Romance en rojo pasión - Joss Wood - E-Book
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Romance en rojo pasión E-Book

Joss Wood

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Beschreibung

¿Por qué no tener una aventura con tu ex? Había vuelto. Y tan increíblemente sexy como siempre. Era el último hombre con el que ella debería salir. Maddie Shaw era una camarera con muy poca disposición a salir con hombres y una gran habilidad para servir copas. Sin embargo, cuando su exnovio, Cale Grant, entró en el bar, diez años después de su ruptura, se quedó fascinada por su voz cálida como el chocolate caliente y sus ojos azules y profundos como el mar. ¿Qué otra cosa podía hacer si no poner un blues, servir unas copas de vino y dejarse llevar?

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Joss Wood. Todos los derechos reservados.

ROMANCE EN ROJO PASIÓN, Nº 1979 - mayo 2013

Título original: She’s So Over Him

publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3082-0

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

Bonita camiseta, Mad —dijo un hombre con una voz poderosa, que se elevó por encima del ruido del bar.

Era una voz suave y profunda, que producía al oído el mismo efecto que un chocolate caliente al paladar después de haber estado caminando bajo la lluvia en una fría noche de invierno.

Maddie Shaw, con el corazón palpitante, miró a su izquierda y lo vio allí, apoyado en la barra del bar, junto a una rubia espectacular de ojos azules y dedos forrados de anillos y brillantes.

No, su memoria no le estaba jugando una mala pasada. Era él, Cale Grant. Tan atractivo como siempre. Solo que ahora el joven larguirucho se había convertido en un hombre fuerte y musculoso. Y el pelo rubio, que antes solía llevar recogido en una coleta, lo llevaba ahora suelto a la altura del cuello. Tampoco tenía ya aquella barbita de chivo de antes.

Él la miró fijamente y ella se turbó al ver la forma en que se fijaba en sus pechos. Llevaba una camiseta sin mangas, con el logotipo del bar, muy ajustada y escotada, que dejaba ver los bordes de su sujetador color mandarina.

—Hola, Cale —dijo ella, contemplando sus maravillosos ojos azules, tan profundos que unas veces parecían de cobalto y otras negros como el mar al anochecer—. Qué te pongo?

Cale agarró un taburete que había quedado libre y se lo acercó a la rubia. Maddie aprovechó para atender a otro cliente y luego volvió la vista de nuevo hacia Cale, para ver como la diseccionaba con esa mirada suya tan incisiva que ella recordaba tan bien.

—¿Qué demonios haces aquí? —preguntó él.

Maddie miró a su alrededor con fingido desconcierto.

—No lo sé. Tal vez, criar cabras, programar ordenadores o hacer macramé. ¿Tú qué dirías?

—Muy graciosa, tan marisabidilla como siempre. En serio, ¿qué estás haciendo detrás de la barra de un bar? Hace diez años, estabas estudiando Marketing y Comunicaciones, y pensabas hacer luego un máster. No lo entiendo. ¿Qué ha pasado, Mad?

—Esto es un trabajo como otro cualquiera. ¿Qué vas a tomar?

—Una copa de chardonnay y una caña…

—¡Maddie! ¡Maddie!

Las palabras de Cale quedaron apagadas por la voz poderosa de un hombre que la llamaba a grito pelado mientras se abría paso por entre la multitud de clientes que abarrotaban el local. Maddie sonrió al ver a su vecino. Un hombre delgado, desgarbado y siempre de buen humor.

—¡Hola, preciosa!

—Hola, Nat —respondió ella, poniendo las manos en el mostrador e inclinándose para darle un par de besos en las mejillas—. Te he echado de menos. Esto ha estado muy aburrido sin ti.

—Tengo muchas cosas que contarte. Johannesburgo es una ciudad fabulosa… Te agradezco la información que me diste sobre esa panadería de Melville. Estamos sentados en una mesa allí al fondo. Vente con nosotros en cuanto tengas un rato libre.

Nat le dio un beso en la boca y desapareció de nuevo entre la multitud.

Maddie volvió a su posición, detrás de la barra, y sonrió al ver la mirada irónica de Cale.

—Disculpa, ¿qué me habías pedido? Un chardonnay y una…

—Una cerveza de barril —respondió Cale con una sonrisa—. Veo que no has cambiado nada, Maddie. Sigues coqueteando con todos los hombres que se te cruzan en el camino.

—Tuve un buen maestro. Todo lo que sé lo aprendí de ti.

—Yo…

La rubia que acompañaba a Cale le puso una mano en el brazo y se inclinó hacia él, enseñándole su generoso escote. Luego le susurró algo al oído, se bajó del taburete y se dirigió al servicio.

Maddie descorchó una botella de chardonnay y le sirvió una copa.

—Veo que sigues yendo de compras a Blondes R Us. Siempre te atrajeron las rubias.

Maddie observó una fugaz sonrisa de amargura en los labios de Cale. A él siempre le había gustado su sentido del humor, aunque fuera a costa suya.

—Es una chica… dulce. No es mi tipo, pero es dulce.

—¿Cómo puedes decir que no es tu tipo? Has estado siempre loco por ese tipo de chicas.

Aún recordaba las muchachas de pelo largo y piernas esculturales que seguían a Cale y a Oliver, su hermano gemelo, como perritas en celo. Y a juzgar por lo que había leído y escuchado en los últimos años, Cale seguía rodeándose de esas mujeres explosivas, rubias y llamativas.

Solo había roto la norma en una ocasión, saliendo con una chica que no obedecía a ese patrón. Ella. Tal vez hubiera sido por orgullo o por estupidez.

—Está bien, te creo… Pero si no es tu tipo, ¿qué haces aquí con ella?

—Es una… obligación que tengo que cumplir.

Esas palabras despertaron la curiosidad de Maddie. Él no era un hombre fácil de doblegar.

—¿Perdiste una apuesta? ¿Se trata de una cita a ciegas o le estás haciendo un favor a un amigo?

—Mad, es la primera vez que te veo desde hace diez años —dijo él con el ceño fruncido—. ¿No podemos hablar de otra cosa que no sea mi vida amorosa?

—Cale, tu vida amorosa llena las páginas de sociedad de las revistas todas las semanas.

—No es cierto, solo he salido un par de veces en los últimos tres meses. Me gustaría que esos periodistas me dejaran en paz. Supongo que deben de tener algo más importante que publicar.

—Eres toda una atracción para los medios —replicó ella muy sonriente—. Tal vez no estarían tan pendientes de ti si no te vieran cada semana con una mujer distinta.

—Ya está bien, ¿no te parece? —exclamó él, con gesto serio.

Maddie se encogió de hombros mientras le servía la cerveza.

—Ha pasado mucho tiempo —añadió él, tomando la jarra y echando un trago.

Maddie asintió con la cabeza de forma mecánica mientras atendía a dos mujeres algo bebidas que le habían pedido un margarita y un cosmopolitan. Las mujeres tomaron sus cócteles y se fueron cantando muy alegres al otro lado de la barra. Sabía que ella no podría permitirse el lujo de tomarse un descanso. Era un viernes por la noche y el local estaba muy concurrido.

—¿Cómo tú por aquí? ¿No me digas que te has venido a vivir a esta zona?

—No, sigo en la casa de siempre, pero me hablaron de este local hace unos días y vine a ver qué tal ambiente tenía. ¿No podríamos hablar a solas un par de minutos?

Un hombre corpulento se acercó a ellos, le dio un pequeño empujón a Cale para acercarse a la barra y le pidió a Maddie una bebida con voz de trueno. Cale le dirigió una mirada que le hizo retroceder unos pasos. Maddie observó a Cale detenidamente. Seguía conservando esa seguridad en sí mismo que amilanaba a los hombres y seducía a las mujeres.

—Lo siento, pero no puedo —dijo ella—. Este lugar va a ponerse de bote en bote en unos minutos.

—¡Pero si ya está abarrotado! —exclamó Cale con cara de asombro.

—¡Esto no es nada! —replicó ella, dirigiendo la mirada hacia un grupo de estudiantes que entraba en ese momento, cantando a voz en grito.

Cuando el bullicio se calmó, ella puso los codos en el mostrador y se inclinó hacia él. En aras de su antigua amistad, se veía obligada a decirle algo. Pero no sabía que podía decirle a un hombre que había perdido a su hermano gemelo de forma tan terrible.

—Siento mucho lo de Oliver. Era un gran tipo.

Maddie siempre había tenido a Oliver por un moderno Ícaro. Un espíritu independiente e impetuoso, al que le había gustado volar libremente cerca del sol. Su muerte no le había sorprendido. Sufría un cáncer desde hacía tiempo.

—Gracias —dijo Cale, con los músculos en tensión, tomándole la mano afectuosamente.

—¡Oye, Maddie!

Maddie apartó la mano y se volvió para mirar a Dan, el otro camarero del bar.

—¿Sí?

—Se nos está acabando el vino. ¿Puedes quedarte sola unos minutos mientras voy abajo a por unas botellas?

Maddie pensó que eso le brindaría la excusa perfecta para recobrar la calma que había perdido en los últimos instantes. No podía creer que Cale, después de diez años, fuera aún capaz de acelerar sus hormonas solo con una de sus miradas de color azul marino. Era evidente que su cuerpo atlético y su rostro atractivo seguían fascinándola.

Debía de ser solo cuestión de química, se dijo ella para tranquilizarse. Además, era lógico después de la abstinencia sexual que había llevado en los últimos tres años. Había vivido verdaderamente como una monja, excepto por la ausencia del hábito y la falta de vocación…

—Yo iré a por las botellas —le dijo ella a Dan—. Tenía que ir al servicio de todos modos, así que aprovecharé para traerlas. Dame cinco minutos. Disculpadme, chicos.

Atravesó la cocina, sin mirar a Cale, y se dirigió hacia el baño de señoras del Laughing Queen.

Jim, el propietario del LQ, un buen amigo y muy interesado siempre por su vida sentimental, se cruzó con ella en la puerta del servicio.

—¡Vaya, vaya! ¿Quién es él?

—Eres como un crío —respondió Maddie con una sonrisa burlona, apuntándole en el pecho con el dedo índice—. Esto me pasa por ser sincera contigo. Ya se sabe, donde hay confianza, da asco.

Entró en el servicio de señoras y vio asombrada cómo Jim pasaba detrás de ella.

Se miró en el espejo del lavabo con un gesto de contrariedad. Se había pasado un buen rato esa mañana cepillándose el pelo hasta dejarlo liso y suave, pero el calor y la humedad del bar se lo habían dejado otra vez rizado y revuelto. Para colmo, el maquillaje y el delineador de ojos se le habían corrido con el sudor y ahora tenía todo el aspecto de un mapache asustado.

—¡Está buenísimo, chica! ¿Hay alguna posibilidad de que sea gay? —exclamó Jim, y luego añadió al ver la mirada cortante de Maddie—: Está bien, está bien, ya veo que no. ¿Quién es?

—Mi primer amante.

—¿El primero… primero de verdad? ¡Oh, pobrecita mía! ¡Y tú con esta pinta!

—Sin duda, hubiera preferido recibirlo con un vestido negro de noche, unos zapatos de tacón de aguja y un peinado elegante, y no con estos vaqueros gastados y esta estúpida camiseta del LQ. En todo caso, si no estuvieras tan escaso de camareros un viernes por la noche, podría estar, al menos, al otro lado de la barra, tomando con él un martini en vez de sirviéndolos.

Maddie, consciente de la curiosidad de Jim, pensó que sería mejor contarle algunas cosas de su relación con Cale antes de que él dejase volar la imaginación y se pusiese a divulgar chismes de su propia invención.

—Lo conocí en el primer año de la universidad. Él estaba haciendo entonces el doctorado en Psicología deportiva. Luego, después de haber estado dos años viajando por medio mundo, estuvo trabajando un tiempo en el Departamento de Deportes de la universidad. Tuvimos una relación muy corta. Rompimos y se acabó. Bueno, ahora que ya lo sabes todo, vete, por favor.

—Umm… si eso fue todo lo que pasó, entonces yo soy tío de un mono. Está bien, te dejo. Pero ya me contarás todos los detalles luego.

No, las cosas no habían sido así de sencillas, se dijo Maddie cuando Jim se fue. Su relación con Cale había sido muy distinta. Ella había llegado a formar parte de su grupo de amigos, todos mayores que ella, aunque no por eso más sensatos. Había visto la facilidad con que Cale rompía con sus novias, pero había hecho oídos sordos a las mujeres que le llamaban «canalla» y «malnacido» y le había recibido con una sonrisa cuando se había fijado en ella.

El hombre que era el alma de todas las fiestas y reuniones, y que pensaba que pasar más de seis horas con una misma chica podía ponerle en un compromiso, había puesto los ojos en ella y le había dicho que ya era hora de sentar la cabeza y dejar de ir mariposeando de flor en flor.

Ella se había dejado engatusar por sus palabras y su encanto. Le había entregado su virginidad, a pesar de saber de antemano que sería un completo desastre como novio y que nunca le sería fiel. Pero había confiado en que ella sería capaz de hacerlo cambiar.

Se quitó los restos del maquillaje y se lavó la cara. Se ajustó los pantalones vaqueros y se recogió el pelo castaño oscuro con una goma. No había nada que pudiera hacer, ni para cambiar su aspecto ni para cambiar el pasado, se dijo. Lo único cierto era que tenía un trabajo que hacer. Se armó de valor, ensayó una sonrisa artificial en el espejo y salió del servicio en dirección a la bodega donde se guardaban las botellas de vino.

De vuelta en el bar, dejó la caja de botellas en el suelo, debajo del mostrador, y le dio dos a Dan.

Ni siquiera se dio cuenta de que la rubia que acompañaba a Cale no había regresado aún de acicalarse. Sin duda se proponía batir algún récord de permanencia en un servicio.

—¿Sigues haciendo triatlón?

Era una pregunta casi retórica. Era evidente que tenía que seguir practicando deporte, a juzgar por la anchura de sus hombros y la musculatura y el bronceado de sus brazos.

—De vez en cuando —respondió Cale—. Pero ahora me dedico más a los deportes de aventura. Ya sabes, mountain bike, remo, escalada…

Cale miró con gesto de frustración cómo ella se alejaba de él para ir a atender a un cliente.

Cuando Maddie volvió, vio a la rubia acercándose a Cale con paso tambaleante.

—Ha sido un placer volver a verte, Cale —dijo Maddie.

—Escucha, Maddie —dijo él, inclinándose hacia ella sobre el mostrador—. Podemos quedar para tomar una copa más tarde. Volveré en cuanto deje a Bernie. Hablaremos de los viejos tiempos.

Maddie ladeó la cabeza, pensando qué objeto podía tener ese encuentro. ¿Demostrarle la vida tan maravillosa que había llevado sin él? ¿Hacerle ver lo que él se había estado perdiendo? Esas eran muy buenas razones, pero sospechaba que la verdad era que ella quería saber lo que se había perdido lejos de él, conocer cómo era su vida y si la había echado a ella de menos.

Tomó el dinero que Cale le dio por las consumiciones y asintió lentamente con la cabeza.

—Tendrá que ser ya un poco tarde. No terminaré aquí hasta después de medianoche.

—Está bien —replicó Cale—. Nos veremos aquí a esa hora.

Maddie sintió entonces una mano en el brazo. Se volvió instintivamente. Era Jim. A través de los años, ese hombre y su pareja sentimental habían llegado a ser sus mejores amigos. Le habían alquilado, y luego vendido, un apartamento en el piso de arriba de donde ellos vivían, en un bloque de viviendas situado enfrente del Laughing Queen. Le agradaba mucho su compañía y dado que a ella no le gustaba nada cocinar, aquel lugar se había convertido en su segunda casa. Constituían ciertamente una familia un tanto peculiar: dos hombres maduros homosexuales y una extraña vecina sin aparentes relaciones con ningún hombre.

—¿Por qué no te tomas un descanso? —dijo Jim, acariciándole el brazo afectuosamente con la mano, mientras dirigía a Cale una mirada de pocos amigos—. Yo te sustituiré mientras tanto.

Cale vio a Bernie en la puerta de su apartamento y decidió pasar de largo, rechazando su invitación de entrar a tomar un café, bajo la que se ocultaba una oferta explícita de sexo. A sus treinta y cinco años, necesitaba una mínima afinidad intelectual con una mujer para acostarse con ella. Detuvo el coche en una bocacalle, apoyó los brazos en el volante y miró por el parabrisas. La calle estaba prácticamente desierta.

Sus pensamientos se dirigieron hacia Mad. Madison Shaw era la última persona que hubiera esperado ver sirviendo bebidas en aquel popular bar de Simon’s Town.

Tamborileó con los dedos en el volante. La noche era oscura y sin estrellas.

Cuando le dijese a Oliver que había vuelto a ver a Maddie otra vez… Tomó el móvil de forma instintiva para llamar a su hermano gemelo, como hacía siempre que tenía algún conflicto… Sintió entonces un dolor agudo en el pecho. Soltó una maldición al recordar que Oliver llevaba ya dos años muerto. ¿Sería capaz alguna vez de aceptar su ausencia?

Respiró hondo, dejando vagar sus pensamientos de Oliver a Maddie.

A los dieciocho años, ella había demostrado una sensatez, una inteligencia y un sentido del humor propios de una mujer más madura. En comparación con las otras chicas a las que estaba acostumbrado, Maddie había sido un soplo de aire fresco en su vida.

Pero su sentido común le había estado diciendo durante meses que involucrarse con Maddie, o con cualquier otra mujer, era como sentarse en la cima de una colina esperando a ver el choque inevitable entre dos trenes. Presumía de tener un sentido común muy desarrollado, después de los veinticinco años que había estado tratando de mantener a Oliver bajo control, apartándole de todos los problemas. Sin embargo, en una fiesta en la que había tomado demasiado tequila y Maddie había ido con unos pantalones demasiado cortos, se había dejado llevar por sus instintos y se la había llevado a la cama.

Su relación había durado ocho semanas. Casi dos meses de una pasión tumultuosa.

Madison: la mujer de uno sesenta y con mucho carácter que había trastocado su vida.

Acostumbrado a decir la última palabra con las mujeres, ella había sido toda una excepción. Nunca había sabido cómo manejarla. Solo sabía que ella había esperado de él mucho más de lo que podía darle. Lo había querido todo de él: su tiempo, su dedicación y hasta su alma. Pero él había repartido su tiempo entre el trabajo y los estudios. Había dedicado la mitad de sus atenciones a su hermano Oliver para prevenir sus problemas. Y en cuanto a su alma, eso era algo que nunca había pensado poner a disposición de nadie.

Él sabía que la había perdido incluso antes de que le hubiera dado aquel susto de muerte con su embarazo. Había reaccionado, presa del pánico, arrojando la pizza contra la pared y saliendo como un loco, o quizá como un cobarde, del restaurante donde estaban. Cuando volvió a verla al día siguiente, ella le comunicó el resultado negativo del test de embarazo y le puso de vuelta y media. Le llamó de todo, menos hombre. Su rechazo había sido tan rotundo que apenas le había dejado margen de esperanza para una futura reconciliación.

Demasiado orgulloso, había ignorado sus llamadas, en un afán de venganza. Cuando dos semanas después, aplacado ya su orgullo herido, había decidido congraciarse con ella para volver a llevársela a la cama, había averiguado que se había ido definitivamente de su vida.

Él era por entonces demasiado joven y arrogante como para ir a buscarla. Prefirió no complicarse la vida y centrarse en su tesis doctoral y sus actividades deportivas.

Pasó el tiempo. Su hermano gemelo murió de cáncer y él se vio librando todos los días una dura batalla interior. Sabía las fases por las que tendría que pasar antes de conseguir sobreponerse al dolor y al vacío que le embargaba. Toda muerte dejaba una serie de cuestiones sin resolver, pero la de su hermano Oliver había dejado tantas que él se sentía incapaz de dar respuesta a todas.

Se vio sumido en una especie de depresión en la que los sentimientos de culpabilidad, remordimiento y responsabilidad eran sus constantes compañías. Y comprendió entonces que esos tres fantasmas habían estado siempre con él, aun en vida de Oliver. El sentimiento de culpabilidad, por la frustración que había sentido a menudo por la insensatez de su hermano. El remordimiento, por no haber sido capaz de impedir que se hiciera daño a sí mismo o a otra persona. Y, en tercer lugar, la sensación de haberse sentido siempre responsable de su hermano, tanto a lo largo de su vida como después de su muerte.

En más de una ocasión, cuando estaba desesperado, había llegado a pensar que podría ser un enfermo psicótico. Culpa, remordimiento y responsabilidad.

Él sabía cómo tratar esas tres obsesiones. Podía salir con mujeres e incluso tener contactos sexuales esporádicos con ellas. Pero no estaba interesado en mantener ninguna relación seria y estable. No tenía el tiempo ni las energías necesarias para ello. Ni siquiera el deseo.

La emoción que había sentido al volver a ver a Maddie había sido solo fruto de la evocación de sus años locos de juventud. Una época dorada de su vida en la que había pensado que lo tenía todo controlado, que él estaba por encima de todo y que no había ningún obstáculo que no pudiera salvar. ¡Qué iluso había sido!

Pero ¿qué de malo podía haber en tomar un par de copas con Maddie?

Hablarían de los viejos tiempos, se contarían lo que cada uno había hecho en los últimos años y se despedirían luego como buenos amigos. Él había madurado. Ahora sabía que la vida se volvía más caótica y complicada cuando uno dejaba que otra persona entrara en su vida y compartiera sus emociones y sentimientos. Ya fuera un hermano o una amante.

La solución era tenerlo todo bajo control. Era algo que había aprendido en la universidad y en la propia escuela de la vida. Y no estaba dispuesto a consentir que, después de lo de Oliver, una mujer de ojos color ámbar fuera a alterar el equilibrio de su vida.

Capítulo 2

Maddie apoyó los brazos en la barandilla que corría a todo lo largo de la terraza del restaurante y dejó vagar la mirada por el puerto. El agua oscura y grasienta rompía suavemente sobre los pilotes de madera. Sus ojos color ámbar detectaron la presencia de un catamarán atracando en el puerto. Recordó entonces el deseo que Cale había tenido siempre de tener un velero.

Se quitó la goma que le sujetaba el pelo y dejó que sus rizos le cayeran por los hombros. El bar estaba ahora más tranquilo. Dan se ocupaba de atender a los pocos clientes rezagados que estaban tomando la última copa. Se sentía muy cansada. Pensó en el gran esfuerzo que sería para ella atravesar el aparcamiento y subir luego las escaleras hasta su apartamento, en el piso tercero. Necesitaba descansar, pero sabía que no le resultaría fácil conciliar el sueño esa noche.

—Maddie.

Se volvió lentamente y esbozó una sonrisa. Vio el rostro de Cale, con el pelo alborotado por la brisa del mar y los ojos más sombríos que de costumbre por la penumbra de la noche. Tenía un aspecto despreocupado pero inquietante.

—Sírvete tú mismo —replicó ella, señalando la botella de vino que había sobre la mesa.

Cale tomó la botella de merlot y se llenó el vaso. Lo levantó luego en alto como si fuera a brindar y sonrió levemente.

—Creo que estás deseando saber quién era esa rubia que me acompañaba. Me ganó una apuesta en una reunión de solteros. Tuve que invitarla a cenar. Te aseguro que han sido las tres horas más largas de mi vida.

—¡Vaya! —exclamó ella, con una sonrisa de circunstancias—. Hay que reconocer que era muy sexy.

—Sí. El problema es que no sé cuánto de ella es natural y cuánto silicona —dijo Cale, apoyando los codos en la barandilla junto a ella.

Maddie se dejó embriagar un instante por el calor de su cuerpo y el aroma de su loción para después del afeitado mezclado con el olor salado de la brisa marina.

—¡Bonito barco! —exclamó Cale, señalando el catamarán que estaba amarrando en el muelle.

—Es nuevo en el puerto. Tú estuviste navegando un tiempo por esos mares, ¿verdad?

—Sí, cuando terminé el doctorado. Estaba harto de tanto estudiar. Así que Oliver y yo alquilamos un catamarán y nos fuimos de aquí a Zanzíbar. Fue el comienzo de dos años de viajes. Nunca he sentido tantas emociones y, a la vez, tanto miedo como entonces.

—Cuéntame, ¿qué pasó?

—Tuvimos que hacer frente a un ciclón en el canal de Mozambique. Unas olas enormes y un temporal loco y desenfrenado.

—Como tu hermano Oliver.

—Sí. Él parecía divertirse con ello. Gritaba y chillaba al mar como si tratara de someterlo. Estuvimos al borde del naufragio varias veces y nos pasamos dos días seguidos sin dormir. Fue un verdadero infierno, pero también una experiencia inolvidable.

A pesar de su sonrisa, podía vislumbrar un atisbo de amargura en sus ojos.

—Lamento mucho lo de Oliver —dijo Maddie con un nudo en la garganta.

—Sí. Yo también —replicó Cale, con aparente indiferencia, echando otro trago de vino—. Ha sido un día muy largo. ¿Por qué no hablamos de otra cosa?

Maddie asintió con la cabeza y se quedó luego mirando al mar muy pensativa.

—¿Qué haces en este bar? —añadió él, para romper el silencio—. No me digas que te ganas la vida como camarera.

—No, durante el día me dedico a la prostitución y a la venta de drogas —respondió Maddie con una leve sonrisa irónica—. Después de separarnos estuve viniendo aquí los fines de semana para ayudar a mis amigos cuando andaban cortos de personal o estaba aburrida. Pero no me suelo quedar nunca hasta tan tarde como esta noche.

—Sí, ya es muy tarde para que vayas sola a casa en el coche —dijo Cale con aire protector.

—No suelo ir en coche, sino andando.

—¿Estás loca? ¿A estas horas, tú sola por ahí? ¿Sabes lo que te podría pasar?

—Tranquilo, abuelo —dijo ella, señalando a su apartamento, que estaba al otro lado del aparcamiento perfectamente iluminado—. Vivo en el tercer piso de ese bloque.

—No te burles de mí, Mad —replicó Cale con cara de disgusto—. Bueno, y dime, además de tus actividades delictivas, ¿cómo te las arreglas para pagar un piso en una de las zonas más exclusivas de la ciudad? —preguntó él, cruzándose de brazos.

Tenía unos brazos y un pecho muy sexys, pensó ella. ¿Cómo estaría sin la camisa? Las imágenes eróticas del pasado, que creía ya olvidadas, volvieron a cobrar vida en su mente. ¿Seguiría igual? Bajó la vista discretamente hacia su cintura y sus caderas... Sí, mantenía aquel tipo endiabladamente atlético y cautivador. Contuvo el aliento, se pasó la mano por el pelo y contó hasta diez. Y luego hasta veinte. Pero llegó a la conclusión de que tendría que contar hasta dos mil sesenta y dos para conseguir recuperar el latido normal del corazón.

¡Maldito Cale! Si se quedase alguna vez sin trabajo podría ganarse la vida como desfibrilador... Al menos para las mujeres.

¡Uf! Tenía que alejarse de él. Miró el reloj. Era ya casi la una de la madrugada.

—¿Sigues aquí, Maddie? Parece que has hecho un largo viaje con la mente. ¿En qué has estado pensando? —exclamó Cale, jugando con sus rizos.

—En los paros cardíacos y los desfibriladores.

Cale arqueó las cejas con gesto de sorpresa y se rascó levemente la cabeza.

—Me había olvidado de que tenías unos procesos mentales muy peculiares.

—Siempre me decías que tenía la mente de un saltamontes —dijo Maddie—. Y que conseguía desquiciarte y volverte loco.

—Todo en ti me volvía loco.

Maddie se quedó desconcertada al oír esas palabras. ¿Hablaría en serio o solo estaría tratando de tomarle el pelo? Cale no le dio la oportunidad de averiguarlo.

—¿Cómo están tus padres? —añadió él.

—¿Cómo? Ah, sí..., bien.

—¿Y qué tal tu abuelo Red? ¿Consiguió al fin, por Internet, a esa novia rusa que tanto le gustaba? —exclamó Cale en tono burlón.

Maddie lo miró desconcertada. Obviamente, no estaba al tanto de la muerte de su abuelo. Se dio la vuelta y se apoyó en la barandilla, tratando de acallar el dolor que sentía en el pecho. Hacía ya diez años de aquello, pero seguía sintiéndolo como si hubiera sucedido hacía solo diez días.

—¿No lo sabías? Mi abuelo murió el mismo día que nos separamos.

—¿Qué? —exclamó Cale sorprendido, pasándose la mano por la cara y maldiciendo para sí—. Mad, lo siento. ¿Qué pasó? ¿Por qué no me avisaste?