Rompiendo esquemas - Miguel Muñoz - E-Book

Rompiendo esquemas E-Book

Miguel Muñoz

0,0
3,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Elit Lgtbi 20 «Aún recuerdo aquella vez que una compañera de clase llegó anunciando que su abuela había muerto. Todos acudieron a consolarla y hasta se libró de tener que hacer un examen. Y recuerdo que yo deseé que mi abuela muriera también para poder tener todo lo que ella tenía. Porque quería un poco de compasión, en lugar de lo que sea que sintieran por mí, que no tengo muy claro qué era». Noel siempre ha creído que su cabeza no funciona como la de los demás: le falla la empatía, le cuesta comprender las emociones ajenas y no reacciona a las situaciones como el resto espera de él. También es bastante solitario; o lo era, porque todo cambia en el momento en que Lucas aparece en su vida de forma inesperada, rompiendo sus esquemas. Lo que Lucas no imagina es que ese chico tan "peculiar" también será capaz de hacer girar su vida sin proponérselo.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 310

Veröffentlichungsjahr: 2023

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 Miguel Muñoz

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Rompiendo esquemas, n.º 20 - diciembre 2023

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S. A.

o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Elit y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 9788411805384

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Epílogo

Agradecimientos

Capítulo 1

NOEL

 

 

 

 

Aún recuerdo aquella vez que una compañera de clase llegó anunciando que su abuela había muerto. Todos acudieron a consolarla y hasta se libró de tener que hacer un examen. Y recuerdo que yo deseé que mi abuela muriera también para poder tener todo lo que ella tenía. Porque quería un poco de compasión, en lugar de lo que sea que sintieran por mí, que no tengo muy claro qué era.

Por cosas así, a menudo me pregunto qué es la empatía.

¿Es algo que nace de lo más profundo de los seres humanos? ¿Algo que sienten como propio, como una prolongación más de sus instintos y emociones? ¿O es algo que la gente aprende, una especie de razonamiento interno que guía a la sociedad por un camino u otro? Porque, si se trata de lo primero, tengo bastante claro que carezco de empatía. He aprendido, eso sí, a distinguir hasta cierto punto cómo actuaría en cada situación una persona capaz de sentirla.

¿Es así como lo hace el resto? ¿O la gente se preocupa de verdad por los demás? Porque yo no pienso en nadie más que en mí mismo. Si alguien que conozco rompe a llorar, me fastidia que sus llantos perturben el silencio; si alguien cercano muestra síntomas de una enfermedad espantosa, me preocupa que me la contagie; si una catástrofe asola una ciudad o un país entero, me molesta que cancelen mi programa favorito solo para emitir un especial sobre el tema. Cuando mi hermana suspendió el examen de las oposiciones la primera vez que se presentó, hasta me alegré, porque sabía que no había estudiado lo suficiente como para conseguirlo, aunque ella se empeñara en que llevaba el temario más que preparado. Me satisfizo tener razón. Hasta que se pasó la noche llorando y no me dejó dormir.

¿A qué venía todo este rollo sobre la empatía?

Ah, sí. A que acabo de ver a una chica llorando ahí, en un banco que hay junto a la carretera. No hace más que sorber por la nariz, sin contenerse, como si se hallara en la soledad de su habitación. Y yo llevo quién sabe cuánto tiempo aquí, de pie, meditando sobre la empatía. Me dedico a observar el rostro de la chica, ennegrecido por el maquillaje, y, después, al resto del mundo, que avanza inexorable. Nadie se detiene a auxiliar a la desconsolada. ¿Significará eso que son como yo? ¿Significará eso que no estoy tan roto como el mundo me ha hecho siempre creer?

No puede ser tan fácil, ¿verdad?

Reconozco que, a veces, he sentido algo parecido a la empatía. Como cuando vi aquel vídeo en el que un imbécil le pegaba un puñetazo en la cara a una chica y yo sentí que quería matarlo. Me hirvió la sangre. Recuerdo que me pregunté si aquello sería empatía; o si no era más que una condena abierta a la estupidez y a la maldad humanas. Si era lo segundo, ¿puede acaso considerarse empatía?

No estoy seguro. Porque a mí esa chica siempre me dio igual. No sentí una pizca de lástima por ella. Solo sentía un odio profundo hacia el agresor. La chica no era importante. Como tampoco lo es la joven que llora frente a mí, ajena a los juicios invisibles del resto del mundo, que reducirá su tragedia a una simple anécdota en su rutina de los viernes.

Alzo la vista hacia un cielo gris y sucio; hacia ese sol inmenso que brilla, pero no calienta por encima del viento. Dejo que la gran esfera me ciegue los ojos, que nuble todo lo que veo a mi alrededor, y también lo que no veo. Mis pensamientos se concentran todos ahí, en esa nada absoluta. Y me siento cansado. Aburrido. Me revuelvo un momento los mechones del flequillo, soplo para hacerlos despegar de mi frente y, acto seguido, me marcho con las manos metidas en los bolsillos de la sudadera.

Al llegar a casa, me encuentro a Elena guardando la compra del supermercado.

—Échame una mano, porfa —me dice, nada más percibir mi presencia.

Sin saludos ni palabras previas, entro en la cocina para participar en la tarea. Justo cuando Elena se endereza, cartón de huevos en mano, se fija por fin en mi aspecto. En su rostro vislumbro esa expresión tan suya que parece aunar incredulidad y desaprobación. Es la misma expresión de mi madre. La misma expresión que detesto.

—¿Qué te has hecho en el pelo?

Me encojo de hombros y retiro la capucha de la sudadera, dejando al aire unos cuantos mechones rosas del flequillo que contrastan con el negro natural que rige por doquier.

—Te queda fatal —añade, negando con la cabeza.

—El peluquero ha dicho que le gusta.

—¿Qué esperas que te diga el tío al que le pagas?

—Bueno, menos mal que no eres tú la que tiene que llevarlo, ¿no?

Salgo de la cocina mientras le dedico esas palabras. Se me han quitado las ganas de guardar la compra. Ella me sigue por el pasillo. Se queda plantada frente al tabique del salón, a tiempo de ver cómo me lanzo boca arriba en el sofá.

—Así tienes una excusa para venir hoy a la cena —dice.

—No.

—Venga. Tendrás que enseñarle a alguien lo que te has liado en la cabeza.

—No —reitero.

—Por favor. Quiero que te relaciones un poco.

—Ya me quedó claro cuando me lo dijiste las otras veintisiete veces.

Ella lanza un suspiro contenido. Uno de esos que guardan y guardan. Porque Elena siempre guarda. Nunca suelta. Por eso parece sumida en un constante cansancio. La oigo desistir mientras atrapo mi teléfono móvil y abro uno de los múltiples juegos con los que mato el tiempo. El eco de sus pasos se detiene de pronto; la miro de reojo.

—Si vienes hoy, te prometo que no vuelvo a proponerte nada de esto.

Un último ruego a los cielos. Lástima que no vaya a servir de nada.

—No.

—Por favor.

—No.

Otro suspiro. Esta vez no parece que vaya a desistir. Su mano, apoyada en el marco de la puerta, se desliza hacia abajo, como si estuviese a punto de perder todas sus fuerzas. Su mirada vaga por los muros de la casa, ansiando, quizá, escapar de su cautiverio.

—Si vienes, te compro algo que quieras.

Bueno, eso ya es distinto. Me incorporo en el sofá.

—¿El qué?

—Lo que quieras. Siempre que no pase de cincuenta euros.

Ladeo la cabeza y la apoyo sobre el respaldo del sofá.

—Me vale.

Una sonrisa fugaz surca sus labios durante un instante. Luego se marcha, decepcionada. Sí, decepcionada. Porque, aunque no puedo conectar con las emociones ajenas, sí que me veo capaz de identificarlas; hasta cierto punto, al menos. Por lo demás, que mi hermana esté triste o enfadada solo supone para mí un contratiempo en cuanto pueda influir en su trato conmigo; si su estado de ánimo me causa a mí algún tipo de perjuicio.

—Salimos a las ocho y media —me advierte, desde la cocina.

Acabo de aceptar y ya me estoy arrepintiendo.

Capítulo 2

NOEL

 

 

 

 

No tendría que haber venido.

Es en lo único que puedo pensar mientras las luces de la ciudad van cruzando a mi lado como espectros bajo una cortina de agua. Hace un buen rato que empezó a llover y, según las predicciones, así se mantendrá hasta bien entrada la madrugada. A mí me gusta la lluvia. Me gusta contemplarla detrás del cristal. Me gusta sentirla en la piel y en el pelo. Me gusta el sonido que hace; me invita a abstraerme.

—Oye.

La voz de mi hermana, que llega desde el asiento del conductor, me arranca de mis pensamientos.

—¿Qué?

—En la cena, intenta no ser muy… —Aguardo en silencio—. Ya sabes.

No lo sé, aunque me lo puedo imaginar. «Intenta no ser muy desagradable». «Intenta no ser un imbécil». En definitiva, «intenta no ser tú».

—¿Qué hacéis los veinteañeros estereotípicos y genéricos en este tipo de cenas? —pregunto.

Elena enarca las cejas.

—Muchas gracias por la parte que me toca.

—Bueno, no eres la única veinteañera estereotípica y genérica que hay en el mundo.

Mi hermana se relame los labios. Creo que, a veces, ese gesto indica tristeza, cansancio o abatimiento. Me giro hacia la ventanilla y apoyo la cabeza en el cristal frío y salpicado de gotas que avanzan a buen ritmo. Me acuerdo de cuando era pequeño y jugaba, yo solo, a disputar carreras imaginarias con las gotitas de la ventana.

—Lo siento —expreso.

No es verdad. Me gustaría sentirlo, pero no soy capaz. Me encantaría poder experimentar la famosa empatía, porque al menos así sentiría algo, en lugar de este vacío que me sorprende día tras día con nuevas profundidades. Una cueva cuyos secretos tal vez nunca termine de desentrañar.

Elena se limita a responder a mi pregunta anterior:

—Charlamos, bailamos… No sé, lo típico que se hace cuando te juntas con amigos.

Yo no tengo amigos, así que no puedo saber qué es lo típico que se hace con ellos, claro. La amistad no me interesa demasiado. Tampoco puedo jactarme de que se me haya dado nunca demasiado bien. Tuve algunos amigos durante la primaria y en los primeros años de instituto. El problema es que, cuando estaba con ellos, hacía cosas raras. Cosas como ponerme a ver mi programa favorito cuando llegaba la hora de emisión, sin importar que a mis amigos no les gustase o que prefirieran hacer otra cosa; o decirles que se fueran de mi casa cuando tocaba merendar porque no quería compartir con ellos las galletas que me compraba mi madre. Tampoco entendía el concepto de que lo que para mí es divertido, para otros puede no serlo. Dejaron de querer quedar conmigo. Al principio no lo comprendí. Me di cuenta de todo mucho después.

Supongo que ese es el lema de mi vida. Darme cuenta de todo mucho después. Darme cuenta de todo cuando ya es tarde para volver atrás. Cuando ya todo está destruido y alguien ha rociado la tierra con sal.

—¿Quién viene que yo conozca? —pregunto, por mera distracción.

—Robert y Anika. Bueno, y Sofía. No sé si a ella la conoces.

—No.

—Va a traer a un amigo, también.

—Qué suerte.

—Dice que es buen chaval.

—Me alegro por él. Dicen que ser buen chaval es algo positivo.

Elena chasquea la lengua.

—A eso me refiero.

—¿Qué? —pregunto.

—Que no quiero que hables así en la cena. No te voy a comprar nada como te portes mal, ¿eh? —Durante la breve mirada de soslayo que me dedica, vislumbro un atisbo de burla. Supongo que esa emoción surge por encima de algo más profundo, de una montaña que no es fácil escalar.

—Vale. Pero acuérdate de que has prometido que no te cabrearás si me aburro y me pongo a jugar con el móvil.

—Me acuerdo.

Llegamos a nuestro destino cinco minutos después. Sofía vive en la otra punta de la ciudad. La casa se insinúa entre una selva de vegetación de especies muy diversas, con una cancela oxidada que poco revela de la ubicación a la que conduce. Al bajar del coche, Elena se resguarda bajo un paraguas del tamaño de una sombrilla de playa y yo me limito a usar la capucha de mi sudadera. Con todo, ella se empeña en cubrirme a mí también con su cúpula portátil, mientras sujeta en la otra mano el flan de dulce de leche y caramelo que ha preparado un rato antes. A mí me encanta su flan. Una pena que tenga que compartirlo con… ¿cuánta gente?

Llamamos al interfono de la puerta y la verja no tarda en abrirse. Nos adentramos en la jungla, siguiendo un estrecho sendero enlosado que nos salva del barro que reina a nuestro alrededor. Y llegamos a la puerta. El timbre suena como una melodía moribunda. Imagino que el técnico que iba a venir a repararlo murió en algún trágico accidente antes de poder cumplir su cometido. Un joven con una larga melena negra y barba dispersa de dos o tres días aparece tras la puerta. En cuanto nos ve, abre mucho los brazos y echa el tronco hacia atrás, en una especie de gesto de… No estoy seguro. ¿Un gesto de sorpresa?

—¡Por fin! —exclama el hombre, al que yo ya conozco por el nombre de Robert.

—Nos hemos retrasado un pelín —se excusa Elena.

—¿Un pelín? Si os encontráis un esqueleto sentado a la mesa, es Ani, que no quería empezar a comer hasta que llegarais.

Mi hermana expulsa el aire como en una carcajada, al tiempo que niega con la cabeza y se adentra en la casa. Se frota los pies en el felpudo. Yo la imito con un ligero retardo. Cuando me descubro la cabeza, oigo la voz de Robert.

—¡Coño! ¿Qué te ha pasado? ¿Te ha cagado un unicornio en el pelo?

Qué gracioso.

Me quedo mirando a Robert con indiferencia. Y con un poco de desprecio.

Él decide ir un poco más allá y alarga la mano para tocarme los mechones que me he teñido de rosa esta misma tarde. Sin embargo, yo se la aparto de un manotazo antes de que pueda alcanzarme. Él se limita a reír como respuesta. Justo entonces aparece la figura de una mujer de piel oscura, con la mitad del pelo rapada y la otra mitad cayéndole por la frente y el lateral. Anika. La única otra persona en esta casa a la que conozco. O eso creo.

—¿Qué pasa aquí? —pregunta, jocosa, con ese tono de voz impasible que tiene.

—A este, que le ha cagado encima un pegaso —apunta Robert.

—Pensaba que era un unicornio —intervengo.

—Eso, joder.

—Pues le queda bien, ¿no? —apunta Anika, dedicándome un asentimiento de cabeza.

—No le des alas, anda —le advierte mi hermana, cabalgando entre la broma y la realidad. A veces tengo la sensación de que, en algún punto de nuestra vida, Elena se convirtió en mi madre. O en alguien muy parecido a ella.

—¡Alas! ¡Como un pegaso! —exclama Robert.

—Espero que no le dure mucho —insiste Elena.

—Me lo puedo volver a teñir.

—Te puedes teñir el pelo entero de rosa —me alienta Anika.

—Es un buen plan.

Sin decir nada, Elena cruza al lado de Anika y le da un golpecito de advertencia a su amiga, al tiempo que compone una sonrisa.

—¿Dónde está la anfitriona? —pregunta entonces.

—Aquí me hallo.

Una joven de cabello rubio y esponjoso entra por una de las puertas que hay junto al recibidor. Sus ojos azules y los pendientes de cristal relucen bajo la gran lámpara de araña que reina por encima de nosotros. Imagino que tendrá veintitantos años, aunque, vista de lejos, no diría que tiene menos de treinta. Detrás de ella, con la mirada gacha y sombría, se encuentra un chico con el rostro infestado de pecas y una maraña de pelo castaño y ondulado.

—Al final has venido —dice la joven, que supongo que será Sofía, observándome a mí—. Me alegro —añade, y me sonríe como si me conociera de toda la vida. Entonces, señalando al chico que viene tras ella, y que ahora se adelanta un par de pasos, dice—: Este es Lucas.

El chico esboza una sonrisita que no estaría fuera de lugar en una película de terror.

—Eh, hola —murmura, en voz baja y tirando a aguda.

—Este es Noel, mi hermano —me presenta Elena.

—¿Noel? —pregunta el tal Lucas.

—Noel, como Papá Noel —se mofa Robert, con su gracia natural. Su gracia nula, quiero decir.

—Seguro que ese chiste no se lo han hecho nunca —comenta Anika.

—Nunca —declaro yo, sarcástico.

—Pues, tío —prosigue Robert—, ¿qué vas a hacer cuando seas padre y seas de verdad Papá Noel?

—Bajar por la chimenea y comerme a tus hijos.

Anika y Lucas se echan a reír, mientras Robert sonríe, tal vez confundido por mi declaración.

Nos pasamos al salón sin mucha parafernalia y nos sentamos alrededor de una mesa redonda llena de platos. Patatas fritas, frutos secos, embutidos, queso… Todo parece colocado con mucho orden, siguiendo una especie de simetría orbital que parte desde el centro de la mesa y se va extendiendo hacia los extremos. Bueno, creo que sería más correcto decir que yo me siento. Porque el resto se queda de pie. Sofía y Anika van y vienen de la cocina, mientras Robert y mi hermana hablan un poco más allá. Lucas, por su parte, va y viene también, pero a veces solo viene, y se queda ahí plantado, sujetando el respaldo de una silla como si fuera un volante. Sofía nos grita que pongamos música y Robert se encarga de conectar un altavoz portátil a su móvil. Típica música discotequera —supongo, porque no he pisado nunca una discoteca—. Canciones de esas que hablan de sexo de forma sutil y poética; tan sutil y poética que cuesta adivinar que hablan de sexo. Al final, cuando parece que el resto va a tomar por fin asiento, yo decido levantarme, porque no quiero que Robert se me siente al lado. Es un coñazo. Disimulo un poco hasta que consigo acomodarme entre mi hermana y Anika. Si tuviera que elegir a alguno de los amigos de mi hermana, la elegiría a ella sin dudarlo.

La conversación enseguida se inicia alrededor de la mesa, mientras yo me dedico a comer cacahuetes porque es el cuenco que tengo más a mano y me da pereza alargar el brazo mucho más. El diálogo me pierde casi al instante. Empiezan a ponerse al día de sus asuntos y cuentan, por enésima vez, la anécdota del ascensor. Esa en la que mi hermana y Robert se quedaron encerrados durante quince minutos dentro de uno y al final resultó que bastaba con dejar pulsado el botón de apertura de puertas. Desconecto sin poder evitarlo. No se me da bien prestar atención a la gente. A menudo soy incapaz de asimilar o recordar lo que dicen. Creo que ni siquiera los escucho. Cuando era pequeño, nunca miraba a los ojos cuando alguien me hablaba y, aun así, entendía casi todo lo que me decían. Sin embargo, cuando fui creciendo, mis padres se empeñaron en que uno no solo debe escuchar, sino demostrar que está escuchando. No basta con seguir la conversación y responder cuando se espera que lo hagas. No. Al parecer, hay que dar muestras no verbales de escucha activa. Y yo acogí toda una parafernalia a la hora de hacerlo. Empecé a estar tan preocupado por mirar a los ojos, asentir con la cabeza, emitir gruñidos afirmativos o componer el gesto de rigor, que lo más importante, la verdadera escucha, pasó a un segundo plano. Mi capacidad de atención es bastante reducida; me cuesta mucho volcar mi mente en más de un foco a la vez. Ahora, a veces, cuando se encadenan más de dos o tres frases seguidas, solo capto palabras aisladas y una idea general de lo que me están contando. Como cuando ves una película en otro idioma y entiendes algo de lo que sucede por simple contexto. Ya he dejado de lado todas esas estupideces de escucha activa; aun así, mi cerebro es incapaz de centrar toda su atención en las conversaciones. Puede que me haya acostumbrado tanto a no escuchar, que mi cerebro haya olvidado cómo se hacía. Tampoco ayuda que la mayoría de las conversaciones me parezcan insulsas e innecesarias. No me interesa la vida de los demás, ni las generalidades del mundo, ni tampoco las películas, series o libros que poco tienen que ver conmigo. A mí me gusta hablar de lo que a mí me gusta. Pero, claro, no a todo el mundo le gustan los videojuegos, los enigmas de lógica y las historias de terror cósmico y fantasía oscura.

Cuando llevamos quince minutos, ya he sacado mi teléfono móvil y toqueteo la pantalla en uno de mis juegos predilectos. No me pasa desapercibida la mirada de Elena.

—¿A qué juegas? —me suelta Anika, de pronto.

Típica pregunta de persona que no tiene ni idea de videojuegos para parecer enrollada con el gamer de turno. Menuda decepción. Algo que siempre me ha fastidiado de los amigos de mi hermana —aunque supongo que ahora es más bien simple indiferencia— es que me traten como si fuera estúpido. O como si fuera un crío. No sé si se debe a lo que Elena les haya contado sobre mí o al simple hecho de que todos me sacan, como mínimo, cuatro años. Sofía seguro que me saca más. Lucas puede rondar mi edad. No creo que tenga más de veinte.

—Tú sabes que jugar en el móvil es de casual, ¿no? —añade Anika, sin dejar tiempo a que responda—. Esperaba más de ti.

La miro de reojo mientras da un sorbo a su cerveza.

—Bueno, no iba a traerme la Play hasta aquí —respondo.

—Sofía tiene una, ¿sabes?

—¿Y qué juegos tiene? ¿Alguno de baile?

Anika sonríe. Casi parece que esté conteniendo una carcajada.

—Ahí donde la ves, es una gamer —me informa.

—Lo dudo.

—Te lo juro.

Observo a la susodicha de reojo. No, definitivamente no parece una fanática de los videojuegos, aunque supongo que es posible que lo sea. ¿Ahora resulta que la mitad de los amigos de mi hermana son gamers? Menudas sorpresas le da a uno la vida. O puede que Elena me lo contara en algún momento y yo no la estuviera escuchando. Sí, supongo que eso es bastante probable.

—¿Qué? —pregunto.

Creo que Anika me ha dicho algo. Estaba distraído mirando y pensando en Sofía.

—Que le digas que te enseñe su colección, si no me crees.

Me encojo de hombros. Me da igual, en realidad. No necesito ver su colección para nada.

Echo un último vistazo a la mesa antes de volver a mis quehaceres. Elena lleva toda la cena hablando con Robert. Supongo que es normal, teniendo en cuenta que se conocen desde que eran críos y son los amigos por excelencia. Sofía alterna entre la conversación de ellos dos y breves charlas con Lucas, que parece bastante fuera de lugar en esta mesa.

Acto seguido, sin el menor miramiento, vuelvo a concentrarme en mi juego.

Capítulo 3

NOEL

 

 

 

 

La cena dura menos de lo que yo vaticinaba. Después de los entrantes, Sofía se encarga de traer una empanada, que parece bastante pequeña para todos los que estamos aquí. Yo lo compenso inflándome de cacahuetes y con el flan de mi hermana, que llega después. Pido repetir. Dos veces. La segunda, Elena me observa con esa reprobación contenida, y puede que también involuntaria, que tanto me recuerda a nuestra madre. Sin embargo, después de que Robert grite —porque Robert no suele hablar, sino gritar— que tengo que comer porque estoy muy flacucho, me sirve un tercer pedazo en el plato. Bastante pequeño. Espero que sobre un poco y podamos llevárnoslo a casa.

Después del postre, todo el mundo se dispersa. Robert y Anika se ponen a bailar en mitad del salón —que es el más amplio en el que he estado en toda mi vida—, mientras mi hermana y Sofía se quedan hablando en otro lugar; en la cocina, creo. Yo aprovecho para pasarme al sofá, que parece bastante más cómodo que esa silla rígida a la que llevo pegado desde hace más de una hora. Y, allí, sigo con mi teléfono móvil. He revisado Twitter varias veces y ahora he vuelto a uno de mis juegos. Pero ya estoy empezando a cansarme. Espero que Elena no tarde mucho en anunciar que nos vamos.

Siento el peso de su cuerpo hundiéndose en el sofá antes de escuchar su voz.

—¿A qué juegas?

Cuando me giro para mirarlo, mi cabeza está a punto de chocar contra la suya, que la acerca, demasiado, para mirar la pantalla de mi teléfono. No es mi hermana, sino Lucas. Me arrastro en el sofá para apartarme de él. Creo que el concepto de «espacio personal» es de los pocos que aprendí por mí mismo, sin que nadie tuviera que explicármelo. No me gusta que la gente me toque. Ni que se acerquen demasiado. Y Lucas estaba haciendo las dos cosas. Lo observo fijamente durante unos instantes y sus ojos, entrecerrados por algo parecido a un profundo cansancio, me devuelven la mirada. Entonces sonríe. Una sonrisa extraña, un gesto que no parece tener razón de ser, ni tampoco lugar en el mundo.

—Perdón —se disculpa, agachando la mirada y arrugando el entrecejo.

Yo vuelvo a mi juego. O, mejor dicho, a salir del juego, porque ya he terminado por ahora. Es lo malo que tienen los juegos de móvil gratuitos: cuando te quedas sin energía, toca esperar unas cuantas horas hasta que se recargue.

Oigo el pantalón de Lucas deslizarse de nuevo hacia mí. Despacio. Con sigilo. Esta vez consigue mantener las distancias.

—Ah, ¿juegas al GoMon?

Lo miro de reojo. Supongo que habrá visto el icono en la pantalla.

—Sí.

—¿Qué nivel eres?

—37.

Lucas exhala una risita nasal, congestionada.

—Te gano. Yo soy 42.

—Vale —respondo, indiferente. No hace tanto que empecé a jugar. Seguro que él lleva ya más de un año.

—He mirado unas cuantas veces, pero me da que aquí no aparece ningún monstruo.

—Ya.

El Go Go Monsters, abreviado por los fans como GoMon, es un juego que funciona con la ubicación del teléfono activada. Los jugadores tienen que ir de un lado para otro para vencer a los monstruos que aparecen por la ciudad y así ir subiendo de nivel. El GoMon es uno de los pocos motivos por los que salgo a la calle.

Lucas se queda pensativo. Y yo no sé qué es lo que tiene que meditar.

—Espera, eh, ven —me dice, poniéndose en pie.

—¿A dónde?

—Ven.

Me hace un gesto con la mano, como si yo fuese un recién nacido o un perrito que busca cariño. Su sonrisa vuelve a asomar en sus labios; esa sonrisa desconcertante, estúpida y fantasmal. Como estoy aburrido, supongo que no pierdo nada por hacerle caso.

Me pongo en pie y sigo a Lucas a través de la casa, dejando que la canción que Anika y Robert siguen bailando se aleje poco a poco de mis oídos. Atravesamos una puerta. Otra. Y entonces llegamos a la cocina, donde mi hermana y Sofía parecen charlar en la clandestinidad. Lo digo porque en el momento en que nos ven, callan y nos miran. Lucas las saluda con rapidez; yo, no. Él se encamina hacia la puerta de atrás y yo lo sigo. Y así es como salimos al patio trasero; aunque más bien se diría que es un bosque trasero. Más allá todo son árboles y arbustos frondosos que no admiten ni un solo atisbo de civilización. La lluvia sigue cayendo y nos lo recuerda con ese olor a tierra mojada que a mí me encanta. El techo del porche nos protege; aunque no me importaría que no lo hiciera.

—¿Qué pasa? —pregunto—. Apenas tengo vida.

Lucas me observa sin comprender. Sus ojos se muestran un poco más abiertos que antes. Casi parece que haya algo en ellos aparte de cansancio.

—Digo que apenas tengo vida —insisto.

—No sé qué quieres, uh, decir con eso.

Lucas tiene una forma un tanto extraña de hablar. Se traba a menudo e intercala monosílabos, gruñidos o aclaraciones de garganta. «Eh», «ah», «uh». Me pone un poco nervioso.

—En el GoMon. Apenas me queda vida. Me has traído para enseñarme algo del GoMon, ¿no?

—Ah, no. Es que no me gusta la música.

—Normal. Tienen un gusto de mierda.

—No, eh, me refiero a toda la música, en general. —Mira a un lado y a otro antes de continuar—. Pero si apenas tienes vida en el GoMon, pues te puedo mandar una poción.

—Vale.

Cuando quieres comprar una poción en el GoMon, no basta con abrir un supuesto menú de tienda. Cuando necesitas abastecerte, tienes que ir, físicamente, hasta uno de los puntos del mapa marcados como «tienda». Solo entonces puedes gastar tu preciado oro en objetos.

Abrimos el juego, nos damos los nombres de usuario para agregarnos como amigos, y él, Luquitas18, me manda, no una, sino tres pociones.

—Para que te cures bien las pupas —murmura, y me enseña de nuevo esa sonrisa desconcertante—. El monstruo más cercano está a trescientos metros.

—Menos mal que no vivo aquí.

—Es absurdo, ¿no? Si el juego fuera realista, eh, bueno, los monstruos estarían aquí, en las afueras, y no en plena urbe…

Lo miro fijamente a los ojos.

—¿Pasa algo? —farfulla.

—¿Qué has dicho?

—Que si pasa algo.

—No, antes. ¿Urbe?

—Ah, sí.

—¿Qué es eso? —pregunto.

—¿Urbe? Bueno, significa…, eh, ¿ciudad?

¿Por qué me lo pregunta, si soy yo el que no sabe lo que significa? Lo veo juguetear con sus manos, con la mirada plantada en el suelo. Y aprovecho para preguntarme qué estoy haciendo aquí. El sonido de la lluvia va y viene, no porque el agua vaya y venga, sino porque mi consciencia viaja de un lado a otro. Por aquello de que mi capacidad de atención es bastante reducida.

Entonces oigo la voz de Lucas, aunque no he llegado a captar lo que ha dicho.

—¿Qué?

Parece que se estremezca ligeramente al escucharme.

—Que me gusta tu pelo. Me recuerdas a un personaje de videojuego, así teñido.

—¿A cuál?

—Eh, no sé. A uno cualquiera. De un RPG. Tus zapatillas, también. Bueno, yo creo que toda tu ropa… No sé, molas un poco.

Aparto la vista de su sonrisa, que asoma por enésima vez, y bajo la mirada para contemplar mi calzado, unas gruesas botas de montaña de color negro por debajo de unos pantalones con tantos bolsillos que podría meter en ellos una vida entera. Me halaga que lo comente; no es casualidad que mi atuendo sea el que es.

Como respuesta, sin embargo, me encojo de hombros con aparente indiferencia.

—Algún día…, bueno, si quieres, podríamos quedar para jugar al GoMon —propone—. O sea, si quieres.

En silencio, le dedico una mirada y veo sus ojos relucir en la oscuridad.

Capítulo 4

NOEL

 

 

 

 

Mi hermana y yo apenas abrimos la boca en el viaje de vuelta. Aún sigue lloviendo con fuerza, pero lo hace en una nota más suave, como si se adaptara a los ritmos de la madrugada y a las almas que duermen en sus hogares. Parece una canción de cuna, más que una tormenta. Yo pego la mejilla al cristal y siento el frío gélido que se plasma en el vidrio, recordándome a mí mismo lo que es sentir; sentir cualquier cosa, aunque sea desagradable. Las luces de la ciudad rompen la oscuridad en todas direcciones, ahogando el negro y el azul abisal, regurgitando un naranja urbano allá por donde pasan.

Urbano…

Claro, de ahí viene la palabra «urbe».

—Al final no ha estado tan mal, ¿a que no? —me pregunta Elena, aprovechando que se ha detenido en un semáforo para observarme. No me da tiempo material para responder, supongo que porque me conoce lo suficiente como para temer que mi respuesta no sea la que ella busca—. ¿Has estado hablando con Lucas?

—Sí.

—¿Te cae bien?

—Bueno, estaba aburrido, así que…

Ella sonríe, en contra de todo pronóstico. Su gesto parece cargado de un alivio que no acabo de entender. Yo me concentro en la ventanilla y en las farolas que van pasando a mi lado, ahora que el coche ha vuelto a ponerse en marcha. Una, dos, tres…

Cierro los ojos.

El traqueteo del coche siempre me produce sueño.

Cuando vuelvo a abrirlos, parece que mi mente se haya saltado un episodio. La lluvia ha amainado y la oscuridad de la noche se cierne sobre el coche, en el espacio incierto que habita entre dos farolas distantes. Observo a Elena, que tiene los ojos cerrados y la cabeza apoyada en el respaldo del asiento.

—¿Qué haces? —pregunto, con la voz pastosa y ronca.

—Esperar a ver si te despertabas por tu cuenta.

Nos sostenemos la mirada sin decir nada y, al ver que ella no hace amago de bajar del coche, lo hago yo. Hace frío, aunque no tanto como en la calle de Sofía. Allí, el viento no tenía piedad. En esta parte de la ciudad, tiene que molestarse en esquivar edificios, coches y todo tipo de obstáculos para llegar hasta nosotros.

Subimos a casa en silencio. Elena suelta un bostezo dentro del ascensor. Aunque son casi las dos de la madrugada, a mí aún me queda, por lo menos, una hora de estar en planta. Para Elena ya es tarde.

Cuando parece que cada uno va a refugiarse en su respectivo dormitorio, mi hermana me dedica unas palabras.

—Gracias por venir a la cena. Me ha gustado tenerte ahí.

Apenas tengo tiempo de analizar el tono suave, solitario, con el que han sido emitidas. Su figura comienza a perderse en la penumbra de su habitación, que parece más incierta que de costumbre. Justo antes de que la oscuridad la absorba por completo, separo los labios.

—No hace falta que me compres nada.

Ella vuelve y me observa con asombro.

—¿Qué?

—Como soborno por ir a la cena.

—Ya, pero… te dije que te lo iba a comprar.

—Da igual. Me conformo con que me hagas un flan para mí solo.

Ella se echa a reír. Su risa es dulce, aunque también cansada. Y triste. Durante unos instantes, me observa. Solo me observa. Después, recorta la distancia que nos separa y me estrecha entre sus brazos. Yo dejo que me apriete. Y que me susurre esas palabras que siempre me causan tan profundo dolor.

—Te quiero.

Capítulo 5

NOEL

 

 

 

 

El primer mensaje llega el domingo, poco después del mediodía, sobre las cuatro de la tarde. Aunque he desayunado tanto, y tan tarde, que todavía no he almorzado nada. Al principio lo dejo estar; estoy entretenido jugando partidas online y no me corre ninguna prisa atender a los mensajes. Por desgracia, siguen llegando. Y siguen. Al final, justo después de perder una partida por culpa de las constantes distracciones, hago una pausa y cojo el móvil. Tengo varios mensajes de un número desconocido; el nombre que lleva en WhatsApp tampoco me ayuda a identificar al remitente.

 

Número desconocido

Hola!

Perdona que te escriba

Sofía me ha dado tu número

Espero que no te moleste…

Quieres que vayamos a jugar al GoMon?

Si quieres

Si no, no pasa nada

 

Vale. Es Lucas. En la cena, me preguntó si quería que quedáramos algún día para jugar al GoMon. Y le dije que sí. Más o menos. Pensaba que sería una de esas cosas que la gente dice a veces y luego nunca se hacen.

Como no tengo activado el doble tic azul, me limito a ignorar sus mensajes. Sinceramente, no me apetece mucho verlo ahora. Ya tuve bastante con socializar ayer. ¿Socializar dos días seguidos? Uf. ¿Para qué?

El mensaje de Lucas me hace pensar en el GoMon. Abro la aplicación y veo que en diez minutos se abre la mazmorra del polideportivo.

En el GoMon