Un viejo amor - Elizabeth Bevarly - E-Book

Un viejo amor E-Book

Elizabeth Bevarly

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Beschreibung

Evidentemente, no se trataba de una Nochevieja más. Porque si había algo que había podido sorprender más a Claire Wainwright que el descubrimiento de un bebé abandonado a la puerta de su casa, fue el hombre que acudió en su ayuda: Nick Campisano. El hombre con el que había roto años atrás... y que jamás había dejado de estar en su corazón. En aquel entonces, Nick había querido mucho más de lo que ella había creído que podía darle. Ahora, aislada por la nieve en compañía de Nick y del bebé, era Claire la que quería más de él, en todos los sentidos posibles. ¿Estaba aquel antiguo amor destinado a no ser jamás olvidado?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Elizabeth Bevarly

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un viejo amor, n.º 942 - mayo 2020

Título original: Dr. Mommy

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-126-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

El presentador de televisión Dick Clark acababa de anunciar que faltaban menos de cinco minutos para aquel especial de Nochevieja cuando la doctora Claire Wainwright oyó el timbre de la puerta principal, en el piso de abajo. Ignorando la interrupción, y pensando que sin duda se trataba de algún juerguista con ganas de gastar una broma, porque no esperaba absolutamente a nadie, advirtió que Dick tenía la apariencia joven, desenfadada y jovial de siempre. Y ella intentó no pensar demasiado en el hecho de que ella no se sentía así. Ni joven, ni desenfadada, ni jovial.

Cuando el timbre de la puerta sonó de nuevo, suspiró con la esperanza de que aquel triste y solitario dingdong fuera puramente imaginario. Porque, hablando de tristeza y de soledad, acababa de instalarse en la cama con una copa de champán y una revista, y estaba sola en casa. Otra Nochevieja que pasaba sola.

Por supuesto, podría haber aceptado aquella única oferta que había recibido para salir en Nochevieja… Claire no estaba segura del motivo por el cual había rechazado la invitación que le había hecho Evan Duran para pasar la tarde con él en Cape May. En aquel momento se dijo que habría sido una velada muy agradable: el reflejo de la luna en el mar, una cena con langosta, paté y un champán tan bueno como el que había comprado para aquella solitaria celebración…

Por supuesto, la velada se habría prolongado inevitablemente hasta altas horas de la noche. Lo cual, ahora que pensaba en ello, constituía indudablemente el motivo por el cual había declinado su oferta. En cualquier caso, era un tipo guapo, inteligente y honrado. Exactamente el tipo de hombre que debería interesarla, con quien debería pasar el resto de su vida. No sabía por qué le encontraba tan poco atractivo. No había nada allí: ni chispa, ni calor, ni magia.

El timbre de la puerta sonó por tercera vez, y Claire se dijo que no tendría sentido intentar ignorarlo por más tiempo. Se preguntó quién podría ser a aquellas horas de la noche. Pasándose una mano por su melena lisa y oscura, vestida con un pijama de seda color violeta, se levantó de la cama y se calzó las zapatillas. Obviamente no estaba trabajando, pero eso no quería decir que estuviera libre para hacer lo que le viniera en gana con su tiempo libre. Sabía que, desgraciadamente, una tocoginecóloga trabajaba las veinticuatro horas del día, pero tampoco estaba acostumbrada a que sus pacientes fueran a buscarla a su casa de Haddonfield. Si una embarazada se ponía de parto, habitualmente se dirigía al hospital general de Seton, en el cercano Cherry Hill. Si Claire no estaba de guardia, y aquella noche no lo estaba, entonces uno de los otros cuatro médicos en prácticas se encargaba de atender el parto. Todos sus pacientes sabían eso, y era un sistema que, hasta el momento, había funcionado bien. Excepto cuando la gente llamaba a su puerta en Nochevieja.

Se puso una bata de seda y bajó al vestíbulo. Había comprado aquella espaciosa y exuberante casa de estilo Tudor hacía cerca de un año. Todavía sin poder superar el miedo a la oscuridad que había sentido y padecido desde que era pequeña, Claire tenía la costumbre de conservar encendidas varias lámparas estratégicamente situadas por toda la casa. El timbre sonó de nuevo cuando llegó al pie de la escalera redonda, y a través de los paneles de cristal coloreado de la puerta alcanzó a distinguir la silueta de alguien alto, al menos tanto como ella: casi uno ochenta de estatura. En el salón que estaba a la izquierda de la puerta, por las ventanas de la balconada que daba al jardín, advirtió que estaba nevando mucho, y que soplaba un fuerte viento. Y no pudo menos que preguntarse quién podría haber salido a buscarla en una noche tan mala como aquélla.

Ya se volvía hacia la puerta cuando vaciló al darse cuenta de que la silueta había desaparecido. Pensó que quien hubiera tocado el timbre quizás estuviera algo achispado, y finalmente se hubiera dado cuenta de que se había equivocado de casa. Y se había marchado avergonzado antes de que lo descubrieran.

O quizá no. Sólo para asegurarse, Claire se asomó a uno de los paneles laterales de cristal, y no vio nada. Ya se disponía a dar media vuelta cuando distinguió nuevamente una figura al pie del sendero de entrada. Indudablemente seguía allí, con la atención concentrada en ella. Inquieta, se apresuró a encender las luces del portal y los jardines, y en seguida descubrió que se trataba de una mujer joven, vestida con una cazadora negra y tocada con una boina del mismo color, con una melena rubia larga hasta los hombros. Pero tan pronto como se encendieron las luces, la joven dio media vuelta y se alejó unos metros, apresurada; pero de repente se detuvo, como si se lo hubiera pensado mejor, y continuó mirando hacia la casa de Claire.

Aquello era muy extraño. Claire estaba intentando decidir qué hacer cuando se dio cuenta de que había algo más afuera. Una gran cesta de mano, de forma ovalada, se encontraba al pie de los escalones de entrada, y su contenido parecía estar cubriéndose de nieve por momentos. Su contenido que parecía ser … ¿ropa? ¿Por qué habría alguien de dejar una cesta de ropa en la puerta de su casa, aquella Nochevieja? Eso no tenía ningún sentido. Había vivido en South Jersey desde que estudiaba en el instituto, y aunque en aquella parte del país existían algunas tradiciones interesantes y bien originales, dejar cestas de ropa en las puertas de las casas para celebrar el Año Nuevo no podía ser una de ellas.

Y, pensándolo bien, tampoco tenía que ver con las tradiciones de las numerosas culturas con las que Claire había acabado por familiarizarse desde que era niña, como hija que era de una pareja de médicos voluntarios del Cuerpo de Paz.

Todavía estaba exprimiéndose el cerebro buscando alguna explicación, cuando, para su sorpresa y horror, el interior de la cesta se movió y una manita diminuta asomó entre la ropa. Claire se dio cuenta de que aquella cesta no contenía ropa… sino un bebé.

Rápidamente retiró la cadena de la puerta y salió de la casa en pos de la joven que, hasta hacía un momento, había permanecido al pie del sendero de entrada. Fue inútil. Al ver a Claire, había salido disparada como alma que llevara el diablo.

«Oh, no, no, no», se lamentaba Claire, aterrada. Aquello no podía estar sucediendo. Tenía que ser un sueño, o algún tipo de broma. Seguro que sus colegas del hospital, los únicos que sabían lo que sentía ella por los niños, habrían querido gastarle una pesada broma. Seguro.

Luego Claire oyó un pequeño y débil sonido, y bajó nuevamente la mirada a la cesta. En aquella ocasión, cuando la ropa se movió, distinguió dos ojos azules bajo un gorro de lana rosa. Durante unos segundos sólo pudo mirar aquellos ojos sacudiendo la cabeza, incrédula, hasta que se dio cuenta de que, como había salido en zapatillas, se le estaban empezando a helar los pies.

Y se dio cuenta también de que aquello no era una broma, ni ingeniosa ni pesada. Así que se inclinó para levantar la cesta y la metió dentro de la casa. «No te dejes llevar por el pánico», se instruyó, con el corazón acelerado y las piernas temblorosas. «Piensa, Claire. Piensa. Respira, relájate y piensa». Pero todo pensamiento quedó interrumpido cuando el bebé empezó a hacer ruidos otra vez. No se trataba de nada alarmante: eran pequeños murmullos que daban la impresión de que la criatura estaba contenta. Aunque eso podría cambiar en cualquier momento, procuró recordarse. Así que sería mejor que decidiera qué era lo que iba a hacer al respecto.

«La policía», pensó. Sí, eso era: debería llamar a la policía. Ellos sabrían arreglárselas en una situación como aquélla. Aunque era especialista en tocoginecología, Claire no estaba familiarizada con los niños. Eso era asunto de los pediatras, afortunadamente. Claire estaba fascinada por el misterio de la concepción y del desarrollo de la vida dentro del vientre materno. Pero una vez que aquellos seres salían al exterior, bueno… Se sentía enormemente aliviada de no tener que ponerles las manos encima. En el sentido literal de la palabra.

No se trataba de que no le gustaran los niños: simplemente le resultaban ajenos, como si fueran extraterrestres. Siendo la menor de dos hermanos, nunca había tenido que convivir con bebés. Y como sus padres habían viajado tan a menudo, de pequeña Claire nunca había podido relacionarse con otros niños durante demasiado tiempo. Nunca había soportado a los niños. Ni siquiera cuando ella misma lo había sido.

Y ahora allí estaba, delante de un bebé… ¡un bebé! Y no tenía ni idea de qué hacer. Por supuesto, sabía lo básico, que los bebés necesitaban que los alimentaran y les cambiaran los pañales. Lo cual, ahora que pensaba en ello, constituía una buena razón para dejarse llevar por el pánico, ya que no tenía ni pañales ni comida para niños en la casa.

Llevó la cesta al otro lado del salón, la dejó cuidadosamente al lado del sofá y encendió la lámpara de mesa. Rebuscando entre las varias mantas que envolvían al bebé, encontró, para su fortuna, una bolsa de pañales, botes pequeños de comida y cinco mudas de ropa, todas de color rosa.

«Felicidades, Claire. Es una niña», se dijo irónica. Hasta aquel momento había evitado mirar al bebé, pero cuando el crío empezó a hacer ruidos otra vez, Claire no tuvo más opción que mirarlo. No tenía idea alguna de su edad, pero sonreía y articulaba gran variedad de sonidos, así que supuso que tendría varios meses de edad. El crío formó una «o» casi perfecta con los labios, bajo la maravillada mirada de Claire que, sólo por un momento, llegó a experimentar una cálida sensación interior, e incluso le devolvió la sonrisa.

Pero luego recordó que no tenía la menor idea de cómo cuidarlo, y el pánico volvió a asaltarla. «La policía», susurró en voz alta. Seguro que la policía podría enviarle a alguien en aquel mismo momento, alguien que supiera tratar con bebés abandonados, alguien que pudiera atender las necesidades de aquel crío mejor que Claire. Porque aunque había muchas cosas en su vida acerca de las cuales se sentía insegura, había una de la que estaba absolutamente convencida. No estaba hecha para ser madre. Ni hablar. Como gráfica ilustración de aquel hecho, cuando fue a levantar al bebé de la cesta, la criatura empezó a llorar.

«De acuerdo, Claire. Ahora sí que puedes dejarte llevar por el pánico», se dijo. Iba a ser una noche muy larga.

 

 

Nick Campisano acaba de salir de su tienda de licores favorita con su brebaje favorito, cuando su busca se encendió. «Estupendo», pensó. Debería haberse dado cuenta de que de ninguna forma le permitirían disfrutar del resto de aquella Nochevieja. Si ni siquiera le habían dejado disfrutar de la Nochebuena, ni de la Navidad, ni del día de Acción de Gracias, ni de Halloween… De hecho, no podía recordar la última vez que había podido disponer tranquilamente de unos días de vacaciones. ¿Por qué habría de resultar diferente aquella noche?

Porque necesitaba un descanso: ése era el porqué. Necesitaba tiempo para pensar, para hacer balance, y para intentar recordar, en primer lugar, por qué se había convertido en policía. Recordaba vagamente que había querido cambiar de vida, servir de modelo para niños que no habían contado con ninguno en su vida, ayudar a los chicos y chicas con problemas a salir adelante…

Claro. El problema era que, como detective de narcóticos, al parecer sólo había conseguido ser testigo de las desgracias ajenas. Demasiados chicos tomaban drogas, vendían drogas, morían por las drogas. Y nada de lo que había podido hacer Nick había servido para evitarlo.

Esa noche, como todas las otras noches, necesitaba tiempo para descansar, para reflexionar sobre su vida. Tiempo para recordar por qué llevaba aquella vida, si así podía llamársele. Tanto trabajo y tantas preocupaciones le estaban agriando el carácter.

Suspiró resignado mientras leía el número de su busca, y después se dirigió hacia su viejo todoterreno, donde había dejado su teléfono móvil para entrar sólo un momento en la tienda de licores. Como era de esperar, la palabra «reclamado» apareció en la pantalla. Después de borrarla, Nick marcó el número convenido, el de su lugar de trabajo, y no tardó en escuchar el saludo de una voz femenina.

–Campisano. ¿Qué pasa?

–Vaya, ésas son exactamente las palabras que a cualquier mujer le gustaría escuchar en una noche como ésta, viniendo de un hombre grande y fuerte como tú –replicó la sensual voz al otro lado de la línea.

–Lo siento, teniente –repuso Nick. Después de todo, Suzanne Skolnik era su jefa, pero tenía la suficiente confianza con ella como para no reprimir su tono de irritación por haber sido requerido durante su tiempo libre–. ¿Qué pasa? –insistió.

–¿Dónde estás?

–De camino a casa; estoy a punto de llegar –explicó, subrayando las palabras–. ¿Por qué?

–Define «de camino a casa».

–La tienda de licores Cavanaugh, en la Ruta 30 –rezongó Nick, y le preguntó de nuevo–: ¿Por qué?

–Entonces te encuentras cerca de Haddonfield, ¿verdad?

–Sí, ¿por qué? –gruñó de nuevo.

–Y estás en tu todoterreno, ¿verdad?

–Sí. ¿Por qué?

–Sabes muchas cosas de niños, ¿no?

–Lo suficiente.

–Y tienes un montón de sobrinos y sobrinas…

–Dieciocho, por el momento –respondió Nick.

–Tu hermana Angie dio a luz el mes pasado, ¿verdad?

Nick estaba perdiendo rápidamente la paciencia ante aquel interrogatorio. Tenía frío, se sentía cansado, cada vez estaba nevando más y al menos dos de las seis botellas de Sam Adams que tenía en el asiento contiguo le estaban llamando ya por su nombre.

–Oh, no se ofenda, teniente, pero… ¿a qué viene esto?

–Necesito que te hagas cargo de un aviso en Haddonfield –dijo al fin.

–Oh, vamos –suplicó, aunque sabía que hacerlo no tenía ningún sentido–. Hace dos semanas que no he podido disfrutar de un solo día libre. Y se suponía que tenía tres. Me los prometiste, y me los he ganado.

–Lo sé, Nick, y lo lamento de verdad . Pero eres el único que puede hacerse cargo de esto.

–Define «esto».

–Tenemos un aviso de un bebé abandonado en Haddonfield –le dijo ella–. Y no hay nadie en la zona que pueda responder al momento. Dado que hace veinte minutos que te fuiste, y conociendo tu afición por la tienda de Cavanaugh… me figuraba que estarías por allí.

Antes de que él pudiera objetar algo, le dio la dirección concreta. Nick emitió un silbido de asombro.

–Ése es un barrio muy rico. ¿Quién habrá podido abandonar a un bebé allí?

–Bueno, es sólo una intuición, pero… –comentó la teniente, irónica–… ¿quizá alguien que no podía mantener a su hijo y deseaba para él una vida mejor?

–¿A costa de cometer una ilegalidad?

–Ya, bueno, lo creas o no, Nick, hay gente que desprecia las leyes de este estupendo estado. Sé que eso puede sorprender a un tipo como tú, pero…

–Vale, vale, vale –musitó–. ¿Pero por qué tengo que encargarme yo de eso? Había hecho otros planes.

Tuvo que reconocer que aquellos planes no eran ninguna maravilla. Tan sólo dormir un poco, cenar algo y ver lo que quedaba del programa Saturday Night Dead, no necesariamente por ese orden. Pero no había razón para que la teniente tuviera que saberlo…

–El encargo es tuyo –replicó ella– porque, como ya te he dicho, eres el único que tenemos disponible en esa zona. Y, a estas horas, nadie de Servicios Sociales se va a poner al teléfono. La mujer que nos llamó estaba frenética: dice que no puede hacerse cargo del bebé. Así que alguien tiene que ir a recogerlo. Si lo haces, podrás disfrutar de cuatro días libres. Te lo prometo

–De acuerdo, de acuerdo –cedió Nick, maldiciendo en silencio–. Iré lo antes posible. Pero en cuanto a esos cuatro días, será mejor que pueda disfrutarlos. Sin que me molesten ni una sola vez.

–Tienes mi palabra, Nick –volvió a prometerle la teniente Skolnik–. Palabra de Scout.

Nick prefirió no reflexionar sobre el hecho de que Suzanne Skolnik no respondía en absoluto al perfil de Scout. ¿Eran imaginaciones suyas, o estaba nevando con mucha más fuerza que hacía unos minutos? No había problema. Su todoterreno era de confianza. Minutos después aparcaba frente a la dirección indicada.

«Qué pedazo de casa», exclamó para sí. Exteriormente estaba tan iluminada como un árbol de Navidad. Con dos pisos, tenía ese clásico aspecto aristocrático de la arquitectura británica, con balconadas de ventanas recortadas en forma de diamante, y cristales de colores en el portal de entrada. El lugar idóneo para celebrar grandes fiestas en el jardín. En otras palabras: lo más alejado posible de la realidad cotidiana de Nick.

Nacido y criado en South Jersey, Nick era de clase obrera y estaba orgulloso de ello. Su padre también había sido policía, al igual que su abuelo, y su bisabuelo antes de él. Todos los Campisano se habían enrolado o en la policía o en el cuerpo de bomberos, y todos los Gianelli, de la rama materna, habían trabajado en la panadería Gianelli. Y allí era donde la madre de Nick había pasado buena parte de su vida, cuando no tenía que atender a sus otros seis hijos.

Nick rió irónico mientras contemplaba la casa que se levantaba frente a él. Su extensa familia había tenido que conformarse con vivir en un casa muy pequeña, mientras que probablemente los ocupantes de aquel palacio carecerían de hijos. Y él había tenido que compartir un pequeño dormitorio con otros dos hermanos durante su infancia y su adolescencia, mientras que sus tres hermanas habían compartido otro. El pequeño bungalow de ladrillo de Gloucester City sólo había tenido un cuarto de baño, hasta que su padre y su tío Leo instalaron otro en el sótano. Qué lujo había sido aquello, recordaba Nick, sonriendo irónico. Dos cuartos de baño. Se habían acabado las esperas; al menos, las superiores a veinte o treinta minutos.

Aun así, Nick no habría cambiado una sola coma de la educación que había recibido. A pesar de sus apuros económicos, y de que tanto él como sus hermanos y hermanas empezaron a trabajar con dieciséis años, nunca tuvo la sensación de carecer de algo en la vida. Hasta ese momento los Campisano formaban una familia unida, y sin duda eso se debía a que habían aprendido el valor del compromiso y de compartir las cosas a una edad tan temprana.

Y no había nada en el mundo que a Nick le importara más que su familia. Nada.

Bajó la mirada a la hoja de papel donde había apuntado las informaciones que sobre el bebé abandonado le había dado la teniente Skolnik. Los datos habían sido recabados con precisión, pero evidentemente la mujer que les había avisado debía de haberse encontrado algo alterada, ya que el crío lloraba como un demonio cuando les telefoneó. Se llamaba Carry Wayne, y era médica. Nick esperaba no haberse equivocado de casa. Contemplando de nuevo el gran edificio de estilo Tudor, decidió que, trabajara de médica o no, aquella mujer tenía que ser muy rica.

Abrió la puerta del todoterreno empujándola, ya que soplaba un fuerte viento de cara. La nieve cubrió rápidamente sus pesadas botas de montaña. Se abrochó la parka color azul marino, se puso sus gruesos guantes de piel y se subió la capucha, pensando que no tenía sentido agarrar una pulmonía cuando tenía por delante cuatro días de vacaciones. Para cuando llegó ante la puerta principal, jadeaba del esfuerzo de haber cubierto aquella corta distancia con una nieve tan profunda, y con aquel viento. Tendría que terminar cuanto antes con aquel asunto si albergaba alguna esperanza de quedar libre por la mañana. Llamó dos veces al timbre, y esperó. Al oír al otro lado el llanto de un niño, se dijo que, afortunadamente, no se había equivocado de casa. De repente la puerta se abrió, y Nick abrió la boca para pronunciar un saludo.

Pero ni una sola sílaba salió de sus labios.

Porque una vez que vio a la persona que estaba frente a él, ya no pudo hablar, ni respirar, ni pensar. Lo único que pudo hacer fue contemplar a aquella mujer de cabello oscuro y ojos azules, y rememorar la forma y detalles de su cuerpo, bajo la seda de su pijama color violeta. No era la doctora Carrie Wayne, pensó estúpidamente. La persona que recibió el aviso había recogido mal el nombre. Era la doctora Claire Wainwright. Como si necesitara algo más para empeorar aquella noche.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

El bebé no había dejado llorar desde que a Claire se le ocurrió levantarlo de la cuna. Nada más oír el timbre, se lanzó como una bala a abrir la puerta, con él en los brazos… y se quedó paralizada al ver a Nick. De toda la gente que podía haber acudido a su llamada, ¿por qué había tenido que ser precisamente él?

Por supuesto, sabía que era policía, y que trabajaba y vivía a unos veinte minutos de su casa. Pero nunca, ni en sus más desquiciados sueños, se le había ocurrido pensar que cuando llamara a la policía para informar del descubrimiento de un bebé abandonado, Nick aparecería para encargarse del caso. Se preguntó por qué habrían enviado a un detective de narcóticos. Y de mandar uno, ¿por qué había tenido que ser el mismo que la había reducido quince años atrás?