creado, si nos ha redimido, si nos ama hasta el punto de entregar por nosotros a su Hijo unigénito, si nos espera —¡cada día!— como esperaba aquel padre de la parábola a su hijo pródigo, ¿cómo no va a desear que lo tratemos amorosamente? Extraño sería no hablar con Dios, apartarse de Él, olvidarle, desenvolverse en actividades ajenas a esos toques ininterrumpidos de la gracia»[20].
La primera consecuencia de la filiación divina es la serenidad, la paz, porque a Dios, nuestro Padre, le gustamos tal como somos. Naturalmente él no quiere el pecado, pero nos readmite en su intimidad apenas nos mostramos contritos. No raramente se observa en personas adultas un cierto rechazo de sí mismas, quizá un residuo de la adolescencia. Personas que no se gustan, que sufren a la vista de sus defectos, verdaderos o no. El pensamiento de que Dios les «adora» aun con sus defectos les cura ese mal y les permite afrontar con serenidad y con vigor la lucha por mejorar y por levantarse enseguida —como deportistas— después de cada derrota, porque el Señor es su mejor «fan».
Es necesario reflexionar frecuentemente sobre nuestra filiación divina para hacer de ella el fundamento de nuestra vida espiritual. La paternidad de Dios debe ser tema frecuente de nuestra meditación y del diálogo con Jesús. Hay que suplicar al Señor que nos dé esta conciencia.
Otra consecuencia es el vivo deseo de corresponder a tanto amor, de devolver amor por amor. Y esto se manifiesta en el cumplimiento generoso, por amor, de los momentos de oración y de las prácticas de piedad que nos hemos fijado: lo que muchos llaman «plan de vida espiritual».
A nadie se le escapa que en este cumplimiento se puede caer en la lógica de la observancia, limitándose a hacer las cosas porque así está establecido, o por otros motivos ajenos a Dios. Así, lo que estaba pensado como alas para volar alto se transforma en un elemento neurótico. Si hoy no repito tal oración o si me salto la meditación… ¡no pasa absolutamente nada! Pero si amo al Señor sentiré haberlo descuidado y rectificaré enseguida, con humildad y libertad interior. Son prácticas que no hago por mí, sino por él. Ocurre lo mismo en el amor humano. Una vieja canción de Claudio Baglioni recitaba: «E me lo chiami amore, questo amore / che non si sa nemmeno che cos’è! / Può darsi che per te / così già possa andare / ma ci hai pensato se sta bene a me?»[21]. Pensar si a él le basta, lejos de producirme inquietud, me da paz y me estimula a responder con todo el amor que puedo. Y el amor libera.
Escuchemos a san Agustín:
¿Quién me concederá descansar en ti? ¿Quién me concederá que, vengas a mi corazón y le embriagues, para que olvide mis maldades y me abrace contigo, único bien mío? ¿Qué es lo que eres para mí? Apiádate de mí para que te lo pueda decir. ¿Y qué soy yo para ti, para que me mandes que te ame y si no lo hago te aíres contra mí y me amenaces con ingentes miserias? ¿Acaso es ya pequeña la misma miseria de no amarte? ¡Ay de mí! Dime, por tus misericordias, Señor y Dios mío, qué eres para mí. Di a mi alma: «Yo soy tu salvación». Que yo corra tras esta voz y te dé alcance. No quieras esconderme tu rostro. Muera yo para que no muera y pueda verlo[22].
[1] San León Magno, Discursos 1,2.
[2]Mt 6, 28-29.
[3]Gn 1, 1.
[4]Rm 1,19-25.
[5] San Buenaventura, In libros sententiarum 2,1,2,2,1.
[6] Santo Tomás DE AQUINO, In libros sententiarum 2, prol.
[7] S. Gregorio NACIANCENO, Discurso 14, 23-25.
[8]Gn 1,26-27.
[9]Gn 3,8.
[10]2 Pe 1,4.
[11]1 Tim 6,16.
[12]Catecismo de la Iglesia Católica, 52.
[13]Sal 8,4-10.
[14] S. Agustín, Discurso 72, A, 8.
[15] 1 Jn 3,1-2.
[16]Gn 3,8-10.
[17] 1 Jn 4,18-19.
[18] S. Pedro CRISÓLOGO, Discurso 108.
[19] S. Josemaría ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, 65.
[20] S. Josemaría ESCRIVÁ, Amigos de Dios, 251.
[21] «¿Y me lo llamas amor, este amor / que no se sabe ni siquiera qué es? / Puede que para ti / pueda bastar así / pero ¿has pensado si me basta a mí?».
[22] S. Agustín, Confesiones 1,5.
2. SANTIDAD
DIOS«NOS ELIGIÓ ANTES DE LAcreación del mundo para que fuéramos santos y sin mancha en su presencia, por el amor; nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por Jesucristo»[1]. Así se dirige san Pablo a los fieles de Éfeso, y en ellos a todos los cristianos. Dios llama a todos a ser santos, y esto desde la eternidad, antes de la creación del mundo. A Dios la categoría del tiempo se aplica solo por analogía: está fuera del tiempo, es eterno. Pero la expresión paulina sirve para aclarar que el proyecto divino para cada uno de nosotros es que seamos santos «por el amor», llenos de amor; y santos en cuanto hijos de Dios, como hijos llenos de confianza en el Padre; más, hijos identificados con el Hijo, Jesucristo. Es difícil minusvalorar la importancia de estas palabras del apóstol.
Pero, ¿qué quiere decir santos? Hoy se habla con frecuencia de la santidad, pero con la misma frecuencia se ignora el sentido de esta propuesta-proyecto divina. A veces se piensa en los grandes santos de la historia, que han realizado obras imponentes en servicio de la Iglesia y de las almas: desde la fundación de grandes órdenes religiosas, a admirables y audaces empresas misioneras, o al martirio. Muchos de esos santos fueron enriquecidos con dones especiales por parte de Dios, fenómenos místicos extraordinarios, capacidad de hacer milagros, y mucho más. Se trata de personas realmente santas pero, en la práctica, inimitables. Y, por tanto, desanimantes. Si es verdad que Dios pide a todos la santidad, lo es también que no puede pedir «esa» santidad, por sí misma excepcional. Otras veces se minimiza la santidad confundiéndola con la simple adhesión a la Iglesia y con una genérica «vida buena». Tampoco resulta estimulante, ni puede ser la respuesta a la exigencia que el Señor Jesús predica en el evangelio. ¿Entonces?
En la Sagrada Escritura «santo» se dice de Dios. Él es el único santo. Por extensión se llaman santos los lugares donde se manifiesta su divinidad, como la zarza ardiente o el santuario del templo; los objetos en contacto con Dios, como el arca de la alianza; y sobre todo las personas que muestran más visiblemente a Dios, como los profetas y los sacerdotes. De manera especial hay que notar que los primeros cristianos, los de las cartas apostólicas, se llamaban santos: «Saludad a todos los santos en Cristo Jesús. Os saludan los hermanos que están conmigo. También os saludan todos los santos, en especial los de la casa del César»[2]. Así escribe san Pablo a los filipenses. Fácilmente se comprende que el santo es el hombre de Dios, el hombre lleno de amor de Dios y, si miramos el ejemplo de aquella primera generación cristiana, el hombre identificado con Cristo. En su catequesis itinerante de los años setenta, san Josemaría enseñaba que ser santo quiere decir ser buen cristiano, parecerse a Cristo; el que más se parece a Cristo es más cristiano, más de Cristo, más santo.
San Alfonso María de Ligorio escribía: «Toda la santidad y la perfección de un alma consiste en amar a Jesucristo, nuestro sumo bien y nuestro salvador. El que me ama, dice el mismo Jesús, será amado de mi Padre (cfr. Jn 14,21)»[3].
La vida cristiana consiste en enamorarse de Jesucristo, en seguirlo, atraídos por el perfume de su vida. La santificación no tiene su centro en la lucha contra el pecado, no es algo negativo ni consiste esencialmente en difíciles especulaciones ni es esfuerzos hercúleos de la voluntad. La vida cristiana tiene su centro en Cristo, objeto de nuestro amor. Se funda en la confianza en Jesús, nuestro hermano mayor, que es hombre y comprende, que es nuestro amigo, que ha venido a salvar el mundo y no a condenar. La vida cristiana es una continua acción de gracias, porque Dios está de nuestra parte, junto a nosotros, con nosotros, en nosotros.
La santidad, solía decir san Francisco de Sales, no consiste en las visiones, sino en el amor. No consiste ni siquiera en el esfuerzo, como si se tratase de un autoperfeccionamiento, sino en el amor de Dios. Amor a Dios, a Jesús, ser conscientes de que Él nos ama, nos predispone a un compromiso mayor vivido con alegría. Son muchos los personajes del evangelio que, atraídos por Jesús, son capaces no solo de cambiar de vida sino de llevar a cabo grandes acciones: la samaritana, de pecadora se convierten en apóstol de su ciudad; María de Betania derrama sobre Jesús un perfume costosísimo; Zaqueo decide distribuir sus riquezas; el endemoniado de Gerasa le pide quedarse a su lado; los apóstoles dan la vida por él…