Proposición de matrimonio - Elizabeth Bevarly - E-Book

Proposición de matrimonio E-Book

Elizabeth Bevarly

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Beschreibung

Yo, Jayne Pembroke, debía estar loca. Erik Randolph, el soltero más solicitado de Youngsville, entró en la tienda en la que yo trabajaba, eligió un anillo para su futura esposa y después me pidió que me casara con él. Aunque sabía que nos casábamos para que él consiguiera esa herencia y no porque hubiera sido amor a primera vista, no pude evitar que se me acelerara el corazón al dar el "sí quiero". Al fin y al cabo, para mí casarme no era nada habitual... ni tampoco lo era enamorarme de mi propio marido.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Harlequin Books S.A.

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Proposición de matrimonio, n.º 1119 - abril 2017

Título original: When Jayne Met Erik

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9698-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

Jayne Pembroke no tenía un buen día.

No solo se había quedado dormida y no se había levantado a la hora prevista, sino que además se había despertado justo en el momento en que estaba teniendo el sueño más maravilloso desde hacía mucho tiempo. En el sueño estaba acompañada por un guapo desconocido, de cabellos y ojos oscuros, con el que había realizado las actividades eróticas más maravillosas.

Al menos, Jayne pensaba que eran eróticas y maravillosas. Estaba convencida de que así era. No tenía mucha experiencia en ese tipo de actividades, pero lo que le había hecho en sueños el desconocido de pelo oscuro era maravilloso.

Por otro lado, la realidad no era ni erótica ni maravillosa. Porque además de llegar tarde, Jayne estaba, como siempre, sola.

Cuando miró el reloj y vio la hora, se levantó bruscamente de la cama y se dio en la cabeza con la mesita de noche. Enfadada, pegó una patada a la mesita y se dio justo en el dedo meñique del pie, donde más duele. Se dirigió al baño a la pata coja y tropezó con Mojo, el gato de su hermana Chloe que estaba a su cuidado mientras ella estaba en la universidad. Cayó al suelo y se hizo daño en una rodilla.

A partir de ahí, las cosas fueron de mal en peor.

El agua de la ducha estaba tibia debido a que todos los que vivían en el número 20 de Amber Court se habían duchado ya porque se habían despertado antes. La única camiseta limpia que tenía no hacía juego con la única falda limpia que había encontrado, y las medias que se había puesto tenían una carrera.

Cuando encendió el secador de pelo, el aparato empezó a oler a quemado y dejó de funcionar. Jayne lo desenchufó de la pared y lo tiró a la papelera, esta se volcó y todo su contenido quedó esparcido por el suelo.

Contuvo un grito de desesperación y se cepilló el pelo mojado para hacerse una trenza. Se puso un poco de lápiz de labios y un poco de sombra de ojos. Después corrió a la cocina a buscar la taza de café que necesitaba tomarse para funcionar como una persona.

La buena noticia era que el programador de la cafetera había funcionado a la perfección. La mala, que cuando Jayne preparó la cafetera la noche anterior se había olvidado de ponerle el café… así que solo tenía una taza de agua hirviendo.

Jayne apenas podía aceptar el hecho de que aquella mañana todo le saliera mal. Se acercó a la ventana de la cocina y vio que estaba lloviendo, algo que no era muy normal en el mes de septiembre. Por supuesto, recordó que la última vez que llovió se había dejado el único paraguas que tenía en la joyería donde trabajaba como dependienta.

«Oh, cielos», pensó. ¿Qué más podía sucederle ese día? Ni siquiera eran las nueve de la mañana.

Se apresuró para cumplir con todos sus rituales mañaneros y se esforzó para que nada más saliera mal. Excepto cuando se rompió una uña mientras buscaba el chubasquero y que, por supuesto, nunca encontró y cuando tropezó con el plato de la comida del gato y decidió que la barrería cuando regresara a casa porque no tenía tiempo.

Pero por lo demás…

Estaba cerrando la puerta de su casa cuando se abrió la puerta del apartamento contiguo, donde vivía su casera. Era lo primero que la hizo sonreír aquella mañana. Rose Carson era una buena mujer. Había sido ella quien había ayudado a Jayne a encontrar un trabajo en la joyería Colette. Jayne le echaba unos cincuenta años, la misma edad que hubiera tenido su madre, Doris Pembroke, si hubiese sobrevivido al accidente de avión que se produjo cuatro años antes y en el que también murió su padre.

Aunque Jayne solo llevaba un mes viviendo en la calle Amber Court, tenía la sensación de que conocía a Rose Carson de toda la vida. La casera era el tipo de persona con el que la gente se encariñaba desde el primer momento. A los pocos días de mudarse al apartamento, Jayne le contó todos los detalles de su pasado y de su vida actual. Le habló acerca de cómo habían muerto sus padres cuando ella solo tenía dieciocho años y de cómo había tenido que ocuparse de sus dos hermanos gemelos, Chloe y Charlie, que entonces solo tenían catorce años. Jayne había tenido que dejar de ir a la universidad para que sus hermanos pudieran asistir a ella.

A Jayne no le importaba haber tenido que sacrificar sus estudios. Siempre se había sentido responsable de sus hermanos y sabía que ellos apreciaban su esfuerzo. Cuando sus hermanos terminaran la carrera universtaria, ella retomaría sus estudios. Después de todo, solo tenía veintidos años y tenía toda una vida por delante. Los cuatro últimos habían sido un poco difíciles puesto que tenía que asegurarse de que sus hermanos tuvieran un sitio donde vivir y algo para comer.

Gracias al dinero de la venta de la casa de sus padres, a un pequeño seguro de vida que tenían y a un subsidio que recibían los gemelos, habían podido sobrevivir durante esos años. Pero cuando Chloe y Charlie cumplieron dieciocho años y dejaron de recibir el subsidio, pagarles la universidad fue todo un reto. Mientras Jayne mantuviera su empleo y continuaran viviendo con un presupuesto modesto, todo les iría bien.

–Buenos días, Jayne –le dijo Rose Carson con una sonrisa. Después miró el reloj–. Hoy es un poco tarde, ¿no, cariño?

«No es tan tarde», pensó Jayne antes de permitir que el pánico se apoderara de ella. Todavía podía llegar al trabajo a tiempo. Quizá. Si corría durante todo el camino, porque acababa de perder el autobús y seguía lloviendo. Colette, Inc. estaba a tan solo unas manzanas de allí y si caminaba bajo los toldos de las tiendas quizá consiguiera no mojarse demasiado.

–Sí, es un poco tarde –dijo Jayne–. He tenido una de esas mañanas…

–Es lunes y está lloviendo, ¿verdad? –le dijo Rose.

–Es lunes, está lloviendo, se ha roto el despertador, el secador de pelo no funcionaba, no tenía ropa limpia y la cafetera…

Rose se rio y levantó la mano.

–No me digas más –le dijo–. Yo también he tenido algunos días de esos.

Jayne estaba a punto de decirle adiós y de salir corriendo cuando se fijó en el broche que llevaba en la blusa. Era muy bonito y tenía piedras color ámbar incrustadas en diferentes metales. Acercó la mano y lo tocó.

–Es muy bonito, Rose –le dijo–. No es un topacio, ¿verdad? –preguntó.

–No, es ámbar –le contestó Rose con una gran sonrisa–. Ámbar y metales preciosos.

Jayne asintió y le acarició el broche.

–Te lo habrá regalado alguien porque vives en la calle Amber Court.

Rose sonrió con tristeza.

–No. Hace mucho tiempo que lo tengo. Es una historia interesante.

–Tienes que contármela algún día –dijo Jayne–. Un día que no llegue tarde y que no me haya salido todo mal –añadió. Se disponía a marcharse cuando Rose la detuvo.

–Espera –le dijo–. Póntelo hoy. En el pasado, me daba buena suerte. Quizá te ayude a mejorar el día.

Jayne se rio.

–Tal y cómo ha empezado, tengo la sensación de que no va a ser «uno de esos días», sino «uno de esos meses».

–Entonces póntelo todo el mes –le dijo Rose y le colocó el broche en la blusa–. Ya lo notarás cuando sea el momento de devolvérmelo.

–Oh, no puedo… –replicó Jayne.

–Claro que sí –insistió Rose–. No hace mucho juego con tu ropa, pero…

–No voy nada conjuntada, ¿a qué no? Si me ves más tarde, recuérdame que tengo un montón de ropa para lavar, ¿vale?

–Lo haré, cariño.

Jayne se dirigió hacia la puerta del edificio y vio que llovía un poco menos. Deseó que continuara así hasta que llegara a Colette. Después, se despidió de Rose diciéndole adiós con la mano.

–¡Buena suerte! –gritó su casera al verla marchar.

–¡Gracias! –contestó Jayne–. ¡Algo me dice que voy a necesitarla!

 

 

En la otra punta de Youngsville, Indiana, Erik Randolph tampoco tenía una buena mañana, pero por motivos muy diferentes.

Había dormido muy bien y no llegaba tarde al trabajo. Sobre todo, porque no tenía trabajo al que llegar tarde. Podría ir a trabajar, si quisiera. Su padre lo había nombrado vicepresidente de Randolph Shipping and Transportation, pero no era un secreto que Erik no estaba hecho para trabajar. El trabajo requería un cierto sentido del deber, algo de ética laboral e incluso un deseo que conseguir. Erik carecía de todas esas cosas, aunque todo el mundo sabía que eso no le restaba ni un ápice de encanto.

No tenía importancia a qué hora se levantara porque aquel era un día como todos los demás, sin planes ni actividades que realizar. Si se había despertado sin compañía era porque él había elegido dormir sin compañía, lo que era su costumbre cuando pasaba la noche en su casa.

Compartía la casa con sus padres y ellos eran los dueños de la misma, pero no era por miedo a que lo descubrieran por lo que dormía solo, la casa de los Randolph era tan grande que se podía compartir con todos los Emiratos Árabes y no encontrarse con nadie durante meses, sino porque Erik no se sentía lo suficientemente cómodo cuando estaba en la casa como para divertirse con alguien allí.

No le gustaba pasar más tiempo del necesario en casa de sus padres. No estaba muy seguro de cuál era el motivo para ello. La casa era bonita y estaba bien decorada, tenía lujosas alfombras persas, las antigüedades europeas más finas y exquisitas obras de arte. Sus padres y sus dos hermanas eran gente agradable y todos se llevaban bien. Pero había algo que faltaba y Erik no sabía el qué.

Ese era uno de los motivos por los que pasaba mucho tiempo viajando. Otros eran que se divertía mucho haciéndolo, que conocía gente maravillosa, y que podía mantener relaciones con mujeres durante varios días seguidos. Mucho tiempo atrás, Erik llegó a la conclusión de que ser un playboy era la mejor ocupación que podía tener un hombre.

Eran las nueve de la mañana y Erik todavía estaba en pijama. Había desayunado en la cama y la bandeja de plata en la que el mayordomo le había llevado el desayuno todavía estaba a su lado. No tenía energías para levantarse.

«¿Para qué?», pensó. Era lunes, estaba lloviendo y no se le ocurría ninguna manera mejor de pasar el día. Además, era uno de septiembre y eso significaba que en ese mes cumpliría los treinta años y que…

De pronto, Erik comprendió por qué se sentía así. Quedaban dos semanas para que cumpliera treinta años. Llevaba todo el verano viajando de un lado a otro del mundo y negándose a sí mismo que estaba a punto de cumplir los treinta. Ya no quedaba más que dos semanas. Catorce días. Eso era todo lo que le quedaba de sus veinte años. Dos míseras semanas.

Treinta. Estaba a punto de cumplir los treinta. ¿Cómo había ocurrido?

No es que le preocupara el hecho de cumplir los treinta. Sabía que para mucha gente era una etapa importante de la vida y que muchos aseguraban que disfrutaban más que cuando tenían veinte. Lo que le preocupaba era que pronto tendría que cumplir con una obligación familiar. Mejor dicho, en dos semanas.

Catorce míseros días.

En catorce días, Erik tenía que conseguir algo muy especial para poder recibir la herencia que le había dejado su abuelo paterno. No es que se quedara sin nada si la rechazaba, los Randolph eran muy ricos, pero el padre de Erik quería que su hijo tomara posesión del patrimonio que le había dejado su abuelo.

Damien Randolph, el padre de Erik, no se llevaba muy bien con su propio padre y habían dejado de hablarse diez años atrás. Como resultado, el abuelo Randolph había repartido su fortuna, unos ciento ochenta millones de dólares, entre Erik y sus dos hermanas, y no le había dejado nada a su hijo.

Por supuesto, como el abuelo Randolph temía que sus nietos nunca sentarían la cabeza, decidió que tendrían que cumplir un requisito antes de cumplir los treinta. Las hermanas de Erik aún no tenían por qué preocuparse, Celeste era cuatro años más joven que Erik y Maureen ocho menos que él… así que Erik sería el sujeto de prueba. Y como él sí se llevaba bien con su padre, se sentía obligado a cumplir con el requisito de su abuelo para poder mantener la fortuna de los Randolph. Era lo mínimo que podía hacer por su padre.

Y además, a él le correspondían sesenta millones de dólares.

No todos los días se obtenía una herencia tan importante.

Pero Erik tenía que cumplir un requisito antes de cumplir los treinta años. Lo que tenía que conseguir lo podía conseguir cualquiera. No era tan complicado. Solo tenía que salir a buscarlo.

«¿Pero dónde puedo buscarlo?», se preguntó. ¿Aparecería un listado de esposas en las páginas amarillas?

Si no, no tendría problema. De no encontrar una esposa en Youngsville, la buscaría en otro lugar. Chicago quedaba al otro lado del lago Michigan y era más grande que su ciudad. Si no encontraba una esposa en su zona, seguro que encontraba varias en el otro sitio.

Además, tampoco es que fuera a casarse para siempre. El testamento de su abuelo especificaba que Erik solo necesitaba estar casado un año para poder obtener su herencia. Suponía que su abuelo pensaba que un año sería suficiente para que Erik sentara la cabeza. El abuelo Randolph había estado tan enamorado de su esposa que probablemente pensara que Erik solo necesitaba pasar suficiente tiempo junto a una buena mujer para enamorarse también.

Ja.

Erik era demasiado pragmático como para creer en algo tan ridículo como el amor y además la vida de playboy viajero le gustaba demasiado como para abandonarla. Podría dejarla de lado durante un año, sobre todo si con ello conseguía una herencia de millones de dólares.

A veces, en la vida había que sacrificarse.

Contento con la decisión de salir en busca de esposa esa misma mañana, Erik se levantó de la cama. Tendría que ser una mujer guapa. Y rubia. Siempre le habían gustado las rubias, así que eso era lo que tenía que encontrar. El color de los ojos no era tan importante, pero los ojos marrones siempre quedaban muy bien a las rubias. Su esposa también debía ser inteligente y espabilada. A él no le gustaban las conversaciones banales.

Tenía que ser una mujer recatada, e incluso un poco coqueta. Tendría que tener buenos modales ya que Erik asistía a muchas fiestas y esperaba que ella se encontrara en ellas tan a gusto como él. Tendría que tener estilo, gustarle el vino bueno y apreciar el arte…

Sabía que no le resultaría difícil encontrarla. Él era uno de los solteros más cotizados de Youngsville. Lo había leído hacía poco tiempo en el Youngsville Gazette. Por tanto, debía ser cierto. Era una persona reconocida, y cualquier mujer estaría encantada de ser su esposa. Tenía mucho que ofrecer… era guapo, inteligente, alegre, y tenía dinero. Lo único que no tenía era… Un anillo de compromiso. Necesitaba uno si quería conseguir a la mujer adecuada. Para tener una esposa necesitaba una prometida, y no podía tenerla si no tenía anillo de compromiso. Por supuesto, solo el mejor de los anillos sería el adecuado para la futura esposa de Erik Randolph. Y toda la gente de Youngsville, Indiana, sabía dónde había que ir cuando se trataba de comprar una buena joya.

A Colette, Inc.

Esa sería la primera parada que haría Erik. Compraría un anillo precioso, exquisito sin ser ostentoso, elegante sin ser sencillo. Parecido a la mujer que esperaba encontrar.

Sí, en Colette encontraría lo que estaba buscando.

Capítulo Dos

 

Cuando Jayne entró en Colette Jewelers estaba empapada. En cuanto empezó a caminar, se puso a llover a cántaros así que además de ir poco conjuntada, estaba despeinada y hecha una sopa. Sentía frío porque el aire acondicionado de la tienda estaba muy fuerte a pesar de que hacía mal tiempo. Nada más podía salirle mal. Se dio cuenta de que normalmente cuando llegaba a la tienda no había casi gente, y eso le habría brindado la oportunidad de secarse y asearse un poco antes de que alguien la viera, sin embargo, ese día varias compañeras de trabajo ya estaban en la tienda puesto que era el día en que en Colette se hacía descuento a los empleados.

Oh, sí. El día iba de mal en peor. Antes de que terminara, Jayne se econtraría con todas las personas que trabajaban allí, porque todas ellas se aprovechaban de los descuentos que hacían dos días al año.

El edificio donde se encontraba Colette, Inc. era de ladrillo, tenía ocho plantas y estaba situado en el centro de Youngsville. La tienda estaba en la primera planta, y en el resto del edificio se encontraban las oficinas. El mobiliario era muy lujoso y de las paredes colgaban diversos tipos de joyería fina. El suelo de madera estaba cubierto por alfombras orientales y los espacios que no se utilizaban para mostrar el género, estaban ocupados por selectas esculturas.

Además de las oficinas, el edificio albergaba un gran comedor para los ejecutivos y una cafetería para los empleados. Jayne nunca había visto el comedor, pero había pasado muchas horas en la cafetería.

Su sitio preferido dentro del edificio, aparte de la tienda y de la galería de exposiciónes, era el recibidor de los despachos de la segunda planta. Allí se encontraba la pieza de joyería más exquisita que Jayne había visto nunca. Una roseta cubierta de rubíes, diamantes y esmeraldas. No sabía de dónde provenía, y nunca se lo había preguntado a nadie. Solo sabía que era algo maravilloso y que igual que el resto de la gente que trabajaba allí, ella adoraba las cosas bonitas.

Por eso aquel día se sentía tan fuera de lugar. Bonita era lo último que se sentía. Y sabía que sus compañeros de trabajo se habían dado cuenta porque los veía contenerse para no reírse al verla pasar.

Al ver que conocía a las tres mujeres que estaban junto al mostrador de Nuevas Colecciones, se sintió aliviada. Todas vivían en el número veinte de Amber Court. Y era evidente que las tres habían llegado a tiempo al trabajo porque ninguna estaba empapada.

Lila Maxwell vivía en el tercer piso del mismo edificio que Jayne y trabajaba en la cuarta planta de Colette. Era la auxiliar administrativa de Nicholas Camden, un vicepresidente de la empresa que se encargaba del comercio internacional. Lila iba vestida, como siempre, con elegancia. Estaba hablando con otras dos vecinas y compañeras de trabajo de Jayne, Meredith Blair, quien trabajaba como diseñadora para Colette, y Silvie Bennett, quien trabajaba en el departamento de marketing de la empresa.

Jayne se acercó a ellas sin hacer ruido. Las tres mujeres estaban tan metidas en la conversación que no notaron su presencia hasta que Jayne las saludó.

–Bbbbuenos días –dijo tiritando–. ¿Hace una mañana estupppenda, verdad?

Las tres mujeres se volvieron para contestar y, al verla, se quedaron boquiabiertas. Al instante, dijeron a la vez:

–Jayne, si hubiera sabido que venías andando, te habría traído –le dijo Sylvie.

–Yo he llegado justo antes de que se pusiera a llover a cántaros –dijo Meredith.

–Podías haber tomado el autobús conmigo –dijo Lila.