Rumbo al deseo - Maggie Cox - E-Book

Rumbo al deseo E-Book

Maggie Cox

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Beschreibung

Tuvo que hacer un trato con el diablo… Para salvaguardar el futuro de su familia, Natalie Carr tuvo que hacer un trato con Ludo Petrakis. No se fiaba de él, pero la pasión que había entre ellos la dejaba sin aliento e indefensa. Y accedió a la propuesta de él de acompañarlo a Grecia haciéndose pasar por su prometida. A medida que se iban difuminando las líneas entre la farsa y la realidad, Natalie empezaba a ver grietas en el firme control de Ludo. Mientras cumplía sus condiciones le resultaba cada vez más y más difícil resistirse a él.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2013 Maggie Cox. Todos los derechos reservados.

RUMBO AL DESEO, N.º 2269 - noviembre 2013

Título original: In Petrakis’s Power

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2013.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3859-8

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

Billetes, por favor.

Natalie Carr, que acababa de sentarse después de correr como una loca para alcanzar el tren, metió la mano en su voluminoso bolso rojo de piel y abrió la cremallera del bolsillo interior para sacar el billete. El descubrimiento de que no estaba allí fue un shock para ella. Con el corazón latiéndole con fuerza, alzó la cabeza y sonrió al revisor con aire de disculpa.

–Lo siento... tiene que estar por aquí.

Pero no estaba. Intentó desesperadamente recordar su último viaje al cuarto de baño antes de correr hasta la plataforma para pillar el tren y tuvo la horrible sensación de que, después de mirar el número de asiento, había dejado el billete sobre el estante de cristal al lado del espejo para retocarse el pintalabios.

Buscó de nuevo en su bolso en vano y suspiró con frustración.

–Me temo que parece que he perdido el billete. He entrado en el lavabo antes de subir al tren y creo que lo he dejado allí. Si el tren no estuviera ya en marcha, iría a buscarlo.

–Lo siento, señorita, pero me temo que, a menos que pague otro billete, tendrá que bajarse en la próxima parada. Y también tiene que pagar el billete hasta allí.

El tono serio del revisor, un hombre mayor de pelo gris, daba a entender que no se iba a mostrar comprensivo. Y Natalie no llevaba más dinero encima. Su padre le había enviado el billete inesperadamente, junto con una perturbadora nota en la que le suplicaba que no lo abandonara en sus horas bajas y ella se había puesto nerviosa y había agarrado un bolso que solo tenía unas monedas sueltas en vez del billetero con su tarjeta de crédito.

–No puedo bajarme en la próxima parada. Es muy importante que llegue a Londres hoy. ¿No puedo darle mi nombre y dirección y prometo enviarle el dinero del billete cuando llegue a casa?

–Me temo que la política de la empresa es que...

–Yo pagaré el billete de la señorita. ¿Era de ida y vuelta?

Natalie reparó entonces en el único otro pasajero que había en el compartimento. Estaba sentado delante de una mesa al otro lado del pasillo. Su olor a colonia cara y el impecable traje gris oscuro que llevaba y que parecía sacado de un desfile de Armani lo delataban como un hombre de posibles.

Su aspecto, además, resultaba llamativo. Con pelo rubio, piel bronceada, ojos azul zafiro y un hoyuelo en la mejilla, resultaba claramente sexy. Mirar su rostro bien esculpido era como tener delante una escultura sublime de alguno de los grandes maestros.

Una oleada de calor hizo que Natalie tensara todos los músculos del cuerpo. Se puso en guardia. No conocía a aquel hombre ni sus motivos para ofrecerse a pagarle el billete y recordó que los periódicos estaban llenos de historias sobre mujeres ingenuas engañadas por hombres supuestamente respetables.

–Es usted muy amable, pero no puedo aceptarlo. No lo conozco.

–Permita que solucione el tema del billete y me presentaré –repuso él con un rastro de acento que ella no consiguió identificar.

–Pero no puedo permitir que me pague el billete.

–Ha dicho que es muy importante que llegue a Londres hoy. ¿Le parece inteligente rehusar ayuda cuando se la ofrecen?

Natalie sabía que estaba en un aprieto, pero intentó resistirse.

–Sí, necesito llegar a Londres, pero usted no me conoce ni yo a usted tampoco.

–¿Tiene miedo de confiar en mí? –preguntó él.

Su sonrisa regocijada hizo que ella se sintiera muy torpe.

–¿Quiere un billete sí o no, señorita? –preguntó el revisor, claramente exasperado.

–No creo que...

–La señorita quiere un billete, gracias –intervino el desconocido.

No solo tenía la belleza de un Adonis, sino que además su voz era grave, persuasiva e innegablemente sexy. La determinación de Natalie se debilitó peligrosamente.

–De acuerdo. Si está seguro...

La necesidad de llegar a Londres acabó con sus reservas. Además, su instinto le decía que el hombre era sincero y no suponía ningún peligro. Rezó para que su instinto no se equivocara. Mientras, el revisor los miraba claramente sorprendido, como preguntándose por qué aquel pasajero elegante insistía en pagarle el billete a una desconocida. Después de todo, Natalie sabía que, con su ropa bohemia, sus mechas rubias ya desgastadas y su poco maquillaje, no era la clase de mujer que atrajera a un hombre rico y atractivo como aquel. Pero si el lápiz de ojos de color humo que había usado para resaltar sus grandes ojos grises ayudaba a crear la ilusión de que era más atractiva de lo que en realidad era, Natalie en ese momento agradecía el engaño, ya que sabía que no tenía más remedio que aceptar la amabilidad del hombre. Era vital que se reuniera con su padre.

No podía olvidar la voz angustiada de este cuando ella lo había llamado para decirle que había recibido el billete y él le había reiterado su necesidad urgente de verla. No era típico de él admitir una necesidad humana y sugería que era tan falible y frágil como todos los demás, cosa que ella había sabido siempre. Una vez, mucho tiempo atrás, había oído a su madre acusarlo con rabia de ser incapaz de querer o necesitar a alguien. Le había gritado que el verdadero amor de su vida eran su negocio y su ambición de aumentar su cuenta bancaria, y Natalie no dudaba de que esa obsesión de él había sido un factor importante en su ruptura.

Después del divorcio, su madre había tomado la decisión de volver a Hampshire, donde había pasado gran parte de su juventud, y Natalie, que entonces tenía dieciséis años, había optado por acompañarla. Aunque quería a su padre y sabía que era afable y encantador, sabía también que era demasiado impredecible como para vivir con él. Pero en los últimos años lo había visitado todo lo que había podido y se había convencido de que en el fondo él sabía que el dinero no podía reemplazar al hecho de tener cerca a los seres queridos.

De vez en cuando, ella había visto en sus ojos soledad y tristeza por el alejamiento de su familia. Su tendencia a intentar compensar ese dolor con la compañía de mujeres jóvenes y atractivas, no parecía que lo hiciera tampoco feliz. Natalie había notado que parecía descontento con todo... incluido el éxito de su cadena de tiendas de bisutería, con la que había hecho su fortuna.

–Solo necesito ida –dijo al atractivo desconocido, que no parecía nada perturbado porque ella hubiera tardado tanto en decidirse a aceptar su oferta–. Y no tiene por qué ser en primera clase. Mi padre me envió el billete, pero a mí no me importa viajar en segunda, como siempre.

Miró avergonzada cómo el desconocido entregaba su tarjeta de crédito al revisor, y se sintió aún más incómoda cuando él no le hizo caso y pidió un billete en primera. Natalie confió en que creyera su explicación de que su padre le había enviado el billete. Después de todo, estaba segura de que no parecía una típica pasajera de primera clase.

El revisor emitió el billete, les deseó a los dos un viaje agradable y se marchó. El desconocido tendió el billete a Natalie con una sonrisa. Esta lo aceptó con la cara muy roja.

–Es usted muy amable. Gracias. Muchas gracias.

–Ha sido un placer.

–¿Quiere darme su nombre y dirección para que le mande lo que le debo? –Natalie tomó su bolso para buscar papel y bolígrafo.

–Habrá tiempo de sobra para eso. ¿Por qué no lo dejamos hasta que lleguemos a Londres?

Ella dejó el bolso en el asiento que tenía al lado y suspiró.

–¿Por qué no nos presentamos? –sugirió su compañero de viaje–. Así quizá nos sentiremos menos incómodos.

–Está bien. Yo me llamo Natalie.

–Yo soy Ludovic, pero mi familia y mis amigos me llaman Ludo.

Ella frunció el ceño.

–Un nombre muy poco corriente.

–Es un nombre de familia –él se encogió de hombros–. ¿Y Natalie? ¿También es un nombre heredado?

–No. En realidad, era el nombre de la mejor amiga de mi madre en el colegio. Tuvo la desgracia de morir de adolescente y mi madre me puso este nombre en honor a ella.

–Un gesto muy bonito. Si no te importa que te lo diga, hay algo en ti que sugiere que no eres del todo inglesa. ¿Me equivoco?

–Soy mitad griega. Mi madre nació y creció en Creta, aunque vino a trabajar a Inglaterra con diecisiete años.

–¿Y tu padre?

–Es inglés. De Londres.

El enigmático Ludo enarcó las cejas.

–¿O sea, que llevas el calor del Mediterráneo en tu sangre junto con el frío del Támesis? ¡Qué interesante!

–Es un modo novedoso de describirlo –ella frunció el ceño. No quería que se notara que no le había gustado el comentario y se preguntó cómo podría darle a entender sin ofenderlo que quería tener tiempo para ella antes de llegar a Londres.

–Veo que te he ofendido –murmuró él–. Perdóname. Desde luego, no era esa mi intención.

–En absoluto. Es solo... que tengo mucho que pensar antes de mi llegada.

–¿Vas a Londres por motivos de trabajo?

–Ya te he dicho que mi padre me ha enviado el billete. Voy a reunirme con él. Hace tres meses que no lo veo y la última vez que hablamos parecía muy preocupado por algo. Espero que no sea su salud; ya tuvo un infarto una vez –Natalie se estremeció al recordarlo.

–Lo siento. ¿Vive en Londres?

–Sí.

–¿Y tú vives en Hampshire?

–Sí, vivo con mi madre en un pueblo pequeño llamado Stillwater. ¿Lo conoces?

–Claro que sí. Tengo una casa a ocho kilómetros de allí, en un lugar llamado Winter Lake.

–¡Oh!

Winter Lake era uno de los enclaves más lujosos de Hampshire. La gente de la zona lo llamaba «la calle de los billonarios». Natalie había acertado con su primera impresión de que él era rico, y no sabía por qué, pero eso la ponía nerviosa.

Él se inclinó un poco hacia delante y apoyó las manos en el brazo del asiento. Natalie vio el grueso anillo de oro con un ónice que llevaba en el dedo meñique. Podía ser una joya de familia. La mirada azul zafiro de él la distrajo de su observación.

–Deduzco que tus padres estarán divorciados si vives con tu madre.

–Sí, así es. Esta noche me quedaré en casa de mi padre. Tenemos mucho que contarnos.

–¿Tu padre y tú estáis muy unidos?

La pregunta la pilló por sorpresa. Natalie miró los ojos azules de él y no supo qué contestar.

–Lo estábamos cuando yo era más joven. Después del divorcio, todo fue... bueno, fue muy difícil por un tiempo. Pero los dos últimos años ha mejorado mucho. Además, es el único padre que tengo y lo quiero, y por eso estoy ansiosa por llegar a Londres y descubrir qué es lo que le pasa.

–Se nota que eres una buena hija. Tu padre tiene mucha suerte de que te preocupes por él.

–Me gustaría ser buena hija, pero no siempre es fácil. Él puede ser muy impredecible y no siempre es fácil entenderlo –Natalie se sonrojó. ¿Por qué le contaba todo eso a un desconocido?–. ¿Tú eres padre? –preguntó para distraer su ansiedad.

Vio que él fruncía los labios y se arrepintió inmediatamente de la pregunta. Supuso que había cruzado un límite sin saberlo.

–No. Yo opino que los niños necesitan un entorno estable, y mi vida en este momento es demasiado exigente y ajetreada para ofrecerles eso.

–Y, presumiblemente, tú también tendrías que estar en una relación estable, ¿no?

A él le brillaron los ojos con regocijo, pero Natalie adivinó que no tenía prisa por aclararle su situación romántica. ¿Y por qué iba a hacerlo? Después de todo, ella no era más que una chica a la que había ayudado espontáneamente porque había cometido la estupidez de dejarse el billete del tren en el baño.

–Desde luego.

Su respuesta resultaba enigmática. Natalie reprimió un bostezo y decidió aprovechar la oportunidad como vía de escape.

–Creo que voy a cerrar los ojos un rato, si no te importa. Anoche fui a cenar con una amiga para celebrar su cumpleaños y me acosté tarde. Estoy cansada.

–Adelante. Intenta descansar. Además, yo tengo trabajo –Ludo señaló el delgado portátil plateado que tenía abierto en la mesa–. Hablaremos luego.

Aquello sonó curiosamente como una promesa.

Natalie se recostó en el lujoso asiento, cerró los ojos y no tardó en quedarse dormida. Pronto empezó a soñar.

Gritaba de alegría en el amplio jardín del hogar de su infancia en Londres mientras su padre giraba y giraba con ella en brazos.

–¡Papá, para, para! ¡Me estoy mareando! –gritó ella.

Al girar veía trozos de cielo azul de verano y el sol en la cara le producía una gran sensación de bienestar. Un coro de ruiseñores animaba el aire. El idilio quedó interrumpido cuando su madre los llamó para tomar el té.

El sueño terminó tan abruptamente como había empezado. Natalie lamentó no poder recuperarlo al instante. De pequeña creía de verdad que la vida era maravillosa. Se sentía segura y sus padres siempre habían parecido felices juntos.

La despertó el sonido de la puerta y vio que entraba una empleada con uniforme empujando un carrito con refrescos. Era una mujer joven y esbelta, con el pelo color caoba recogido atrás y una sonrisa alegre.

–¿Quiere tomar algo, señor? –preguntó a Ludo.

Él volvió la cabeza hacia Natalie.

–Veo que has regresado a la tierra de los vivos. ¿Quieres un café y un sándwich? Casi es la hora de almorzar.

–¿Ah, sí?

Natalie se enderezó en el asiento y miró su reloj. Le sorprendió descubrir que había dormido casi una hora.

–Una taza de café estaría bien –dijo, buscando unas monedas en su bolso.

–Guarda tu dinero –Ludo frunció el ceño–. Invito yo. ¿Cómo te gusta el café, solo o con leche?

–Con leche y azúcar, por favor.

–¿Y un sándwich? –él miró a la empleada–. ¿Puedo ver la carta?

La chica se la entregó y él se la pasó a Natalie. Esta pensaba decirle que no tenía hambre, pero la traicionó su estómago con un gemido audible. Se sonrojó y miró la carta.

–Tomaré el sándwich de jamón con mostaza y pan integral, por favor. Gracias.

–Dos de esos, un café solo y otro con leche –pidió Ludo.

La mujer les sirvió el pedido y se marchó.

–Parecías un poco molesta cuando dormías –comentó Ludo.

Natalie recordó su sueño y pensó que quizá habría gritado sin darse cuenta cuando su padre le daba vueltas en el aire.

–¿He hablado en sueños? –preguntó.

–No, pero has roncado un poco –bromeó él.

–¡Yo no ronco! –dijo ella a la defensiva–. No he roncado nunca en mi vida. Al menos que yo sepa.

–Tu novio seguramente es demasiado bueno para decírtelo –él sonrió y tomó un sorbo de café.

Natalie miró fijamente su perfil y le latió con fuerza el corazón.

–No tengo novio. Y, aunque lo tuviera, tú no deberías asumir que... –se interrumpió.

–¿Que dormís juntos? –preguntó él.

Natalie, que no quería quedar como una chica ingenua e inexperta ante un hombre que parecía tan sofisticado como él, no contestó. Mordió el sándwich y removió el azúcar en el café.

–Está muy bueno –murmuró–. No me había dado cuenta del hambre que tenía. Pero supongo que es porque esta mañana no he desayunado.

–Deberías procurar desayunar siempre.

–Eso mismo dice mi madre.

–¿Antes has dicho que ella es de Creta?

–Pues sí. ¿Has estado allí?

–Sí. Es una hermosa isla.

–Yo solo he ido un par de veces, pero me encantaría volver –a ella le brillaron los ojos–. Aunque pasa el tiempo y siempre surge algo.

–¿Tienes una profesión muy exigente? –preguntó él.

Natalie sonrió.

–Mi madre y yo llevamos un bed and breakfast juntas. Y me encanta.

–¿Y qué es lo que más te gusta de eso? ¿Las tareas cotidianas como recibir a los huéspedes, hacer las camas y preparar la comida? ¿O quizá te gusta más la parte de dirigir el negocio?

En privado, ella admitía que la había inspirado el hecho de que su padre dirigiera un negocio hotelero. Al crecer había ido aprendiendo distintas cosas de él.

–Un poco de todo –contestó–. Pero mi madre es la que más personas recibe. Es la anfitriona y cocinera más sublime del mundo y los huéspedes la adoran. Yo me ocupo de la parte del negocio y de procurar que todo marche bien. Supongo que a mí me sale de un modo más natural que a ella.

Ludo sonrió.

–¿O sea, que te gusta estar al cargo?

La pregunta hizo sonrojarse a Natalie. ¿Quizá él creía que estaba presumiendo?

–¿Parezco mandona y controladora? –preguntó.

Él negó con la cabeza.

–En absoluto. ¿Por qué te vas a poner a la defensiva por ser capaz de hacerte cargo de un negocio? Este no podría tener éxito si alguien no tomara las riendas. Desde mi punto de vista, es una cualidad admirable y deseable.

–Gracias.

Natalie pensó que Ludo había revelado muy poco de sí mismo y había conseguido que ella divulgara ya mucho sobre su vida. Se dio cuenta de que quería saber algo más de él. Quizá era hora de que cambiaran las tornas.

–¿Puedo preguntarte a qué te dedicas? –inquirió.

Ludo parpadeó. Miró fijamente al frente unos segundos interminables y por fin volvió la cabeza y la premió con una de sus sonrisas magnéticas. A ella le dio un vuelco el corazón y descubrió que no podía apartar la vista de los ojos de él.

–Tengo intereses en distintas cosas, Natalie.

–¿O sea, que diriges un negocio?

Él se encogió de hombros. ¿Por qué se mostraba tan misterioso? ¿Pensaba que quería ligar con él porque era rico?

–Prefiero no estropear este viaje tan agradable contigo hablando de lo que hago –explicó él–. Además, me apetece mucho más hablar de ti.

–Yo ya te he contado a qué me dedico.

–Pero lo que haces no es lo que tú eres. Me gustaría saber algo más de tu vida... las cosas que te interesan y por qué.

Natalie se sonrojó. Aquella declaración inesperada, combinada con la afirmación de que disfrutaba viajando con ella, le produjo un placer inesperado. La última vez que recordaba haber sentido un placer así había sido la primera vez que la besó un chico del colegio que le gustaba mucho. Su interés por él no había durado más de unos meses, pero nunca había olvidado el cosquilleo de excitación que le había producido el beso. Había sido un beso tierno e inocente y ella lo recordaba con cariño.

Deslizó los dedos por su pelo, bajó la vista y se sintió de inmediato huérfana de la mirada azul cristalina de Ludo. ¿Cómo sería un beso de sus labios? Desde luego, no tendría nada de inexperto.

Molesta por ese pensamiento, respiró hondo.

–Si te refieres a mis pasatiempos o hobbies favorito, estoy segura de que los encontrarías corrientes y aburridos.

–Ponme a prueba –la invitó él con una sonrisa.

«Cuando me miras así, no puedo pensar en nada que no sean los hoyuelos que te salen en las mejillas cuando sonríes».

Ese pensamiento hizo que Natalie se sonrojara aún más. Apartó la vista para recuperar la compostura.

–Me gustan placeres sencillos como leer e ir al cine. Me encanta ver una buena película que me aparte de las preocupaciones de mi vida y me transporte a la historia de otra persona... sobre todo si es optimista. También me gusta escuchar música y dar largos paseos por el campo o por la playa.

–Nada de eso me parece corriente ni aburrido –repuso Ludo–. Además, a veces las cosas más corrientes de la vida, esas que damos por sentadas, pueden ser las mejores. ¿No te parece? A mí me gustaría tener más tiempo para disfrutar de algunos de esos placeres que has mencionado.

–¿Por qué no puedes liberarte un poco? ¿Tienes que estar tan ocupado todo el tiempo?

Ludo frunció el ceño y pareció considerar la pregunta durante un rato. Mientras pensaba, miraba a Natalie con tal intensidad que ella se sonrojó y apartó la vista para mirar su reloj.

–Pronto llegaremos a Londres –anunció. Tomó su bolso y sacó una libreta y un bolígrafo–. ¿Podrías darme tu nombre y dirección para que te envíe el dinero del billete?

–Podemos esperar hasta que bajemos del tren –contestó él. Mordió el sándwich.

Natalie quería insistir, pero decidió no hacerlo. ¿Qué más daba anotar su dirección en ese momento o más tarde, siempre que la consiguiera? Su madre le había inculcado que pagara siempre sus deudas.

Guardó silencio. Ludo vio que ella no comía y frunció el ceño.

–Come –le aconsejó–. Si no has desayunado, lo necesitarás. Especialmente si te espera un encuentro difícil con tu padre.

–¿Difícil?

–Quiero decir emotivo. Si tiene problemas de salud, la conversación no será fácil para ninguno de los dos.