Rostros en el agua - Janet Frame - E-Book

Rostros en el agua E-Book

Janet Frame

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Beschreibung

La joven Istina Movet está ingresada en un hospital mental. Poco importa lo que haya hecho para llegar ahí, porque, una vez dentro, ya no se la considera una persona; ahora es un ser sin derechos ni dignidad; se convierte en un número sometido a la estricta jerarquía del centro en la que los doctores son dioses indiferentes, y las enfermeras, sus despiadados brazos ejecutores. La que había sido una mujer ahora es un ser aislado, desamparado ante el delirio y el maltrato, siempre bajo la amenaza de ser sometida a la temida tortura del electroshock y a la solución final de la lobotomía cerebral. Janet Frame empezó a escribir Rostros en el agua (1961) por sugerencia de su psiquiatra como unas memorias de su traumático paso por varios manicomios de Nueva Zelanda, pero pronto la historia se le fue de las manos, se desbordó y, navegando en la ficción, se convirtió en el clásico inolvidable que es hoy, y ella, en la más importante escritora neozelandesa.

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LA AUTORA

Janet Frame nació en 1924 en Dunedin (Nueva Zelanda); fue la tercera hija de una familia humilde de origen escocés. Su padre trabajaba en los ferrocarriles y su madre era sirvienta de la familia de la escritora Katherine Mansfield. En 1943, empezó a formarse como profesora, pero su intento de suicidio marcó el principio de su peregrinaje por diferentes centros psiquiátricos: los hospitales de Dunedin, Seacliff, Avondale, Sunnyside… Estos nombres luminosos escondían una realidad muy dura que Frame utilizó más adelante en sus obras. Le diagnosticaron esquizofrenia y la trataron con insulina y terapia electroconvulsiva. Cuando era paciente en Seacliff escribió su primer libro, The Lagoon and Other Stories (1951), que obtuvo un éxito inmediato y ganó el prestigioso Hubert Church Memorial Award. Seguramente, para la escritora, el mayor logro de esta obra fue que provocó la cancelación de la lobotomía cerebral que ya le habían programado. Sin dejar de luchar contra la depresión y la ansiedad se estableció en Londres —viajó con frecuencia a Ibiza y Andorra—, se cambió el nombre a Nene Janet Paterson Clutha para que fuera más difícil localizarla y, sobre todo, escribió. Empezó a hacer terapia con el psiquiatra Robert Hugh Cawley, quien la animó a seguir escribiendo. A él le dedicó siete novelas, entre las que cabe destacar la que se considera su obra maestra, rostros en el agua (1961). Frame murió de leucemia en 2004; tenía setenta y nueve años.

LA TRADUCTORA

Patricia Antón de Vez se dedica en exclusiva a la traducción literaria desde hace más de veinticinco años. Licenciada en Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona, llegó a la traducción desde la corrección de estilo. Ha vertido al castellano multitud de títulos de narrativa y ensayo, pero también de literatura infantil y juvenil o artículos para prensa. Entre los muchos autores que ha traducido cabe destacar a Kate Atkinson, Khaled Hosseini, Mark Haddon, Joyce Carol Oates, John Cheever, Louise Penny, Claire Messud, Nancy y Jessica Mitford, Chris Stewart, Howard Fast, Damon Galgut, Margaret Atwood, Stephen King o William Trevor. Melómana confesa, siempre ha creído que para traducir hay que tener oído y musicalidad, porque al fin y al cabo el traductor, como el músico, se dedica a interpretar una partitura ajena. También ha creído siempre que la traducción literaria es un oficio precioso que requiere grandes dosis de tesón y de pasión.

ROSTROS EN EL AGUA

Primera edición: febrero de 2022

Título original: Faces in the water

© Janet Frame, 1961

© de la traducción: Patricia Antón

© de la fotografia: Reg Graham

© de la nota del editor: Jan Arimany

© de esta edición:

Trotalibros Editorial

C/ Ciutat de Consuegra 10, 3.º 3.ª

AD500 Andorra la Vella, Andorra

[email protected]

www.trotalibros.com

ISBN: 978-99920-76-21-7

Depósito legal: AND.376-2021

Maquetación y diseño interior: Klapp

Corrección: Raúl Alonso Alemany y Marisa Muñoz

Diseño de la colección y cubierta: Klapp

Impresión y encuadernación: Liberdúplex

Bajo las sanciones establecidas por las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

JANET FRAME

ROSTROS EN EL AGUA

TRADUCCIÓN DE

PATRICIA ANTÓN

PITEAS · 9

Para R. H. C.

Aunque este libro se ha escrito en forma de documental, se trata de una obra de ficción. Ninguno de sus personajes, incluido el de Istina Mavet, representa a una persona de carne y hueso.

Janet Frame, 1961

PRIMERA PARTE

CLIFFHAVEN

1

Nos han dicho que debemos lealtad a la Seguridad, que es nuestra Cruz Roja y nos proporcionará pomada y vendas para las heridas y nos extraerá las ideas ajenas las cuentas de cristal de la fantasía las horquillas retorcidas de la insensatez que llevamos incrustadas en la mente. En todas las puertas de entrada y salida al mundo han fijado carteles con avisos y listas de medidas de precaución que deben tomarse ante una emergencia extrema. Rayos, aislamiento en las nieves de la Antártida, mordeduras de serpiente, motines, terremotos. Nunca duermas en la nieve. Esconde las tijeras. Desconfía de los extraños. Si te pierdes en un país extranjero, guíate por el sol para saber la hora y por los riachuelos que fluyen hacia el mar para conocer tu posición. Si te estás ahogando y te rescatan, no opongas resistencia. Succiona el veneno de serpiente de la herida. Cuando la tierra se abra y las chimeneas se vengan abajo, sal corriendo a cielo abierto. Pero no nos han proporcionado consigna alguna para el día de la perdición definitiva, cuando «quienes miran desde las ventanas quedarán en tinieblas». Las calles están abarrotadas de gente presa del pánico, que mira a derecha e izquierda, que oculta las tijeras, que succiona el veneno de una herida que no logra encontrar, que calcula la hora por la posición del sol en el cielo cuando el propio sol se ha fundido y se desliza en hilillos de los arrecifes de tinieblas hacia los cauces de mares evaporados.

Hasta ese día, ¿cómo vamos a encontrar el camino cuando dormimos y soñamos, y cómo vamos a protegernos de la peligrosa realidad que nos ofrecen, del rayo las serpientes el tráfico, de gérmenes motines terremotos ventiscas mugre, cuando los piojos recorren nuestras mentes como sigilosos arcanos? Rápido, ¿dónde está el dios de la Cruz Roja con la pomada y la escayola, la aguja y el hilo y los vendajes limpios con los que momificar nuestros sueños purulentos? La Seguridad es lo primero.

Escribiré sobre aquella temporada de peligros. Me encerraron en un hospital porque se había abierto un gran abismo en el témpano de hielo entre yo misma y los demás, a quienes observaba alejarse, junto con su mundo, a través de un mar de color violeta donde los tiburones martillo nadaban con tropical soltura junto a focas y osos polares. Yo estaba sola en el hielo. Llegó una ventisca y me sentí entumecida, y quise tumbarme y dormir, y eso habría hecho de no haber aparecido los extraños con tijeras y bolsas de tela llenas de piojos y frascos de veneno con etiqueta roja, y otros peligros en los que no había reparado antes —espejos, abrigos, pasillos, muebles, metros cuadrados, tramos de silencio cerrados a cal y canto—, simples y abigarrados, muestras gratuitas de voces. Y los extraños, sin pronunciar palabra, levantaron tiendas de lona circulares y acamparon conmigo y me rodearon con su mercancía peligrosa.

Pero me apetecía comer chocolatinas rellenas de caramelo porque me sentía sola. Me compré doce barritas por seis peniques. Me senté en el cementerio entre los crisantemos, que se arracimaban en el agua parduzca de unos botes de mermelada bañados en cieno. Anduve de aquí para allá por la ciudad en penumbra, siguiendo los relucientes raíles del tranvía, que reflejaban y hendían el resplandor de las farolas, y los vagones arrojaban chispas repentinas sobre mi cabeza y me producían la sensación, con esa luz irisada que rociaban, de estar mirando a través de las lágrimas. Pero los escaparates de las tiendas me hablaban, y también la lluvia con sus regueros por dentro del ventanal de la pescadería, y el musgo y los helechos limpios en el interior de la floristería, y los trajes de chaqueta lacios y sin gracia, y los abrigos pasados de moda que pendían de viejos maniquíes de escayola en las tiendas más baratas, que no podían permitirse iluminar los escaparates y apilaban el género sin orden ni concierto y lo exhibían con grandes letreros pintados de rojo. Todos me hablaban. Me decían: Cuidado con las rebajas. Cuidado con las gangas. Cuidado con el tráfico y los gérmenes: si te encuentras un pañuelo, sujétalo entre las yemas del índice y el pulgar hasta que alguien lo reclame. Para un catarro, inhala vapores de tintura expectorante. No te sientes en la taza de un váter público. Peligro. Cables de alta tensión en lo alto.

Yo aún tenía que aprender a ser civilizada; canjeaba mi seguridad por las cuentas de cristal de la fantasía.

Era maestra. El director del colegio me seguía hasta mi casa, y dividía su rostro y su cuerpo en tres para amenazarme con un peligro por triplicado, de modo que me seguían tres directores: dos flanqueándome y uno pisándome los talones. En un par de ocasiones me di la vuelta tímidamente y le pregunté: «¿Le gustaría que le dieran una estrella por buena conducta?». Me pasaba la noche entera en mi habitación recortando estrellas de hojas de papel dorado, que luego pegaba en la pared y en la puerta del mejor armario de la casera, y en la cabeza y la cara y los ojos de su canapé de muelles, hasta que la habitación quedó empapelada de estrellas, decorada como una noche íntima, como un hechizo contra los tres directores que me obligaban a tomar el té en sociedad cada mañana en la sala de profesores, y que recorrían de puntillas con sus playeras el parterre de caléndulas mientras soltaban posibles consejos mordaces y perogrulladas. Con mis sobornos por buena conducta, imaginaba que los sujetaba con harina y agua en una galaxia de papel de aprobación, cuando en realidad solo me estaba concediendo a mí misma el centenar de recompensas, de garantías, de medidas de protección, de pólizas de seguro, porque yo era la única mala, la única a quien habían visto y oído, la única que había hablado antes de que le hablaran, que había comprado galletas de capricho sin que se lo dijeran y las había cargado a la cuenta.

Mi habitación apestaba a compresas. No sabía dónde meterlas, de modo que las escondía en un cajón del tocador de nogal de la casera: en el cajón de arriba, en el cajón de en medio y en el cajón de abajo; en todas partes se captaba el hedor a sangre seca, a comida rancia arrojada desde los estantes de una casa de huéspedes que no tenía inquilinos ni muebles ni esperanzas de un futuro alquiler.

El director del colegio batía las alas; respondía a un nombre que sonaba parecido a «buitre» y que le otorgaba poder sobre los muertos, el de dejar limpios los huesos de quienes yacían en el desierto.

Me tragué un raudal de estrellas; fue fácil; dormí el sueño del buen trabajo y la conducta excelente.

Quizás podría haberme zambullido en el mar violeta y haberlo cruzado a nado para alcanzar a la gente que iba a la deriva en el mundo; pero pensé: «La Seguridad es lo primero, mira a derecha e izquierda». Las multitudes que desaparecían agitaban los sucios pañuelos, sujetándolos con cierto reparo entre el índice y el pulgar. ¡Menuda cautela! Se cubrían la boca y la nariz cuando estornudaban, pero tenían los pies descalzos y helados, y me dije que quizás no podían permitirse zapatos ni medias, de manera que seguí en mi témpano de hielo, pues no quería correr el riesgo de exponerme a la pobreza, y miré con precaución a derecha e izquierda, atenta al terrible tráfico en el solitario desierto polar, hasta que un hombre de cabellos dorados me dijo:

—Te hace falta tomarte un descanso de los crisantemos y los cementerios y de los raíles paralelos del tranvía que llevan hasta el mar. Necesitas huir de la arena y los lupinos, de armarios y vallas. La señora Hogg te ayudará; la señora Hogg, la cerda de Berkshire a la que le han sacado el bocio, y deberías ver el río de nata que mana del agujero en su cuello y oír el satisfactorio silbido de su aliento.

—Te equivocas —declaró la señora Hogg, de puntillas y con la cabeza bien alta—. Es posible que tenga un bigotillo pelirrojo, pero nunca ha manado un río de nata del agujero en mi cuello. Y dime, ¿qué diferencia hay entre la geografía, la electricidad, el miedo, un niño nacido con pocas luces y que babea dentro de un camión de madera rojo en un patio de hormigón y el lamento de Guiderio y Avirago?

Ya no temas el ardor del sol

ni la ira furibunda del invierno.

Nadie con sus conjuros va a dañarte,

ni embrujo alguno podrá afectarte.

Espectros y fantasmas te respetarán

y nada tenebroso llegará a rozarte.

La señora Hogg me daba miedo. Y no podía explicarle qué diferencia había, así que le grité:

Loca, loca que andas por los rieles sombríos,

tú a tus asuntos, que yo me ocuparé de los míos.

¿De qué asuntos se ocupa una loca? ¿Una loca en los «rieles sombríos» de Cliffhaven, donde el tren se detiene durante veinte minutos para descargar y cargar las sacas del correo y ofrecer a los viajeros un vistazo gratuito de las locas que andan por allí, boquiabiertas y absortas?

Díganme, ¿qué hora es? La aturdidora campana del colegio está tañendo con sus vertiginosos golpes de badajo; ¿llegaré puntual a clase? El cerezo echa brotes en las bruñidas hojas, las aterciopeladas bocas de dragón están en flor, el viento lleva la caricia del sol a la hilera de álamos verdes y flexibles que crecen junto a la ribera, un poco más allá sendero arriba. Los veo desde la ventana. ¿Por qué estamos entonces en pleno invierno? ¿Y por qué las ventanas solo se abren quince centímetros por arriba y por abajo, y por qué cierran las puertas unas personas que llevan uniforme rosa y las llaves, sujetas mediante un cordel a los cinturones, en los hondos bolsillos de marsupial? ¿Ya ha pasado la hora de cenar? Luz violeta, rositas japonesas amarillas, los niños en la calle jugando al tejo y al béisbol y a las canicas hasta que la oscuridad emborrona y absorbe incluso el color de las rositas amarillas.

Pondré calcetines de lana calentitos en los pies de los que están en el otro mundo; pero sueño y no consigo despertar, y me arrojan por el precipicio y me quedo colgada ahí sujetándome con dos dedos sobre los que se pone a bailar la Gigantesca Irrealidad, pisoteándolos.

Así pues, solo se podía llorar, no quedaba otra. Lloraba por que la nieve se derritiera y los poderosos concejales vinieran a arrancar los letreros de advertencia, y nunca respondía a la señora Hogg para decirle en qué consistía la diferencia, pues yo solo conocía la similitud; la diferencia se dispersaba en el aire y se marchitaba, dejando solo el fruto de la similitud, como el amento que revela la avellana.

2

Tenía frío. Traté de encontrar un par de calcetines largos de lana que mantuvieran mis pies calientes para no morir con el nuevo tratamiento, la terapia por electroshock, y evitar que hicieran desaparecer mi cuerpo por la puerta trasera para llevarlo al depósito de cadáveres. Cada mañana despertaba aterrorizada, esperando a que la enfermera del turno de día pasara en su ronda con la lista de nombres en la mano y anunciara si me tocaba o no la terapia por electroshock, el nuevo y moderno método para calmar a la gente y hacer que entendiera que las órdenes están para obedecerse y que los suelos deben pulirse sin protestar y que las caras se han hecho para lucir sonrisas congeladas y que llorar es un crimen. Esperar en las horas de madrugada, con su manto de negrura y escarcha, era como esperar una sentencia de muerte.

Traté de recordar los acontecimientos del día anterior. ¿Había llorado? ¿Me había negado a obedecer las órdenes de alguna enfermera? ¿O, perturbada ante la visión de un paciente muy enfermo, había sido presa del pánico y tratado de escapar? ¿Me había amenazado acaso alguna de las enfermeras: «Si no te andas con cuidado, estarás en la lista para el tratamiento de mañana»? Día tras día me pasaba el tiempo escudriñando los rostros del personal con la misma atención que si fueran pantallas de radar que pudieran revelar la proximidad del destino que me tenían reservado. Yo era astuta. «Permítanme pasar la fregona en la oficina —suplicaba—. Déjenme fregarla por las noches, porque al caer la noche la película de gérmenes ya se ha posado en los muebles y en el libro de partes facultativos, y si el peligro no se conjura, pueden caer ustedes víctimas de la enfermedad, y eso significa inquietud y huellas digitales y una mortaja de algodón barato remendada».

Así que yo fregaba la oficina, como precaución, y me acercaba con sigilo al escritorio de la hermana y le echaba un rápido vistazo al libro abierto de los partes facultativos y a la lista de nombres de quienes se someterían a tratamiento al día siguiente. Una vez leí ahí mi nombre, Istina Mavet. ¿Qué había hecho? No había llorado, ni hablado cuando no tocaba, ni me había negado a pasar la fregona y la mopa ni a ayudar a poner las mesas para la cena, ni a llevar el cubo rebosante hasta la puerta lateral. Era evidente que se trataba de un delito que yo desconocía y que no había incluido en mi lista, porque no era capaz de seguirle el rastro con el fluctuante reflector de mi mente hasta el oscuro interior de la inconsciencia. Supe entonces que tendría que andarme con cuidado. Tendría que utilizar guantes, no dejar rastro alguno cuando entrara a robar en la abarrotada morada de las emociones y dejar para mi uso exclusivo la exuberancia la depresión la sospecha el terror.

Cuando veíamos a la enfermera del turno de día ir de un paciente a otro con la lista en la mano, nuestro terror angustiado se volvía más intenso.

—Te toca tratamiento. Hoy no desayunas. Quédate en bata y camisón y quítate los dientes.

Teníamos que actuar con cautela, calma y control. Si nuestros temores resultaban injustificados, sentíamos una ligereza vertiginosa y un alivio que, si se consideraban exagerados, nos expondrían a recibir el tratamiento de emergencia. Si nuestro nombre figuraba en la lista fatídica, debíamos intentar con todas nuestras fuerzas, a veces sin éxito, contener el pánico creciente. Porque no había escapatoria. Una vez que se conocían los nombres, todas las puertas se cerraban escrupulosamente con llave; debíamos permanecer en el dormitorio de observación donde se llevaba a cabo el tratamiento.

Llegaba el momento de escuchar a las otras pacientes que recorrían el pasillo hacia el desayuno, el silencio que reinaba mientras la hermana Honey, con la cabeza gacha, los ojos abiertos y atentos, bendecía la mesa.

—Deben mostrarse sinceramente agradecidas por lo que están a punto de recibir del Señor.

Y entonces se oía el repentino y alegre repiqueteo de las cucharas contra los platos de gachas, el chirriar de las sillas al arrastrarse, los murmullos de desconcierto al final de la comida cuando se buscaba el inevitable cuchillo que faltaba, mientras la hermana advertía con severidad: «Que nadie se levante de la mesa hasta que aparezca el cuchillo». Después, tras las órdenes de la hermana, había más chirridos de sillas y más murmullos. «En pie, señoras». Las puertas laterales se iban abriendo a medida que se enviaba a las pacientes a sus distintos lugares de trabajo. Lavandería, señoras. Cuarto de costura, señoras. Pabellón de enfermería, señoras. Después se oía el taconeo de la robusta enfermera jefe Glass, que se acercaba por el pasillo con los diminutos pies calzados de negro, abría el dormitorio de observación y se quedaba ahí plantada inspeccionándonos; luego interrogaba a la enfermera auxiliar, como un ganadero valorando las cabezas de ganado que esperan en los establos de subasta para partir en camión hacia el matadero. «¿Están todas aquí? Asegúrese de que no tengan nada de comer». Esperábamos de pie, en grupos pequeños; o agachadas en un semicírculo en torno a la gran chimenea enrejada donde un deslucido montón de carbón ardía con poco entusiasmo; apoyábamos las manos en los barrotes ennegrecidos del parachispas para calentarnos los dedos congelados.

Porque, a pesar de las bocas de dragón y las pulverulentas polillas con manchas blancas y los cerezos en flor, era siempre invierno. Y para nosotras era siempre una estación peligrosa, por la electricidad, ese peligro al que el viento le canta en los cables en un día gris. Y yo pensaba una y otra vez: «¿Qué medidas de seguridad debo tomar para protegerme contra la electricidad?». Y hacía una lista de emergencias —rayos, motines, terremotos— y de las medidas que proporciona al mundo la Divina Seguridad de la Cruz Roja del hombre, cuyas normas debemos cumplir, o bien moriremos desterradas en el témpano de hielo, en una soledad por partida doble. Pero cuando me sentía amenazada por la electricidad no se me ocurría nada que hacer, excepto pensar en las botas de goma hasta la cadera que mi padre usaba para pescar y que guardaba en el lavadero donde las chaquetas comidas por las polillas colgaban detrás de la puerta, junto al montón de viejas revistas de humor, Lo Mejor del Ingenio Mundial, que se leían en el retrete. ¿Dónde quedaron el lavadero y la ropa vieja con nidos de arañas y cochinillas en los pliegues? Si te pierdes en un país extranjero, guíate por el sol para saber la hora y por los riachuelos que fluyen hacia el mar para conocer tu posición.

Sí, yo era astuta. Una vez recordé la relación entre electricidad y humedad, y, con el pretexto de ir al lavabo, llené la bañera terapéutica y me metí en ella con bata y camisón, y pensé: «Ahora ya no van a poder someterme al tratamiento, y a lo mejor seré capaz de ejercer una influencia secreta sobre la reluciente máquina pintada de beis, con sus botones y medidores y luces».

¿Les parece posible que exista una influencia secreta?

En ocasiones, sentíamos un alivio casi delirante cuando la máquina se estropeaba y el médico salía, frustrado, de la sala del tratamiento, y la hermana Honey nos daba la maravillosa noticia:

—Vístanse todas. Hoy no habrá tratamiento.

Pero ese día en el que me metí en la bañera no hubo ni rastro de la influencia secreta, y me sometieron al tratamiento. Fui la primera paciente a la que hicieron entrar a rastras en la sala, antes incluso de que trajeran a las escandalosas del Pabellón Dos, el de las perturbadas, para los «múltiples», que significa que las sometían a dos tratamientos consecutivos y a veces a tres. A esas pacientes alteradas, en sus camisones rojos de hospital y sus largos calcetines grises de hospital y sus voluminosas bragas de rayas que algunas tenían buen cuidado de enseñarnos, las llamaban por sus nombres de pila o por apodos como Dizzy, Goldie, Dora. A veces se nos acercaban y comenzaban a hacernos confidencias o a tocarnos la manga con reverencia, como si en efecto fuéramos lo que nos parecía ser: una raza distinta a la suya. ¿No éramos acaso nosotras las enfermas «sensatas», las que aún no sustituían el habla por sonidos animales, ni hacían aspavientos incontrolados, ni se deshacían en una hilaridad secreta y silenciosa? Y, sin embargo, cuando llegaba el momento del tratamiento y a ellas y a nosotras nos conducían o llevaban a rastras a la habitación que quedaba al fondo del dormitorio, no importaba si éramos del pabellón de las perturbadas o del de las «buenas», pues todas proferíamos el mismo grito ahogado, estrangulado, cuando la corriente eléctrica se encendía y nos sumíamos en una inmediata y solitaria inconsciencia.

En mi sueño era temprano. Los raíles del tiempo se cruzaban y entremezclaban y con la colisión frontal de las horas estallaba un fuego que ennegrecía la vegetación que hacía brotar un tierno recuerdo a la vera del camino. Cogía un dedal de agua de mar destilada e intentaba apagar el fuego. Agitaba una banderita verde ante la cara de las horas venideras y ellas cruzaban la campiña surcada de cicatrices rumbo a su destino y yo veía que los rostros que me miraban desde la ventana eran los rostros de quienes esperaban para recibir el tratamiento de electroshock. Ahí estaba la señorita Caddick, o Caddie, como la llamaban: belicosa y desconfiada, no sabía que no tardaría en morir y que sacarían a hurtadillas su cuerpo por la puerta trasera para llevarlo al depósito de cadáveres. Y ahí estaba mi propio rostro mirando fijamente desde el atiborrado vagón de las internas de los apodos, con su ropa de hospital, sus batas cortas de rayas y jerséis grises de lana. ¿Qué significaba?

Tenía mucho miedo. Cuando llegué por primera vez a Cliffhaven y entré en la sala polivalente para las internas y vi a la gente sentada con la vista fija, pensé, como le pasa a un transeúnte en la calle cuando ve a alguien mirar el cielo: «Si levanto la vista, también lo veré». Y miré, pero no lo vi. Y las miradas fijas no suponían, como suele pasar en las calles, una ocasión para que la multitud compartiera el espectáculo; en ese caso, era una ocasión para la soledad, para la visión de un circuito cerrado privado.

Y sigue siendo invierno. ¿Por qué es invierno si los cerezos están en flor? Ya llevo años aquí en Cliffhaven. ¿Cómo voy a llegar a las nueve en punto a la escuela si estoy atrapada en el dormitorio de observación esperando el electroshock? El camino hasta la escuela es muy largo: siguiendo la calle Eden hasta cruzar la calle Ribble y luego por la calle Dee hasta dejar atrás la casa del médico y la casa de muñecas de su hijita que se alza en el jardín. Ojalá tuviera yo una casa de muñecas; ojalá pudiera encogerme y vivir en su interior, acurrucada en una caja de cerillas con colgaduras de raso y estrellas doradas por buena conducta pintadas en la lija raspadora.

No hay escapatoria. Pronto llegará la hora del tratamiento por electroshock. A través de las ventanas de la galería distingo a las enfermeras que regresan del almuerzo, y verlas caminar de dos en dos y de tres en tres, dejando atrás los parterres de boca de dragón y aguileña, y el cerezo, me produce una mareante sensación de angustia y de irrevocabilidad. Me siento como una niña obligada a comer cosas extrañas en una casa extraña y que debe pasar la noche en una habitación extraña con un olor distinto en las sábanas y ribetes distintos en las mantas, y que al despertar por la mañana ve por la ventana un paisaje distinto y aterrador.

Las enfermeras entran en el dormitorio. Recogen las dentaduras postizas de las pacientes que van a someterse al tratamiento, las sumergen en agua en tazas viejas y resquebrajadas y escriben en ellas los nombres de sus dueñas con la desvaída tinta azul de un bolígrafo; la tinta se corre sobre la impenetrable superficie de loza, emborronándose, hasta que los contornos de las letras parecen el microfilm de patas de moscas. Una enfermera trae un par de pequeños tazones de esmalte desportillado con alcohol desnaturalizado y jabón de lauril éter, para «frotar» nuestras sienes y que los electrodos «se agarren».

Trato de encontrar un par de calcetines de lana gris porque sé que si mis pies se enfrían me voy a morir. Una paciente tiene buen cuidado de ponerse las bragas «por si levanto las piernas delante del doctor». En el último momento, cuando la sensación de que son las nueve en punto nos envuelve y nos sentamos en las duras sillas con la cabeza echada hacia atrás, cuando nos restriegan las sienes hasta lacerarnos la piel con el algodón empapado y el alcohol se escurre y se nos mete en las orejas y nos provoca repentinos bloqueos del sonido, hay un último estallido de pánico y gritos, y algunos intentos de arrebatar sobras de comida dejadas por las internas, y una enfermera grita: «Al lavabo, señoras», y se abre la puerta del dormitorio para una breve visita vigilada a los retretes sin puertas, con celadores en el pasillo para impedir fugas, y surgen conatos de peleas y patadas cuando algunas intentan echar a correr, pero comprenden casi de inmediato que no hay adonde ir. Las puertas que dan al mundo exterior están cerradas a cal y canto. Una solo consigue que la sigan y la hagan volver a rastras, y si la enfermera jefe Glass te pilla, te dirá, furibunda: «Es por tu bien. Haz el favor de controlarte, ya has dado suficientes problemas».

La propia Glass no se ofrece a someterse al tratamiento de electroshock como ocurre a veces con un sospechoso que, para probar su inocencia, está dispuesto a comerse el primer pedazo de un pastel que podría contener arsénico.

Se corren unos biombos floreados para ocultar el fondo del dormitorio donde se han preparado las camas para el tratamiento, con las sábanas abiertas y las almohadas formando un ángulo, listas para recibir a la paciente inconsciente. Y de pronto todo el mundo quiere ir otra vez al lavabo, y otra vez más, según aumenta el pánico, y la enfermera cierra la puerta definitivamente, y el baño se vuelve inaccesible. Anhelamos entrar allí y sentarnos en las frías tazas de cerámica y, del modo más simple, tratar de liberar nuestras mentes de la angustia creciente, como si un proceso corporal pudiera transformar la angustia y hacerla desaparecer al tirar de la cadena como ardientes gotas de agua.

Y entonces se oye una acatarrada tos matutina, y los elásticos chirridos de unos zapatos con suela de goma en el pulido pasillo exterior, sincopados con los apresurados pasos de otros zapatos con tacón cubano, y llegan el doctor Howell y la enfermera jefe Glass: ella abre la puerta del dormitorio y se hace a un lado para dejarlo pasar, y juntos desfilan en regia procesión para unirse a la hermana Honey, que los aguarda en la sala de tratamiento. En el último momento, como no hay suficientes enfermeras, entra dando brincos (la llamamos Pavlova) la recién nombrada asistente social, a quien se le ha pedido que preste su ayuda con los tratamientos.

—Enfermera, haga que entre la primera paciente.

Muchas veces me he ofrecido a ser la primera porque me gusta recordarme que el periodo de inconsciencia es tan breve que, para cuando me despierte, la mayoría de las integrantes del grupo aún estarán esperando aturdidas y llenas de ansiedad, un estado que a veces les crea confusión y las hace pensar que quizás ya han recibido el tratamiento, que quizás las han sometido a él a hurtadillas, sin que se dieran ni cuenta.

La gente al otro lado del biombo empieza a gimotear y a llorar.

Nos van pasando por orden estricto según los «voltios».

Esperamos hasta que las del Pabellón Dos estén «listas».

Estamos al corriente de los rumores que circulan sobre la terapia de electroshock: que es un entrenamiento para Sing Sing, cuando nos condenen finalmente por asesinato y nos sentencien a muerte y nos encontremos en la silla eléctrica con los electrodos tocándonos la piel a través de unas aberturas en la ropa; morimos con el pelo chamuscado y el último olor que perciben nuestras fosas nasales es el de nuestros propios cuerpos al quemarse. A algunas pacientes, el miedo las hace volverse aún más locas. Y dicen que se trata de una sesión para obligarte a hablar, que tus secretos se clasifican y se guardan en la sala del tratamiento, y yo tengo la prueba de que es así, pues una vez pasé por la sala con una cesta de ropa sucia y vi mi ficha. «Impulsiva y peligrosa», decía. ¿Por qué? Y ¿cómo? ¿Cómo? ¿Qué significa todo esto?

Ya casi me toca a mí. Me acerco a esperar ante la puerta de la sala de tratamiento, pues hay tantas sesiones programadas que el médico se impacienta ante cualquier retraso. La producción, por así decirlo, se acelera (como en el proceso de hacer la colada: un juego de prendas puesto, otro limpio, otro más en la lavadora) si hay una paciente esperando en la puerta, una sobre la mesa del tratamiento y otra a la que dan un último «frote» antes de ocupar su lugar en la puerta.

De repente se oye el inevitable gemido o grito al otro lado de las puertas cerradas, que al cabo de unos minutos se abren para dejar salir en camilla, convulsa y jadeante, a Molly, Goldie o la señora Gregg. Yo cierro muy fuerte los ojos cuando pasa ante mí, pero no puedo evitar verla, y tampoco las otras camas donde yace la gente, quizás profundamente dormida, o despierta y sollozando, con los rostros enrojecidos y los ojos inyectados en sangre. Puedo oír cómo alguien gime y lloriquea; es alguien que ha despertado en el momento y en el lugar equivocados, porque sé que el tratamiento te arrebata esas cosas, te deja sola y ciega y sin identidad alguna, y buscas a tientas el camino a la fuente del consuelo más elemental, como un animal recién nacido; entonces te despiertas, pequeña y asustada, y las lágrimas no paran de manar, frutos de un pesar indescriptible.

A mi lado está la cama, con las sábanas bajadas y la almoha­da dispuesta para yacer en ella tras el tratamiento. Me acostarán allí sin que me dé ni cuenta. Miro la cama como si debiera establecer contacto con ella. Muy pocos pueden ver por anticipado su ataúd; si pudieran, quizás sentirían la tentación de engatusarlo para que conservara en su forro de raso pequeñas muestras de su identidad. Mentalmente, deslizo bajo la almoha­da de mi cama del tratamiento una porción de tiempo y espacio, para que, al despertar, si llego a hacerlo, no esté totalmente confusa y sumida en el espanto de buscar a tientas en las tinieblas de no saber ni ser nada. Y entonces entro en la sala. ¡Qué valiente soy! ¡Todos hacen comentarios sobre mi valentía! Me encaramo a la mesa del tratamiento. Intento respirar profunda y acompasadamente, pues tengo entendido que es prudente hacerlo así en momentos de temor. Procuro no preocuparme cuando la jefe Glass le susurra a una de las enfermeras, con voz ronca, como de asesina:

—¿Tiene a punto la mordaza?

Una y otra vez repito para mis adentros un poema que aprendí en la escuela cuando tenía ocho años. Como hago con los calcetines de lana gris, repito el poema para mantener a raya a la muerte. No son versos relevantes porque muchas veces la ley de las situaciones límite exige centrar la atención en lo irrelevante; el moribundo se pregunta qué van a pensar de él cuando le corten las uñas de los pies; el hombre que sufre cuenta las florecillas de una mala hierba. Veo el rostro de la señorita Swap, que nos enseñó el poema. Veo el lunar en un lado de su nariz, con sus dos montículos que lo hacen parecer un panecillo casero en miniatura y unos pelos de color rojizo brotando en la cima. Me veo a mí misma recitándolo de pie en el aula y notando la tapa barnizada del viejo pupitre contra mi cuerpo, contra mi ombligo, en el que palpo una arenilla cuando meto el dedo; con el rabillo del ojo izquierdo veo el estuche de lápices de mi compañera, aquel que tanta envidia me daba porque tenía tres divisiones, y en la tapa, el diseño de una rosa y una maravillosa hendidura del tamaño del pulgar para deslizarla.

—«Manzanas bajo la luz de la luna» —digo—, de John Drinkwater.

En lo alto de la casa las manzanas se disponen en hileras

y la luz de la luna penetra a través de la claraboya,

y esas manzanas son manzanas de un profundo verde mar.

No logro pasar de tres líneas. El médico que se afana con los botones y los interruptores de la máquina, a la que respeta porque es su aliada en la lucha contra el exceso de trabajo y los problemas depresiones obsesiones manías de mil mujeres, tiene tiempo para sonreír y soltar un tenso «Buenos días» antes de darle la señal a la enfermera jefe Glass.

—Cierre los ojos —me dice ella.

Pero yo los mantengo abiertos, observando la señal secreta y sumida en la impotencia mientras la jefe Glass y cuatro enfermeras y la Pavlova me inmovilizan los hombros y las rodillas, y siento que me precipito como si se hubiera abierto una trampilla hacia la oscuridad. Mientras caigo imagino que mis ojos se vuelven hacia dentro para mirarse de frente y confundirse ante una verdad aparte que experimentan sin mi ayuda. Luego surjo incorpórea de la oscuridad para aferrarme y unirme a mí misma, como un parásito sin hogar, a la forma de mi identidad y su posición en el espacio y el tiempo. Al principio no consigo encontrar el camino, no puedo encontrarme donde me dejé, alguien ha borrado todo rastro de mí. Lloro.

Me están vertiendo en el gaznate una taza de té dulce. Agarro del brazo a la enfermera.

—¿Ya estoy? ¿Ya estoy?

—Ya has recibido el tratamiento —me responde—. Duérmete. Te has despertado demasiado pronto.

Pero estoy totalmente despierta y de nuevo empieza a acumularse la ansiedad.

¿Me someterán al tratamiento mañana?

3

Tras haber llevado a cabo el último tratamiento matutino, el médico solía irse con la enfermera jefe Glass y la hermana Honey a tomar el té en el despacho de la hermana, donde se sentaba en la mejor silla que traían del cuarto contiguo, que llamaban «cantina» y donde a veces se recibía a las visitas. El doctor Howell bebía en una taza especial que llevaba un cordel rojo amarrado al asa como todas las tazas del personal para distinguirlas de las de los pacientes, y prevenir así el contagio de enfermedades como el aburrimiento la soledad el autoritarismo. El doctor Howell era un joven rellenito catarroso paliducho (lo llamábamos Bollito) miope compasivo y siempre agotado cuyo lozano entusiasmo sucumbía bajo el peso del estrés concentrado, como un avión nuevo introducido en una cámara de pruebas que simula las condiciones de vuelo de millones de millas, y cuyo fuselaje padece al cabo de unas horas la fatiga de años.

Al té de la mañana lo seguía, a las once, el ritual de las rondas cuando el doctor Howell, acompañado por las omnipresentes enfermera jefe Glass y la hermana Honey, ambas actuando de mediadoras e intérpretes y piquetes de guardia, entraba en la sala polivalente donde las ancianas y otras mujeres más jóvenes, pero que todavía no estaban listas para trabajar en la lavandería o en el cuarto de costura, o las de un nivel social más alto, en el pabellón de enfermeras, hojeaban con pesadumbre las páginas de un viejo ejemplar de Illustrated London News o Women’s Weekly; o tejían retales cuadrados para las colchas de los leprosos; o bordaban bajo la supervisión de la recién nombrada terapeuta ocupacional, quien, según los rumores, y para el desconsuelo de gran parte del centenar de mujeres del Pabellón Cuatro, tenía un romance con el doctor Howell.

—Buenos días. ¿Cómo se encuentra hoy? —preguntaba a veces el médico, deteniéndose con una sonrisa cordial, pero al mismo tiempo echaba un rápido vistazo a su reloj, quizás preguntándose cómo iba a ser capaz, en la hora que faltaba para el almuerzo, de acabar con la ronda de todos los pabellones femeninos y regresar a su despacho para atender la correspondencia y mantener entrevistas con familiares exigentes desorientados alarmados avergonzados.

La paciente elegida para conversar con el médico se emocionaba tanto con ese insólito privilegio que a veces no sabía ni qué decir o se embarcaba en un relato jadeante que la enfermera jefe cortaba en seco.

—El doctor está muy ocupado para escuchar eso, Marion. Siga con sus labores.

Y, en un aparte, la omnipotente enfermera jefe le susurraba al oído al médico:

—Últimamente ha estado muy poco cooperativa. Ya la hemos apuntado para el tratamiento de mañana.

El doctor asentía distraído, hacía un comentario fútil y, gracias a su inteligencia, reparaba de inmediato en su futilidad y se retractaba mentalmente, como un vendedor que hubiera menospreciado su propia mercancía. Con impaciencia creciente, señalaba entonces el tapiz o el bordado en punto de cruz que le ponía ante las narices alguna paciente orgullosa. Luego, tras recorrer la estancia con una mirada atribulada y culpable, se batía en retirada hacia la puerta mientras la enfermera jefe Glass y la hermana Honey se ocupaban de los aspectos prácticos de su salida, abriendo y cerrando la puerta y manteniendo a raya a aquellas pacientes cuya necesidad de comunicarse con un oyente receptivo las hacía correr tras él en un último intento de mostrarle su bordado o de insultarlo o de saludarlo y preguntarle: «Hola, doctor, ¿cuándo puedo irme a casa?».

Algunas veces, como si desafiara a la enfermera jefe Glass y a la hermana Honey, el doctor Howell prefería apartarse de ellas y salir de la sala por la puerta que daba al extenso y arbolado jardín del Pabellón Cuatro; entonces la enfermera jefe y la hermana se miraban con expresión acusadora una a la otra, y luego con aprensión al médico que se alejaba, tal como mirarían las arañas a una mosca cuidadosamente atrapada en su tela que bate las alas y se escapa.

Lo que nos atraía del doctor Howell era su juventud; los otros médicos a cargo del hospital, aunque no nos atendieran, eran viejos y canosos y entraban y salían apresuradamente de sus oficinas frente al edificio como ratas de sus escondrijos; y recurrían, en su trabajo, a las mismas trilladas soluciones de siempre, que desparramaban a su alrededor como materiales con los que construir su madriguera. Era el doctor Howell quien intentaba difundir la interesante noticia de que los enfermos mentales eran seres humanos, y que, por tanto, era posible que a veces les apeteciera dedicarse a actividades propias de los seres humanos. Así nacieron «las veladas», en las que jugábamos a las cartas: a la escoba, las parejas, el burro y el euchre; y a la oca y al parchís, con premios y cena después. Pero ¿dónde estaba el resto del personal para supervisar esas actividades? La Pavlova, la única asistente social en todo el hospital, asistía valientemente a algunas veladas «sociales» organizadas en la sala polivalente del Pabellón Cuatro para los pacientes, hombres y mujeres. Los observaba saltar de oca en oca y dirigirse a casa por las casillas rojas y azules del parchís. También ella se alegraba con el punto culminante de la velada: la llegada del doctor Howell, con cazadora y calzado deportivo, el cabello trigueño peinado hacia atrás y su risa tan resonante y plena, y tan poco propia de un médico. Era como un dios; participaba en los juegos y arrojaba los dados con el aplomo de un dios que lanzara un rayo; esbozaba la expresión justa de desánimo cuando caía en una casilla de las que penalizaban, pero una se daba cuenta de que era un encantador de serpientes, incluso de las que aparecían en el tablero. Y de personas también. Para la Pavlova era asimismo un dios, lo sabíamos; pero, por más que diera brincos por ahí con los botones inferiores de la sucia bata blanca desabrochados, no podría robarle el doctor Howell a la terapeuta ocupacional. ¡Pobre Pavlova! Y pobre Noeline, que esperaba que el doctor Howell se le declarara, pese a que las únicas palabras que él le había dirigido fueran: «¿Cómo está? ¿Sabe dónde se encuentra? ¿Sabe por qué está aquí?», frases que normalmente costaría bastante interpretar como muestras de afecto. Pero cuando estás enferma descubres en tu interior todo un campo de nuevas percepciones en el que cosechar interpretaciones que después te proporcionan tu pan de cada día, tu único sustento. De modo que, cuando el doctor Howell se casó finalmente con la terapeuta ocupacional, a Noeline se la llevaron al pabellón de las locas. No podía entender por qué el doctor no la necesitaba a ella más que a nadie en el mundo, por qué la había traicionado casándose con alguien cuya única virtud parecía ser la habilidad de enseñar a las pacientes, que no siempre estaban interesadas en aprender, cómo tejer bufandas y hacer punto de cruz en muselina.

4

Dicen que cuando condenan a muerte a un preso todos los relojes cercanos a su celda se paran, como si la supresión del reloj interrumpiera el fluir del tiempo y dejara varado al preso en una costa de intemporalidad donde los instantes, como las olas, se elevaran y rompieran cerca de la orilla, pero sin llegar a lamerla nunca.

Sin embargo, jamás la muerte de un oceanógrafo ha detenido el movimiento del mar; y es propio de la condición del mar llegar a encontrarse con la tierra. Y en la celda de la muerte el tiempo corre como si todos los relojes de cuco los relojes de pie los relojes despertadores dieran la hora al unísono en los oídos del preso.

Cuando pienso en Cliffhaven, me embarco una y otra vez en el juego del tiempo, como si me hubieran condenado a muerte y el tictac de los relojes se hubiera eliminado y, sin embargo, lo oyera aún, advirtiéndome que se acercan las nueve de la mañana, la hora del tratamiento, y que debo conseguir un par de calcetines de lana si quiero evitar morir. O que son ya las once y el tratamiento ha concluido y corren las primeras horas o los primeros años de mi sueño, cuando aún no me encontraba sentada en los charcos irisados del patio del Pabellón Dos ni recorría el pelado parque rodeado por la alta valla de estacas con clavos oxidados señalando al cielo en su parte superior.

Las once. Me acuerdo de las once, de la agradable angustia de tratar de establecer cuándo la pálida y regordeta señora Pilling, con la cesta a punto y en su interior el mantel que olía a queso, me preguntaría:

—¿Te vienes conmigo a buscar el pan?

Y en ese momento preciso la inquieta señora Everett, a quien retenían indefinidamente en el hospital «a discreción de su majestad», como suele decirse, aparecería con una jarra de leche vacía y me preguntaría:

—¿Vienes conmigo a recoger la nata para las pacientes especiales?

La perspectiva de dos viajes a la misma hora más allá de las puertas cerradas a cal y canto se me antojaba tan deliciosa que me entretenía para saborear el placer y para entablar un debate conmigo misma sobre los méritos de la panadería y la centrifugadora. ¿Pan o nata? La panadería, con Andy, que embutía las bandejas de hogazas como muelas henchidas de levadura en la boca abierta del horno, que cortaba el pan de nuestro pabellón y se lanzaba a entonar sobre la rebanadora un dúo de máquina y panadero con ocasionales corruscos, o que quizás me invitaría al cuarto trasero para darme un dulce sobrante de la fiesta del director, o un trozo por adelantado del bizcocho de pasas que preparaba los domingos para el reformatorio.

O el trayecto ladera arriba hacia la granja, dejando atrás los establos abandonados con su hedor a excrementos, y hasta la centrifugadora, donde Ted habría dispuesto las latas de nata en orden de importancia, como solíamos hacer de niñas con las tazas cuando jugábamos con ellas a las maestras: primera de la clase, segunda de la clase, y así sucesivamente.

Primero venía la lata del director, bien brillante y sin abolladuras, y sin restos de nata rancia en los bordes. Luego, la de los médicos, también limpia. Después, las latas del gerente y el director de la granja y su familia y las de supervisoras técnicas y encargadas y empleadas y enfermeras. Finalmente, la de las pacientes especiales, demasiado frágiles o atenazadas por