Rumor imposible - Elizabeth Bevarly - E-Book

Rumor imposible E-Book

Elizabeth Bevarly

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Beschreibung

La noticia de su "embarazo" aturdió a Tess Monahan más que a nadie, pero no tenía ganas de explicarle a toda la ciudad que era una virgen de veintiséis años. Además, su situación despertó el instinto protector de Will Darrow, el hombre cuya atención había intentado llamar desde que era niña. El impulso de Will era caballeroso... pero terminó por caer en la pasión. Y Tess no pensaba poner freno a sus besos incendiarios. De hecho, esperaba que su apasionado acto de amor hiciera que Will deseara casarse y tener hijos propios... con ella.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Elizabeth Bevarly

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Rumor imposible, n.º 1023 - junio 2019

Título original: First Comes Love

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-862-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Tess Monahan jamás se ponía enferma. Jamás.

Tenía pruebas que así lo atestiguaban en el desván de la casa donde había crecido en Marigold, Indiana, en la que aún seguía viviendo sola, después de que sus cinco hermanos mayores se hubieran ido y sus padres se hubieran jubilado y trasladado a Florida. En una de las cajas y cajas de recuerdos del colegio, había trece certificados de asistencia perfecta, desde el parvulario hasta el duodécimo curso.

Jamás se ponía enferma. Jamás.

Ni siquiera durante los cinco años que había pasado en la Universidad de Indiana estudiando pedagogía había faltado un solo día a clase por causa de una enfermedad. Ni en los últimos cuatro años, en que había estado enseñando en la Escuela Primaria Nuestra Señora de Lourdes. Cualquier niño de su clase podía asistir con un virus horrible y Tess jamás se contagiaría.

Nunca había tenido la varicela, ni el sarampión, ni las paperas, ni la habían tenido que operar de las amígdalas. Jamás había tenido fiebre ni alergias. Nunca había tosido salvo que se hubiera atragantado. Sencillamente no se ponía enferma.

Jamás.

Hasta ese día.

Y ese día era como si todos los gérmenes contra los que había luchado en los últimos veintiséis años hubieran decidido incubar en su cuerpo.

Había despertado en medio de la noche sintiendo náuseas, y las últimas tres horas las había pasado abrazada al retrete. Y en ese momento, mientras amanecía, estaba convencida de que iba a morirse.

Por desgracia, la muerte tendría que esperar, porque en unas horas se esperaba su asistencia al almuerzo anual de profesores de Nuestra Señora de Lourdes. No había faltado ni un solo año, y ese no sería una excepción. Y no solo porque fuera inflexible en lo referente a sus obligaciones como educadora, sino porque también iba a recibir el Premio a la Excelencia en Pedagogía. Era un honor que la enorgullecía y no pensaba decepcionar a los estudiantes, ni a sus padres ni al resto del personal del colegio.

Allí estaría. Aceptaría el premio, ya que era lo menos que podía hacer para mostrar su gratitud. Aunque tuviera ganas de morirse.

Gimió al erguirse del retrete y luego suspiró al apoyarse para sentir el frío de los azulejos a través de la camiseta de algodón que usaba con los pantalones del pijama. Decidió que debía de ser por algo que había comido. Después de todo, era mediados de mayo y no estaban en época de resfriados. Al llevarse la palma de la mano a la frente y apartarse los sudorosos mechones rubios de los ojos, se dio cuenta de que ardía de fiebre. Quizá con un poco de suerte en unas horas se sentiría mejor.

De algún modo tuvo fuerzas para abrir la ducha, quitarse la ropa y arrastrarse bajo el agua tibia. Una ducha, una dosis de Alka-Seltzer y unas pocas galletas saladas harían que se pusiera mejor. Sin duda ya había pasado lo peor de la enfermedad. En cuanto llegara al colegio, volvería a sentirse como nueva. Sobreviviría.

Se enjuagó el pelo y cerró el grifo, luego salió de la ducha y se secó. Y aunque no era capaz de preocuparse mucho por su aspecto, quería estar lo mejor que pudiera para el almuerzo y la presentación del premio. Buscando la comodidad por encima de todo, se puso un vestido suelto y sin mangas de un azul pálido y una camiseta amarilla por debajo. Luego se peinó el pelo húmedo que le llegaba hasta los hombros y frunció el ceño al ver su reflejo en el espejo. No creyó que tuviera fuerzas para alzar el secador, de modo que se lo recogió con una cinta azul y se lo secó un poco con los dedos.

Su piel blanca se veía más pálida que de costumbre, así que se aplicó un poco más de maquillaje. Por desgracia, no logró ocultar las ojeras. Cuando terminó de arreglarse, frunció el ceño al observar a la mujer que la miraba a través del espejo. Estaba horrible. Era evidente que se encontraba enferma. Esperaba poder permanecer vertical el tiempo suficiente para aceptar el premio.

Avanzó a duras penas hasta la cocina en busca de las galletas saladas; sabía que tenía que meter algo en el estómago. Sacó una botella de agua mineral con gas de la nevera. Luego se sentó a la mesa y mordisqueó con recelo una galleta.

Mientras comía, volvió a llevarse la mano a la frente y descubrió que estaba un poco más fresca. El Alka-Seltzer debió de haber ayudado algo para bajarle la fiebre. Sorprendentemente, no devolvió las galletas, y eso ayudó algo más. Y el agua con gas pareció mitigar bastante sus náuseas. Quizá fuera una buena idea llevarse algo al almuerzo. Sabía que no podría consumir los deliciosos platos que allí servirían.

Guardó un par de botellas de agua con gas en una mochila de naylon con la imagen de la Cenicienta de Disney, regalo de uno de sus alumnos la última Navidad. Luego se puso unas sandalias y, con cuidado, se dirigió a la puerta.

Giraba el picaporte cuando otra oleada de náuseas dominó su estómago. Pensó que iba a ser un día muy largo y desagradable.

 

 

Eso no logró describir la mañana que vivió. Llegó a la escuela a tiempo, pero nada más entrar tuvo que ir directamente al lavabo de las niñas. Peor aún, la hermana Angelina, la directora, la descubrió sufriendo arcadas y la animó a irse a casa a descansar. Pero ella protestó, diciendo que se sentía bien y que las náuseas solo eran temporales. Y cuando ocupó su sitio a la mesa reservada frente al podio levantado en la cafetería, empezaba a sentirse realmente mejor.

Sin embargo, los acontecimientos posteriores no resultaron tan placenteros, y sí mucho más nauseabundos… empezando con la llegada a la mesa de Susan Gibbs. Susan era otra de las profesoras de primer curso del Lourdes, y desde el inicio del año escolar había creído, asumido, «esperado», ganar el codiciado Premio a la Excelencia en Pedagogía. Y desde el momento en que el mes anterior se anunció que sería Tess quien lo recibiría, la otra se había mostrado un poco fría y distante en su trato.

Desde luego, Susan Gibbs también había sido la rival de Tess desde la infancia en… prácticamente todo. Morena, de ojos oscuros, siempre el contraste perfecto para la rubia Tess, tal como muchos habitantes de Marigold habían señalado a lo largo de los años. No obstante, hasta el momento estaban bastante igualadas, en ganancias y pérdidas.

–Buenos días, Tess –saludó al sentarse a su lado en la silla plegable.

–Hola, Susan –dijo al sacar unas galletas saladas de la caja y una botella de agua con gas, que al abrir emitió un suave psst.

Susan la observó con mirada curiosa y el ceño fruncido.

–Cielos, se te ve horrible esta mañana.

–Gracias, Susan –le sonrió–. Siempre sabes decir lo más apropiado.

–Lo siento –repuso la otra sin un atisbo de verdad–. Pero estás horrible. A propósito, creo que aún no te he felicitado por ganar el premio a la Excelencia este año.

Tess había empezado a llevarse la botella de agua a la boca, pero se detuvo ante el comentario de Susan.

–No, no lo has hecho –quizá Susan no iba a ser tan irritable como había supuesto.

Pero la otra no se explayó más, ni le ofreció su felicitación, de modo que Tess terminó de llevarse la botella a la boca para beber un trago. Iba a comentar lo bonito que era el vestido primaveral con motivos florales cuando una de las voluntarias de octavo curso llegó con una cafetera. Susan acercó su taza en invitación silenciosa para que se la llenara. Cuando la estudiante terminó de hacerlo, le preguntó a Tess si ella también quería café.

En respuesta, se llevó una mano al estómago revuelto.

–Oh, no, gracias –informó a la joven–. Nadie en mi condición debería beber café… créeme.

Susan se puso rígida al oírla. Bajó la vista a las galletas saladas y a la botella de agua, luego a la mano de Tess sobre el estómago y por último a su cara. Abrió la boca asombrada, para esbozar una sonrisa malvada.

–Tess –manifestó–. Cielos, estás «embarazada», ¿verdad?

La estudiante que había servido el café había empezado a alejarse de la mesa, pero al captar el comentario demasiado alto de Susan giró en redondo.

–¿Va a tener un bebé, señorita Monahan? –preguntó casi a gritos–. ¡Es genial! ¿Para cuándo?

Antes de que Tess pudiera exponer su objeción, Susan respondió con voz de autoridad:

–Bueno, si está tan revuelta, imagino que solo lleva uno o dos meses. Eso situaría el parto en… diciembre o enero. ¡Oh, un bebé para Navidad! –exclamó encantada–. ¡Qué maravilloso, Tess!

A Tess los ojos estuvieron a punto de salírsele de las órbitas. Se hallaba tan aturdida que no supo qué decir. Por desgracia, dos mujeres en la mesa de al lado se volvieron para mirarla atónitas por lo que acababan de oír, y comprendió que era mejor que dijera algo para evitar la afirmación antes de que la situación se le escapara de las manos. Sin embargo, durante unos momentos solo fue capaz de posar la mirada horrorizada en Susan, en la estudiante de octavo curso y en las mujeres perplejas de la mesa de al lado. Y por cada momento que no pudo responder, la sonrisa de Susan se tornaba más amenazadora.

–Estás embarazada, ¿verdad? –insistió–. ¡Tess Monahan embarazada y soltera! ¡Oh, no puedo creerlo! –entonces debió de ocurrírsele algo nuevo, porque la sonrisa adquirió una expresión malévola–. Santo cielo, ¿quién es el padre? ¡Tus hermanos van a matarlo!

Solo Susan Gibbs formularía una pregunta tan directa e indiscreta. Su cerebro aún no terminaba de asimilar la gravedad de los cargos que le estaban lanzando. Al final, al ver a las dos mujeres ponerse a hablar entusiasmadas con las demás personas de su mesa, Tess alzó ambas manos, como si con ese gesto pudiera repeler la acusación de Susan.

–No estoy embarazada –aseguró, tanto a Susan como a la joven de octavo curso que aún la miraba boquiabierta con la cafetera en la mano–. Es la gripe.

–Oh, vamos –indicó Susan con tono indulgente e incrédulo–. Estamos en mayo, Tess. Nadie se resfría en mayo. Admítelo. Estás embarazada.

–Entonces fue algo que comí ayer –explicó con celeridad–. Porque es imposible que esté embarazada.

–En tu vida has estado enferma un solo día, Tess Monahan –repuso Susan–. Recuerdo el picnic del Cuatro de Julio cuando todos comimos una ensalada de patatas en mal estado, y tú fuiste la única que no sufrió náuseas. Tienes la constitución de un caballo. Nada te ha sentado mal jamás. Salvo, evidentemente, quedar embarazada. Eh, tengo tres hermanas con hijos –añadió–, y he visto lo arbitrarios que son los mareos. Veo que a ti te sucede lo mismo.

–No son mareos –insistió–. Porque no estoy embarazada.

Quizá no supiera exactamente qué la aquejaba, pero sabía que no era… eso. Había que entregarse a una actividad específica para… que… eso… sucediera. Y ella no se había entregado a dicha actividad, ni últimamente… ni nunca. Si estuviera embarazada, el National Enquirer le pagaría un millón de dólares por la historia de su embarazo siendo virgen. Y además le darían una audiencia con Su Santidad.

Por ese lado no había problemas.

Sin embargo, era evidente que Susan se mostraba reacia a renegar de lo que consideraba obvio.

–Vamos, Tess. No tienes por qué estar avergonzada. En estos tiempos sucede continuamente. Incluso a las buenas chicas católicas e irlandesas como tú.

–Susan, no estoy…

Se volvió con la esperanza de incluir a la joven estudiante en su aseveración, pero para su consternación y absoluto horror, la muchacha se había ido a servir más café. Entre otras cosas. En ese mismo instante la vio charlar con Ellen Dumont, una de las profesoras de matemáticas, quien de inmediato se giró en la silla para mirar a Tess con atónita incredulidad.

«Oh, no», pensó Tess. Era como si hubiera transmitido la noticia de su embarazo por la CNN. Ellen se relacionaba con toda la ciudad.

–Bueno, deja que sea la primera en felicitarte –continuó Susan–. Muchas, muchas, «muchas» felicidades por tu futura bendición.

–Susan, para. No estoy…

Pero la otra agitó una mano en el aire.

–Oh, tu secreto está a salvo conmigo –afirmó–. No se lo contaré a nadie.

Como si Tess pudiera creérselo.

–Creo que es sorprendente –prosiguió Susan con un lento movimiento de cabeza–. Quiero decir, eres tan… puritana. Tan recta. Tan «aburrida» –agregó, por si Tess no hubiera captado lo que quería decir–. Ni siquiera sabía que salieras con alguien especial, menos que tuvieras…

–Susan –cortó–. No estoy embarazada. No salgo con nadie especial y no… hago nada con alguien especial.

–¿Quieres decir que fue una aventura de una noche? –manifestó perpleja, incluso más alto que antes.

En ese momento las mujeres de las mesas que había a ambos lados la contemplaban estupefactas. Tess cerró los ojos. Los rumores en Marigold, Indiana, viajaban a mayor velocidad que la luz. No obstante, lo peor era que casi siempre terminaban por ser verdad. Un poco más adornados, pero esencialmente verdaderos. Si en Marigold te llegaba un rumor, podías poner la mano en el fuego de que terminaba siendo una realidad.

A media tarde todo el mundo en la ciudad iba a tener la certeza de que estaba embarazada. Con el convencimiento de que había sido una sórdida aventura de una noche. Debía ponerle fin en ese mismo instante.

–No fue la aventura de una noche –soltó con los dientes apretados.

–Entonces fue alguien especial –conjeturó Susan.

–No. No ha habido nadie. No estoy embarazada.

Susan no lo aceptaba ni las otras mujeres tampoco, ya que exhibían una expresión soñadora.

–Veamos, ¿quién podría ser…? –murmuró Susan–. La última vez que te vi salir con un hombre, fue en el bazar de Navidad. Te llevó Donnie Reesor.

–Donnie solo es un amigo, y tú lo sabes. Y como toda la ciudad sabe, está a punto de pedirle a Sandy Mackin que se case con él.

–Bueno –Susan rio entre dientes–, esto podría cambiar esos planes, ¿no crees?

–Susan, por favor… –volvió a cerrar los ojos.

–Muy bien –aceptó la otra–. Como te he dicho, no se lo contaré a nadie. Dejaré que lo comuniques tú cuando estés preparada. Desde luego, no podrás esperar mucho –añadió con tono jovial–. Estas cosas tienen un modo de… manifestarse.

–No hay ninguna noticia que contar ni nada que mostrar –afirmó Tess–. Yo…

–Oh, no puedo esperar para ver cómo reaccionarán tus hermanos –volvió a interrumpir Susan–. Esos chicos Monahan siempre aceptaban entusiasmados una buena pelea. En cuanto se enteren, van a machacar al padre de tu bebé.

Aunque ya empezaba a comprender que era inútil, Tess intentó negar la aseveración de Susan una última vez.

–Susan, no hay tal padre, porque no hay tal bebé. Estoy enferma, eso es todo. La gripe, una intoxicación por alimentos, algo. Te aseguro que no se trata de un embarazo.

Susan se adelantó y frunció la nariz en algo parecido a una sonrisa y le palmeó la mano.

–No te preocupes, Tess. Tu secreto está a salvo conmigo. Oh, mira, ahí está la hermana Mary Joseph. Debo hablar con ella sobre un asunto de gran importancia.

Y antes de que pudiera detenerla, Susan Gibbs se levantó de la mesa y atravesó la estancia en dirección a un grupo de monjas. Tess enterró la cara en las manos y quiso llorar. El Premio a la Excelencia en Pedagogía no era lo único que le deparaba ese día. Al final de la jornada todo el mundo pensaría en ella en términos de Madre del Año.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

La atmósfera en el taller mecánico de Will Darrow era, como siempre, relajada. Había cerrado hacía una hora, en el horario oficial de semana de las seis de la tarde, y disfrutaba del fin de un día productivo, de trabajo honesto y bueno. Una música de jazz salía de un CD portátil que había sobre la mesa atestada del despacho prefabricado mientras él se hallaba metido bajo su Corvette del 68 y su mejor amigo, Finn Monahan, sentado en una silla desvencijada que había acercado, disfrutaba de una botella de cerveza.

«La vida no puede ser mejor», pensó.

Tenía su propio negocio, que marchaba muy bien, y su mejor amigo de la infancia era su mejor amigo de mayor. De hecho, Will seguía teniendo una buena relación con todo el clan de los Monahan, y aunque no le había parecido que pudiera ser posible, después de la muerte de su padre diez años atrás lo habían incorporado aún más a su círculo íntimo. Su padre jamás se había vuelto a casar tras el fallecimiento de su madre cuando Will contaba cuatro años, de manera que la familia Darrow nunca había superado el número de dos personas. No obstante, los Monahan siempre lo habían recibido con los brazos abiertos. Eran la familia que no había llegado a tener, incluida la pequeña Tess.

Desde luego, Tess ya no era tan pequeña, algo que Will se había esforzado con ahínco en no notar cada vez que se encontraba con ella. O cuando pensaba en ella. O cuando fantaseaba acerca de…

De inmediato se recordó que no fantaseaba mucho con Tess. De hecho, casi nunca. Tal vez solo en esas ocasiones en que la veía y trataba de no percatarse de que ya no era pequeña. Por desgracia, con el aspecto que tenía, resultaba imposible no notarlo, porque era tan condenadamente…

Se dijo que era mejor pensar en otra cosa. Porque cuando una de las visiones invadía su mente ella siempre estaba poco vestida. Había una imagen en particular en que solo lucía una lencería escueta de color amarillo y unos zapatos de tacón alto y…

No podía empezar otra vez.

Cerró los ojos con fuerza y se concentró en otras cosas que pudieran desterrar a Tess Monahan. «La capital de Vermont es Montpelier. Babe Ruth hizo 714 home runs en su carrera deportiva. El peso atómico del boro es de 10,81. Un explorador es valeroso, de confianza, alegre, obediente, lujurioso…».

No. Por ahí no llegaría a ninguna parte. ¿Por dónde iba? Ah, sí. Tess Monahan con una lencería transparente y…

«¡No!»

Suspiró exasperado y se recordó que el hermano mayor de Tess estaba con él y empezó otra vez.

Marigold, Indiana, era su hogar desde los siete años y medio y Finn Monahan su mejor amigo desde los siete años y medio y un día. Diablos, aún podía recordar el momento en que el señor y la señora Monahan habían vuelto con Tess del hospital cuando Finn y él tenían diez años, un bulto diminuto en lencería rosa… eh, franela rosa… rodeada de cinco chicos vocingleros… seis, si se contaba a Will. Y el señor y la señora Monahan siempre lo habían hecho.

–¿Hola? ¿Hay alguien?

«Estupendo», pensó Will. Como si fantasear con Tess no fuera suficiente para distraerlo, tenía que presentarse en persona en el taller.

–¡Eh, Tessie! –oyó la voz de Finn–. ¿Cómo ha ido hoy el colegio?

Will sonrió. Casi podía quitar diez o quince años de sus vidas y oír a Finn hacerle la misma pregunta al verla entrar con sus piernas flacas y sus trenzas rubias. Dejó la llave mecánica en el suelo de cemento y salió de debajo del Corvette.

–Hola, pequeña –saludó al levantarse, a punto de atragantarse con la última palabra al verla.

«Pequeña». Lo que faltaba. Con un cuerpo como el suyo y una boca tan tentadora, Tess Monahan era cualquier cosa menos pequeña. Aun así, y para recordarse el trato que habían tenido a lo largo de la vida, se acercó adonde se había acomodado y le revolvió el pelo.

Como siempre, comprendió que había sido un error, y no solo porque ella le lanzó una mirada asesina, sino porque el pelo de Tess era como seda fina, suave y resplandeciente. Se preguntó qué se sentiría al acariciar esos largos mechones o al meter los dedos en ellos y acercarla lo suficiente para tapar su boca con la suya…

«Nada», cortó con brutalidad. Jamás haría nada con Tess Monahan. Era una niña, aunque físicamente no lo pareciera. Y era la hermana de su mejor amigo.