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Todo el mundo sabe lo que pasa si se juega con fuego… Tres años atrás, Finn Westbrook lo había perdido todo, pero estaba decidido a recuperar el lugar que le correspondía, empezando por conseguir la victoria en un concurso de televisión que le aseguraría un puesto como chef ejecutivo en el restaurante más selecto de Nueva York. Lo que no había previsto era que la atracción por su rival, Lara Dunham, le desbaratara los planes. Lara había sudado el delantal para conseguir aquella oportunidad y tenía que emplearse a fondo en el concurso. ¡Pero solo podía pensar en cuánto le gustaría sacar a su adversario de la cocina y llevarlo a la cama!
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Seitenzahl: 166
Veröffentlichungsjahr: 2016
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2014 Jackie Braun Fridline
© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Rivalidad amorosa, n.º 2596 - junio 2016
Título original: Falling for Her Rival
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-8150-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Reunir los ingredientes
LARA Dunham movió un centímetro hacia la derecha la ramita de albahaca que coronaba una pechuga de pollo salteada, sobre una cama de risotto y puntas de espárrago. Luego dio un paso atrás y la observó junto con la editora de la revista Home Chef.
–Sigue sin quedar bien del todo –dijo la editora.
Tampoco sabía bien, pero Lara se guardó el comentario. La comida preparada para las sesiones fotográficas siempre se cocinaba poco para que retuviera humedad, y al arroz le faltaba sal. Pero como estilista, no le correspondía juzgar.
–A mí no me gusta el plato cuadrado –dijo.
Hacía que el plato resultara asiático en lugar de italiano, pero lo había sugerido la editora y Lara sabía por experiencia que era mejor hacerle caso y que ella misma se diera cuenta de que se había equivocado.
Tal y como esperaba, la mujer tardó unos segundos en acceder al cambio. Lara llamó a su asistente.
–Trae el plato redondo con el borde dorado. Y cambiemos las velas y los servilleteros –también habían sido sugeridos por la editora–. La plata resulta demasiado formal.
Cuarenta y cinco minutos más tarde, con la mesa preparada al gusto de Lara, el fotógrafo tomó las fotografías que se publicarían en la portada de la revista de la edición de octubre.
–Otra fantástica sesión –comentó la editora mientras recogían el estudio–. Debería seguir siempre tus consejos. Nadie consigue que la comida parezca tan apetitosa como tú.
Lara aceptó el cumplido con una inclinación de la cabeza. El estilismo gastronómico era su trabajo y lo hacía bien. Su obsesión por el detalle la había convertido en una afamada profesional.
Quizá por eso seguía doliéndole que su padre la considerara una fracasada.
«Los que saben cocinar, cocinan. Los que no, se dedican al estilismo culinario».
Esas eran las palabras del legendario restaurador Clifton Chesterfield.
Tras pagarle los estudios en la mejor escuela de cocina del país, la había enviado dos años al extranjero para aprender técnicas de cocina en La Toscana y en el sur de Francia. Su padre había decidido que Lara seguiría sus pasos y que algún día dirigiría su emblemático restaurante de Nueva York, el restaurante al que él había dedicado cada hora de su vida desde que Lara tenía uso de razón.
¿No era lógico que Lara hubiera desarrollado una fobia a los restaurantes y que le recriminara haber puesto su trabajo por delante de su familia?
Por eso, con la arrogancia propia de los veinte años, se había rebelado… violentamente.
Con la perspectiva que le daban sus treinta y tres años, Lara era consciente de que había llevado su oposición demasiado lejos. Había criticado públicamente a su padre y su amado restaurante, y se había casado con el único crítico de Manhattan que había osado dar una puntuación baja al Chesterfield.
Su matrimonio con Jeffrey Dunham había durado tan poco como el aire en el suflé de un aprendiz, pero para entonces el daño estaba hecho y su padre le había retirado la palabra.
Seis años más tarde, era lo bastante adulta y madura como para saber que se había perjudicado a sí misma. La mayor ironía era que había decidido dejar el estilismo y dedicarse a la cocina con el deseo añadido de ganarse el respeto de su padre.
Pero cuando había acudido a él, un año atrás, su padre había roto su silencio solo para decirle que no pensaba contratarla ni siquiera como pinche. Y puesto que él no la contrató, tampoco consiguió trabajo en ninguna de las cocinas de la ciudad. Tal era la reputación de Clifton Chesterfield.
Pero por fin tenía la oportunidad de demostrarle que podía ser una buena chef, y Lara no iba a desperdiciarla.
Salió del estudio para tomar un taxi. Tenía el tiempo justo para llegar al centro. En el cielo se arremolinaban nubes cargadas de lluvia y Lara no tenía paraguas. Se retiró el flequillo que el peluquero había insistido en dejarle en su última sesión y alzó el brazo para llamar a un taxi. En cuanto este se detuvo, corrió hacia él y llevó la mano a la manija en el mismo momento en que lo hacía un hombre. Sus dedos se rozaron y ambos retrocedieron.
–¡Oh! –exclamó Lara, no solo por la sorpresa, sino porque el hombre era espectacularmente guapo.
Mientras que la mayoría de los que se veían en la calle a aquellas horas tenían aspecto de ejecutivos, el que tenía delante iba con unos vaqueros gastados y una cazadora impermeable. Parecía un surfista. Tenía el rostro bronceado y un cabello castaño con mechas aclaradas por el sol. Una barba incipiente le sombreaba la mandíbula y enmarcaba una relajada sonrisa que parecía contrastar con la intensidad de sus ojos grises.
–¿Piedra, Papel o Tijera? –preguntó él.
–Vale –dijo Lara, confiando en que no empezara a llover.
–A la de tres –dijo el hombre. Lara asintió con la cabeza. Y al unísono, dijeron–: Una, dos, tres.
Él extendió la mano boca arriba mientras que Lara sacó dos dedos e imitó el movimiento de una tijera a la vez que decía:
–La tijera corta el papel.
Él sacudió la cabeza.
–Estaba seguro de que ibas a sacar una piedra.
–Siento haberte desilusionado.
–Yo no diría que me hayas desilusionado.
El hombre abrió la puerta para ella, pero antes de cerrarla, se inclinó hacia el interior. Su expresión se había transformado y reflejaba la misma intensidad que sus ojos.
–Ya que me dejas sin transporte, puedo… ¿Puedo pedirte un favor?
–Supongo que sí –contestó Lara con cierta inquietud.
Pero el hombre sacudió la cabeza, y a la vez que hacía ademán de erguirse, dijo:
–Olvídalo. Es una locura
Pero Lara insistió.
–En serio, dímelo. Es lo menos que puedo hacer.
El hombre vaciló brevemente.
–Voy de camino a una cita que puede cambiarme la vida.
–¿Una entrevista de trabajo?
–En cierta forma, sí.
Lara asintió comprensiva. Era su misma situación.
–¿Qué favor querías pedirme?
Él le miró los labios.
–¿Puedo… puedo pedirte un beso de buena suerte?
Lara dejó escapar una risita nerviosa al tiempo que sintió un hormigueo en el estómago.
–Tengo que darte puntos por originalidad. Nunca había oído nada igual.
El hombre apretó los ojos con un gesto de mortificación que Lara encontró preocupantemente encantador.
–¡Qué vergüenza! Olvídalo.
Volvió a erguirse. En un segundo cerraría la puerta y el taxi arrancaría. También ella necesitaba suerte. Y qué tenía de malo dar un beso a un desconocido. En una ciudad de ocho millones de habitantes, era imposible que volvieran a coincidir. Sin pensárselo dos veces, Lara le tiró de la chaqueta y lo atrajo hacia sí.
Sus labios chocaron torpemente antes de acomodarse. La presión de los de él fue firme y delicada. Lara supuso que con eso, él se incorporaría y ella seguiría su camino. Pero el hombre posó una mano en su mejilla y se la acarició con el pulgar antes de deslizar los dedos hacia su cabello. Ella cerró los ojos y suspiró.
–¿Va a entrar o qué? –preguntó el taxista, malhumorado.
Su intervención fue como un jarro de agua fría sobre la hoguera que había estallado en el interior de Lara. El hombre sonrió, azorado.
Ella, que era poco dada a las demostraciones afectivas en público, sintió lo mismo.
–No, la señora ha ganado justamente –dijo él.
–Buena suerte –Lara alargó la mano para apretarle los dedos.
–Gracias –el hombre miró sus manos unidas–. Puede que ya no la necesite.
Luego cerró la puerta y alzó el pulgar al conductor. Cuando el coche arrancó, ya no sonreía. De hecho, sacudía la cabeza con la mirada en el suelo. Pero parecía más desconcertado que molesto, incluso cuando el cielo se abrió y empezó a diluviar.
Lara tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para recuperar la concentración. No era el momento de pensar en guapos desconocidos con labios sensuales. Se miró en el espejo retrovisor y vio que estaba despeinada y se le había borrado el lápiz de labios. No pudo evitar sonreír al pensar que había valido la pena.
Sacó su bolsa de maquillaje y aprovechó el trayecto para retocarse. Una segunda capa de mascara contribuyó a disimular el cansancio de sus ojos. Había dormido mal por los nervios.
Aquel era un gran día. Iba a saber quiénes se interponían entre ella y el lugar que le correspondía por derecho propio en la cocina del Chesterfield.
***
Suerte.
Justo lo que no había tenido Finn Westbrook desde su divorcio, dos años atrás. Y en aquel momento llegaba tarde a la mejor oportunidad de su vida por una mala jugada del azar. Aun así, viendo el taxi alejarse, no conseguía arrepentirse.
La mujer que viajaba en él no era espectacular. Tenía una nariz pequeña y pecosa; unas cejas que prácticamente desaparecían bajo el flequillo y unos labios menos llenos de lo que estaba de moda. Sus ojos verdes, de cerca, tenían pequeños reflejos dorados.
Pero en cuanto sus manos se habían tocado, Finn había sentido una descarga eléctrica y por primera vez en mucho tiempo, se había sentido atraído por una mujer. Con tanta fuerza que por un instante se había quedado sin respiración.
Y la sensación era maravillosa. Llevaba muerto demasiado tiempo. Pero aquel beso… Sentía el calor de la sangre correrle por las venas. Puso los brazos en jarras y sacudió la cabeza, perplejo.
El azar, caprichoso siempre, eligió aquel momento para hacer unas de sus apariciones. La lluvia que los había respetado durante el juego de Piedra, Papel o Tijera empezó a caer como si fuera el chorro de una manguera. Aun así, Finn solo pudo sonreír. Quizá no le iría mal una ducha de agua fría.
Pelar y cortar
PARA cuando Lara llegó a su destino había conseguido apartar el recuerdo del sexy desconocido, pero no dominar sus nervios. Pagó al taxista y, cubriéndose la cabeza con el bolso, corrió al edificio esquivando a los viandantes.
En el mostrador del vestíbulo se registró, se puso el broche con el nombre Lara Smith, y fue hacia el ascensor dando un suspiro de alivio. Primer obstáculo superado. Había temido ser reconocida a pesar del flequillo y del nombre falso.
La sala de espera de los estudios Sylvan, en el piso quince, estaba llena de gente. La flor y nata de la industria, un grupo ecléctico de seres, desde los chefs vanguardistas y sofisticados, a los de aspecto normal o incluso desaliñado. Lara sabía bien que no debía descartar a ninguno basándose en su aspecto. Todos ellos habían superado la prueba preliminar y estaban allí por lo mismo que ella: un trabajo.
No un trabajo cualquiera, sino el que le habría correspondido de no haberse rebelado. Solo su padre era capaz de restregar sal en la herida y, tras proclamar públicamente que necesitaba un sucesor, convocar a través de la televisión por cable Cuisine, un concurso: Desafío Chef. En el último episodio, ya en otoño, ella o uno de los once mejores chefs del mundo, prepararía el menú del Chesterfield.
Lara había entrado en la competición sin que su padre lo supiera y en la televisión, nadie sabía que estuviera relacionada con Clifton o con el restaurante. Había podido contar con el anonimato porque el programa era grabado. Si llegaba a la última ronda, que iba a juzgar su padre personalmente, tendría que desvelar su identidad. Entre tanto, debía preparar la mejor y más creativa comida de toda su vida.
Miró a los seis hombres y cuatro mujeres que ocupaban la sala. Con ella hacían once, así que faltaba alguien.
Estaba al lado de la puerta, mirando sus correos en el móvil, cuando oyó que se abría. El concursante número doce. Lara se volvió y se encontró cara a cara con…
–Papel –musitó, sorprendida.
Los ojos grises que la observaban se abrieron, desconcertados, antes de que la boca se curvara en una sonrisa.
–Mi nombre es Finn. Finn Westbrook –se quitó la cazadora, empapada, y la dejó en un colgador–. ¿Has disfrutado del trayecto?
–Sí, gracias. ¿Has tenido que esperar mucho a otro taxi?
–He tenido que caminar tres manzanas antes de conseguir uno.
Una gota de agua le bajó por la sien. Lara reprimió el impulso de secársela con la mano y le dio un paquete de pañuelos de papel.
–Gracias.
–Es lo mínimo que puedo hacer. De haber sabido que íbamos al mismo sitio podríamos haber compartido el taxi.
Él sacó dos pañuelos, se secó y le devolvió el paquete.
–Así que eres chef –comentó.
–Sí –y aunque estaba segura de saber la respuesta, preguntó–: ¿Tú?
–Uno de los mejores –la sonrisa con la que acompañó su fanfarronería fue tan encantadora que evitó que sonara arrogante.
–Seguro que todos los que están en esta habitación podrían decir lo mismo –respondió ella, cortante.
–Supongo que esto significa que somos adversarios –dijo él, tirando el pañuelo a una papelera.
–Eso parece –dijo Lara.
Él deslizó la mirada hacia sus labios y tras una pausa, comentó:
–¡Qué lástima!
Antes de que Lara pensara en una respuesta apropiada, un hombre salió de uno de los despachos. Debía estar en la treintena, llevaba traje y gafas, y tenía unas pronunciadas entradas. Lara lo reconoció por la ronda preliminar que había ganado hacía dos semanas. Se llamaba Tristan Wembley y trabajaba para la cadena como productor.
–Bienvenidos a los estudios Sylvan y a su programa Desafío Chef. Enhorabuena por haber llegado hasta aquí, lo que demuestra que sois grandes chefs. Otros ciento ochenta y dos no lo han conseguido. Hoy os enseñaremos la cocina del estudio; mañana y el viernes, grabaremos algunos anuncios para promocionar el programa y el lunes empezamos a grabar. Tenéis que llegar a las siete de la mañana y debéis calcular al menos diez horas de grabación.
–¡Diez horas! –exclamó alguien.
–Más bien doce –replicó Tristan, impertérrito.
Aunque el programa se emitía un día a la semana, los chefs competirían tres días durante cuatro semanas.
El tono animado de Tristan se transformó en amenazante cuando añadió:
–Mirad bien a vuestro alrededor porque la semana que viene a esta misma hora, uno de vosotros habrá sido expulsado y otra u otro estará a punto de serlo.
Lara miró a su alrededor preguntándose quién sería el primero. Cuando llegó a Finn, este resopló:
–A mí no me mires. Yo pienso llegar hasta el final.
Lara se estremeció.
–Espero que no.
Finn enarcó las cejas.
–Al menos eres sincera.
Tristan dio una palmada.
–Muy bien, chefs. Seguidme.
Finn caminó junto a Lara.
–Supongo que ahora te arrepientes del beso de buena suerte –comentó.
Ella miró alrededor para asegurarse de que nadie lo había oído.
–Tanto como tú de cederme el taxi –contestó ella en un tono tan bajo que él se inclinó para oírla y Lara habría jurado que sentía la caricia de su aliento.
–Lo ganaste –Finn miró de nuevo sus labios–. No me arrepiento de nada. Ha sido… agradable.
–¿Agradable? –repitió ella como si la descripción no le pareciera acertada
–¿Se te ocurre una adjetivo mejor? –la retó él.
Lara sacudió la cabeza.
–La verdad es que es un poco perturbador –continuó Finn.
–No sé a qué te refieres –dijo Lara inocentemente.
–Yo creo que sí –dijo él, sonriendo con satisfacción al ver que la había alterado. Luego añadió–: Quiero pedirte perdón por adelantado.
–¿Por qué?
–Por ganarte –dijo Finn con una sonrisa maliciosa.
–Eres un arrogante –dijo Lara, pero contuvo la risa a duras penas.
Por delante de ellos, Tristan continuaba hablando:
–A cada uno se os asignando un puesto de trabajo al azar. Todos son idénticos. Hoy tendréis una hora exacta para familiarizaros con él y adaptarlo a vuestras necesidades. Si algo no funciona, tenéis que notificarlo al personal antes de iros. Una vez empecemos a grabar el lunes, no se admitirán reclamaciones –concluyó con expresión severa.
El grupo había llegado a la puerta del estudio.
Como estilista culinaria, Lara contaba con la ventaja de estar familiarizada con las cámaras y los focos, pero cuando entraron, se unió a las exclamaciones de admiración de sus compañeros.
–En la televisión parece distinto –comentó Finn.
Tenía razón. En la pantalla resultaba más pequeño, casi íntimo; simulaba la cocina de un restaurante y no lo que era: un estudio gigante lleno de cables y equipos técnicos.
Los hornos y los puestos se alineaban en dos paredes; en la tercera había una despensa, un espectacular botellero de vino y un frigorífico de dos puertas, así como una máquina de helados, un equipo de congelación rápida y otros aparatos eléctricos.
El espacio permitía el libre movimiento de los concursantes y de los cámaras. Y a partir del lunes, el presentador, Garrett St. John, estaría presente, narrando lo que sucedía y entrevistándolos mientras trabajaban.
Eso preocupaba a Lara, que en el colegio siempre había obtenido malas notas en sus presentaciones orales. Según su profesora, titubeaba demasiado, hablaba deprisa y no miraba a la audiencia.
–Os recomiendo que superéis el pánico escénico –dijo Tristan–. Además de vosotros doce, habrá aquí docenas de personas trabajando. Las cámaras os enfocarán constantemente, registrando cada uno de vuestros gestos.
–¡Qué tranquilizador! –masculló Lara.
Finn, que estaba a su lado, emitió una risa que más pareció un gruñido.
Tristan siguió:
–Cuando el programa se emita, los espectadores votarán a sus favoritos, así que queremos darles tanta información como sea posible –le sonó el teléfono y dijo–: Lo siento, tengo que contestar. Ahora vuelvo –y salió.
–¿Estás nerviosa? –preguntó Finn.
Lara sacudió la cabeza fingiendo una calma que estaba lejos de sentir.
–Y yo que creía que eras sincera –bromeó él
–Bueno, un poco –admitió ella–. Pero no por la parte de cocina, sino por la de entretenimiento. Soy chef, no actriz –hizo un gesto con la mano–. Supongo que las cámaras nos ponen nerviosos a todos.
–A mí no. Si quiero ganar, no puedo estar nervioso.
–Querer no es poder.
Finn le dedicó una sonrisa arrebatadora e, inclinándose, dijo con total convicción:
–Voy a ganar.
–Ni lo sueñes, Papel –dijo Lara con firmeza.
Finn rio.
–No me equivocaba al intuir que eras una Piedra. Pero mi único sueño en este momento… –Finn fijó la mirada en los labios de Lara y rectificó–. Lo único con lo que puedo permitirme soñar es con ser el último chef que quede en esta cocina.
–Ya somos dos.
–O mejor doce –dijo con sorna un joven que estaba a la derecha de Lara.
Lara se había olvidado de la existencia de los demás concursantes mientras Finn y ella mantenían aquel intercambio cargado de insinuaciones.
Se trataba de Kirby Algo. No podía leer su apellido. Apenas superaba los veinte años y tenía un pelo que parecía cortado a machetazos.
–Pero podemos ser amables –la que habló fue una mujer rubia, de mediana edad, robusta: Flo Gimball, según ponía en su broche.
–Exactamente. Aun así, yo voy a ganar –se pavoneó un hombre de voz grave con la cabeza rapada, orejas perforadas y una larga perilla.