Rivalidad amorosa - Toda una sorpresa - En la ciudad de los amantes - Jackie Braun - E-Book

Rivalidad amorosa - Toda una sorpresa - En la ciudad de los amantes E-Book

Jackie Braun

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Beschreibung

Rivalidad amorosa Jackie Braun Tres años atrás, Finn Westbrook lo había perdido todo, pero estaba decidido a recuperar el lugar que le correspondía, empezando por conseguir la victoria en un concurso de televisión que le aseguraría un puesto como chef ejecutivo en el restaurante más selecto de Nueva York. Lo que no había previsto era que la atracción por su rival, Lara Dunham, le desbaratara los planes. Toda una sorpresa Soraya Lane Rebecca Stewart y Ben McFarlane eran muy buenos amigos y la pareja con más probabilidades de casarse. Pero la pasión estalló entre ellos justo la noche antes de que él se marchara para convertirse en un exitoso jugador internacional de polo. Tres años después, Ben volvió. Era una estrella deportiva, mientras que ella era camarera y madre soltera. Pero tenían algo muy importante en común. En la ciudad de los amantes Lucy Gordon Natasha, periodista freelance, tenía que encontrar trabajo… ¡rápido! Por eso, cuando se le presentó una oportunidad en Verona, no se lo pensó dos veces. Promocionar la ciudad le parecía un encargo de ensueño, y no le importó que hubiera sido precisamente un italiano quien le rompió el corazón unos años antes. Hasta que conoció a su nuevo jefe… que resultó ser Mario, su ex.

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Seitenzahl: 544

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 525 - mayo 2021

 

© 2014 Jackie Braun Fridline

Rivalidad amorosa

Título original: Falling for Her Rival

 

© 2015 Soraya Lane

Toda una sorpresa

Título original: His Unexpected Baby Bombshell

 

© 2015 Lucy Gordon

En la ciudad de los amantes

Título original: Reunited with Her Italian Ex

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2016

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-427-7

Índice

 

Créditos

Índice

 

Rivalidad amorosa

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Epílogo

 

Toda una sorpresa

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Epílogo

 

En la ciudad de los amantes

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

 

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Reunir los ingredientes

 

LARA Dunham movió un centímetro hacia la derecha la ramita de albahaca que coronaba una pechuga de pollo salteada, sobre una cama de risotto y puntas de espárrago. Luego dio un paso atrás y la observó junto con la editora de la revista Home Chef.

–Sigue sin quedar bien del todo –dijo la editora.

Tampoco sabía bien, pero Lara se guardó el comentario. La comida preparada para las sesiones fotográficas siempre se cocinaba poco para que retuviera humedad, y al arroz le faltaba sal. Pero como estilista, no le correspondía juzgar.

–A mí no me gusta el plato cuadrado –dijo.

Hacía que el plato resultara asiático en lugar de italiano, pero lo había sugerido la editora y Lara sabía por experiencia que era mejor hacerle caso y que ella misma se diera cuenta de que se había equivocado.

Tal y como esperaba, la mujer tardó unos segundos en acceder al cambio. Lara llamó a su asistente.

–Trae el plato redondo con el borde dorado. Y cambiemos las velas y los servilleteros –también habían sido sugeridos por la editora–. La plata resulta demasiado formal.

Cuarenta y cinco minutos más tarde, con la mesa preparada al gusto de Lara, el fotógrafo tomó las fotografías que se publicarían en la portada de la revista de la edición de octubre.

–Otra fantástica sesión –comentó la editora mientras recogían el estudio–. Debería seguir siempre tus consejos. Nadie consigue que la comida parezca tan apetitosa como tú.

Lara aceptó el cumplido con una inclinación de la cabeza. El estilismo gastronómico era su trabajo y lo hacía bien. Su obsesión por el detalle la había convertido en una afamada profesional.

Quizá por eso seguía doliéndole que su padre la considerara una fracasada.

«Los que saben cocinar, cocinan. Los que no, se dedican al estilismo culinario».

Esas eran las palabras del legendario restaurador Clifton Chesterfield.

Tras pagarle los estudios en la mejor escuela de cocina del país, la había enviado dos años al extranjero para aprender técnicas de cocina en La Toscana y en el sur de Francia. Su padre había decidido que Lara seguiría sus pasos y que algún día dirigiría su emblemático restaurante de Nueva York, el restaurante al que él había dedicado cada hora de su vida desde que Lara tenía uso de razón.

¿No era lógico que Lara hubiera desarrollado una fobia a los restaurantes y que le recriminara haber puesto su trabajo por delante de su familia?

Por eso, con la arrogancia propia de los veinte años, se había rebelado… violentamente.

Con la perspectiva que le daban sus treinta y tres años, Lara era consciente de que había llevado su oposición demasiado lejos. Había criticado públicamente a su padre y su amado restaurante, y se había casado con el único crítico de Manhattan que había osado dar una puntuación baja al Chesterfield.

Su matrimonio con Jeffrey Dunham había durado tan poco como el aire en el suflé de un aprendiz, pero para entonces el daño estaba hecho y su padre le había retirado la palabra.

Seis años más tarde, era lo bastante adulta y madura como para saber que se había perjudicado a sí misma. La mayor ironía era que había decidido dejar el estilismo y dedicarse a la cocina con el deseo añadido de ganarse el respeto de su padre.

Pero cuando había acudido a él, un año atrás, su padre había roto su silencio solo para decirle que no pensaba contratarla ni siquiera como pinche. Y puesto que él no la contrató, tampoco consiguió trabajo en ninguna de las cocinas de la ciudad. Tal era la reputación de Clifton Chesterfield.

Pero por fin tenía la oportunidad de demostrarle que podía ser una buena chef, y Lara no iba a desperdiciarla.

Salió del estudio para tomar un taxi. Tenía el tiempo justo para llegar al centro. En el cielo se arremolinaban nubes cargadas de lluvia y Lara no tenía paraguas. Se retiró el flequillo que el peluquero había insistido en dejarle en su última sesión y alzó el brazo para llamar a un taxi. En cuanto este se detuvo, corrió hacia él y llevó la mano a la manija en el mismo momento en que lo hacía un hombre. Sus dedos se rozaron y ambos retrocedieron.

–¡Oh! –exclamó Lara, no solo por la sorpresa, sino porque el hombre era espectacularmente guapo.

Mientras que la mayoría de los que se veían en la calle a aquellas horas tenían aspecto de ejecutivos, el que tenía delante iba con unos vaqueros gastados y una cazadora impermeable. Parecía un surfista. Tenía el rostro bronceado y un cabello castaño con mechas aclaradas por el sol. Una barba incipiente le sombreaba la mandíbula y enmarcaba una relajada sonrisa que parecía contrastar con la intensidad de sus ojos grises.

–¿Piedra, Papel o Tijera? –preguntó él.

–Vale –dijo Lara, confiando en que no empezara a llover.

–A la de tres –dijo el hombre. Lara asintió con la cabeza. Y al unísono, dijeron–: Una, dos, tres.

Él extendió la mano boca arriba mientras que Lara sacó dos dedos e imitó el movimiento de una tijera a la vez que decía:

–La tijera corta el papel.

Él sacudió la cabeza.

–Estaba seguro de que ibas a sacar una piedra.

–Siento haberte desilusionado.

–Yo no diría que me hayas desilusionado.

El hombre abrió la puerta para ella, pero antes de cerrarla, se inclinó hacia el interior. Su expresión se había transformado y reflejaba la misma intensidad que sus ojos.

–Ya que me dejas sin transporte, puedo… ¿Puedo pedirte un favor?

–Supongo que sí –contestó Lara con cierta inquietud.

Pero el hombre sacudió la cabeza, y a la vez que hacía ademán de erguirse, dijo:

–Olvídalo. Es una locura

Pero Lara insistió.

–En serio, dímelo. Es lo menos que puedo hacer.

El hombre vaciló brevemente.

–Voy de camino a una cita que puede cambiarme la vida.

–¿Una entrevista de trabajo?

–En cierta forma, sí.

Lara asintió comprensiva. Era su misma situación.

–¿Qué favor querías pedirme?

Él le miró los labios.

–¿Puedo… puedo pedirte un beso de buena suerte?

Lara dejó escapar una risita nerviosa al tiempo que sintió un hormigueo en el estómago.

–Tengo que darte puntos por originalidad. Nunca había oído nada igual.

El hombre apretó los ojos con un gesto de mortificación que Lara encontró preocupantemente encantador.

–¡Qué vergüenza! Olvídalo.

Volvió a erguirse. En un segundo cerraría la puerta y el taxi arrancaría. También ella necesitaba suerte. Y qué tenía de malo dar un beso a un desconocido. En una ciudad de ocho millones de habitantes, era imposible que volvieran a coincidir. Sin pensárselo dos veces, Lara le tiró de la chaqueta y lo atrajo hacia sí.

Sus labios chocaron torpemente antes de acomodarse. La presión de los de él fue firme y delicada. Lara supuso que con eso, él se incorporaría y ella seguiría su camino. Pero el hombre posó una mano en su mejilla y se la acarició con el pulgar antes de deslizar los dedos hacia su cabello. Ella cerró los ojos y suspiró.

–¿Va a entrar o qué? –preguntó el taxista, malhumorado.

Su intervención fue como un jarro de agua fría sobre la hoguera que había estallado en el interior de Lara. El hombre sonrió, azorado.

Ella, que era poco dada a las demostraciones afectivas en público, sintió lo mismo.

–No, la señora ha ganado justamente –dijo él.

–Buena suerte –Lara alargó la mano para apretarle los dedos.

–Gracias –el hombre miró sus manos unidas–. Puede que ya no la necesite.

Luego cerró la puerta y alzó el pulgar al conductor. Cuando el coche arrancó, ya no sonreía. De hecho, sacudía la cabeza con la mirada en el suelo. Pero parecía más desconcertado que molesto, incluso cuando el cielo se abrió y empezó a diluviar.

Lara tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para recuperar la concentración. No era el momento de pensar en guapos desconocidos con labios sensuales. Se miró en el espejo retrovisor y vio que estaba despeinada y se le había borrado el lápiz de labios. No pudo evitar sonreír al pensar que había valido la pena.

Sacó su bolsa de maquillaje y aprovechó el trayecto para retocarse. Una segunda capa de mascara contribuyó a disimular el cansancio de sus ojos. Había dormido mal por los nervios.

Aquel era un gran día. Iba a saber quiénes se interponían entre ella y el lugar que le correspondía por derecho propio en la cocina del Chesterfield.

 

***

 

Suerte.

Justo lo que no había tenido Finn Westbrook desde su divorcio, dos años atrás. Y en aquel momento llegaba tarde a la mejor oportunidad de su vida por una mala jugada del azar. Aun así, viendo el taxi alejarse, no conseguía arrepentirse.

La mujer que viajaba en él no era espectacular. Tenía una nariz pequeña y pecosa; unas cejas que prácticamente desaparecían bajo el flequillo y unos labios menos llenos de lo que estaba de moda. Sus ojos verdes, de cerca, tenían pequeños reflejos dorados.

Pero en cuanto sus manos se habían tocado, Finn había sentido una descarga eléctrica y por primera vez en mucho tiempo, se había sentido atraído por una mujer. Con tanta fuerza que por un instante se había quedado sin respiración.

Y la sensación era maravillosa. Llevaba muerto demasiado tiempo. Pero aquel beso… Sentía el calor de la sangre correrle por las venas. Puso los brazos en jarras y sacudió la cabeza, perplejo.

El azar, caprichoso siempre, eligió aquel momento para hacer unas de sus apariciones. La lluvia que los había respetado durante el juego de Piedra, Papel o Tijera empezó a caer como si fuera el chorro de una manguera. Aun así, Finn solo pudo sonreír. Quizá no le iría mal una ducha de agua fría.

Capítulo 2

 

Pelar y cortar

 

PARA cuando Lara llegó a su destino había conseguido apartar el recuerdo del sexy desconocido, pero no dominar sus nervios. Pagó al taxista y, cubriéndose la cabeza con el bolso, corrió al edificio esquivando a los viandantes.

En el mostrador del vestíbulo se registró, se puso el broche con el nombre Lara Smith, y fue hacia el ascensor dando un suspiro de alivio. Primer obstáculo superado. Había temido ser reconocida a pesar del flequillo y del nombre falso.

La sala de espera de los estudios Sylvan, en el piso quince, estaba llena de gente. La flor y nata de la industria, un grupo ecléctico de seres, desde los chefs vanguardistas y sofisticados, a los de aspecto normal o incluso desaliñado. Lara sabía bien que no debía descartar a ninguno basándose en su aspecto. Todos ellos habían superado la prueba preliminar y estaban allí por lo mismo que ella: un trabajo.

No un trabajo cualquiera, sino el que le habría correspondido de no haberse rebelado. Solo su padre era capaz de restregar sal en la herida y, tras proclamar públicamente que necesitaba un sucesor, convocar a través de la televisión por cable Cuisine, un concurso: Desafío Chef. En el último episodio, ya en otoño, ella o uno de los once mejores chefs del mundo, prepararía el menú del Chesterfield.

Lara había entrado en la competición sin que su padre lo supiera y en la televisión, nadie sabía que estuviera relacionada con Clifton o con el restaurante. Había podido contar con el anonimato porque el programa era grabado. Si llegaba a la última ronda, que iba a juzgar su padre personalmente, tendría que desvelar su identidad. Entre tanto, debía preparar la mejor y más creativa comida de toda su vida.

Miró a los seis hombres y cuatro mujeres que ocupaban la sala. Con ella hacían once, así que faltaba alguien.

Estaba al lado de la puerta, mirando sus correos en el móvil, cuando oyó que se abría. El concursante número doce. Lara se volvió y se encontró cara a cara con…

–Papel –musitó, sorprendida.

Los ojos grises que la observaban se abrieron, desconcertados, antes de que la boca se curvara en una sonrisa.

–Mi nombre es Finn. Finn Westbrook –se quitó la cazadora, empapada, y la dejó en un colgador–. ¿Has disfrutado del trayecto?

–Sí, gracias. ¿Has tenido que esperar mucho a otro taxi?

–He tenido que caminar tres manzanas antes de conseguir uno.

Una gota de agua le bajó por la sien. Lara reprimió el impulso de secársela con la mano y le dio un paquete de pañuelos de papel.

–Gracias.

–Es lo mínimo que puedo hacer. De haber sabido que íbamos al mismo sitio podríamos haber compartido el taxi.

Él sacó dos pañuelos, se secó y le devolvió el paquete.

–Así que eres chef –comentó.

–Sí –y aunque estaba segura de saber la respuesta, preguntó–: ¿Tú?

–Uno de los mejores –la sonrisa con la que acompañó su fanfarronería fue tan encantadora que evitó que sonara arrogante.

–Seguro que todos los que están en esta habitación podrían decir lo mismo –respondió ella, cortante.

–Supongo que esto significa que somos adversarios –dijo él, tirando el pañuelo a una papelera.

–Eso parece –dijo Lara.

Él deslizó la mirada hacia sus labios y tras una pausa, comentó:

–¡Qué lástima!

Antes de que Lara pensara en una respuesta apropiada, un hombre salió de uno de los despachos. Debía estar en la treintena, llevaba traje y gafas, y tenía unas pronunciadas entradas. Lara lo reconoció por la ronda preliminar que había ganado hacía dos semanas. Se llamaba Tristan Wembley y trabajaba para la cadena como productor.

–Bienvenidos a los estudios Sylvan y a su programa Desafío Chef. Enhorabuena por haber llegado hasta aquí, lo que demuestra que sois grandes chefs. Otros ciento ochenta y dos no lo han conseguido. Hoy os enseñaremos la cocina del estudio; mañana y el viernes, grabaremos algunos anuncios para promocionar el programa y el lunes empezamos a grabar. Tenéis que llegar a las siete de la mañana y debéis calcular al menos diez horas de grabación.

–¡Diez horas! –exclamó alguien.

–Más bien doce –replicó Tristan, impertérrito.

Aunque el programa se emitía un día a la semana, los chefs competirían tres días durante cuatro semanas.

El tono animado de Tristan se transformó en amenazante cuando añadió:

–Mirad bien a vuestro alrededor porque la semana que viene a esta misma hora, uno de vosotros habrá sido expulsado y otra u otro estará a punto de serlo.

Lara miró a su alrededor preguntándose quién sería el primero. Cuando llegó a Finn, este resopló:

–A mí no me mires. Yo pienso llegar hasta el final.

Lara se estremeció.

–Espero que no.

Finn enarcó las cejas.

–Al menos eres sincera.

Tristan dio una palmada.

–Muy bien, chefs. Seguidme.

Finn caminó junto a Lara.

–Supongo que ahora te arrepientes del beso de buena suerte –comentó.

Ella miró alrededor para asegurarse de que nadie lo había oído.

–Tanto como tú de cederme el taxi –contestó ella en un tono tan bajo que él se inclinó para oírla y Lara habría jurado que sentía la caricia de su aliento.

–Lo ganaste –Finn miró de nuevo sus labios–. No me arrepiento de nada. Ha sido… agradable.

–¿Agradable? –repitió ella como si la descripción no le pareciera acertada

–¿Se te ocurre una adjetivo mejor? –la retó él.

Lara sacudió la cabeza.

–La verdad es que es un poco perturbador –continuó Finn.

–No sé a qué te refieres –dijo Lara inocentemente.

–Yo creo que sí –dijo él, sonriendo con satisfacción al ver que la había alterado. Luego añadió–: Quiero pedirte perdón por adelantado.

–¿Por qué?

–Por ganarte –dijo Finn con una sonrisa maliciosa.

–Eres un arrogante –dijo Lara, pero contuvo la risa a duras penas.

Por delante de ellos, Tristan continuaba hablando:

–A cada uno se os asignando un puesto de trabajo al azar. Todos son idénticos. Hoy tendréis una hora exacta para familiarizaros con él y adaptarlo a vuestras necesidades. Si algo no funciona, tenéis que notificarlo al personal antes de iros. Una vez empecemos a grabar el lunes, no se admitirán reclamaciones –concluyó con expresión severa.

El grupo había llegado a la puerta del estudio.

Como estilista culinaria, Lara contaba con la ventaja de estar familiarizada con las cámaras y los focos, pero cuando entraron, se unió a las exclamaciones de admiración de sus compañeros.

–En la televisión parece distinto –comentó Finn.

Tenía razón. En la pantalla resultaba más pequeño, casi íntimo; simulaba la cocina de un restaurante y no lo que era: un estudio gigante lleno de cables y equipos técnicos.

Los hornos y los puestos se alineaban en dos paredes; en la tercera había una despensa, un espectacular botellero de vino y un frigorífico de dos puertas, así como una máquina de helados, un equipo de congelación rápida y otros aparatos eléctricos.

El espacio permitía el libre movimiento de los concursantes y de los cámaras. Y a partir del lunes, el presentador, Garrett St. John, estaría presente, narrando lo que sucedía y entrevistándolos mientras trabajaban.

Eso preocupaba a Lara, que en el colegio siempre había obtenido malas notas en sus presentaciones orales. Según su profesora, titubeaba demasiado, hablaba deprisa y no miraba a la audiencia.

–Os recomiendo que superéis el pánico escénico –dijo Tristan–. Además de vosotros doce, habrá aquí docenas de personas trabajando. Las cámaras os enfocarán constantemente, registrando cada uno de vuestros gestos.

–¡Qué tranquilizador! –masculló Lara.

Finn, que estaba a su lado, emitió una risa que más pareció un gruñido.

Tristan siguió:

–Cuando el programa se emita, los espectadores votarán a sus favoritos, así que queremos darles tanta información como sea posible –le sonó el teléfono y dijo–: Lo siento, tengo que contestar. Ahora vuelvo –y salió.

–¿Estás nerviosa? –preguntó Finn.

Lara sacudió la cabeza fingiendo una calma que estaba lejos de sentir.

–Y yo que creía que eras sincera –bromeó él

–Bueno, un poco –admitió ella–. Pero no por la parte de cocina, sino por la de entretenimiento. Soy chef, no actriz –hizo un gesto con la mano–. Supongo que las cámaras nos ponen nerviosos a todos.

–A mí no. Si quiero ganar, no puedo estar nervioso.

–Querer no es poder.

Finn le dedicó una sonrisa arrebatadora e, inclinándose, dijo con total convicción:

–Voy a ganar.

–Ni lo sueñes, Papel –dijo Lara con firmeza.

Finn rio.

–No me equivocaba al intuir que eras una Piedra. Pero mi único sueño en este momento… –Finn fijó la mirada en los labios de Lara y rectificó–. Lo único con lo que puedo permitirme soñar es con ser el último chef que quede en esta cocina.

–Ya somos dos.

–O mejor doce –dijo con sorna un joven que estaba a la derecha de Lara.

Lara se había olvidado de la existencia de los demás concursantes mientras Finn y ella mantenían aquel intercambio cargado de insinuaciones.

Se trataba de Kirby Algo. No podía leer su apellido. Apenas superaba los veinte años y tenía un pelo que parecía cortado a machetazos.

–Pero podemos ser amables –la que habló fue una mujer rubia, de mediana edad, robusta: Flo Gimball, según ponía en su broche.

–Exactamente. Aun así, yo voy a ganar –se pavoneó un hombre de voz grave con la cabeza rapada, orejas perforadas y una larga perilla.

Su aspecto, completado con unos brazos profusamente tatuados, parecía apropiado para un bar de moteros. Como correspondía a su obvia actitud de rebeldía, no llevaba el broche con su nombre, pero en el cuello llevaba un tatuaje que en letra gótica decía: Ryder; y Lara asumió que ese era su nombre o su apellido.

–Vale –masculló ella.

Le costaba imaginarlo en la cocina de su padre, entre otras cosas porque Clifton odiaba los tatuajes.

–¿Decías algo? –preguntó Ryder, retador.

Era un hombre alto y llevaba un cuchillo para filetear, enfundado, en el cinturón. Lara tragó saliva mecánicamente, y lo lamentó en cuanto lo vio sonreír como si oliera su miedo.

–Tranquilo, chico –Finn la tomó por sorpresa al interponerse entre ellos–. Elige a un contrincante de tu tamaño.

Ryder rio despectivamente.

–No sabía que compitiéramos por parejas. ¿Qué pasa, guapito, vas a ser su pinche?

El comentario fue recibido con risitas.

Lara apreciaba la caballerosidad de Finn, pero no podía permitir que la percibieran como frágil. Adelantándose a él, dijo a Ryder:

–Lo cierto es que sí iba a decir algo, pero prefiero que sea mi cocina quien hable por mí.

–Si es así, solo escucharemos silencio –dijo una mujer voluptuosa con el nombre Angel Horvarth en el broche.

Sus inflados labios se curvaban en una cínica sonrisa, y Lara intuyó que no le convenía darle la espalda. Ni a ella ni a ningún otro concursante. Finn incluido. Todos tenían un único objetivo: ganar. Y eso, como él mismo había dicho, los convertía en adversarios.

Tristan había sido testigo de la última parte del intercambio y dio una palmada para reclamar su atención.

–Chefs, no me importa que os ataquéis. De hecho, crear inseguridad en los demás participantes es una buena estrategia, pero reservarlo para las cámaras. Los próximos dos días estaremos demasiado ocupados como para perder tiempo con vuestros egos.

Lara miró a Finn de soslayo. La sonrisa relajada había sido sustituida por una expresión que se correspondía con la intensidad de su mirada. Esa sería su cara durante la competición, y Lara no pudo evitar lamentarse de no haberlo conocido en otras circunstancias.

Capítulo 3

 

Mezclar bien

 

LOS concursantes contaron con una hora exacta para familiarizarse con sus puestos. Finn reprimió el impulso de correr al suyo, tal y como hicieron otros chefs, porque sabía que en la cocina la precipitación siempre conducía al caos.

Finn había pasado su vida de adulto en cocinas profesionales e incluso había tenido su propio restaurante, el Rascal’s, que había montado con su esposa y mejor amiga. Exesposa y examiga en el presente.

Entre cacerolas, sartenes y utensilios, se sentía como en casa, pero en aquella situación no estaba tan cómodo. Aunque no lo hubiera admitido, la idea de cocinar delante de las cámaras lo inquietaba tanto como a Lara. Era capaz de cocinar sus platos estrella en cualquier cocina, pero la televisión representaba un contexto desconocido y que se escapaba de su control.

Al principio de cada programa, el presentador mostraría tres tarjetas. En una se especificaba el tiempo del que disponían; en otra, el plato que debían preparar, aperitivo, plato principal o postre. La última tarjeta desvelaría el nombre del chef famoso que haría de juez.

Otro factor desestabilizador era la simpática y guapa Lara Smith.

Si la atracción inicial lo había dejado sin respiración, al encontrarla en la sala de espera había recibido un gancho que lo había dejado noqueado.

¿Cómo era posible que la primera mujer que le interesaba desde que Sheryl lo traicionara fuera alguien con quien debía competir para conseguir la mejor oportunidad de su vida?

«Ten claras tus prioridades, Westbrook», se amonestó.

El sexo y su vida social ocupaban un lugar secundario frente a recuperar lo que había perdido. Y gracias a Sheryl y a Cole, lo había perdido todo.

Por mucho que todos los demás estuvieran decididos a ganar, su caso era diferente. Coronarse como el chef ejecutivo del Chesterfield representaba tanto una meta como un trampolín para preparar su retorno a la gran cocina.

Nada ni nadie se interpondría en su camino.

Cuando encontró su puesto, rio quedamente. Poner distancia entre él y Lara Smith iba a resultarle difícil dado que tendrían que trabajar uno al lado del otro.

Pero en ese momento no fue precisamente su lado lo que llamó su atención. Lara estaba inclinada, inspeccionado el horno, y Finn tuvo que reprimir un gemido al tener una perfecta visión de su trasero. En conjunto, era demasiado delgada para ser considerada voluptuosa, pero la curva de su trasero llenaba plenamente sus vaqueros ajustados. Si solía probar sus platos, tal y como acostumbraban a hacer los cocineros, estaba claro que hacía ejercicio para quemar calorías. Finn tragó saliva cuando se preguntó cuál sería su ejercicio favorito.

Lara se incorporó en ese momento, sonriendo.

–Nos encontramos de nuevo –dijo él para disimular la vergüenza que le produjo que lo descubriera mirándole el trasero.

La potente luz de los focos arrancaba destellos a su cabello, y Finn se preguntó si sería tan suave al tacto como parecía.

–Eso me recuerda que no me he presentado –Lara le tendió la mano–. Soy…

–No es necesario –¿le daba la mano cuando ya se habían besado?–. Sé quién eres.

–¿De-de verdad? –preguntó ella, palideciendo.

A Finn le extrañó su reacción, que pareció más de culpabilidad que de sorpresa.

–Llevas un broche con tu nombre –dijo como si fuera una obviedad.

–Ah, claro, el broche –Lara rio llevándose la mano al pecho, que para Finn tenía el tamaño ideal. Ella indicó la superficie que tendrían que compartir–. Vamos a tener que trabajar juntos.

Finn encontró la idea de colaborar con ella demasiado atractiva para su paz interior, así que aclaró:

–No, Lara. Vamos a competir entre nosotros. Y, como te he dicho, pienso ganar.

Lara alzó la barbilla, inmune a su arrogancia, y Finn encontró su altanería extrañamente excitante cuando dijo:

–Sigue soñando, Papel, sigue soñando.

 

 

Lara habría querido abofetearse. Lo único positivo de que se le diera tan mal mentir, era que demostraba que lo hacía raramente. Engañar no estaba en su naturaleza. Eso era más propio de su madre.

Incluso con su padre, o mejor, especialmente con él, siempre había sido honesta. Directa y brusca, pero nunca mentirosa.

Al menos Finn había dejado de mirarla como si tuviera dos cabezas. De hecho, ni la miraba, porque estaba ocupado estudiando su puesto, que era lo que ella debía estar haciendo dado que solo tenían una hora en el estudio.

Una vez se aseguró de que el horno y los quemadores funcionaban bien, se volvió hacia la superficie de trabajo. Toda la preparación, e incluso el emplatado, tendría lugar en la encimera de acero inoxidable, y a ella le tocaba compartirla con un hombre guapo que le hacía pensar en usos, muy diferentes, que podían darse a una superficie horizontal

–¿Algo va mal? –preguntó Finn.

Lara se ruborizó.

–No, todo bien –dijo ella, obligándose a desviar la mirada de Finn y fijarla en los contenedores con cubiertos y botellas de aceite que delimitaban el espacio entre uno y otro chef–. Solo pensaba que no tenemos demasiado sitio.

–¿Temes que me aproveche de ti?

Lara sintió que enrojecía a la vez que se le pasaban por la cabeza un par de imágenes totalmente inapropiadas. Más que temer, lo deseaba.

–Confío en que no seas de esos cocineros que invaden el espacio de los demás.

–Si tú haces lo mismo, me mantendré dentro de mi espacio –dijo Finn. Y para apoyar sus palabras, movió una de las botellas hacia su lado–. Mejor así.

–Depende –Lara puso los brazos en jarras y preguntó, bromeando–: ¿Eres limpio? No aguanto a los cocineros sucios.

De hecho, era una de las pocas cosas en las que coincidía al cien por cien con su padre.

–Inmaculado. ¿Tú?

–Me gusta «cada cosa en su sitio y un sitio para cada cosa».

–Si es así, nos vamos a llevar maravillosamente.

–Sí, somos muy… –Lara bajó la mirada a los labios de Finn–. Muy…

La forma en que Finn sonrió le indicó que había adivinado en qué pensaba.

–Compatibles –concluyó él por ella–. ¿Es esa la palabra que buscabas?

Lara no tenía la menor duda. Miró en otra dirección y dijo lo primero que se le pasó por la cabeza.

–Los cuchillos no están mal.

Cinco cuchillos básicos estaban pegados a una barra magnética situada en la pared de detrás del fogón de cada participante.

–¿Vas a usarlos? –preguntó Finn.

–¡Por favor! –dijo Lara con sorna. Cualquier cocinero sabía que los cuchillos eran el utensilio más personal y que cada uno tenía sus favoritos. Por eso eran los únicos elementos que se les permitía llevar de casa–. ¿Bromeas?

Finn se encogió de hombros.

–Era para comprobar qué tipo de cocinera eres.

El tipo que merecía conseguir un puesto en el Chesterfield, a lo que Lara pensaba dedicar todos sus esfuerzos.

Tristan, que debía haber escuchado la conversación, comentó:

–Recordad que podéis traer un máximo de siete –iba recorriendo el estudio con las manos a la espalda, como un policía–. ¿Funciona todo bien?

–Por ahora sí –dijo Finn.

Lara asintió.

En cuanto Tristan se alejó, Finn dijo con sorna:

–Supongo que Ryder se presentará con todos sus cuchillos a la cintura. Es un demente.

–Yo más bien diría que es peligroso. Por cierto, gracias por lo de antes.

Aunque no hubiera necesitado que interviniera, había apreciado su gesto.

–Estaba claro que intentaba desarmarte psicológicamente –dijo él.

Por una fracción de segundo, Lara se preguntó si también Finn estaba jugando psicológicamente con ella, haciéndose el simpático y tratando de ganársela. Quería creer que no, pero tal y como había dicho Tristan, los concursantes podían usar cualquier estrategia para ganar.

–¿Qué te hizo apuntarte al concurso? –preguntó Finn.

Lara optó por la respuesta más obvia.

–Quiero el trabajo. ¿Tú?

–Lo mismo –respondió él precipitadamente.

Se observaron por un instante.

–Es una gran oportunidad –dijo Lara, sonriendo.

–Desde luego, aunque en cierta forma es humillante tener que pasar por esto para dirigir una cocina.

–No es una cocina cualquiera. Es el Chesterfield. Dos presidentes han comido allí, además de los jueces más importantes. Cualquier noche puedes cruzarte con varios actores famosos…

Lara calló bruscamente, consciente de que empezaba a sonar como su padre cuando su madre se quejaba del tiempo que pasaba en el restaurante.

Por su parte, Finn no parecía especialmente impresionado. Ni siquiera cuando, inclinándose hacia ella, añadió:

–Olvidas que tiene tres estrellas Michelín.

–¿No te parece digno de admiración? –preguntó Lara, desconcertada.

–Claro. Si no, no estaría aquí. La cuestión es saber qué motiva a los demás participantes.

–¿Qué quieres decir? –preguntó Lara, intrigada, mirando a su alrededor.

–Que sus motivos determinan la pasión que pongan en ganar.

Finn dejó en el imán el cuchillo que tenía en la mano y dedicó a Lara la misma sonrisa que había desplegado tras cederle el taxi y pedirle un beso. El efecto fue tan embriagador como entonces, y Lara sintió que la piel le ardía.

Dejaron de hablarse durante varios minutos, mientras se familiarizaban con el estudio.

La despensa consistía en varias estanterías metálicas, en las que había toda una clase de cuencos y frascos etiquetados.

–Así que eso es una cebolla roja –dijo Kirby, el del peinado extraño.

Lara, Finn y varios participantes más rieron.

Tristan se puso unas gafas y dijo:

–Las etiquetas son para los televidentes, pero puede que también os vengan bien a vosotros.

–Algunos están vacíos, Tristan –Flo señaló un cuenco marcado como Pimientos Italianos.

–No te preocupes. El lunes estará lleno.

–¿Dónde hace el programa la compra? –preguntó Lara.

–Tú eres la estilista culinaria, ¿no? –preguntó Tristan.

Aunque hubiera usado un alias, Lara había intentado ser tan veraz como le fue posible en todo lo demás,

Ryder hizo una mueca despectiva. Evidentemente compartía la mala opinión que su padre tenía de su profesión.

–Sí. Por eso sé que cuanto más fresco es el producto, mejor aspecto tiene –dijo ella, cuadrándose de hombros–. Además de saber mejor. No me gustaría que la calidad del producto afecte la puntuación que me dé el jurado.

–Tiene razón –dijo Finn. Y otros participantes asintieron–. No podemos arriesgarnos a que un ayudante inexperto elija mal la verdura.

Lara agradeció su apoyo.

–Puedo aseguraros que eso no pasará. Compramos donde lo hacen los mejores restaurantes y siempre a productores locales. La calidad no va a ser un problema, os lo aseguro –dijo Tristan. Y mirando a Finn, añadió–: Al menos la de los ingredientes

En lugar de sentirse ofendido, Finn se limitó a sonreír y dijo:

–Touché.

Era curioso que pudiera ser tan intenso, pero que al mismo tiempo supiera reírse de sí mismo. A Lara esa característica le gustaba. Tanto su padre como su exmarido habían carecido de ella.

–Una cosa a tener en cuenta –dijo Tristan, alzando un dedo–, es que la despensa solo se repondrá después de cada tanda de competición. Si algún ingrediente se acaba durante un programa, habrá que esperar al siguiente.

–Así que el primero que llegue tiene ventaja –dijo Ryder. Y con una sonrisa cínica, añadió–: Acostumbraos a verme el primero de la fila.

Lara rezó para que también fuera el primero en ser eliminado

–Esta es una competición para poner a prueba su habilidad, señor Surkovsky –continuó Tristan. Y Lara dedujo que era el apellido de Ryder–. Hasta las mejores cocinas se quedan a falta de un ingrediente en alguna ocasión y hay que improvisar y usar la cabeza. En su caso, lo que tiene entre los pendientes.

Mientras Finn se había tomado bien la broma de Tristan, Ryder enrojeció y entornó los ojos hasta que se convirtieron en dos amenazadoras rayas. Lara tuvo la seguridad de que a Tristan solo lo salvaba de un puñetazo su posición en el programa.

–En la primera cocina en la que trabajé, nos quedamos sin salchichas. Fue un desastre porque era el bar de un campo de béisbol –dijo Finn en alto.

Lara estuvo segura de que lo había dicho para despejar la tensión. Y lo logró. Tristan y los demás concursantes, excepto Ryder, rieron.

–Te has creado un enemigo –susurró Lara cuando siguieron a Tristan a otra zona del estudio.

–¿Te refieres a Ryder? –Finn se encogió de hombros–. No estoy aquí para hacer amigos.

Aunque fueran amables el uno con el otro, Lara se dijo que no debía olvidar que competían entre sí y que cada uno tenía sus propios intereses. En esas circunstancias, no era posible ni una amistad ni ningún otro tipo de relación.

Por eso la tomó por sorpresa que, al finalizar la sesión y cuando ya salían del edificio, Finn le preguntara:

–¿Quieres ir a tomar un café o cualquier otra cosa?

Lara pensó que estaba metida en un lío al darse cuenta de que lo que le interesaba verdaderamente era el «cualquier otra cosa».

Capítulo 4

 

Añadir una pizca de picante

 

–Creía que no estabas aquí para hacer amigos, Finn –dijo

–Y así es.

–¿Pero estás dispuesto a hacer una excepción conmigo?

Finn le dedicó una sonrisa que tuvo un peligroso efecto en su corazón.

–Digamos que si tuvieras el aspecto de Ryder no te habría hecho la oferta –dijo.

–¿Y si tuviera el de Angel?

–¿Quién es Angel?

–La de la mirada sensual y labios como Angelina Jolie –Lara parpadeó provocativamente–. Por no mencionar unas piernas que le empiezan en la barbilla.

–Tus piernas no tienen nada que envidiar –ni ninguna otra parte de su anatomía–. No es mi tipo –Finn deslizó la mirada a los labios de Lara y continuó–: Prefiero la sutileza y la complejidad.

–¿Estás hablando de mujeres o de comida?

–Supongo que de las dos cosas –dijo Finn, riendo.

–Sigo sin entender por qué quieres tomar un café conmigo.

Tampoco Finn los sabía, así que dijo:

–¿No has oído nunca el dicho: «mantén a tus amigos cerca y a tus enemigos aún más cerca»?

–¡Tú sí que sabes halagar a una chica!

Finn rio. Siempre le habían gustado las mujeres con sentido del humor.

–La verdad es que tengo un trabajo dentro de un par de horas cerca de aquí y no me compensa volver a casa. Prefiero matar el tiempo acompañado.

–Matar el tiempo –repitió Lara, y Finn hizo una mueca al darse cuenta de lo mal que había elegido las palabras–. Es una invitación poco tentadora. Vas a tener que mejorar tus habilidades sociales, Papel.

Finn pensó que no le faltaba razón. Hacía un par de años, desde el divorcio, que no flirteaba. Había estado demasiado ocupado… y amargado. Pero en aquel momento sentía emociones mucho más agradables.

–¿He de tomarme eso como un «no»?

–Debería ir a casa. Tengo que hacer una colada.

–¿Vas a dejarme por poner una lavadora? –preguntó él, fingiéndose desolado.

Lara esbozó una sonrisa y añadió:

–También tengo que limpiar el frigorífico.

–Eso sí que me hace sentir mejor. ¿Y no tienes pendiente una partida de Candy Crush?

–¿Cómo lo has adivinado? –la sonrisa de Lara prácticamente paró el corazón de Finn.

–Ahora eres tú quien tiene que mejorar sus habilidades sociales.

–Está bien –Lara suspiró exageradamente–. Me tomaré un café contigo.

Finn se alegró más de lo conveniente de que aceptara la invitación.

–Conozco un café aquí cerca que tiene unos cantuccinni excelentes.

–¿El Isadora?

–¿Lo conoces? –preguntó Finn, sorprendido.

–Tienen los mejores cantuccinni de Manhattan. Y el café también está bueno.

Caminaron hacia el café. Finn observó que Lara alargaba el paso para mantenerse a su altura. Aunque sus piernas no fueran tan largas como las de Angel, las tenía delgadas y estaba seguro que, dado cómo llenaban los pantalones, bien torneadas.

A pesar de ser menuda, no llevaba tacones ridículamente altos, sino unos prácticos zapatos planos con un femenino lazo.

–Suelo ir al Isadora al menos dos veces a la semana –comentó Lara.

A Finn le sorprendió no haber coincidido con ella antes.

–Yo suelo ir casi todos los días. ¡Qué raro que no nos hayamos visto!

–¿A qué hora vas tú? Yo llego a las siete y me llevo el café.

Finn silbó.

–Eso lo explica todo. A esa hora yo estoy en la cama. No llego hasta las nueve.

–¿Eres noctámbulo?

–No habitualmente –Finn se encogió de hombros–. Pero estoy trabajando de chef privado, así que dependo de mi clienta.

–¿Tienes una clienta? ¿Te da libertad para diseñar el menú o ella te dice lo que quiere y cómo lo quiere?

Finn no pudo contener la risa.

–Haces que suene como si fuera un gigoló.

–Lo siento.

Finn le quitó importancia con un ademán de la mano. Pero Lara volvió a meter la pata.

–Debe pagarte bien. ¿Si no por qué…? –Lara entornó los ojos–. Perdona, me he expresado mal.

–No pasa nada –de hecho Finn también sentía a veces que se había vendido, pero necesitaba ganarse la vida y al menos así podía seguir cocinando–. La respuesta a tu primera pregunta es que suelo preparar los menús. Y trabajo hasta tarde porque le gusta organizar cenas. De hecho, hoy no me acostaré hasta las tres.

–¡Pero si es miércoles!

–Ya. Bienvenida al mundo de los ricos ociosos.

El Isadora estaba al otro lado de la calle. Mientras esperaban a que cambiara el semáforo, Finn preguntó:

–Espero que no seas de esas mujeres que toma café descafeinado con leche desnatada.

–¿Y si lo fuera?

–Tendría que convencerte de las delicias de una sencilla taza de café francés recién tostado

–Estoy de acuerdo contigo: la sencillez se infravalora.

–Así es. Todo el mundo tiende a complicar las cosas.

Finn ya no hablaba del café, sino de la dirección que había tomado su restaurante, pues seguía considerando al Rascal’s como de su propiedad, bajo el mando de Sheryl y Cole. En sus tiempos, hacían comida tradicional con un toque personal y creativo. En el presente, dominaba la influencia francesa, que chocaba con la decoración informal e irreverente del local.

–Personalmente, prefiero el café ecológico colombiano de comercio justo. ¿Eso me hace exigente o una víctima de la moda? –dijo Lara.

–Ni una cosa ni otra: solidaria –dijo Finn, riendo.

Llegaron a la puerta y Finn la abrió para dejarla pasar. A aquella hora no había demasiada gente. Algún ejecutivo, un grupo de jovencitas y un par de veinteañeros concentrados en sus ordenadores.

–¿Barra o mesa? –preguntó Lara.

–Decide tú.

Lara fue hacia una mesa junto a la ventana, que era la que él solía ocupar para ver pasar a la gente. Una camarera se aproximó al instante. Lara pidió su café solo, como Finn. Otro punto a su favor. En su opinión, mientras que la comida requería ser sazonada, un buen café debía disfrutarse puro.

–Y un cantucco con nueces de macadamia y arándanos –dijo Lara.

–Que sean dos –era lo que Finn pedía siempre

Cuando la camarera se fue, Lara comentó:

–Le hemos simplificado el trabajo.

–Si quieres podemos poner a prueba su paciencia y quejarnos de la calidad del café.

–Seguro que ya le ha tocado algún cliente así. He trabajado en suficientes cocinas como para saber que hay gente que se queja solo por molestar.

Finn ladeó la cabeza y la miró fijamente.

–Creía que eras estilista gastronómica.

–¿Te das cuenta de que lo dices en tono despectivo?

–No creo.

–Claro que sí.

–Bueno, puede que un poco. Me parece una manera de desperdiciar tu talento –era evidente que lo tenía, o no habría sido aceptada en el concurso.

–Lo dice el hombre que se ha vendido al mejor postor –dijo ella, molesta.

–Estamos hablando de ti. Ya llegaremos a mi historia más tarde –Finn quería saber más de Lara–. ¿Te gusta tu trabajo?

–Se me da bien.

–Eso no es lo que te he preguntado.

La camarera les llevó lo que habían pedido y Lara sumergió su galleta en el café.

–Si no me gustara no lo haría –contestó finalmente–. La imagen es importante.

–También puede ser engañosa.

Eso era verdad tanto de la comida como de una mujer de aspecto natural y con unos ojos que parecían esconder secretos.

–Sí y no. Me apuesto lo que quieras a que Ryder no canta en el coro de una iglesia –bromeó Lara.

Pero Finn dudaba que Ryder tuviera nada que ocultar. Mientras que no lo tenía tan claro en el caso de Lara Smith.

–Está bien –dijo Lara con un resoplido–. Prefiero cocinar.

–¿A qué escuela de cocina fuiste?

Lara mencionó la misma a la que él había acudido, aunque en su caso, algunos años antes. Cuando dijo que había continuado su preparación con dos de los mejores chefs del mundo, Finn expresó su admiración con un silbido.

–¿Cómo lo conseguiste? Solo suelen admitir veteranos.

–Por mi padre

–¿Por tu padre?

Lara dio un bocado al cantucco y Finn tuvo la impresión de que intentaba ganar tiempo para preparar su respuesta.

–Es amigo de los dos.

–¡Qué suerte tienes!

Lara miró por la ventana y dijo en tono de resignación:

–Sí, mucha.

Su actitud aguzó la curiosidad de Finn, pero decidió no insistir:

–¿Cómo es posible que con tu formación acabaras dedicándote al estilismo?

Lara volvió la mirada hacia él y habló con una calma que el brillo de indignación de sus ojos contradecía.

–Eso suena definitivamente despectivo.

–Puede que me haya expresado mal –Finn dio un sorbo al café–. Pero es un hecho.

Lara guardó silencio unos segundos y él temió haberla insultado.

–Está bien –dijo ella finalmente. Y Finn se inclinó hacia ella, atraído por sus ojos verdes–. ¿Quieres la versión corta?

A Finn le habría interesado más la larga, pero asintió. Se conformaría… por el momento.

–Fue puramente circunstancial –Lara se llevó la taza a los labios.

–¿Eso es todo? Seguro que puedes contarme algo más.

–No sé por qué. Prefiero ser un enigma. Un poco de misterio sienta bien a… la competición.

En aquel momento, el concurso era lo que menos preocupaba a Finn. Mirándola fijamente dijo:

–Te hago una proposición.

–¿Qué tipo de proposición? –preguntó ella con forzada indiferencia.

–Una física –Finn tuvo que contener una sonrisa al ver que a Lara le temblaron levemente las manos–. Te reto a otra partida de Piedra, Papel o Tijera.

Lara rio, relajándose.

–¿Y qué consigue el ganador?

Finn sabía lo que quería, pero no podía decirlo en alto. Tragó saliva.

–La versión larga.

–¿Qué saco yo con eso? –preguntó ella, sonriendo.

–Hacerme cualquier pregunta.

–¿Cualquier?

A pesar de que la mirada de curiosidad de Lara lo inquietó, Finn se limitó a asentir.

–¿Trato hecho? –preguntó. Lara chocó su taza con la de él y la dejó en el plato. Luego estiró el brazo y Finn dijo–: A la de tres.

En aquella ocasión ella sacó el puño cerrado y él optó por dejar la mano extendida. Él ganaba.

–El papel envuelve a la piedra –dijo él, cubriéndole el puño con la mano.

El contacto fue cálido, reconfortante.

–¿Qué quieres saber? –preguntó ella con cautela.

Finn quería preguntar muchas cosas, pero la que escapó de su boca fue:

–¿Estás saliendo con alguien?

Lara se sintió desconcertada, halagada, preocupada y excitada a un tiempo. La preocupación prevaleció.

–No sé si es el momento de… –preguntó con aspereza.

–¿De qué? –Finn alzó las manos–. Solo quiero aclararme. Si estás saliendo con alguien…

Pensando más en sí misma que en él, Lara dijo:

–Creo que hemos empezado mal.

–¿Por qué? ¿He dicho algo que te haya ofendido?

–No, nada.

De hecho, en el poco tiempo que se conocían, Finn había hecho todo bien. Y eso mismo hacía que fuera peligroso.

–Escucha, Finn, con Ryder y Angel y los demás sé en qué posición estoy, y que serían capaces de sacarme el hígado por ganar. Pero tú…

–Mis motivos te resultan sospechosos.

–No. Sí. No lo sé –Lara suspiró–. No sé qué quiero decir.

–Creo que yo sí, Lara. Te refieres a que nos hemos conocido en el momento equivocado.

Efectivamente. ¿Cómo iba a empezar una relación con un hombre al que ni siquiera podía decirle su verdadero apellido? Hizo un nuevo esfuerzo para explicarse.

–Tengo que ganar.

–Lo sé. Yo también –Finn tragó saliva–. Nada va a interponerse en mi camino.

Por tanto, estaban de acuerdo. Pero Lara no pudo evitar contestar al fin:

–No estoy saliendo con nadie, Finn. Desde… hace tiempo. Mentiría si dijera que no te encuentro atractivo, pero –apretó la taza entre las manos– es mejor que paremos lo que sea que está empezando entre nosotros.

Pensó que Finn iba a protestar, pero se limitó a decir:

–Tienes razón. Nos jugamos demasiado.

Tras llegar a esa conclusión, pasaron varios minutos de incomodidad, tratando de mantener una conversación intrascendente.

Una vez en la calle, llamaron a un taxi y sus manos se rozaron al alargarla ambos hacia la manija, exactamente igual que aquella misma mañana. Pero la sonrisa de Finn no reflejó el buen humor de la mañana, sino un sentimiento de pesar.

–Permite que te abra la puerta –dijo. Cuando Lara se sentó, se inclinó hacia ella y preguntó–. ¿Y cuando uno de los dos sea eliminado?

Lara sonrió.

–Te invitaré a una copa para consolarte.

Capítulo 5

 

Dejar marinar

 

–¿QUÉ tal te fue el otro día con tu clienta?

Era viernes por la tarde y estaban a punto de dar la jornada por terminada después de haber pasado el día grabando entrevistas que se emitirían durante el programa y en la página Web. Aparte de saludarlo al llegar, era la primera vez que Lara hablaba con Finn desde el miércoles.

Aquel día ella llevaba el cabello recogido en una coleta, lo que en teoría le daba un aspecto práctico y sobrio, pero Finn la encontraba extremadamente sexy. Aunque siempre había sentido debilidad por los traseros de las mujeres, seguidos por las piernas, en el caso de Lara, le gustaba todo, incluso su cuello, que era largo, delgado y elegante.

–¿Finn?

Este se dio cuenta entonces de que la estaba mirando fijamente.

–Ah, la cena. Bien. Tuve que preparar chuletillas de cordero.

–¿Para cuántos?

–Diecisiete. Era una cena íntima –dijo él con sorna.

–Te habría dio mejor dedicándote al catering.

–Ojo, Tijera.

–La última vez era Piedra.

–Seas lo que seas, no me provoques –dijo Finn.

Pero los dos sonreían, y se miraron en silencio hasta que Lara desvió la mirada.

–¿Qué planes tienes para el fin de semana? Lo pregunto por pura curiosidad. Si estuviera con Angel o Flo les haría la misma pregunta –preguntó Finn.

–¿Y si estuvieras con Ryder?

–Muy graciosa. ¿Vas a contestar?

–Nada especial. Me quedaré en casa y veré alguna serie cómica –Lara hizo una pausa–. Ah, y prepararé algunos platos increíbles en un tiempo récord para ensayar para el lunes. ¿Tú?

Finn pensó que el desparpajo de Lara iba a acabar con él.

–Lo mismo, excepto que prefiero el cine negro. En cuanto a cocinar… Trabajo el sábado por la noche.

–¿Tu clienta da otra fiesta?

–No, es para otra persona.

–¿Pluriempleo? –Lara alzó las cejas, que desaparecieron bajo su flequillo, y Finn tuvo la tentación de apartárselo. Tenía una cara tan bonita, que prefería verla entera

–Estoy en mi derecho.

–Interesante –dijo Lara, sarcástica.

–¿Por qué?

–Suponía que tenía un acuerdo de exclusividad con tu Pagadora –dijo Lara, conteniendo la risa.

Finn rio.

–Es una relación abierta; podemos salir con otras personas.

Volvieron a quedarse en silencio, atrapados el uno en la mirada del otro.

–¡Chefs! –los llamó Tristan cuando llegaron a la sala donde grababan la entrevistas.

Como acostumbraba, dio varias de sus irritantes palmadas.

–¿Cuántas veces ha hecho eso hoy? –preguntó Finn en voz baja.

–Al menos seis. Me hace sentir como si tuviera ocho años –masculló Lara.

–Antes de iros, no olvidéis entregar vuestros uniformes –les recordó Tristan–. Estarán listos el lunes por la mañana.

Todos los participantes habían recibido idénticas chaquetillas blancas con sus nombres bordados en negro. Finn notó que Lara se pasaba continuamente los dedos por él, y aunque podía tratarse de un gesto nervioso, tuvo la sensación de que pasaba algo más.

–La suerte está echada –susurró ella.

–Disfruta de los últimos momentos de paz antes de que estalle la guerra.

Finn había hecho ese comentario en tono de broma, pero Lara no sonrió.

–Finn, pase lo que pase, quiero…

Él se acercó y le puso un dedo en los labios.

–Hasta la semana que viene. Trae tus mejores armas. Vas a necesitarlas.

 

 

Los concursantes que llegaron al estudio el lunes por la mañana parecían distintos a los que se habían ido el viernes. Más callados, más introspectivos. Hasta Ryder mantenía la cabeza gacha y guardaba silencio.

Tardaron casi dos horas en entrar en la cocina. Antes, pasaron por vestuario, maquillaje y sonorización. El estudio estaba lleno de asistentes, cámaras y técnicos de iluminación y de sonido.

Los hornos estaban precalentados, había agua hirviendo en cacerolas en cada uno de los fogones y las freidoras estaban encendidas. La despensa y el frigorífico habían sido abastecidos. Todo estaba listo.

Garrett St. John estaba en el estudio con su perfecta sonrisa, cuya blancura contrastaba con su piel bronceada. Una maquilladora lo estaba retocando.

Finn miró hacia Lara.

–Estás un poco pálida, Tijera. Deberías sentarte.

–Nunca me había encontrado mejor –masculló ella.

Pero por cómo apretó los labios, Finn supo que estaba nerviosa. Y aunque sabía que debía estar contento porque los nervios llevaban a cometer errores y él estaba decidido a ganar, lo cierto fue que…

–Puedes darte por vencida. Si quieres, nos vemos luego en el Isadora.

Su provocación consiguió el efecto deseado. Lara se irguió y sus mejillas recuperaron algo de color.

–¡Más quisieras, Papel! –Lara entrelazó los dedos e hizo el gesto de hacer sonar los nudillos–. Prepárate para alucinar.

Sabía que debía estar agradecida a Finn por provocarla para que dominara sus nervios, pero sentirse en deuda con él era un lujo que no podía permitirse.

Un cuarto de hora más tarde, estaba lista, en posición de salida, a la espera de que la luz cambiara a rojo, indicando que empezaba la grabación

Pero en lugar de cambiar, Tristan apareció con sus malditas palmadas.

–Atención, chefs. Tenemos una sorpresa para vosotros.

A Lara solían gustarle las sorpresas, pero por el brillo en los ojos de Tristan, temió que representara un cambio inesperado en las condiciones del juego.

Finn debió intuir algo similar porque susurró:

–¿Qué demonios pasa?

–Sé que ansiáis empezar, pero esto nos retrasará muy poco. Tenemos a alguien muy especial que quiere conoceros.

No, no, no, no.

Lara se repitió el monosílabo en la cabeza aun después de que Tristan anunciara:

–Clifton Chesterfield, el dueño del restaurante que todos deseáis llegar a dirigir, está con nosotros. Por favor, un fuerte aplauso.

Lara se asió a la encimera para no caerse.

–¿Estás bien? –preguntó Finn.

Lara percibió la mano de Finn en su cintura, a un tiempo tranquilizadora y sensual.

–No debería estar aquí –consiguió decir finalmente, tratando de contener un ataque de pánico.

Había contado con que su padre no fuera al estudio hasta que solo quedaran tres concursantes. El propio Tristan se lo había confirmado cuando ella lo preguntó durante las pruebas clasificatorias.

–Es su restaurante. Es lógico que venga –comentó Finn.

Antes de que Lara contestara, su padre entró en el estudio. Apenas había cambiado con los años. Solo tenía el cabello plateado en las sienes y se había dejado barba y bigote. Las arrugas alrededor de sus ojos y su boca eran más profundas. Estaba a punto de cumplir los sesenta y cinco, y ni siquiera él, tan poderoso, podía impedir los estragos del tiempo. El año anterior había sufrido un ataque al corazón tras el que, según sabía Lara por su tía, los médicos le habían advertido que debía moderar su frenético estilo de vida.

Entre tanto estaba decidiendo a quién dejar su legado. No solo estaba eligiendo a su sucesor con aquel concurso, sino su posible heredero. Lara sintió el corazón en un puño. Había querido ganarse su respeto en la competición, pero ya no podría ser.

–Buenos días, chefs –dijo con la resonante voz que Lara tan bien conocía desde su infancia–. No pensaba venir a conoceros hasta que quedarais los mejores, pero he decidido daros una sorpresa.

Lara tragó saliva y se revolvió el flequillo, lamentándose de que no fuera más largo.

–Quería conocer en persona al ramillete de candidatos que la emisora ha seleccionado. ¿Así que creéis que estáis a la altura del Chesterfield?

Se cruzó de brazos y miró alrededor, deteniendo su mirada una fracción de segundo en cada concursante. Hasta que llegó a Lara y parpadeó.

–¿Lara? –dijo, incrédulo. Por un instante ella quiso creer que se alegraba de verla. La hija pródiga volviendo a casa. Pero la incredulidad se transformó en desilusión y enfado y Lara tuvo claro que no era bienvenida.

Clifton gritó a Garrett:

–¿Qué significa esto? ¿Qué hace aquí?

–No-no sé de qué me habla –balbuceó el presentador.

Clifton miró en torno.

–¿Es una broma?

Tristan, que no comprendía nada, dio un paso adelante y dijo:

–Yo mismo he probado algunos de sus platos. Le aseguro que son excelentes. Ha tenido que superar a grandes cocineros para estar aquí.

–¡Que alguien me explique qué hace aquí!–exigió su padre una vez más, como si no hubiera oído a Tristan.

Lara miró a Finn, que mantenía la mano en la parte baja de su espalda. Luego tragó saliva y, tomando fuerza de ese contacto, se dirigió hacia su padre, sabiendo que era mejor enfrentarse a su ira que acobardarse.

–Estoy aquí para competir por la oportunidad de dirigir tu cocina.

Clifton rio con desdén.

–Esa oportunidad la tuviste y la dejaste pasar.

–Lo sé –admitió ella, alzando la barbilla.

–¿Y tienes el descaro de presentarte aquí como si nada?

–No me he presentado como si nada –argumentó ella–. Estoy aquí para competir. Como ha dicho Tristan, me he ganado el puesto.

–¿Tú? ¿Una estilista gastronómica?

El tono insultante de su padre fue peor que una bofetada. Finn le presionó la espalda con la mano. ¿Recordaría el tono despectivo con el que también él se había referido a su profesión?

–Así es, señor Chesterfield –dijo Tristan, vehementemente–. Lara Smith ha superado todas las pruebas hasta llegar aquí por sus propios méritos.

–Excepto que no se llama Lara Smith.

–¿Disculpe?

–¿De verdad no sabe quién es? –preguntó Clifton, su voz resonando como un trueno.

En el estudio se oyó un murmullo de especulaciones. Tanto los concursantes como los técnicos miraban a Lara. Finn permanecía a su lado, sin apartar la mano, pero ¿hasta cuándo?

–Su nombre es Lara Durham –continuó su padre–. Antes de casarse con el único maldito crítico que se haya atrevido a darme una mala puntuación, se llamaba Lara Chesterfield.

–¡Chesterfield! –repitió Tristan con un grito agudo. Ante la mirada de hielo de Clifton, pareció empequeñecer.

Aunque era innecesario, su padre añadió:

–Es mi hija.

Finn retiró la mano al instante y la observó perplejo.

–Lara Dunham –le oyó susurrar Lara, como si probara a ver cómo sonaba su nombre en sus labios. A ella le gustó aunque el tono fuera recriminatorio.

Su padre dijo en tono autoritario:

–¿Qué tienes que decir en tu defensa?

–Mi presencia aquí habla por sí misma –dijo ella con una dignidad y una calma que estaba lejos de sentir.

–Este no es tu sitio –contestó su padre.

–Lamento no estar de acuerdo.

–Tuviste tu oportunidad y la arruinaste.

Lara no podía negarlo, pero necesitó aclarar algo:

–No estoy pidiendo la oportunidad de dirigir tu cocina por ser quien soy; solo pido la oportunidad de competir por el puesto, como todos los demás. Por eso estoy aquí.

–Puedo asegurarle que los jueces no han mostrado el menor favoritismo. Nadie sabía quién era –intervino Tristan.

–¡Me da lo mismo!

–Señor…

–¡No!

Lara supo que no había nada que hacer.

–Si le clavara un cuchillo no sangraría. Está asada –aunque fuera un susurro, la voz de Ryder fue inconfundible.

Era un impertinente, pero en ese caso estaba en lo cierto. La habían desenmascarado, sabían que había mentido y que había entrado en la competición bajo un nombre falso. Por mucho que hubiera deseado otro final, los hechos eran incontestables: estaba fuera del concurso.

–Lo siento –musitó.

No pensaba llorar. No delante de los demás concursantes. Y especialmente, no delante de su padre. Alzó la cabeza y fue hacia la puerta.

–Está claro quién va a ser el primer eliminado –dijo Ryder cuando pasó a su lado. Y en el mismo tono despreciativo que su padre, añadió–: La estilista gastronómica.

–Deja de comportarte como un imbécil –masculló Finn.