Cuando canta el búho - Janet Frame - E-Book

Cuando canta el búho E-Book

Janet Frame

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Beschreibung

De la autora de Rostros en el agua. «La oscuridad es una respuesta aterradora». La voz de Daphne Whiters resuena en la habitación oscura de un manicomio. Sus palabras van componiendo la historia de su familia y de la tragedia alrededor de la que orbitan ella y sus hermanos: Francie, que se rebeló contra las normas de papá; Toby, cuyos ataques epilépticos lo condenan a la soledad, y Teresa, que se agarra a la respetabilidad social para tapar las heridas del pasado. Janet Frame escribió su primera novela, Cuando canta el búho, publicada en 1957, al ser dada de alta del último manicomio donde estuvo encerrada, después de más de doscientas terapias de electroshock y de salvarse en el último momento de una lobotomía cerebral. Esta historia, con la sutileza desgarradora de los mejores relatos de Katherine Mansfield, explora las formas en las que aflora el dolor en los diferentes miembros de una familia. «Qué mujer tan extraordinaria: por haber superado los obstáculos que superó y haber sabido darles tan buen uso en su obra, y de forma tan original». DORIS LESSING «La mejor escritora de Nueva Zelanda». ELEANOR CATTON «Frame es y será divina». ALICE SEBOLD

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Seitenzahl: 363

Veröffentlichungsjahr: 2024

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LA AUTORA

Janet Frame nació en 1924 en Dunedin (Nueva Zelanda); fue la tercera hija de una familia humilde de origen escocés. Su padre trabajaba en los ferrocarriles y su madre era sirvienta de la familia de la escritora Katherine Mansfield. En 1943, empezó a formarse como profesora, pero su intento de suicidio marcó el principio de su peregrinaje por diferentes centros psiquiátricos: los hospitales de Dunedin, Seacliff, Avondale, Sunnyside… Estos nombres luminosos escondían una realidad muy dura que Frame utilizó más adelante en sus obras. Le diagnosticaron esquizofrenia y la trataron con insulina y terapia electroconvulsiva. Cuando era paciente en Seacliff escribió su primer libro, The Lagoon and Other Stories (1951), que obtuvo un éxito inmediato y ganó el prestigioso Hubert Church Memorial Award. Seguramente, para la escritora, el mayor logro de esta obra fue que consiguió que se cancelara la lobotomía cerebral que ya le habían programado. Ya libre, viviendo en Auckland escribe su primera novela, cuando canta el búho (1957). Sin dejar de luchar contra la depresión y la ansiedad se estableció en Londres —viajó con frecuencia a Ibiza y Andorra—, se cambió el nombre a Nene Janet Paterson Clutha para que fuera más difícil localizarla y, sobre todo, siguió escribiendo. Publicó su segunda novela, Rostros en el agua (Piteas 9) en 1961. En 1983 se le concedió el grado de Comendador de la Orden del Imperio Británico y, en 1989, recibió el Commonwealth Writers' Prize por su novela The Carpathians. Frame murió de leucemia en 2004 a la edad de setenta y nueve años.

LA TRADUCTORA

Patricia Antón de Vez se dedica en exclusiva a la traducción literaria desde hace más de veinticinco años. Licenciada en Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona, llegó a la traducción desde la corrección de estilo. Ha vertido al castellano multitud de títulos de narrativa y ensayo, pero también de literatura infantil y juvenil o artículos para prensa. Entre los muchos autores que ha traducido cabe destacar a Kate Atkinson, Khaled Hosseini, Mark Haddon, Joyce Carol Oates, John Cheever, Louise Penny, Claire Messud, Nancy y Jessica Mitford, Chris Stewart, Howard Fast, Damon Galgut, Margaret Atwood, Stephen King o William Trevor. Melómana confesa, siempre ha creído que para traducir hay que tener oído y musicalidad porque, al fin y al cabo, el traductor, como el músico, se dedica a interpretar una partitura ajena. También cree que la traducción literaria es un oficio precioso que requiere grandes dosis de tesón y de pasión.

En Trotalibros Editorial ha traducido Rostros en el agua, de Janet Frame (Piteas 9), Horizontes perdidos, de James Hilton (Piteas 19) y Los Burnell, de Katherine Mansfield (Piteas 24).

CUANDO CANTA EL BÚHO

Primera edición: mayo de 2024

Título original: Owls Do Cry

© 1961, Janet Frame. All rights reserved.

© de la traducción: Patricia Antón

© de la nota del editor: Jan Arimany

© de esta edición:

Trotalibros Editorial

C/ Ciutat de Consuegra 10, 3.º 3.ª

AD500 Andorra la Vella, Andorra

[email protected]

www.trotalibros.com

Editado con la colaboración del Govern d'Andorra

ISBN: 978-99920-76-70-5

Depósito legal: AND.78-2024

Maquetación y diseño interior: Klapp

Corrección: Marisa Muñoz

Diseño de la colección y cubierta: Klapp

Bajo las sanciones establecidas por las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

JANET FRAMECUANDO CANTA EL BÚHOTRADUCCIÓN DE PATRICIA ANTÓNPITEAS · 28

Donde liba la abeja, liban mis labios.

Una bella prímula tengo por lecho,

y allí duermo yo, cuando canta el búho.

A lomos de un murciélago, henchido el pecho,

Tras el verano emprendo, alegre, el vuelo.

La tempestad, William Shakespeare

PRIMERA PARTE

HABLANDO DE TESOROS

1

El día llega temprano cuando los pájaros empiezan y el fusilero gorjea en una nube como el niño del poema: haz callar tu flautín, tu alegre flautín. Y en todas partes brotan flores de judía, hierba de un exuberante verde guisante, un enjambre de insectos que zumban vertiginosos y chocan contra los sitios altos; la roseta basal crece sigilosa e invasora para cubrirlo todo como un echarpe cremoso de prietas y cálidas rosas; ah, el amanecer con sus vivaces nubecillas de insectos que brincan y danzan sobre las maltrechas briznas de hierba y el rostro de la primera flor que nace; y las semillas de zanahoria que planté nunca brotaron, porque el viento sopló un hechizo para dispersarlas; el viento es cálido, era cálido, y en lo alto los días irrumpen sin control, explotan y diseminan los átomos de una flor de judía negra como la nieve y una rosa blanca, en una burlona imitación del intuitivo zorzal, que pregunta «quién-lo-hizo-quién-lo-hizo» con su repetitiva cantinela del verano; y con sus trinos me decía que plantara las semillas de zanahoria esparcidas bajo un manto de tierra fino como el algodón y, sin embargo, se hundieron demasiado o se secaron, y la mosca negra se adueñó de las judías que florecieron más tarde en el terciopelo de la medianoche, y pensé que debí haberlo sabido, que es lo que piensa una cuando el destino se acerca con paso furtivo; qué exuberante es el verano, sí, pero ¿de qué sirven el río verde, el paraje dorado, si el tiempo y la muerte hincan unos dedos que se han vuelto humanos en este reducto de mi campo, y no descansan hasta llevarse bajo tierra todo el verdor del sauce y la rosa blanca y la flor de judía y el alimento que en la brumosa mañana nos trae el melodioso chirrido en el pecho de pimienta del zorzal?

Y ahora, cual voluminoso y dispéptico Papá Noel, hay en la puerta un montón de la nieve de Navidad que ningún día de pleno verano ni sol humano podrán disipar, y así ha de ser, y así parece que ha de ser, para encajar; y ahora compramos una tarjeta de Navidad y escribimos o firmamos la lista del obituario con cinta adhesiva; envolvemos nuestra vida en celofán con un pañuelo y una tarjeta; compramos una oruga hecha un ovillo y avanza muy despacio con su lomo ondulante por nuestros días y nuestras noches.Canta Daphne desde el cuarto de los muertos.

2

La abuela era una mujer negra que tiempo atrás había sido esclava, con su largo vestido negro y el pelo ensortijado y la piel oleosa, en el sur de Estados Unidos. Cantaba a menudo sobre su hogar,

—Llévame de vuelta a la vieja Virginia,

la tierra del maíz, las patatas y el algodón,

y del dulce cantar de las aves en primavera;

donde ansía reposar mi viejo corazón.

Y ahora que está muerta ya habrá regresado a Virginia y andará recorriendo las plantaciones, con el sol arrancando destellos a su pelo ensortijado, que es como una bola de algodón negro sobre la que bailar, o como el vilano de cardo que los pájaros se llevan a sus nidos si su mundo es negro.

No, tenéis que comeros el repollo, en la pared hay coladores colgados para escurrirlo y sacarle el agua verde; aunque si tenéis diabetes, quizás sería mejor que os bebierais ese líquido, o de lo contrario podríais perder las dos piernas, como vuestra abuela, y acabar con dos nuevas de madera que guardaréis detrás de la puerta, en las sombras, y sin rodillas para doblarlas ni dedos en los pies para moverlos.

¿Coladores?

¿Coladores?

¿Calendarios?

Calendarios cuelgan de la pared, con facturas del tendero, del lechero y del carnicero; y de algún modo se las ingenian para estar ahí colgados reuniendo todos los días y meses del año y numerándolos como a presos, no vayan a escaparse.

Y lo hacen, siempre.

—El tiempo vuela —decía la señora Withers—. Y es «calendario», no «colador»; menudos tontorrones estáis hechos, niños. Francie, Toby, Daphne, Chicks… bebeos el agua del repollo o perderéis las dos piernas como vuestra abuela.

3

—No quiero ir al colegio —decía Toby—. Quiero ir al vertedero y encontrar cosas.

Francie, Toby, Daphne, y no siempre Chicks, porque era demasiado pequeña y se quedaba rezagada por el camino, descubrían tesoros en el vertedero, entre el papel y el acero y el hierro y el óxido y botas viejas y todo lo que la gente del pueblo había tirado por inservible y porque ya no tenía ningún valor. El lugar era como una concha con un ribete dorado de penachos de toetoealrededor y con hierba y matojos creciendo como un pelaje verde sobre los montones de basura; y desde donde se sentaban los niños, arrebujados en la hondonada de desperdicios, a veces al calor de las hileras de fuegos encendidos por los hombres del ayuntamiento para acelerar la muerte de sus desechos materiales, veían pasar el cielo en ondas de azul o de gris y oían en el viento al grueso abeto que se inclinaba sobre la hondonada, se mecía y hablaba para sí, pronunciando su propio nombre, abeeeto, abeeeto, y soltaba sus agujas de herrumbre que se deslizaban por la ardiente concha amarilla y verde y penetraban en ella para coser con minúsculas puntadas la herida en carne viva y llena de formas de vida donde los niños encontraron los primeros y más felices cuentos de hadas.

Y un librito verde y apolillado de Ernest Dowson, que le decía, en secreto, a Cynara, «La noche pasada, ay, anoche, entre sus labios y los míos», y que hablaba de amor y solo era adecuado para Francie, a quien ya le había «venido», que era la palabra que usaba su madre cuando les hablaba en susurros sobre aquello en el baño, pero no para Daphne que aún no sabía qué se sentía o cómo podía una llevar eso sin que se le notara y la gente dijera: «Mira».

—Te goteará la sangre al caminar —dijo Francie.

Y sin saber qué contestar, Daphne decía

—Rapunzel, Rapunzel, deja caer tu cabello;

repetía las palabras del príncipe que trepaba hasta lo alto de la torre por la sedosa trenza dorada, todo estaba en los cuentos de hadas que encontraban en el vertedero. El libro apestaba, y ese también se lo habían comido unos gusanos que aún vivían entre las páginas amarillentas, y estaba cubierto de ceniza, y lo habían tirado porque ya no hablaba la lengua adecuada y la gente no podía leerlo porque no conseguía encontrar el camino hacia los mundos que contenía. En la cubierta, en una letra con florituras, se leía: «Los hermanos Grimm». Hablaba sobre Cenicienta y sus feas hermanas con los talones y los dedos de los pies cortados de los que manaba sangre negra, el color de la nieve de todas las flores de judía.

—Pero yo no quiero ir al colegio —decía Toby—. Quiero ir al vertedero y encontrar otro libro.

Ese día tocaba que la doctora viniera a la escuela. Llevaba un traje gris y, como era la enfermera del colegio, en su imaginación la confundían con esa otra enfermera gris que se acerca sigilosa como un tiburón a tus espaldas cuando nadas, para devorarte entera; aunque no la había en esas aguas, sino solo cerca de Sídney, tengo entendido.

Cada vez que venía, la enfermera se llevaba a los niños sucios para observarlos y susurrarles cosas a través de un tubo de cartón. «Treinta y dos, cincuenta y cinco, sesenta y uno», murmuraba; y los niños, si eran los sucios y los estaban examinando, tenían que repetir: «Treinta y dos, cincuenta y cinco, sesenta y uno»; y si lo hacían correctamente significaba que oían bien y no habría que hurgarles en las orejas ni operarlos. Y la doctora sacaba entonces un palito como el de un helado y, con muchísima suavidad, iba separando los mechones de pelo del alumno para escudriñar en ellos y comprobar si tenían habitantes. También les examinaba la ropa para determinar cada cuanto la lavaban y si era heredada o nueva. Y sostenía un cuadrado de cartón ante los niños sucios y les señalaba las letras impresas en él, y esperaba que ellos le recitaran el alfabeto todo mezclado y que vieran aquellos caracteres tan pequeños, más diminutos incluso que los de la columna central de una página de la Biblia, donde dice Véase Tim, Rom, Deut, y otras palabras misteriosas.

Eso a Toby no le gustaba. Todo aquello le daba miedo. En un libro de médicos que su madre guardaba encima del armario, había visto un dibujo de los animales de muchas patas que caminan por el pelo de la gente; y las manchas rojas que a la gente le salen en la cara, y la forma en que se te pueden torcer las piernas. El propio Toby era un niño enfermizo que tomaba una medicina, una cucharada diluida en agua después de cada comida, hasta que su madre descifró lo que ponía en la receta y qué significaba. Y entonces,

—Bromuro —declaró—. Es una droga.

Y así, siempre que los frascos de medicina aparecían, de dos en dos o por prescripción repetida, la madre de Toby decía

—Ningún hijo mío, ni uno solo, va a tomarse esta porquería. —Y rompía el sello, quitaba el corcho y vertía el líquido denso y marrón en el fregadero.

Toby no mejoró. Iba al colegio, se sentaba en la última fila y ladeaba la cabeza, tratando de entender lo que había escrito en la pizarra y qué estaba diciendo el maestro, Andy Reid, en la clase de historia.

Habían tenido lugar las guerras maoríes y los blancos se habían quedado con tierras en bloque. Toby se preguntaba cómo sería de grande un bloque de tierra. Se construían casas con bloques de hormigón, y ellos caminaban por las mañanas alrededor de bloques de apartamentos, tocando una verja sí y otra no y arrancando una caléndula de cada tres. Pero decían que aquel bloque de tierra de la historia contenía un bosque de kauri que solo una tempestad sería capaz de rodear en un minuto arrancando por el pelo un árbol de cada dos o cada tres.

—Tenían un buen gobierno, en aquel entonces —les decía Andy unas veces, y otras—: Tenían un gobierno malo.

Y les hablaba sobre la guerra y la paz, que nunca parecían ocurrir al mismo tiempo en la historia. Hubo, digamos, seis años de paz, y durante esos años los maoríes y los blancos se pasaban los días y las noches sonriéndose unos a otros, frotándose las narices e intercambiando jade, kumara y kauri, y casándose, asistiendo a meriendas campestres, tomando el té, comiendo pescado y riéndose juntos, y nadie se enfadaba nunca.

Hasta que los seis años llegaron a su fin. Quizás lo hicieron por Nochevieja, y los blancos y los maoríes se plantaron ante sus casas el día de Año Nuevo, como se planta la gente ante los cines y los campos de críquet a la espera de que dé comienzo la película o el partido; y las madres advertían a sus hijos: «Recuerda que no debes reírte ni jugar ni intercambiar nada. Vamos a matarnos durante seis años. Estamos en guerra».

Toby no lograba imaginar los años de guerra, pero Andy Reid se lo contó a todo el mundo, y Andy Reid sabía de esas cosas. También decía que había habido una guerra de Cien Años, cuando algunas personas tuvieron que haber nacido con la indignación en la cara y muerto indignadas también, sin una sola sonrisa en todo ese tiempo.

Pero costaba entender la historia con sus reyes buenos y malos y sus pelucas y sus mallas blancas y apretadas para bailar un minué; e imaginar a los dos príncipes sentados en aquella torre espantosa escuchando cómo goteaba el agua de una caverna subterránea y les surcaba la cara y el cuello y les caía en las cabezas que brotaban como flores de las bonitas gorgueras que hacían de pétalos. A Toby le daban lástima, pero no conseguía comprender la historia ni aquel deseo de conseguir más tierras y oro; a veces tampoco entendía qué decía el maestro ni podía leer las palabras en la pizarra. Y por eso no quería ir a la escuela cuando venía la doctora.

Se ponía enfermo a menudo y tenía que saltarse las clases y quedarse en casa. Cuando estaba enfermo le temblaba la mano como si tuviera frío y entonces Jesús o Dios le arrojaban un manto oscuro sobre la cabeza, y él forcejeaba allí debajo, apartando los pliegues de terciopelo, haciendo aspavientos con los brazos y las piernas hasta que el sol, sintiendo lástima, descendía como una grúa de luz radiante para levantarlo, pero, ay, también para preservar, en qué lugar de la gran bóveda del cielo, se preguntaba Toby, aquel manto de sueños recurrentes contenidos. Y abría los ojos y veía a su madre junto a él, con su voluminosa panza y el mapa de manchas de humedad y harina en su delantal de arpillera.

Entonces Toby se echaba a llorar.

El manto de terciopelo se cernía una y otra vez sobre él, de modo que siempre que Toby movía la mano o el brazo demasiado deprisa, su madre corría a su lado y le preguntaba,

—¿Estás bien, Toby?

O, en la escuela, Andy Reid le decía,

—Puedes ir a tumbarte un poco, Toby Withers, y así a lo mejor consigues pararlo.

—¿Parar qué?

¿Entendía Andy Reid qué le ocurría y cómo el manto se cernía sobre él con su bosque de un millón de pliegues? ¿Sabía por qué a algunos les dan una noche tranquila y solitaria, con una habitación propia, pero sin ventanas a las que puedan asomarse esas estrellas de las que habla la andrajosa mujer del programa Zodiaco?

Así que Toby no fue al colegio el día que iba la doctora. Se despidió de sus padres y les dijo,

—Sí, llevo un pañuelo, y si me da otra vez, lo diré.

Y echó a correr, tomándole la delantera a Daphne. Esta se alegró, pues le daba miedo estar cerca de su hermano, por si le volvía a pasar y tenía que verlo ella sola, y se moría o se ahogaba con aquel terrible color morado en la cara y las manos temblando y los ojos en blanco, como el ojo, cerrado, de un ave muerta que Daphne había visto una vez junto al corral. Pero al quedarse allí de pie en la acera húmeda de la calle, con Toby sacándole ventaja y el seto de boj africano, lleno de bayas como naranjas diminutas, inclinándose para pincharle en las piernas si se acercaba demasiado, se sintió sola y tuvo ganas de darle alcance; así que lo alcanzó y fue con Toby al vertedero en busca de cosas. Encontraron una rueda de bicicleta y un neumático de coche. Dentro del neumático había un taco de libros de contabilidad con pulcras palabras y cifras trazadas cuidadosamente con una bonita tinta azul; y cada página les pareció a los niños algo salido de un museo y que debiera preservarse tras una vitrina, como el documento manuscrito de un pionero o un gobernador.

Daphne recogió los libros y se los puso en el regazo para acariciarlos, porque eran valiosos.

—Son tesoros —dijo—. Estas preciosas páginas son mejores que el papel de plata.

—Qué va —contestó Toby—. Solo son sumas, de esas que hacen los mayores.

—Pero están hechas como tesoros. ¿Por qué los habrán tirado? Y cuando uno se hace mayor trabaja con tesoros, así que debe ser eso.

—No. Esto ha salido de los bancos —repuso Toby—. De esos sitios donde llevan trajes de mil rayas y se les pone la cara muy roja cuando hace calor.

Y arrancó algunas páginas de los libros, pese a que Daphne trató de impedirlo, e hizo aviones de papel y orinó sobre una para ver si se volvía invisible.

Luego hablaron sobre los cuentos de hadas que nadie había querido y que habían dejado sobre las cenizas para que se quemaran. Había un hombrecillo, del tamaño de un pulgar en realidad. Solía guiar un caballo montándose en su oreja y susurrándole «Arre» o «Adelante». Y había un rey que vivía en una montaña de cristal y que podía ver su rostro en setenta espejos distintos de un solo vistazo. Y una mesa que surgía de la tierra al igual que el órgano, según dicen, se eleva a través del suelo en los grandes teatros y la música brota antes de que la gente se haya instalado y hayan entonado el Dios salve a la reina.

Y para hacer que la mesa desapareciera, la niñita del cuento solo tenía que decir «Bala, cabrita, bala y protesta, y que la mesa se oculte presta».

—Pues ya que hablamos de mesas, tengo hambre —le dijo Daphne a Toby—. ¿Qué tenemos?

No tenían nada. Les pareció que debía de faltar poco para la hora de comer, de modo que arrancaron una página de las sumas en azul, por si en efecto era un tesoro destinado a una vitrina, y se encaminaron a casa, pasando por la frutería de camino.

Daphne entró en la tienda, que siempre parecía mojada como si la estuvieran fregando y en la que los repollos se ponían amarillos y la fruta estaba llena de manchitas; y antes de que volviera la tendera (era una mujer china que había pasado por funerales y bodas e iglesias ajenas a Daphne y Toby), Daphne birló una manzana, se la ocultó bajo el brazo y salió con sigilo, y así, ella y su hermano tomaron cada uno media manzana, que dividieron equitativamente porque en realidad le pertenecía a Daphne; Toby se quedó la parte verde y ácida con piel más gruesa, y Daphne con la mitad más tersa y sonrosada; no obstante, para recalcar la imparcialidad de aquella empresa y la importancia de no contárselo a nadie, la niña le permitió a su hermano caminar por la acera soleada de la calle y permanecer calentito mientras ella continuaba por la sombra.

Aquella tarde, los dos fueron al colegio. La doctora había estado allí. Había reunido a varios alumnos y tachado sus nombres en unas tarjetas blancas, con tinta roja, y le había dado una nota a Norris Stevens, sobre sus amígdalas, para que la llevara a casa y se la diera a su madre. Iban a quitarle las amígdalas, explicó el niño, para envidia de todos los demás.

—¿Por qué no estabas esta mañana en la escuela? —le preguntó la señorita Drout a Daphne.

—Estaba enferma —contestó Daphne.

En cuanto a Toby, su respuesta a Andy Reid fue:

—Me ha dado otra vez.

Y le dijeron que se tumbara en la cama de la enfermería y a la hora del recreo le dieron leche, con una pajita.

4

Su pueblo, que se llamaba Waimaru, era tan pequeño como el mundo y quedaba a medio camino entre el polo sur y el ecuador, o sea, a cuarenta y cinco grados exactamente. Al norte del pueblo había un monumento de piedra con letras doradas que señalaba el lugar preciso.  

—Viajero —decía la inscripción—, detente aquí. Te encuentras a medio camino entre el polo sur y el ecuador.  

¿Qué se sentía al estar a cuarenta y cinco grados?  

No se sentía nada distinto. 

Waimaru era un pueblo respetable y el número de habitantes aumentaba tan deprisa que el alcalde se veía obligado a celebrar reuniones extraordinarias del consejo municipal, sobre las que informaba el periódico local; el «periodicucho», lo llamaban. Se debatió si las zonas protegidas donde crecían árboles y arbustos autóctonos debían ponerse a la venta como solares para viviendas, y si a los arbustos, y también a los niños que jugaban allí cerca al salir del colegio, habría que trasplantarlos a otro lugar; pero la propuesta del alcalde no se aprobó y, a continuación, llegaron cartas al periódico, hubo amenazas de dimisión, una reunión de emergencia de la asustada sociedad dedicada a embellecer la región que ya había donado muchos arbustos; una reunión desafiante del club «Construye Tu Propia Casa»; y tras todo eso se cernió la calma como si se hubiera dejado caer un suave manto, y los matorrales y los niños (incluidos los Withers) continuaron felizmente plantados en las colinas que rodeaban el pueblo. 

Y los jóvenes concejales negaban con la cabeza y decían, 

—Esto no es progreso. Las poblaciones del norte avanzan, se vuelven más y más grandes, mientras nosotros estamos aquí estancados, en el sur. 

Tenían miedo.  

—Nos dejarán atrás —decían. 

¿Atrás con respecto a qué?  

Entre las cartas dirigidas al periódico había algunas de la señora Withers, que se hacía llamar Tui, como el pájaro autóctono, para dejar claro su deseo de que dejaran los arbustos autóctonos en las colinas. Y a veces, si escribía sobre esos matorrales, hacía que la llamaran Miro, la pequeña baya roja. Les enseñaba las cartas a sus hijos y, aunque ellos no las entendían, sabían que su madre debía ser «alguien», y así podían decirlo en el colegio, cuando los demás decían, 

—Mi padre tiene un coche.

—Mi tío corta árboles más rápido que nadie.

—Mi madre escribe cartas al periódico.

—Sí —decía la señora Withers, y lamía el sobre para cerrarlo—. Se van a enterar.

Y Bob, su marido, le hacía algún comentario grosero.

—Sí, desde luego que se van a enterar. Voy a ponerme firme con ellos. A nosotras, las mujeres, no nos pueden pisotear.

A veces, en vez de firmar como Tui, se convertía en Madre de Cuatro; y en lugar de Miro, el pequeño fruto rojo, se ponía el nombre de Indignada o, simple y universalmente, Madre. 

—Veo que la Madre de Tres me ha contestado —decía—. Voy a ponerla en su sitio. 

¡Como si la dulce Amy Withers pudiera poner en su sitio a alguien!  

Y entonces, su marido, que se iba a una reunión de la logia, gritaba desde el dormitorio,

—¿Dónde está mi corbata a cuadros? No tengo todo el tiempo del mundo.

Y Amy Withers se dedicaba entonces a rebuscar entre camisas y calcetines hasta que la corbata a cuadros le caía encima como una cascada. 

—Toma, aquí tienes tu corbata, Bob.

Le tenía miedo a su marido. Hacía callar a los niños cuando Bob llegaba del trabajo o salía el parlamento en la televisión.

—Honorables caballeros —solía decir Bob.

Honorables caballeros.

Era laborista.

Pero hablemos del pueblo. Deberían leer un folleto que puede comprarse por cinco chelines y seis peniques, en rebajas sale a cinco chelines y por Navidad lo suben a seis. Ese folleto les revelará toda la información importante acerca del pueblo, y lleva fotografías: el reloj del ayuntamiento, que marca las tres menos diez (la posición correcta de las manos en el volante para conducir, según dice el inspector de tráfico de la zona); el invernadero de las begonias en los jardines, y un hombrecillo con cara de perplejidad que debe de ser el conservador y sostiene una begonia en flor; las rosas en el arco de la rosaleda y los helechos en el jardín de helechos; también hay una foto del congelador industrial, el exterior con su propio jardín y sus bonitos parterres de flores, y el interior con hileras de cerdos colgados con las diminutas pezuñas extendidas tiesas hacia adelante; de la hilandería de lana, la fábrica de chocolate, la mantequería, el molino de harina: todos ellos símbolos de prosperidad y riqueza y de una tierra exuberante y fértil; y, por último, hay una foto de la costa con su larga playa de aguas furibundas y hambrientas, el «mar de remolino», como lo llaman los niños, donde no te puedes bañar sin temer la resaca, donde una se baña con mucha cautela, igual que vive, entre las boyas; y cuidado con los tentáculos de algas y los torrentes de guijarros que el mar succiona hacia su boca cada vez que respira. Es cierto que al otro lado del espigón se ha formado una pequeña bahía que parece hecha con una pala, Friendly Bay, en la que puedes remar, jugar a los barcos con conchas y disfrutar de los helados de Peg Winter, la mujer grandota como una montaña que, como la fe, va de pueblo en pueblo, dejando tras ella un rastro de tiendas de dulces y helados casi como si se le cayeran del bolsillo, como migajas o semillas que brotan en formas pintadas de rojo y blanco, con mesas y sillas de color crema en el interior y taburetes giratorios a modo de vertiginoso acompañamiento de un batido de caramelo o de fresa. 

Y vitrinas atiborradas de chocolate, negro o con leche, con frutas o solo. 

Todo lo que esté dentro de una vitrina es valioso.

5

Canta Daphne desde el cuarto de los muertos.  

A veces en este mundo he llegado a pensar que la noche no acabaría nunca y que la ciudad real no se acercaría y creo que me detendré a recuperar el aliento bajo los gigantescos eucaliptos que tengo en la cabeza. Mis ojos se han acostumbrado a la oscuridad y cuando veo los altos árboles despojados a medias de la corteza, con la carne blancuzca del tronco asomando debajo, pienso en mi padre cuando nos decía a mí o a Toby, o a Francie o a Chicks,

—Voy a arrancaros la piel a tiras.  

Y sé que un furioso viento nocturno les ha dicho esas mismas palabras a los eucaliptos. Os arrancaré la piel a tiras.  

Y ahí está la piel, colgando en jirones. Huelo las bellotas de un gris azulado del eucalipto, ciento cincuenta gramos de ellas, llenas de sabor y bulbosas bajo mis pies, y me quito los zapatos y las bellotas del eucalipto se me clavan en las plantas y camino hasta la orilla de Waimaru donde el mar se cuela en los sueños de la gente y fluye en círculos en su cabeza, excavando cavernas en las que reverbera y crece hasta que las polillas verdes socavan a la gente y todos gritan dentro de sí mismos: socorro, socorro. 

Y entonces incluso el sol viaja de una oscuridad a otra y yo no soy el sol.  

Sí, incluso el sol.  

Y ¿por qué lloverá tanto después de la noche? 

Lluvia.  

En el norte en invierno o en pleno verano la lluvia cae como cortinas de papel plateado, decía mi madre, que vivió allí hace mucho tiempo, donde hay enjambres de avispas y flores de una semana y palmeras, importadas; donde los narcisos brotan incluso antes que aquí, con coronas más anchas y con más volantes, y flores de colores más vivos, pintadas, que crecen en lo superlativo de la memoria; y el mar, sí, el mar más azul y más caliente y embravecido en verano con tiburones de cuya presencia se habla en los periódicos,  

Vistos en el pasto verde. 

¿Y el camino en la ciudad del norte?  

Se deshace bajo tus pies.  

Y la lluvia cae en hebras de papel de plata.  

Y un martín pescador, de color indeleble, se posará en un cable de telégrafo y se dejará acariciar por el resplandor plateado y cantará con él.  

Oh, Francie, Francie era Juana de Arco en la obra, llevaba casco y una coraza de cartón plateado. La quemaron, la quemaron en la hoguera.  

  

6

  

Fue una tarde en una sala llena de gente: niñas vestidas con seda hilada blanca, todas con bolsitas de un chelín de taquitos de coco escarchado, rosa y blanco, del puesto de dulces caseros; madres que olían a un cuarto cerrado lleno de polvos de talco y abrigos de piel, con sus paquetes de la caseta de objetos hechos a mano: trapos de cocina y caminos de mesa con bordados de flores y espigas y de punto de sombra. 

Era el último día del trimestre y el último de colegio para Francie pese a que solo tenía doce años, trece después de Navidad. Sabía contar hasta treinta en francés. Sabía hacer hojaldres, untando la mantequilla con sumo cuidado entre pliegue y pliegue. Sabía hacer fécula, de limón o rosa con colorante rojo, que crecía al cocerse y pasaba de granitos sucios, todos iguales, polvorientos y envueltos en papel, a convertirse en perlas rosas o de limón. Sabía que una gota de yodo en un trozo de plátano volvería negra la fruta, revelando así el almidón; que el agua es h2o; que un hombre llamado Shakespeare, en un bosque cerca de Atenas, tuvo un sueño a la luz de la luna. 

Pero pese a toda su sabiduría, no había aprendido nada sobre el tiempo de los vivos, el tiempo que siempre está ahí y nunca se ve, cuando la gente es como las canicas en el circuito de la feria; y un estrafalario imprevisto las obligará a pagar, en su rastrero y miserable destino, por el privilegio de rodar hacia la caja de luz o la caja oscura, hasta que caigan en uno de los agujeros pintados, su nicho, pues así se llama, donde sus vidas girarán una y otra vez en un círculo de frustración.

Y a Francie se la llevaron, la tarde de la obra, como una de aquellas canicas, pero aún con el casco plateado y la coraza puestos, a la espera de que la quemaran; y la hicieron rodar hasta un lugar nuevo, más allá de Frère Jacques y participios y ciencias y mecheros bunsen y Shakespeare, y ahí duermo yo, cuando canta el búho,  

cuando canta el búho cuando canta el búho,

Hacia un lugar nuevo de luz u oscuridad, de vuelta a casa, y a mamá y papá y Toby y Chicks; una mamá y un papá de jornada completa, como si volviera a ser pequeña, y ni hubiera cumplido los cinco, sin colegio, para siempre sin colegio, y su mundo, como su diente, estuviera bajo la almohada con la promesa de seis peniques y no volver nunca al colegio. No más medias negras que comprar a crédito junto con el sombrero panamá y la blusa y los zapatos negros, con el dependiente ensartando los pagarés en su pincho en aquel ritual terrible e interminable, chupando la punta del lápiz que está sujeto al mostrador con una maltrecha cadenita dorada, y anotando los precios con cuidado y sumando la cuenta con cifras más grandes de lo habitual para comprobar bien, para asegurarse, pues los Withers no van a pagar todavía. Está todo pendiente. Con la deliberación que otorga el poder, el dependiente ensarta la hoja de papel en un pincho metálico clavado en un bloque cuadrado de madera; luego aparta un poco la madera con cuidado, con el papel desgarrado y atravesado, pero sin que se vea sangre alguna, y con el total ileso y abultado, y Francie (o Daphne o Toby o Chicks) mira de soslayo, con temor, la deuda contraída. A los Withers les han impuesto una condena. Es probable que acaben en la cárcel. Y el dependiente alisa el bloc de pagarés con el poder del juicio y el destino en la presión que ejerce su mano.  

—¿Todo bien hasta fin de mes? —preguntan los niños.

—Desde luego que sí, hasta fin de mes.  

Pero tiene arraigado en el pensamiento aquel brillante punzón, la estaca capaz de desgarrar fajos de pagarés y guardarlos a buen recaudo hasta su día del juicio, hasta que suene la última trompeta, cuando los muertos se levanten como resortes de sus tumbas. 

Pero ¿cómo puede haber sitio para los muertos? Tendrían que estar pegados unos a otros como galletas de malta o como esas otras de color rosa con relleno en medio que los Withers nunca se pueden permitir; excepto cuando la tía Nettie pasa a verlos en su trayecto en tren.  

De modo que para Francie ya no habrá más medias negras que buscar y zurcir ni un uniforme que lavar con la esponja ni un sombrero panamá que limpiar con blanqueador y agua, ni el momento en que dice ¿Puedes caminar un poco más de prisa? Ni las manchas que no salen, ni las lágrimas de Francie porque la señorita Legget ha inspeccionado los sombreros y señalado aquellos que no estaban limpios o que parecían flácidos y ha dicho,  

—Qué vergüenza. Ahora, paso ligero, niñas, que las puntas de los pies toquen primero el suelo, paso ligero, pero no Francie Withers. 

Francie Withers es sucia. Francie Withers es pobre. Los Withers no tienen una casa para el fin de semana ni viven en South Hill ni tienen una aspiradora ni van a clases de ballet ni de piano ni les hacen fiestas de cumpleaños ni fotos en Dainty Studio para ponerlas en el escaparate un viernes.  

Francie Withers tiene un hermano un poco corto de entendederas. No pudo traer seda fuji para la hora de costura, sino solo seda cocida corriente de la que se usa para colar los guisantes, porque es pobre. Nunca ves a su madre bien vestida y arreglada. No tienen mucha ropa y Francie no lleva unos zapatos de repuesto para hacer deporte, y sus pantalones no son de tela italiana negra de verdad.  

No tiene una chaqueta del colegio con el monograma. 

Pero Francie Withers es Juana de Arco, y cantó en la fiesta del jardín…

Donde liba la abeja, liban mis labios.

Una bella prímula tengo por lecho,

y allí duermo yo, cuando canta el búho.

Cuando canta el búho, cuando canta el búho. 

Pero ya no me acurruco a dormir allí cuando canta el búho. En los cipreses macrocarpa y en las drácenas hay búhos, y chillan quiiiiiiuuuiii y, a veces, durante la noche y a causa de los árboles, te parece que va a llover para siempre y que no habrá más sol, solo quiiiiiiuuuiii y oscuridad. 

 Pero, para Francie, el día que deje el colegio será para siempre, con todos ellos desayunando juntos y su padre marchándose a trabajar, oliendo a tabaco y a espuma de afeitar y a los polvos que se echa en los pies para que no se le vuelvan de atleta.  

—¿Qué turno tienes, Bob?  

—El último, Amy. Estaré en casa a las diez.  

Pero muy a menudo no la llamaba Amy, solo madre o mamá, como si fuera su madre de verdad.  

Y ella lo llamaba padre o papá, como si al casarse con él hubiera encontrado otro padre.  

Aparte del abuelo de Francie.

Y aparte de Dios.

—Sí, el último turno, Amy. Estaré en casa a las diez.

—Oh, papá, nunca puedes dormir hasta tarde.

—Si mañana libro, arreglaré el desagüe.

—Hace falta arreglarlo.

—Claro que hace falta. ¿No te he dicho mil veces que no tires grasa y esas cosas por el desagüe?

—Últimamente vacío el agua de lavar los platos fuera, en las rosas, para evitar hongos.

—Anoche no lo hiciste.

—Se me olvidó, papá.

—Dios santo, ¿ya es tan tarde? Ocúpate de que estos niños no se acerquen al vertedero, todo el pueblo habla de ellos, de cómo van y juegan entre la basura, y me da la sensación de que no diferencian lo que es basura de lo que no lo es.

—Vale, papá.

Está a punto de besar a su mujer y luego se marcha, empujando su bicicleta hasta volver la esquina, y Amy observa cómo se aleja. Se seca las manos en el delantal mojado, siempre está mojado, con una gran mancha de agua donde se apoya en el fregadero para lavar los platos.

Durante un momento, porque es una romántica, piensa en sí misma y en Bob cuando él la cortejaba y le cantaba, cómo era aquella canción…

Ven conmigo en mi nave espacial,

ven de viaje entre las estrellas,  

ven a dar la vuelta a Venus,  

ven de viaje a Marte; 

nadie nos verá besarnos,  

nadie nos verá abrazados,  

ven conmigo en mi nave espacial

y visitaremos al hombre en la luna.

Y cuando paseaban por Waikawa Valley, lo más cerca posible de la luna, se encontraron con el anciano maorí que corría alejándose de los fantasmas, y exclamó: Buenas noches señorita Hefflin, salvo que lo pronunció como «Jazmín», y ella se echó a reír.

Quizás Amy piensa en eso durante un instante, ¿o solo se piensa así en los libros, donde se atrapan esas lunas tan lloradas?

Y después los niños se van al colegio y la más pequeña juega en el patio de atrás, es Chicks, la llaman así porque es chiquita y morena; y también está ahí Francie, que no es pequeña sino que tiene doce años, trece cuando pase Navidad, pero que ha dejado ahora el colegio para labrarse su propio camino en el mundo. 

Y para formar parte del día que dura para siempre. 

Y ahora todo está en silencio para Francie. Piensa que las niñas en el colegio irán de camino a rezar sus oraciones. Ha dado comienzo un trimestre nuevo. La directora estará de pie en la tarima y alzará la mano, pero no para pedir silencio, porque ya están todas calladas, sino porque le gusta levantar la mano de esa forma. Es una mujer robusta, con la cabeza como de toro y sin cuello propiamente dicho, y nunca sabes qué lleva bajo el guardapolvo porque se lo ciñe de tal modo que parece ocultar un secreto. Está de pie y majestuosa ante todo el colegio y saluda con un Buenos días, niñas. 

Luego suena el himno nacional y la directora da la bienvenida a todas para el nuevo trimestre, y canta con ellas o abre la boca como si cantara,  

Señor, concédenos tu bendición,

una vez más congregados aquí,

guía nuestros pasos en la diligencia,

en el amor y la fe, temerosos de ti,

protégenos siempre, y en la abnegación

no nos apartes de tu presencia.

—El Señor está muy muy cerca —dice la directora, después del amén. 

Y se ciñe el guardapolvo más apretado incluso. A continuación abre la Biblia y lee el pasaje del Sermón de la montaña.

—Al ver Jesús a las multitudes, subió al monte. Y allí pronunció las bienaventuranzas. Bienaventurados sean los pacíficos y los pobres de espíritu y los que lloran, y así les enseñaba Cristo —dice. 

Entonces rezan todas el padrenuestro, sin mirar, con un pequeño añadido por si hay una guerra, para que los soldados no tengan miedo; y cantan un himno largo, dirigido por la profesora de música que es sorda y lee los labios y es pariente lejana de Beethoven; y el himno tiene tantos versos que si hace un día caluroso algunas niñas se desmayan o tienen que salir a que les dé el aire y luego pueden alardear de ello,

—Me he desmayado. He tenido que salir del salón de actos cuando estaban cantando el himno largo.

Oh, danos la capacidad de escucha de Samuel, cantan. La buena disposición con la que el pequeño levita se mantenía vigilante por si lo llamaba Yavé. ¿Acaso tenía un reloj de verdad, de los que hacen tictac y cortan el día en porciones que se reparten como el mejor pastel, o se limitaba a dejar pasar la vida mientras montaba guardia sentado en una casa oscura como una caja, por si aparecía un enemigo?

Es un himno triste, el del pequeño de Levi, y algunas niñas, incluso las que tienen casas de dos plantas y coches y caravanas, se echan a llorar; pero cuando acaba, en el colegio todo vuelve a ser como siempre y la directora no está más cerca de Dios; como si no hubiera habido ni Biblia ni Jesús que subiera a la montaña donde el aire es fresco y sabe a carrizo de nieve que crece por el camino; y Él pasa junto a una oveja muerta que los halcones han devorado y varias ovejas vivas sentadas de lado en la hierba, rumiando. Y es una de las montañas más bonitas de nuestra geografía, como unos Alpes del sur, pero en la clase nunca te enseñan cómo se escribe; solo a hacer sombreados en punto de pluma.

Todo desaparece en una nube de humo y la directora se ciñe el guardapolvo sobre el pecho y dice

—Niñas, al final del trimestre pasado quedaron aquí algunas prendas como chaquetas y sombreros panamá. Si nadie los reclama los donaremos al fondo de ayuda a los chinos.

—Niñas, a algunas de vosotras se os ha visto en la calle sin guantes, o en las esquinas hablando con los chicos del instituto. Niñas, niñas.

La directora es muy estricta.

Suena la marcha de Invercargill y el salón de actos no tarda en quedar vacío.

Y Francie está en casa, atrapada en una mañana eterna en la que cada sonido es fuerte y extraño. El reloj de la cocina, uno antiguo que era del abuelo, mueve las manecillas con un sonoro tictac, mirando fijamente por el ojo oscuro e inerte donde se mete la llave para darle cuerda. La parte delantera del reloj se abre, y dentro, por seguridad, se guardan recibos y facturas, boletos de la rifa de obras de arte y todas aquellas cosas que no deben perderse nunca o los Whithers acabarán ante un tribunal o en bancarrota.

Y aun así, el reloj es tiempo y el tiempo se pierde, es la bancarrota antes de que esta llegue siquiera.

Francie se sienta en la cocina. El fuego arde y sisea, y luego ruge hasta que se le regula el tiro. A veces el carbón hace un pop-pop.

—Es por el gas —explica la señora Withers—. El carbón que compramos nunca lo tiene, solo el carbón que trae tu padre del trabajo.

—¿Lo paga?

—No, Francie, solo trae a casa el que necesitamos.

La mañana eterna tiene un pajarito fuera en el ciruelo, un perro que ladra, la voz del panadero que le grita al vecino de al lado,

—¿Recogiste el pan el fin de semana?

Y las palabras se filtran por el seto de acebo, se captan por el camino, caen como gotas en la ventana de la cocina: palabras firmes y rojas como las bayas de acebo que huelen a pan y a prímula y al interior de una tetera.

Y resulta que en efecto es la hora del té, del té de la mañana, y la señora Whithers está sentada con las piernas abiertas sobre la papelera junto al fuego, y toma el té acompañado de una galleta casera que ha mojado en él y luego ha apoyado en el borde del platillo; y la marea sube y ahoga la galleta, y ella la rescata, aunque algunos trocitos mojados caen al suelo y ella echa el resto en el té. Y el anillo entrecruzado que había hecho alrededor con una antigua aguja de tejer, para decorar, se deshace en migajas.

Y sigue sin llegar la hora de comer. El mundo está encallado y gira una y otra vez, como un disco ardiente y rayado, y el mundo está vacío,

un saco azul y blanco, hueco, sin gente, excepto por la señora Whiters y Chicks en un rincón a lo lejos

y el saco se llena con el pájaro del ciruelo y con la voz del panadero que dice

—¿Recogiste el pan este fin de semana?  

y el reloj sigue con su agobiante tictac que rebota en círculos y zumba, como un enjambre, en el saco, y que jamás será puesto en libertad.

7

—Francie —dijo la señora Withers—, trabajará en la hilandería.