Salto Ángel - dramatizado - Fausto Grisi - E-Book

Salto Ángel - dramatizado E-Book

Fausto Grisi

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Basada en hechos reales, esta es la increíble historia del legendario aventurero Jimmie Angel y las hazañas que lo llevaron a marcar su legado en la historia. Nacido en 1899, Jimmie Angel fue un piloto norte americano que cambió al mundo con sus múltiples aventuras, los descubrimientos que hizo en ellas, y su amplio talento para la aviación. Desde su participación como soldado en la fuerza aérea durante la Primera Guerra Mundial hasta su formación como piloto personal e instructor de vuelo, Jimmie Angel es una leyenda para los amantes de la aviación. A lo largo de los años Jimmie también ha sido reconocido por ser un buscador de oro, defensor de las etnias del Amazona, y descubridor de joyas naturales. La hazaña más grande de Jimmie Angel fue el descubrimiento de la cascada Saltó Ángel. Al sobrevolar las formaciones rocosas de la Gran Sabana en Venezuela en una misión para buscar oro, Jimmie se encontró con una impresionante cascada de casi mil metros de altura. Hoy en día, se le considera como la cascada más alta del mundo y se le llama el Salto Ángel en homenaje a su descubridor, convirtiendo a Jimmie Angel en uno de los aventureros más importantes y respetados de todos los tiempos. Adentraté en esta aventura por los cielos, donde vivirás la experiencia más impresionante y trascendiente del reconocido Jimmie Angel Perfecto para amantes de las aventuras y de los clásicos de Julio Verne, Robert E. Howard y Herman Melville.

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Seitenzahl: 556

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Fausto Grisi

Salto Ángel - dramatizado

 

Saga

Salto Ángel - dramatizado

 

Imagen en la portada: Shutterstock

Copyright ©2020, 2023 Fausto Grisi and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728580011

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

1

ALASKA– 1905 – 450 MILLAS AL NORESTE DE ANCHORAGE

Una pequeña mancha oscura apareció a lo lejos en el horizonte, donde el pálido disco del sol polar había empezado a lamer la plana, silente, cándida superficie de espesos hielos que cubría aquella solitaria parte de la tierra.

A medida que aquel punto avanzaba, los rayos del sol proyectaban en el valle su imagen agigantada, dispersándola en un caprichoso juego de reflejos, única variante de un paisaje irreal, cristalizado en su rígida geometría espacial desde los tiempos más remotos.

Primero se oyó un débil silbido. Luego una nube formada de nieve recubierta de un ligero estrato de hielo granizado, se levantó del suelo y empezó a correr, deslizándose en dirección de aquella mancha El viento del Noreste, el tremendo e implacable enemigo de todos los que se atrevían a recorrer aquellas landas, había empezado a rugir. Impulsada por su amenazadora fuerza, la nube de hielo alcanzó la pequeña masa en movimiento justo en el momento en que ésta había comenzado a bajar por el costado de un pequeño declive, desapareciendo en la nada.

Poco después empezó a oírse un ruido que iba sobreponiéndose al silbido del viento; el ruido de algo que iba rozando con fuerza la capa de hielo, comprimiéndola y haciéndola emitir unos algodonados gemidos.

De repente, de la nube salió disparado, como si lo estuvieran persiguiendo los demonios del infierno, un trineo arrastrado por seis pares de perros. Las patas de los animales devoraban la. distancia en un rítmico movimiento, levantando a sus alrededores sutiles estratos de inmaculada nieve.

Sentado delante iba un hombre envuelto en un pesado y largo abrigo de piel de oso que le cubría todo el cuerpo y la cabeza, dejando al descubierto solamente los ojos. En sus manos, un rifle. Detrás de él, abrigado de la misma manera, de pie, otro hombre, incitando con un largo látigo a los perros para que volaran. Con la velocidad típica de aquella tierra polar se estaba aproximando la tormenta y los dos hombres sabían que tenían que alcanzar un lugar protegido antes de que anocheciera y las fuerzas desencadenadas de la naturaleza llegaran a su apogeo. El hombre que guiaba el trineo agudizó su vista en búsqueda de algo que tenía que encontrarse cerca de allí. En efecto, a pesar de la débil luz del atardecer, reconoció, a lo lejos, la regular línea de unos altos pinos que rompían la plana imagen de aquel paisaje. Una sonrisa de satisfacción se dibujó en su rostro atormentado por las ráfagas de viento helado. A gritos y con el látigo incitó a sus perros para que se dirigieran hacia aquel punto que se entreveía en el lejano horizonte.

Alcanzaron al anochecer el tupido bosque y montaron la carpa de espesas lonas que llevaban consigo, amarrando con un mecate sus extremidades a los troncos de unos árboles, cuidando de no tensarla demasiado para que no ofreciera una desproporcionada resistencia a la furia del viento. Amarraron también los perros a otro árbol, dejando conectada la soga que corría entre un animal y otro, para que durante la noche no pudieran, por miedo a la tormenta, soltarse y perderse.

Sentados uno frente al otro, tomaron una taza de café que habían calentado sobre una hoguera dejada a propósito prendida afuera de la carpa, con la intención de alejar lobos, u osos que se encontraban por allí. Las llamas, movidas por el viento, dibujaban extrañas figuras en las paredes de la carpa.

Hasta aquel momento ninguno de los dos había hablado, limitándose a cumplir todas aquellas operaciones en silencio, como si se tratase de la ejecución de un ritual al cual ambos estaban acostumbrados desde hacía mucho tiempo.

El más anciano de los dos observó a su compañero, y volvió de inmediato la mirada hacia un punto indefinido en el angosto espacio de su precario refugio. Experimentó un profunda pena al ver el rostro de su amigo surcado de espesas arrugas, los ojos enrojecidos, la barba larga, los cabellos prematuramente canosos, la mirada entristecida y desesperanzada, y las manos moradas e hinchadas por el hielo, que temblaban sosteniendo la taza de peltre de la cual salía el humeante olor a café. Y no pudo dejar de pensar que él también debía ofrecer el mismo miserable aspecto. Pero, a pesar de todo lo que habían sufrido, sentía todavía dentro de sí una fuerza que lo empujaba a ir adelante, a no darse por vencido, a no dejar de luchar. Sintió que tenía que hablar con su compañero y transmitirle, como ya había hecho otra: veces, su fuerza, su entusiasmo, su confianza en que, tarde o temprano, lo habrían logrado. Y estaba a punto de reunir las palabras más adecuadas, cuando éste, mirándolo fijo a los ojos, rompió aquel embarazoso silencio:

– Roy no puedo más ¡Lo siento, pero nunca hubiera imaginado que este infierno de hielo acabaría con mi vida Porque de seguir así, estoy seguro que dentro de poco tiempo me moriré, sin ni siquiera haber tenido la satisfacción de encontrar este maldito oro que estamos buscando. Regresemos, Roy, estamos a tiempo; oro hay también en otras partes de la tierra, sin estar obligados a someternos a un castigo tan cruel y tan inhumano!.

Roy lo dejó hablar sin interrumpirlo y lo que más le sorprendió no fue lo que su compañero le dijo, porque esto se lo esperaba, sino más bien el tono con que lo expresó. Percató en la voz de él un sentimiento de dolor, y casi de excusa, por lo que le pedía, como si estuviera echando para atrás su palabra y rompiendo el pacto que habían cerrado el día en que se habían encontrado. Pero Roy sabía que no era así. Conocía demasiado bien a su compañero para saber que su cuerpo se encontraba sometido a unos esfuerzos superiores a su capacidad de aguante.

– Está bien, Malcolm; si quieres, mañana mismo emprenderemos el camino de regreso, a pesar de que siento que estamos muy cerca de lo que andamos buscando. No puedes negar que hemos encontrado oro, aunque en pequeñas cantidades, pero esto significa que sí hay y, con un esfuerzo más, podemos alcanzarlo.

Había lanzado aquellas frases, tratando de infundir en el tono de sus palabras la mayor fuerza y el mayor convencimiento posibles, pero dudaba de que pudieran lograr el resultado que en otros momentos habían obtenido.

– Escúchame, Roy, escúchame bien, –dijo Malcolm, tomándole el brazo con su mano para dar más fuerza a sus palabras–, el oro que hemos encontrado es tan insignificante que no justifica en absoluto que sigamos recorriendo esta desierta plataforma de hielo, arriesgando inútilmente nuestras vidas. Hasta ahora hemos tenido suerte, pero uno de estos días podríamos perdernos, sin volver a encontrar e1 rumbo para regresar y terminaríamos formando parte de este desconsolado mundo, como tantos otros desafortunados buscadores que nos han precedido. Escúchame por una vez y regresemos antes de que sea demasiado tarde.

Roy se quedó pensativo, porque sabía que su compañero tenía razón Su silencio fue interpretado por Malcolm como una respuesta negativa, por lo cual se levantó, y con una expresión, más de dolor que de resentimiento, fue a recostarse en su colchoneta, disponiéndose a dormir.

Roy terminó de tomar su café, luego se puso el pesado abrigo de piel y salió fuera de la carpa.

Los perros, al verlo, se pararon y empezaron a dar muestras de cariño por el amo, el cual acostumbraba todas las noches, antes de acostarse, ir a saludarlos y acariciarlos.

Proporcionó más leña a la hoguera para que las llamas se quedaran prendidas hasta el amanecer y se dirigió nuevamente hacia la carpa. Se quedó en el umbral unos instantes mirando a sus alrededores.

La tormenta había descargado ya toda su furia y lo que quedaba ahora era sólo un ligero silbido del viento que se estaba aplacando. Miró hacia arriba y vio la bóveda celeste, en la cual brillaban nítidas un sin fin de estrellas, mientras que en el horizonte había hecho su aparición una resplandeciente luna llena. Sintió un escalofrío correrle por todo el cuerpo y entró en la carpa, cerrando con cuidado la entrada.

Su compañero dormía ya. Se le acercó y le acomodó la manta para que no sintiera frío durante 1a noche. Luego reguló la llama de la linterna que colgaba del centro de la carpa; se sentó, prendió su pipa y aspiró con placer el humo agridulce del tabaco.

A pesar del cansancio y del agotamiento físico no tenía sueño. Sabía que la causa se debía a que tenía que tomar una decisión, de la cual dependía su futuro y el de su mejor y único amigo. Abandonar ahora la empresa significaba, por un lado, anular todo el trabajo, el tiempo, los esfuerzos y el dinero invertido hasta aquel entonces; y por el otro, no seguir exponiendo sus vidas a un riesgo que cada día se iba haciendo mayor y más palpable. Continuar adelante representaba el cumplimiento fiel de un compromiso tomado consigo mismo en el momento en que habían decidido abandonarlo todo, para dedicarse con determinación y fe inquebrantable a la búsqueda del precioso mineral, cualquiera que fuese el precio que tuviesen que pagar por eso.

Nada había sido fácil en la vida de Roy Mac Cracken. Desde que era un muchacho, todo había tenido que conseguirlo con duros sacrificios y prolongados esfuerzos. Pero su voluntad y su instinto le habían proporcionado muchos de los objetivos propuestos. Y tenía la certeza de que también esta vez lo lograría; quizás no todavía, pero sabía que un día u otro, en una parte u otra de la tierra, sí encontraría el oro y en gran cantidad. Tanto oro que le haría olvidar, en un solo instante, todas las penas y los sufrimientos padecidos. De esto estaba más que seguro. Pero en aquella aventura no estaba solo.

Aspiró otra vez el humo de la pipa y se volteó a mirar a su compañero que seguía durmiendo. Una sonrisa apareció en el rostro cansado de Roy, una sonrisa que reflejaba el cariño y el afecto que sentía por aquel hombre que el destino había puesto en su camino aquella noche que le parecía ahora tan lejana en el tiempo.

Estaba sentado en la taberna de aquel pueblo aún sin nombre, en una perdida landa de Alaska, formado por unas pocas barracas levantadas apresuradamente, en el momento en que corrió la voz que más al norte unos buscadores habían encontrado un fabuloso yacimiento de oro.

La noticia había corrido con la velocidad de un rayo a todos los poblados mineros que existían hasta unas doscientas millas al sur de la zona señalada y, de inmediato, cientos de buscadores se habían movilizado, llevando consigo sus herramientas de trabajo, algunos solos, otros con sus familias, los demás con sus acompañantes, en su mayoría prostitutas, cargando todos y cada uno de ellos sus ilusiones; contagiados, sin excepción alguna, por aquel virus incurable que, desde los tiempos más antiguos, responde, y con justicia, al nombre de "fiebre del oro".

La botella de Whisky que estaba en su mesa tenía aún más de la mitad de la bebida y Roy había recorrido con la memoria su pasado recordando al pequeño pueblo al Norte de Irlanda donde había nacido. La imagen de su padre, un hombre fuerte de contextura y tosco en el comportamiento, pero bueno y honesto, del cual había heredado la fuerza, la prestancia física y unos sanos principios que habían inspirado su conducta. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde aquel entonces?, ¿cuántas cosas había visto y cuántas otras había tenido que aprender para sobrevivir en aquel mundo que ya, a principios de siglo, estaba cambiando tan rápidamente y, sin lugar a dudas, no en sentido positivo?

Al entrar en la taberna, ésta se encontraba todavía casi desierta, con la excepción de un par de jóvenes prostitutas que solían ganarse la vida haciendo gastar a los clientes, en pocos momentos de efímera alegría, lo que les había costado duros sacrificios. Al verlo se le acercaron, pero la firme expresión de sus ojos y un ligero movimiento de la cabeza habían sido más que suficientes indicios de que el hombre no quería compañía.

Continuó tomando con calma su whisky, sin preocuparse de lo que acontecía a su alrededor. Sumido en sus recuerdos no se había dado cuenta que la taberna estaba repleta de gente.

– ¿Permite que me siente aquí?; veo que está solo y todas las otras mesas están ocupadas, –había dicho el forastero con una amable sonrisa en su cara, dirigiéndose hacia el.

Como reincorporándose a la realidad y al ambiente que lo rodeaba, Mac Cracken miró con una expresión severa al desconocido que estaba de pie delante de él; luego barrió rápidamente con la mirada el local para asegurarse de que éste había dicho la verdad, y, solamente después, le permitió tomar asiento.

– Me llamo Baldwin, Malcolm Baldwin, –dijo el recién llegado tendiendo su mano hacia él, que, sin levantar la mirada de su vaso, había contestado mecánicamente:

– Mucho gusto, Mac Cracken –en tono seco y tajante, como para dar por concluida la conversación.

Malcolm había retirado tímidamente su mano y en su rostro había desaparecido la sonrisa, para dejar paso a una expresión de asombro mezclada con una mal escondida tristeza.

– Creo que es mejor que busque otro lugar, –agregó con voz apenas susurrada el joven, levantándose.

– Siéntese y tome conmigo una copa –le había contestado con voz más conciliadora Mac Cracken, haciendo una seña al mesonero para que trajera otro vaso.

No acostumbro tratar con desconocidos –agregó luego–, pero me doy cuenta de que usted es nuevo aquí y no merece un trato hosco. Brindemos entonces para que la suerte nos sonría, y cuanto antes, mejor.

Malcolm había contado a Mac Cracken haber dejado su tierra natal, A Tizona, al propagarse la noticia del descubrimiento de varios yacimientos auríferos en Alaska. Había retirado todos sus ahorros acumularlos en años de trabajo como carpintero, para tratar de convertir su sueño de riqueza en realidad.

– Allá en mi tierra –relató a su interlocutor que lo escuchaba con escaso interés–, vivía bien y no me faltaba nada, pero tenía también la seguridad de que nunca hubiera podido alcanzar la riqueza, ni mi vida tener un vuelco radical; tampoco viajar y conocer países diferentes, gente distinta, ni experimentado sensaciones y emociones imprevistas.

Mac Cracken le había dejado hablar porque sentía que el hombre que estaba sentado frente a él necesitaba, en aquel momento, desahogarse y, quizás, también justificarse consigo mismo por

haber tomado una decisión que habría marcado el verso de su vida. Tenía aquel joven una cara limpia, unos ojos claros que brillaban con una luz particular que se encendía aún más cuando su voz se acaloraba. Debía tener unos treinta años de edad, aproximadamente, pensó Mac Cracken, por lo menos unos ocho o diez menos que él. Su frente amplia estaba surcada por unas leves líneas y el dibujo de su cara indicaba una voluntad firme y un deseo de alcanzar las metas que se había impuesto.

En ciertos aspectos se asemejaba a sí mismo, pensó Mac Cracken, no así en el físico, donde él le llevaba muchas ventajas tanto por la estatura, como por la contextura.

– Me imagino que usted también está aquí en búsqueda del oro, –había exclamado luego el recién llegado–, ¿y entonces por qué no asociarnos e intentarlo juntos?, –agregó con un renovado ardor en el tono de su voz–. Debo admitir que yo no sé mucho de oro, ni cómo encontrarlo, pero tengo capacidad para aprender rápidamente, y también buena voluntad. Podré ayudarle en muchas cosas y dos personas se defienden mejor que una sola, –terminó por decir, disponiéndose a escuchar con interés la respuesta de su interlocutor.

– Ni pensarlo –había contestado bruscamente Mac Cracken.

– Tomar una copa juntos y conversar es una cosa, –hizo una pausa durante la cual aspiró el humo de su pipa–, y asociarse en una empresa como la de buscar oro es otra. Luego había pedido la cuenta y se había levantado de la mesa recogiendo su abrigo de piel.

Malcolm Baldwin se había quedado boquiabierto, no esperando semejante reacción de un hombre con el cual, pensaba él, estaba a punto de nacer una amistad.

– Lo siento, pero en mi búsqueda del oro no hay cupo para más que una persona y ésta soy yo. Además, y téngalo por buen consejo, querido joven, no proponga nunca sociedad a un desconocido.

Luego se dirigió a la puerta sacudiéndose de encima, como si fuese una pluma, a un borracho que había tropezado en una silla cayendo a sus pies.

Malcolm se había quedado pensativo un largo rato, llegando a la conclusión que el comportamiento de aquel hombre era producto de su falta de confianza en el prójimo, especialmente hacia alguien que, tan cándidamente como él, había declarado ser un neófito en la materia. Aquel hombre rudo no era malo en el fondo, –concluyó Malcolm–, y la coraza que tenía permanentemente puesta no era otra cosa que un escudo para esconder sus sentimientos de bondad y honestidad. Y aún siendo ésta una fugaz impresión, el joven e inexperto buscador de oro que de Arizona había llegado hasta Alaska, estaba en lo cierto.

Aquella misma noche, Roy Mac Cracken volvió a pensar en aquel joven de cara limpia y ojos claros, que por su inexperiencia e ingenuidad, seguramente habría caído en las trampas de algún inescrupuloso aventurero, que lo habría dejado abandonado, sin dinero, y quizás sin vida, en alguna remota parte de aquella inhóspita tierra, donde la única ley era la de la sobrevivencia a costa de los demás.

Fue solamente un par de días después cuando Mac Cracken, que se encontraba en el único almacén del fantasmagórico pueblo comprando provisiones para el viaje hacia el Norte, volvió a dar con Malcolm. Sin ningún resentimiento por la forma en que éste lo había dejado en la taberna, el joven, mirando la cantidad de mercancía que el propietario del almacén estaba bajando de las estanterías, le había preguntado con sencillez:

– ¿A punto de partir?

– Casi –contestó Mac Cracken, sin darle demasiada importancia y volviendo su mirada alrededor de la tienda en busca de alguna otra cosa que le hiciera falta.

– Le deseo mucha suerte –agregó Baldwin, encaminándose hacia la puerta

– ¡Espere un momento!

La voz de Mac Cracken había asumido el acostumbrado tono autoritario y tuvo el mágico poder de detener al joven en el acto. Malcolm se volteó y regresó. Cuando se encontró rara a cara con Mac Cracken, éste, mirándolo fijo a los ojos, le preguntó:

– ¿Ya encontró con quién asociarse?, Lo todavía está buscando a su compañero?

– Decidí seguir su consejo e ir solo, por mi cuenta. ¿No fue esto lo que usted me dijo?

– Lo que yo le dije vale para los que son veteranos en esto. ¿Cómo piensa poder tener resultados si no conoce nada de esta tierra, nada de cómo actúan los otros buscadores, ni siquiera sabe dónde ir y cómo se busca el oro. No le parece esto algo insensato y estúpido de su parte?

– ¿Y qué otra cosa podría hacer a estas alturas? ¡.Regresar a mi casa y a mi tierra, habiendo gastado más de la mitad de lo que tenía ahorrado, demostrado así a toda mi familia y mis amigos que ellos estaban en lo cierto cuando decían que podría fracasar en mi intento?

– No señor, voy a ir adelante, cueste lo que cueste y pase lo que pase, –concluyó el joven, cerrando con fuerza su mandíbula y lanzando hacia Mac Cracken una mirada altanera y desafiante.

Y quizás, recordándolo ahora después de tanto tiempo, fue aquella mirada mezclada con sentimiento de rabia que hervía en el pecho de aquel joven, lo que hizo cambiar de idea a Mac Cracken. Y también la sensación de poder evitar una injusticia y ayudar a alguien que lo merecía.

– Está bien. Si quieres puedes venir conmigo, pero bajo una condición: tendrás que hacer siempre caso a todo lo que yo te diga y ordene, y prometerme que así lo harás, por lo menos hasta que no hayas adquirido la experiencia suficiente para poder tomar tú también decisiones cuando sea necesario.

– Gracias, muchas gracias. No le defraudaré nunca, se lo prometo, –exclamó Malcolm con tono de voz que reflejaba profunda emoción y alegría. Luego le tendió la mano y esta vez Mac Cracken le dio la suya. Lo que ninguno de los dos podía imaginar en aquel momento, era que aquel estrechón de manos entre dos hombres que acababan de conocerse fortuitamente, marcaba el nacimiento de una amistad que solamente la muerte hubiera podido interrumpir.

El ladrido de uno de los perros que aguardaban afuera en la helada noche polar, lo hicieron volver al tiempo presente. Su pipa se le había apagado, la llama de la linterna se iba haciendo más pequeña, iluminando más débilmente el interior de la carpa.

Mac Cracken se levantó y se asomó por la puerta. Todo estaba tranquilo y no había señal de peligro. Se sirvió una taza más de café para que no lo sorprendiera el sueño. Tenía todavía que tomar una decisión y no estaba completamente seguro de cuál sería, a aquellas alturas, el camino más acertado.

*****

¿Cuánto tiempo había pasado exactamente desde el momento en que él y Malcolm habían dejado aquel conglomerado de barracas para seguir un rumbo exactamente opuesto al que iban tomando todos los otros buscadores? En aquel mundo perdido en el cual los días se sucedían, uno tras otro, con tanta rapidez y donde la única entidad realmente vital era el espacio, el tiempo era una noción muy relativa. De todas formas por lo menos dos años; dos años vividos persiguiendo un objetivo que cada día se hacía más difícil y más duro de alcanzar.

Cuando Malcolm se hubo dado cuenta que Mac Cracken tomaba un camino diferente de todos los demás, sorprendido, le preguntó:

– ¿Por qué no vamos nosotros también allí donde acude todo el mundo? ¿Hay alguna razón específica para esto?

– Por supuesto –le había contestado Mac Cracken, disponiéndose a amarrar más firmemente al trineo el pesado equipaje que constituía todo lo necesario para su sobrevivencia en una expedición de varios meses, entre landas heladas y sin fronteras.

– Admitiendo aún que al llegar allí los primeros buscadores encuentren oro todavía, ¿crees tú que éste alcance a los cientos o miles que seguirán llegando? Muchos de ellos se quedarán sin nada y los pocos que lo consigan tendrán que defenderlo noche y día de los ataques de los demás. ¡No! Esto no es para nosotros. Iremos a otra parte y buscaremos por nuestra cuenta y lo que encontremos será para nosotros solamente.

Malcolm había terminado por convenir consigo mismo que Mac Cracken tenía razón, y no había hecho más preguntas, disponiéndose a seguirlo.

Desde los primeros días se hizo manifiesto a los dos hombres que el clima sería el principal y más temible enemigo con que tendrían que enfrentarse. Un enemigo siempre presente, incansable e insidioso. Un enemigo que en ningún momento tenían que descuidar o subestimar.

Pero no era el único.

En efecto, tuvieron que aprender a tener en cuenta el humor de sus perros y hacerle caso a sus manifestaciones de nerviosismo, como señales de algo anormal o peligroso en la cercanía.

Mac Cracken ya dormía la noche en que los perros empezaron a ladrar, primero paulatinamente, y luego más insistentemente. Malcolm estaba todavía despierto y les había pegado un grito para que se callaran, pero ellos continuaban ladrando, y en forma aún más agresiva. Malcolm se había levantado y asomado fuera de la carpa. A la luz de la hoguera vio una masa de proporciones descomunales moverse en círculo alrededor de los animales que ladraban ahora furiosamente y trataban de lanzársele encima, hasta donde la soga que los tenía amarrados les permitía. Cuando aquella masa oscura, de repente, se levantó sobre dos patas, sólo entonces Malcolm reconoció que se trataba de un oso, un enorme y aterrador oso polar que estaba atacando a los perros para satisfacer su hambre.

Se precipitó a la carpa, gritando con cuanta fuerza tenía en sus pulmones:

– iRoy, despierta, Roy! Un oso. Hay un oso, afuera, atacando a los perros, –y se había lanzado a buscar su rifle.

– Ten calma –le gritó Mac Cracken, levantándose de un solo brinco de la cama, aferrando él también su arma.

Cuando los dos salieron afuera, el oso ya había destrozado a un perro, que yacía gimiendo en el suelo, mientras que su sangre teñía de rojo púrpura la blanca capa de hielo.

– Mucho cuidado –alertó Mac Cracken a su compañero–, mucho cuidado, el animal es peligroso y seguirá atacando. Tenemos que matarlo o él acabará con nosotros. Luego hizo con la mano una señal a Malcolm para que se distanciara de él y se colocara de frente, de manera de tener al animal al centro de dos opuestos ángulos de tiro.

Los perros seguían ladrando y atacando a mordiscos al oso, para luego retirarse de inmediato cuando éste reaccionaba con furia. Mac Cracken vio que el animal se encontraba justo al centro de su rifle, y gritó hacia Malcolm:

– ¡Ahora!

Los dos hombres dispararon al mismo instante y el oso, que al oír la voz de Mac Cracken había girado hacia él, recibió la bala en pleno pecho, mientras que el tiro de Malcolm lo alcanzó en el hombro izquierdo.

Unos chorros de sangre salieron del pecho y de la espalda del animal, mientras que éste emitía unos espantosos gruñidos de dolor, volviéndose a apoyar con las patas anteriores en el suelo, donde quedó inmóvil por unos momentos.

Mac Cracken y Malcolm se miraron y respiraron hondo, liberando así la tensión que los había mantenido en suspenso en aquellos interminables segundos.

Luego, de repente, como impulsado por una fuerza gigantesca, el animal empezó a correr hacia Mac Craken, devorando en unos instantes los pocos metros que lo separaban de éste.

Agarrado de sorpresa Mac Cracken, instintivamente, subió el rifle a la altura de su cara y disparó una segunda vez sobre aquella masa de músculos y carne que se le venía encima con la velocidad de un rayo. No supo si la bala había alcanzado al oso, pero lo que sí no olvidaría nunca era aquel monstruo que, al llegarle delante, se le había parado en toda su estatura, con las fauces abiertas, manchadas de sangre, y había emitido un sonido gutural que le había helado la sangre y puestos los pelos de punta.

Mac Cracken retrocedió hasta tropezarse con un árbol al cual se quedó pegado de espalda, tratando de mantener a distancia al animal con –el rifle ya descargado.

Malcolm permaneció paralizado por lo imprevisto y lo rápido con que se había venido desarrollando la acción; después, como despertándose, apuntó a la espalda que le estaba ofreciendo en aquel momento el animal, para pegarle otro tiro. El oso, que estaba a punto de destrozar a Mac Cracken, sintiéndose herido por otra parte, se volteó y se quedó unos instantes parado, como si tuviera que decidir qué hacer. Y esto le fue fatal.

Malcolm tuvo tiempo suficiente para volver a cargar su rifle y dispararle otros dos tiros que alcanzaron al oso en pleno pecho. Este abrió otra vez su enorme boca, de la cual no salió ningún sonido, y se desplomó en el suelo, produciendo un aterrador ruido con su inmensa mole.

Los dos hombres se abrazaron y Mac Cracken le dijo a su compañero:

– Te debo la vida, sin tí, en el suelo estaría ahora mi cuerpo en lugar de él –añadió, mirando a la monstruosa e inerte masa que tanto miedo había producido a los dos.

– No me debes nada –replicó Malcolm Si me hubiera tocado a mí estar en tu lugar, tú habrías hecho lo mismo que yo, así que olvidemos el mal rato y vamos a sacarle provecho a esto de alguna forma.

Con la carne del animal se nutrieron durante varios días y la piel la usaron como abrigo, o manta, según las necesidades.

Aquel episodio había marcado más profundamente el sentimiento de sincera y genuina amistad que unía a los dos hombres.

Desde aquel entonces había pasado mucho tiempo y los dos compañeros habían vivido muchas situaciones difíciles en las cuales, en más de una oportunidad, la experiencia y la fuerza de Mac Cracken habían intervenido en ayuda y defensa de Malcolm, pero ninguna de éstas era comparable al hecho de que éste le había salvado la vida aquella noche. Y esto, Mac Cracken, no podría olvidarlo jamás.

*****

Se volteó a mirar a su compañero. Dormía profundamente y le pareció leer en la expresión de su rostro una leve sonrisa. Quizás, a lo mejor, estaba soñando algo que le procuraba placer, pensó mecánicamente Mac Cracken, alguna persona querida, o alguna mujer amada, o probablemente algún lugar de la tierra donde el sol cumpliera a cabalidad su función, calentando la atmósfera y sembrando vida entre la flora, la fauna y los seres humanos. Porque esto era lo que más había afectado a los dos compañeros y de especial manera a Malcolm, la falta de calor. Aquel frío espantoso que imperaba todo el año, aquel viento helado que soplaba del Noreste y cuando alcanzaba a uno no había abrigo que pudiera con él, aquel viento que entraba hasta lo más profundo y se quedaba en los huesos, dificultando los movimientos. Sí, pensó Mac Cracken, su compañero tenía razón. Todo lo que habían pasado era cruel e inhumano y era hora de acabar con aquello. La decisión estaba tornada; al día siguiente empacarían todo y empezarían el camino de regreso.

Se habían alejado mucho del poblado más cercano, pero creía Mac Cracken, que en tres semanas, o quizás un poco más, si no encontraban otras tormentas, estarían nuevamente entre otros seres humanos. Allí venderían las pieles cazadas, el oro encontrado y con el dinero recaudado emprenderían un viaje hacia otra tierra donde intentar nuevamente dar con la suerte que, hasta aquel entonces, se había negado a sonreírles.

Se levantó y se acercó a su compañero y, hablándole como si éste pudiera oírlo, con un tono de voz que reflejaba una profunda emoción, murmuró:

– Mañana te llevaré atrás, así podrás descansar y recuperar tus fuerzas. No quiero que sigas sufriendo por mí. Quizás tú tengas razón y nuestro destino no esté aquí, sino en otra parte. Vamos a seguir buscando, pero eso sí, juntos, porque por lo que a mí me concierne, encontrándote en aquella taberna, conseguí un tesoro más grande que cualquier otro que jamás pudiese encontrar. Y creo, querido compañero, que tú también pensarás así.

Sacó de su pantalón un reloj, vio que marcaba las dos de la mañana Tenía por delante unas buenas cuatro horas para descansar, pensó, y se dirigió a su cama.

Imaginando la expresión de incredulidad primero, y de alegría después, cuando por la mañana habría comunicado a Malcolm su decisión, se dejó arrastrar por el sueño, sintiéndose feliz y muy satisfecho.

2

GUYANA FRANCESA – RIO MARONI –1910

– Tenemos que esperar que se duerma, –susurró con un filo de voz Jacques a su compañero–. Atacarlo ahora sería una locura, –añadió luego, apretando con fuerza la pistola que se encontraba en su mano.

– Probablemente, con todo lo que habrá comido, estará ya roncando el animal, –contestó Salem, tratando de ponerse, sin hacer ruido, en una posición más cómoda.

Protegidos por la oscuridad de la noche, escondidos entre la maleza que rodeaba la orilla del río, los dos hombres habían permanecido largo rato mirando de lejos las llamas de la hoguera que brillaban en la ribera opuesta.

El rítmico y alternado cantar de los grillos y el pacato fluir de las aguas, eran los únicos ruidos que se oían durante la noche.

Jacques respiró hondo y se dispuso a esperar. Sus ojos fríos y claros exprimían un propósito firme y un deseo que, dentro de poco, lo habrían hecho actuar. Estaban finalmente libres. El ser que aguardaba a pocos centenares de metros, era el último obstáculo que se les interponía hacia un futuro seguramente mejor del pasado del cual estaban huyendo.

– Descansa, si quieres, –dijo Salem–. Me encargaré yo de estar alerta y te despertaré cuando haya llegado el momento –concluyó el libanés.

Jacques cerró los ojos, pero no logró dormir. El recuerdo de otra noche, cinco años atrás, volvió prepotentemente a su memoria.

*****

– Bueno, veamos de qué se trata... –había empezado a decir el anciano comisario de policía, tomando de su escritorio una carpeta y empezando a leer el contenido.

– Jacques d'Arnois, nacido en Marsella, de profesión maquinista de barcos; treinta y cinco años de edad, –levantó la mirada y por primera vez observó al hombre que estaba de pie frente a él. Alto y delgado, de frente amplia, ojos verdes y penetrantes, demostraba en aquel momento mucho más de la edad que tenía –pensó el comisario–, disponiéndose a seguir en la lectura del expediente.

Durante aquellos momentos, Jacques recordó una vez más cómo, regresando improvisadamente a su casa aquella noche en que el barco no había zarpado por una avería del motor, había visto un hombre salir de su apartamento.

Para Jacques que amaba mucho a su mujer, era un golpe tan duro como inesperado. En un primer momento había quedado incrédulo y aturdido, tratando de encontrar una explicación diferente a la verdad. Sintió un dolor agudo en lo más profundo de su ser. Bajó la escalera y salió a la calle. Afuera, en el frío de la noche, caminó largo rato, mientras que en su mente pasaban un sin fin de ideas que se enrollaban entre sí y lo confundían aún más. Cuando pensó que había pasado suficiente tiempo para que la mujer no sospechara nada, regresó, subió las escaleras y entró en el apartamento.

Al verlo delante, ella tuvo, por un instante, miedo; luego viendo como él le sonreía, se lanzó hacia su hombre y lo abrazó con pasión.

Jacques tuvo la fuerza de besar aquellos labios y poseer por última vez aquel cuerpo que poco antes se había dado a otro hombre, y no hubiera vuelto jamás a ser suyo. Luego la mujer, agotada, se había dormido.

Jacques se levantó, sacó de su pantalón la navaja que siempre llevaba consigo. Se acercó a la mujer. Observó aquel rostro tan bello y tan increíblemente sereno, miró aquel cuerpo que tanto placer le había proporcionado, siempre tan disponible y que quizás cuantas veces lo había traicionado, mientras él se encontraba en altamar.

El grito sofocado que emitió la mujer y la mirada de terror que brilló en sus ojos en el momento en que el filo de la navaja había pasado sobre su cándido cuello, habían quedado grabados con la fuerza del fuego en la mente y en el corazón de Jacques.

Cuando el comisario llegó al final de la lectura, miró al hombre que tenía delante y le preguntó:

– ¿Por qué mataste a tu mujer?

Con voz calmada que reflejaba un profundo dolor interior, él contestó:

– Era mi mujer y yo la amaba, pero ella me traicionaba.

No había resentimiento, ni rabia, en el tono de su voz.

– Delito pasional, delito de honor, –había exclamado, asumiendo una expresión profesional el comisario, para luego agregar:

– Con un poco de suerte saldrás en libertad en uno o dos años como máximo, –concluyó recogiendo sombrero y abrigo, y saliendo del cuarto.

Pero, aquella vez, el comisario no estuvo en lo cierto y la mala suerte se había volcado en contra de Jacques d'Arnois. El jurado, bajo el efecto de presiones políticas las cuales exigían, en aquel entonces, una mayor severidad en contra de los criminales, había emitido una condena a cadena perpetua a cumplirse en la cárcel de La Cayena.

Los primeros tiempos fueron para Jacques un verdadero infierno, y en más de una oportunidad llegó a desear ardientemente la muerte, invocándola durante las noches.

Muchas veces se había levantado bañado en sudor por haber vuelto a soñar las tormentosas imágenes de aquella desgraciada noche. Las manos que su mujer había instintivamente llevado al cuello para luego retirarlas horriblemente manchadas de sangre; luego un gemido prolongado y ronco, seguido por las contracciones espasmódicas, para quedar sin vida, con la mirada incrédula fija en el vacío.

Después, Jacques había dejado caer al suelo la navaja para salir a la calle y entregarse a la policía.

*****

El marsellés abrió los ojos y miró la otra orilla del río. Tuvo la impresión de ver una sombra moverse detrás de las llamas de la hoguera. Miró a su compañero, el cual asintió con la cabeza, mientras que en voz muy baja le decía:

– La carroña está todavía despierta. Descansa, yo te avisaré.

Jacques cerró nuevamente los ojos.

La idea de la fuga había madurado en él cuando conoció a Salem. Sabía que unos pocos reclusos habían logrado escapar, mientras que la mayoría moría en el intento, o habían sido atrapados y conducidos nuevamente entre las paredes de la cárcel, para ser sometidos a castigos aún peores de lo normal. Otros eran cazados en la selva como animales salvajes por parte de unos mercenarios contratados por la misma dirección de la penitenciaría. Estos solían recibir su infame recompensa por cada prisionero que arrastraban a la cárcel, ya fuera vivo o muerto. Y en la mayoría de los casos eran cuerpos sin vida los que éstos conducían de regreso.

Las perspectivas de éxito no eran confortantes, pero para Jacques hasta la mínima posibilidad de lograr la fuga era preferible a la idea de seguir marchitando en la cárcel el resto de su miserable existencia

Habían transcurrido cinco larguísimos años desde su ingreso en la cárcel de La Cayena y le parecía toda una eternidad. Tenía que evadir cuanto antes para no enloquecer, pero necesitaba de un compañero para poderlo lograr. En todo aquel tiempo había ligado con pocos porque sabía que para sobrevivir era necesario seleccionar con mucha cautela las relaciones en un ambiente tan degenerado y sin escrúpulos.

La única persona con la cual había estrechado amistad era Salem, un libanés que había entrado en la cárcel unos dos años antes. Desde el comienzo, para Jacques este había sido un amigo desinteresado, haciéndole descubrir los mecanismos que regulaban la vida, y la sobrevivencia en la cárcel. En más de una oportunidad Jacques había intervenido en defensa de Salem, sacándolo de situaciones peligrosas. De carácter cerrado y de poca palabras, éste no había revelado a nadie, tampoco a Jacques, la razón por la cual se encontraba allí con una condena a cadena perpetua.

No muy alto, pero de contextura sólida, completamente calvo y aparentando unos cincuenta años de edad, con un par de ojos que escrutaban a través de una sutil fisura, Salem había guardado celosamente para sí su secreto.

Una noche en que Jacques se había despertado gritando por la tormentosa pesadilla que no lo abandonaba, consiguió al lado de su cama a Salem que trataba de tranquilizarlo.

Luego, espontáneamente, el libanés empezó a contar a su compañero de celda su triste historia. Y fue así como Jacques supo que Salem había robado a un hombre por hambre, y lo había matado en defensa propia.

Vivía en aquel tiempo Salem en un pequeño suburbio en las afueras de Bayreuth y la miseria y la necesidad de llevarle comida a sus hijos, lo obligaron a introducirse de noche en una de las urbanizaciones elegantes de la ciudad pala robar.

Sorprendido por el propietario, un comerciante de joyas el cual, pistola en mano, lo habla amenazado con entregarlo a la policía, sintiéndose perdido, Salem se había lanzado como una furia sobre el hombre que no había tenido el valor de dispararle; en la riña, de la pistola escapó una bala que alcanzó al comerciante, matándolo en el acto. Salem, aterrorizado, agarró unas cuantas joyas de la caja fuerte y salió corriendo de la casa. Pero alguien lo había visto y delatado a la policía. A la mañana siguiente, fue arrastrado fuera de su casa esposado, bajo la mirada de sus vecinos y, entre los gritos de su esposa y el llanto de sus hijos, llevado al comando de policía.

En aquel período, las prisiones del Líbano, estaban repletas de delincuentes y las autoridades locales, de acuerdo con el gobierno de París, decidieron enviar un cierto número de detenidos libaneses a La Cayena. Y fue así que Salem se encontró en una cárcel tan lejos de su tierra y de su gente.

El conocer mutuamente las tragedias que los tenían encerrados en aquella prisión, había contribuido a consolidar los lazos de amistad entre los dos hombres.

Y fue así que, cuando llegó el momento oportuno, Jacques se decidió a revelar a Salem su plan de fuga, sin esconderle los riesgos que éste incluía.

–Acepto y estoy agradecido contigo. Te seguiré hasta el final. Cualquier cosa es mejor que morirse en esta basura; ésta no es vida para hombres, concluyó el libanés, estrechando la mano de su compañero.

El plan de Jacques había dado buenos resultados. Lograron ser seleccionados entre los detenidos que cada semana iban a limpiar las celdas de máximo castigo que se encontraban en la Isla del Diablo, un pequeño islote que se levantaba en medio del mar frente a la costa de la Cayena.

Durante el viaje de regreso, pudieron sorprender a los dos guardias y tirarlos al océano. Habían remado con todas sus fuerzas, alcanzando la playa y escondiéndose entre las rocas, hasta llegar la noche. Con las cadenas en los pies, se presentaron a la casa de un ex-detenido, el cual, a cambio de una suma de dinero, los liberó de las mismas, les dio unas ropas y, antes del amanecer, los guió a través de un boscoso sendero hasta la orilla del Río Maroní donde encontraron una pequeña embarcación. Allí, el ex–detenido se despidió, entregando a Jacques una pistola:

– Espero que no tengas que usarla, pero te ayudará a defenderte en el caso en que "el cazador de hombres" llegue a alcanzarlos, había concluido, empujando a la mar el pequeño barco, dejando así los dos hombres a su destino.

A la palabra "cazador de hombres", tanto Salem corno Jacques sintieron un escalofrío y se miraron asustados, viendo el uno la imagen del miedo reflejada en los ojos del otro.

Habían remado tratando de alejarse lo mas rápidamente posible. El recuerdo del "cazador de hombres" los aterraba en aquel momento más que cualquier otra cosa. Volvieron a verlo recordando todas las veces que éste había regresado a la cárcel, arrastrando los cadáveres de aquellos desafortunados que se habían escapado de las paredes de la prisión, pero no de la despiadada cacería del gordo, grande, asqueroso y feroz asesino, que actuaba protegido por la ley y mataba impunemente y sin necesidad.

Jacques recordaba cómo en todos aquellos años pasados en la cárcel, no había visto regresar vivo a uno solo de los fugitivos que se habían tropezado con él.

E imaginaba el placer sádico que tenía que sentir aquella carroña bien alimentada, bien armada, persiguiendo a unos pobres diablos asustados, hambrientos y perdidos en medio de un territorio desconocido y salvaje, para torturarlos y matarlos al fin.

Siguieron remando hasta el atardecer, luego, agotados, se durmieron a orilla del río, después de haber amarrado la pequeña embarcación al tronco de un árbol.

Y continuaron huyendo, día tras día, dirigiéndose hacia el Oeste, en dirección de la Guyana Inglesa, de donde planeaban pasar a territorio venezolano. En efecto, a pesar de los múltiples intentos del gobierno de París, las autoridades de la frontera venezolana no permitían extraditar a los presos, cuando éstos ya estaban en su territorio. Y esto daba a aquellos hombres una sensación de confianza y una esperanza que difícilmente podían encontrar en otros países.

Se pararon solamente para comer algo, en mayoría frutos silvestres, y para descansar durante la noche.

Habían ya pasado varios días y estaban suficientemente lejos. A pesar de estar todavía dentro de los límites del territorio de la Guyana Francesa, el riesgo de ser atrapados por "el cazador de hombres", se iba haciendo siempre menor.

Y fue por esto que no podían creer en sus ojos cuando una mañana, despertándose, vieron a lo lejos, una embarcación dirigirse hacia ellos. Tuvieron que esperar una buena media hora hasta poder distinguir, sin lugar a duda, que aquella figura maciza, que andaba remando sin prisa, pertenecía inequívocamente al tan temido "cazador de hombres", el asesino de los fugitivos.

Empezaron a remar alocadamente, tratando de imponer una buena distancia entre ellos y el hombre que los perseguía.

– El gran hijo de puta, –gritó con cuanta fuerza tenía en sus pulmones Jacques–, con tal de alcanzarnos, ni siquiera debe haberse parado a descansar por la noche. No se explica de otra forma; pero te aseguro que no va a ser fácil esta vez –agregó, mientras cerraba con fuerza sus mandíbulas y su mirada se hacía dura y desafiante.

"El cazador de hombres" los había visto; él también sonrió, pero su sonrisa brillaba de diabólica maldad. Y continuó remando con calma, sin apuro, seguro de sí mismo.

Al llegar la noche Jacques y Salem habían ganado una buena ventaja. Dirigieron el pequeño barco a un brazo secundario del río, de modo que el "cazador de hombres" no pudiera verlos. Luego, se ocultaron entre la maleza.

Al verlo pasar, esperaron un rato y lo siguieron, sin hacerse notar.

Cuando, al atardecer, éste se hubo parado, entendieron que pasaría allí la noche.

– Creo que se ha dormido, –comentó el libanés, tocando levemente el brazo de su compañero.

Jacques abrió los ojos y miró en dirección de donde venía la luz de las llamas que ahora alumbraban débilmente el bosquecito de la orilla en frente.

– Vamos entonces, –contestó con tono decidido Jacques. Metieron la pequeña embarcación en el río y ésta, empujada por la corriente, alcanzó la orilla opuesta; allí, cuidando no hacer el más leve ruido, superaron la distancia que los separaba del hombre.

El gordo, repugnante "cazador de hombres", se encontraba tirado en el suelo, debajo de un árbol, roncando ruidosamente.

Jacques estaba a punto de salir de la maleza y dispararle, cuando Salem lo retuvo con firmeza. Jacques vio el frío brillar de una navaja en la mano del compañero, mientras que éste con la otra mano le indicaba el rifle que el asesino tenía entre sus brazos.

El árabe, silencioso como un felino, se acercó al hombre y teniendo con una mano la navaja, estaba a punto con la otra, de quitarle el rifle, cuando el seco ruido de un disparo rompió el silencio de la noche y una bala rozó por encima del hombro del libanés, el cual se quedó paralizado por el miedo y el estupor.

– No te muevas de allí, o eres hombre muerto, –ordenó el "cazador de hombres", poniéndose de pie y manteniendo al árabe bajo la punta de su rifle.

– ¿Y dónde está escondido tu compañero?, –agregó luego, tratando de ver entre la oscuridad si distinguía al marsellés.

– Aquí estoy, –le contestó éste, al mismo instante que apretaba dos veces seguidas el gatillo de su pistola. Ambas balas dieron en el pecho del "cazador de hombres", mientras que éste, dilatando los ojos por el asombro, retrocedía unos pasos.

– ¡Maldito seas! –gritó–, ¡maldito seas! –y cayó al suelo, llevándose las manos al pecho, mientras que se retorcía como una culebra a la cual hubieran aplastado la cabeza.

– ¿Qué sensación se siente en morir como un gusano? –Inquirió Jacques acercándose al asesino, el cual, tirado en el suelo, lo miraba con rabia y odio.

– No podrán escaparse, los agarrarán. Después de mí vendrán otros y otros, hasta que los atrapen y los maten, –agregó éste, mientras la sangre le fluía copiosa del pecho.

– Yo no lo creo –le contestó pacatamente Jacques–. En toda la Guyana no hay carroña que apeste tanto como tú.

– Perdiste esta vez, pero no tengas miedo porque el infierno que te está esperando, te lo ganaste. –Y así diciendo tiró del gatillo una vez más. La bala dio en el corazón, y el cuerpo del gordo, asqueroso asesino se estremeció una vez más, para luego quedarse inmóvil.

Aquel cerdo que había matado tantas veces, estaba ahora allí, tirado a los pies de Jacques y Salem. Los dos compañeros se miraron a los ojos y, sin pronunciar palabra, regresaron hacia el sitio donde aguardaba la pequeña embarcación.

Mucho camino les esperaba todavía antes de poder decir que estaban verdaderamente a salvo. Pero aquella noche comieron decentemente y la amistad entre ellos salió aún más fortalecida.

Antes de dormirse, Jacques pensó que había matado por segunda vez en su vida. La primera había experimentado el dolor de quitarle la vida a la mujer que amaba. La segunda vez, placer porque se la quitaba a un ser que no la merecía. Y en aquel momento juró a sí mismo que no toleraría otras injusticias de la vida. Con tal de salvar la suya, de allí en adelante, mataría cuantas veces fuese necesario.

Aquella noche, los dos compañeros durmieron profundamente y Jacques no tuvo su acostumbrada pesadilla.

3

FRANCIA, ABRIL DE 1917 – COMANDO GENERAL DE LOS EJERCITOS ALIADOS

El joven entró en el salón donde estaban reunidos los oficiales del Comando de Defensa Aliado en el momento en que el más anciano estaba a punto de terminar su discurso. Tratando de no hacer ruido, se sentó al lado de otro joven, un teniente que vestía el uniforme de piloto de combate, y se dispuso a escuchar con atención.

– Mañana será una jornada decisiva para el resultado de la guerra que estamos combatiendo en contra de los Imperios Centrales, y a la aviación le compite la tarea de asegurarnos la supremacía en los cielos de Francia –dijo el oficial, haciendo una deliberada pausa para mirar en los rostros de aquellos jóvenes el efecto de sus palabras. Luego añadió:

– Y a ustedes los pilotos, sus países les exigen el máximo de los sacrificios para asegurar a nuestros pueblos la libertad y la democracia, y rechazar contundentemente la violencia y la barbarie que animan al enemigo.

– ¿Quién es el hombre? – preguntó el joven de ojos claros al teniente que estaba a su lado.

Mirándolo con una expresión de asombro por el tipo de pregunta, éste le contestó:

– El hombre, –dijo éste, recalcando la palabra–, es el mayor Rickenbacker, un as de la aviación, de los 45 aviones alemanes derribados por nosotros desde el comienzo del conflicto, 26 han sido abatidos por él.

El recién llegado hizo urca mueca de admiración, mientras el otro agregaba:

– Y los dos oficiales que están sentados a su izquierda son el Capitán Frank Luke y e1 Mayor Raoul Lufberry. Ellos también son unos de los mejores pilotos de combate con que cuenta el Comando Aliado. Veo que eres nuevo, pero no te preocupes, pronto familiarizarás con todos. Entre pilotos, no hay mucho formalismo. Todos estamos aquí por la pasión y el amor que le tenemos al vuelo y a los aviones. La guerra es como una buena razón para poder estar a bordo de aquellas costosas máquinas. Claro, los riesgos que enfrentamos son grandes, pero la pasión por el vuelo es aún más grande, –concluyó sonriendo, tendiéndole la mano al recién llegado.

– Me llamo Billy, Billy Palmer, de San Antonio, Texas; voluntario, como tú, me imagino.

– Mucho gusto, Jimmy Ángel, Springfield, Missouri –contestó el otro con una simpática sonrisa en su cara de adolescente, apretando con fuerza la mano. –Sí, también soy voluntario y acabo de llegar.

A pesar de ser el país que había inventado el avión, al comienzo cíe la Primera Guerra Mundial, los Estados Unidos no disponían de una industria aeronáutica y podían contar sólo con 109 aviones, un dirigible y apenas 83 pilotos en servicio activo.

Dándose cuenta por los resultados de las acciones bélicas en los frentes de Europa, de la enorme importancia del avión como medio de combate, varias industrias americanas empezaron a fabricar aviones, algunos con proyectos originales, otros bajo licencia, pero demasiado tarde para poder ser empleados en la guerra.

Cuando 1'American Expeditionary Force empezó a operar en Europa bajo las órdenes del coronel William Mitchell, tuvo que utilizar aviones franceses. Pero aún antes de la declaración de guerra de Estados Unidos, ya en 1916 un considerable grupo de pilotos americanos voluntarios había cruzado el Atlántico para unirse a las tropas Aliadas y pelear en contra de los alemanes en los cielos de Francia.

El mismo día en que llegó a la base del Comando Militar Aliado, el joven Jimmy fue asignado a la "Escuadrille de Chasse 124", bautizada luego La Fayette, compuesta exclusivamente por pilotos norteamericanos, los cuales utilizaban los aviones de combate Nieuport, de fabricación francesa, los únicos en condición de hacerle frente a los Fokkers alemanes.

Al día siguiente, Jimmy tuvo que limitarse a ver despegar, uno tras otro, los Nieuport y tomar rumbo hacia el Este, para ir a enfrentarse con los alemanes.

El Capitán Frank Luke, al cual Jimmy se había presentado, poniéndose a sus órdenes, había juzgado que era demasiado prematuro permitir a aquel joven tomar uno de aquellos aviones, sin haberlo probado y conocido a fondo con anterioridad.

Lo guió hacia los hangares del campo de aviación y mostrándole un avión que a Jimmy le pareció enorme, le dijo:

– Este es un Breguet–Michelin, un bombardero, apto para operaciones nocturnas, pese a ser bastante lento. Y éste –añadió acercándose a otro avión de línea más esbelta–, es un Morane Saulnier, un avión maravilloso, liviano, que puede alcanzar una velocidad de 165 kilómetros por hora y subir hasta 9000 pies en solo doce minutos.

Dándose luego cuenta de la expresión de asombro que se había dibujado en la cara de Jimmy mientras observaba la ametralladora instalada al centro de la cabina de mando, apuntando directamente hacia la hélice, el Capitán, sonriendo, agregó:

– La ametralladora está sincronizada con las revoluciones de la hélice; es un nuevo invento que nos permite pelear en condiciones de igualdad con los alemanes que montan el mismo dispositivo en sus Fokkers desde hace un par de años.

Se paró delante de otro avión, que llevaba dibujada en la cola la insignia de un piel roja con una cabellera de plumas largas y multicolores y, dándole un golpecito en el ala, volteándose hacia el joven piloto, afirmó:

– Y éste es el Nieuport de la Escuadrilla La Fayette que te he asignado para que practiques bastante. Es un avión generoso, en condición de ofrecer mucho, si lo tratas con cariño.

Jimmy lo había observado como un niño mira a su juguete nuevo y tiene un momento de duda antes de aferrarlo en sus manos.

– Bueno ¿qué estás esperando? –preguntó el oficial, con tono de mando. Súbete y despega.

Al rato, el avión se encontraba devorando rápidamente la pista, para luego levantarse con una maniobra perfecta y alejarse en el cielo azul.

El Capitán sonrió. Aquel joven tenía el vuelo en la sangre –pensó y había nacido para volar. Y la experiencia acumulada en aquellos años con tantos otros pilotos, lo había hecho acertar, una vez más.

A la puesta del sol, los aviones volvieron a la base, pero en número inferior a los que habían despegado por la mañana.

Los pilotos, al bajar, se veían duramente probados, pero en sus ojos se podía leer un sentimiento de satisfacción, junto a un velo de tristeza.

Cuando estuvieron todos reunidos en el salón comedor, el Comandante Rickenbacker tomó la palabra. Su voz era grave y revelaba la circunstancia del momento.

– Hoy, por primera vez desde el comienzo de la guerra, hemos infligido a nuestro enemigo una dura lección. Hasta ahora, el dominio en el aire ha estado en sus manos. Pero, a partir de hoy en adelante puede, y tiene que ser, nuestro. Las bajas que les hemos causado son numerosas, y ellos van a sentir el peso psicológico, además de material y humano, de éstas. Si ustedes siguen luchando como lo han hecho hoy, derrotaremos al enemigo y la victoria será nuestra.

Luego hizo una pausa y mirando los asientos que se habían quedado vacíos, agregó con una marcada conmoción en su voz:

– Nosotros también hemos tenido bajas y algunos compañeros han muerto, defendiendo con valor nuestro suelo y nuestros ideales.

Y aún físicamente ausentes, estarán con nosotros cada vez que nos levantemos en vuelo. Pelearán con ustedes y, mirando fuera de las ventanillas de sus aviones, los verán todavía, y ellos les sonreirán para darles fuerza y ánimo. Hombres así nunca morirán porque seguirán viviendo dentro de nosotros. Luego de una pausa prolongada, el Mayor Rickenbacker levantó su copa y nombró, uno a uno, los pilotos que no habían regresado y, todos juntos, los demás pilotos, levantando sus copas, contestaron:

¡Presente!

Aquella misma noche, Billy contó a Jimmy cómo se había desarrollado la lucha en los altos de los cielos.

La escuadrilla de aviones alemanes había interceptado al grupo de pilotos guiados por el Mayor Rickenbacker y los había atacado sorpresivamente. Eran mucho más numerosos y se les venían encima por todas partes con sus Fokkers de ametralladoras rápidas.

Rickenbacker se había lanzado con su avión en vertical hacia abajo, imprimiendo a su Nieuport toda la velocidad de que disponía el motor. Dos Fokkers lo habían perseguido, abriendo fuego en contra de él. Siguiendo las órdenes recibidas antes de levantarse en vuelo, los pilotos aliados habían roto la formación para abrirse en forma de estrella, obligando a los aviones enemigos a hacer lo mismo para cazarlos. Era ésta una trampa, y los alemanes no se habían dado cuenta de que encima de ellos, a unos mil pies, se encontraba el grueso de la formación aliada. Bajo las órdenes del Mayor Raoul Lufberry, éstos bajaron y sorprendieron a los alemanes en el momento en que estaban atacando al pequeño grupo de Nieuport que estaba delante. Cuando se dieron cuenta que a su vez estaban bajo la puntería del enemigo, era ya demasiado tarde. Trataron de huir desesperadamente de la trampa en que habían caído, pero el fuego de los aviones aliados había empezado a hacer estragos en ellos. El mismo Billy, empuñando con rabia su ametralladora, se había cruzado a un avión enemigo centrando sus balas a la cabina de mando, matando en el acto al piloto. El avión perdió el control y se precipitó haciendo piruetas sobre sí mismo como mariposa enloquecida.

En pocos instantes los aviones alemanes se encontraron en el centro de un fuego cruzado, teniendo al enemigo que los atacaba de frente y de arriba. Intentaron la fuga, pero pocos de ellos lo lograron Caían uno tras otro y las llamas que se levantaban de los fuselajes y de las alas infundían coraje a los pilotos aliados que siguieron atacando, hasta que se les acabaron las balas y tuvieron que regresar a la base.

– ¿Tuviste miedo? –preguntó Jimmy a Billy.

– Antes de encontrarme con ellos, quizás sí –confesó éste.

– Pero una vez que ves a tu enemigo allí delante de ti, bueno, en aquel momento ya no hay más tiempo para el miedo; lo único que piensas es que debes tumbarlo tú, antes que sea él quien lo haga. Y esto te infunde una fuerza increíble y te hace olvidar cualquier otra cosa.

– ¿Y los pilotos alemanes, qué tan buenos son?