Salvada por un desconocido - Margaret Mcphee - E-Book
SONDERANGEBOT

Salvada por un desconocido E-Book

Margaret McPhee

0,0
5,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 5,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Una señorita inocente y un calavera de mala reputación… La modesta y puritana señorita Langley no sabía qué había hecho para alentar las atenciones de un lord, sólo sabía que no eran apropiadas ni deseadas. Por eso, cuando un atractivo desconocido la salvó de sus garras, Madeline se sintió muy aliviada. No sospechaba que su defensor pudiera tener una reputación tan poco respetable.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 345

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2007 Margaret McPhee

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Salvada por un desconocido, n.º 17 - marzo 2014

Título original: The Wicked Earl

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2010

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4093-5

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo Uno

Londres, febrero 1814

—Siéntate recta, Madeline. ¿Y no puedes fingir que disfrutas con la obra?

—Sí, mamá —Madeline Langley enderezó la espalda—. Los actores son muy buenos y la obra muy interesante, pero lord Farquharson... —bajó la voz hasta convertirla en un susurro—... se acerca demasiado y...

—El ruido aquí es como para hundir el tejado. No me extraña que a lord Farquharson le cueste trabajo oír lo que dices —repuso la señora Langley.

—Pero, mamá, no es el oído lo que tiene mal —Madeline miró a su madre—. Me resulta muy incómodo.

La señora Langley arrugó la nariz.

—No seas tan quisquillosa, hija. Lord Farquharson muestra interés por ti y debemos alentarlo todo lo que podamos. Jamás pedirá tu mano si sigues lanzándole esas miradas tan sombrías. Mira a Angelina. ¿Por qué no puedes intentar ser un poco más como ella? Ella no estropea su rostro con muecas —la señora Langley lanzó una sonrisa radiante a su hija menor, la más guapa con diferencia.

Angelina miró a su hermana con expresión sufrida.

—Porque ella no tiene que sentarse al lado de lord Farquharson —murmuró Madeline entre dientes.

Angelina soltó una risita.

Por suerte, la señora Langley no oyó el comentario.

—Silencio, chicas, ya viene —susurró.

Se enderezó y sonrió alentadora al caballero que entraba en el palco con una bandeja con tres vasos.

—Oh, lord Farquharson, qué amable sois al pensar en mis hijas —musitó.

—Y en vos también, mi querida señora Langley —le pasó un vaso de limonada—. No quisiera que ni vos ni vuestras encantadoras hijas pasarais sed. Y hace mucho calor aquí.

—No, lord Farquharson. Nunca puede hacer demasiado calor en un palco tan alto y tan bien situado. Habéis sido muy considerado invitándonos aquí. Mis hijas adoran el teatro. Saben apreciar muy bien las artes, igual que su madre.

Lord Farquharson mostró los dientes a la señorita Angelina Langley en un asomo de sonrisa.

—Estoy seguro de que ése no es el único atributo que comparten con su madre —la sonrisa se intensificó cuando depositó el vaso en la mano de Angelina.

—Es muy amable por vuestra parte abriros paso entre la multitud para traernos limonada —elogió la señora Langley.

—Por unas damas tan encantadoras, haría cosas mucho más difíciles —repuso lord Farquharson con un tono de voz heroico.

Angelina y Madeline se miraron.

Los dedos de lord Farquharson se detuvieron en los de Madeline al pasarle la limonada. El vaso era fresco al tacto; la piel del hombre resultaba caliente y húmeda.

Madeline reprimió un estremecimiento.

—Gracias, milord —dijo. Y prácticamente apartó la mano de un tirón.

Lord Farquharson sonrió y se sentó.

Madeline volvió a mirar al escenario e intentó ignorar la presencia de Cyril Farquharson a su lado. No era fácil, sobre todo porque él se inclinaba ya hacia ella para preguntar:

—¿La limonada es de vuestro gusto, señorita Langley?

—Es deliciosa, gracias, milord —el brandy del aliento de él se mezclaba con el olor extraño a especias que lo envolvía. Estaba tan cerca que ella podía sentir el calor emanando de su cuerpo delgado.

—Deliciosa —repitió él. Y volvió a tocar la mano de la joven de un modo demasiado familiar.

Madeline descubrió entonces que beber limonada era una tarea bastante complicada que requería que hiciera uso de las dos manos.

Por suerte, bajaron las luces y la música anunció la continuación de Coriolano. El señor Kemble regresó al escenario entre grandes aplausos y gritos del patio de butacas.

—Es un actor espléndido, ¿verdad? —preguntó lord Farquharson—. Dicen que el viernes será su última actuación.

—Oh, ¿en serio? Será una gran pérdida. Siempre he sido una gran admiradora del trabajo del señor Kemble.

Madeline miró de soslayo a su madre. Esa misma tarde, la señora Langley había dejado claros sus sentimientos en relación a John Philip Kemble, y la admiración no estaba entre ellos.

Hacía poco que había empezado la segunda mitad de la obra cuando lord Farquharson anunció que padecía un calambre en la pierna izquierda y procedió a maniobrar con su silla.

—Es un recuerdo de Salamanca. Me clavaron un sable en la pierna —dijo a la señora Langley—. Me temo que me molesta de vez en cuando —sonrió y estiró la pierna de modo que rozara las faldas de Madeline.

Ésta no comprendía cómo podía su madre no darse cuenta de las maniobras del lord. Le lanzó una mirada de desesperación.

La señora Langley fingió no darse cuenta.

—¡Qué valor el vuestro, lord Farquharson!

El hombre sonrió y tocó el zapato de Madeline con su pie.

—Madre —Madeline intentó atraer la atención de su madre.

—¿Sí, querida? —preguntó ésta sin apartar la vista del escenario.

—Madre —repitió Madeline, con más fuerza.

Lord Farquharson le sonrió.

—¿Os sucede algo, señorita Langley?

—No me siento muy bien. Como vos habéis observado, hace calor aquí —se abanicó con vigor.

—Mi querida señorita Langley —musitó él con preocupación fingida, mientras intentaba estrecharle la mano.

Madeline se apartó.

—Un poco de aire y estaré bien —se levantó y se dirigió a la parte trasera del palco.

La señora Langley apenas pudo disimular su exasperación.

—¿No puedes esperar un poco? Angelina y yo estamos disfrutando de la obra. Oh, vaya, es una lástima.

Lord Farquharson vio la oportunidad que buscaba.

—No sería justo que os perdierais las tres la obra, y precisamente cuando Coriolano está a punto de pronunciar su monólogo.

La señora Langley suspiró y movió la cabeza.

—A mí no me importa —intervino Angelina. Pero nadie le hizo caso.

—¿Y si...? —lord Farquharson miró a la señora Langley con aire esperanzado y se llevó los dedos a la boca—. Quizá es una impertinencia sugerirlo siquiera.

—No, no, milord. ¿Impertinente vos? Jamás. No he conocido a un caballero más digno ni considerado.

Madeline hundió los hombros. Tenía una horrible sospecha de lo que lord Farquharson estaba a punto de sugerir.

—Madre...

—Madeline —dijo la señora Langley—. Es de mala educación cuando milord está a punto de hablar.

—Pero, madre...

—¡Madeline! —insistió su madre en voz demasiado alta. Y tuvo la audacia de mirarla con aire acusador cuando un mar de rostros cercanos se volvió con curiosidad hacia ellos.

Madeline se rindió y dejó que lord Farquharson hiciera su sugerencia.

—Querida señora Langley. Si acompaño yo a la señorita Langley al vestíbulo, la señorita Angelina y vos podréis seguir viendo la obra sin interrupciones. Os doy mi palabra de que guardaré a la señorita Langley con mi vida —se llevó una mano al corazón con aire dramático y los anillos de diamantes que adornaban sus dedos brillaron a la luz escasa que llegaba del escenario—. Sabéis, por supuesto, que siento un gran afecto por vuestra hija.

—Yo acompañaré a Madeline encantada —repuso Angelina. Y recibió una mirada airada de su madre.

—¿Y perderos la interpretación del señor Kemble cuando no hay ninguna necesidad? ¿No he dicho ya que cuidaré de la señorita Langley?

La señora Langley juntó las manos con preocupación maternal.

—No estoy segura. Ella es preciosa para mí.

—Y debe serlo —repuso lord Farquharson—. Sería una digna esposa para muchos hombres.

La señora Langley no pudo disimular la esperanza que floreció en su rostro.

—Oh, claro que lo sería —manifestó.

—¿Entonces tengo vuestro permiso? —insistió él, que sabía muy bien cuál sería la respuesta.

—Muy bien —asintió la señora Langley.

Madeline miró a su madre y después de nuevo a lord Farquharson.

—No deseo estropearle la velada a milord. Sería muy egoísta por mi parte. Insisto en que se quede a disfrutar de la obra. Visitaré la sala de retiro y regresaré cuando me encuentre mejor.

—Señorita Langley, no puedo permitir que una dama joven como vos camine por el Teatro Real sin escolta. Mi honor no lo permitiría —lord Farquharson se situó a su lado en un instante y colocó con firmeza los dedos en su brazo.

Ella sentía la fuerza de su mano a través de la manga.

—No hay necesidad —insistió; e hizo ademán de apartarse.

—¡Madeline! —su madre le lanzó una mirada acerada—. No toleraré que vagabundees sola por este teatro. ¿Qué diría tu padre? Aceptarás agradecida la amable oferta de lord Farquharson.

Madre e hija se miraron. Madeline no tardó en capitular. Sabía muy bien lo que la esperaría en casa de no hacerlo. Bajó los ojos y murmuró:

—Gracias, milord. Sois muy amable.

—Venid, querida —lord Farquharson la guió fuera del palco y por las escaleras y Madeline sentía todo el rato la presión posesiva de su mano en el brazo.

La mirada del conde Tregellas oscilaba entre lo que ocurría en el escenario y lo que sucedía en el palco de lord Farquharson. Observaba a Farquharson con una atención que traicionaba sus modales relajados y su aparente interés por Coriolano. Con la misma atención con la que llevaba años observándolo. Antes o después, Farquharson cometería un error y Lucien Tregellas estaría esperando, listo para atacar.

No era la primera vez que la señora Langley y sus hijas acompañaban a lord Farquharson. Éste había paseado en su carruaje con ellas por Hyde Park y las había llevado también a visitar la feria de Frost, con sus tiovivos, columpios, bailes y puestos. De hecho, la señora Langley parecía alentar el interés del villano por sus hijas; o, más concretamente, por una de sus hijas. Y no la hermosa señorita de tirabuzones dorados y complexión de melocotón, como podía esperarse. No, ésta aparecía sentada más alejada de él. Era la mayor y la menos agraciada de las hermanas la que parecía atraer su atención. Lord Tregellas se preguntó un instante por qué. ¿Acaso no era más de su gusto la más joven de las señoritas Langley?

Reprimió el impulso de fruncir los labios con disgusto. ¿Quién conocía exactamente los gustos de lord Farquharson? Vio que éste acercaba su silla a la de la joven y el roce de su mano en el hombro de ella. La señorita Langley, la mayor, se mantenía inmóvil, pero la aversión de su rostro denotaba que no recibía bien las atenciones del lord.

Tregellas miró el sencillo chal que le cubría los hombros y prácticamente le ocultaba el vestido y observó que no llevaba joyas. Tampoco tenía los rizos dorados de su hermana. De hecho, llevaba el cabello recogido en un moño en la nuca y la cabeza desnuda, desprovista de adornos de cintas, plumas o flores. A Lucien le pareció que, a diferencia de la mayoría de las mujeres, la señorita Langley prefería la seguridad de fundirse con el entorno y no llamar mucho la atención.

Lord Tregellas la observó levantarse de súbito y dirigirse hacia el final del palco. Seguía mirando cuando lord Farquharson se movió para acompañarla. Vio que la señora Langley asentía con aprobación. Farquharson y la chica desaparecieron. Lucien Tregellas se deslizó en silencio de su asiento y salió también de su palco.

—Lord Farquharson, ya me siento mucho mejor. Deberíamos reunirnos con mi madre y Angelina. No quiero que os perdáis más parte de la obra.

Madeline veía que él la guiaba alejándola del auditorio y un temblor de miedo le recorrió la columna.

Lord Farquharson incrementó la presión en el brazo.

—Sois muy considerada con mis sentimientos, señorita —sonrió—. Pero no hay necesidad. Conozco bien la obra y os contaré el final si queréis. Después de su exilio, Coriolano ofrece sus servicios a Ofidio, quien le da el mando de la mitad del ejército volsciano. Marchan juntos contra Roma, pero Coriolano se deja convencer por su familia y no ataca la ciudad. Ofidio lo acusa de traición y los hombres del general volsciano lo asesinan. Ofidio se apena mucho y decide que Coriolano tendrá un «recuerdo noble». Ya veis, señorita Langley; ahora que conocéis el final, no hay prisa por volver.

Madeline sintió una punzada de pánico cuando él le hizo doblar una esquina y un pasillo estrecho se extendió ante ellos.

—Lord Farquharson —se detuvo en seco—. Gracias por vuestro resumen, pero prefiero ver la obra por mí misma. Por favor, llevadme inmediatamente con mi madre, señor mío.

La sonrisa de él se hizo más amplia.

—Vamos, vamos, señorita Langley... —acercó la cabeza al oído de ella—. ¿O puedo llamaros Madeline?

—No, no podéis —Madeline tiró del brazo con todas sus fuerzas.

Pero aunque lord Farquharson era un hombre delgado, también era sorprendentemente fuerte y no la soltó. De hecho, parecía ser presa de una excitación que no mostraba antes. Le rodeó la espalda con un brazo y tiró de ella por el pasillo.

A Madeline le golpeaba el corazón con fuerza en el pecho y la sangre le palpitaba en las sienes. Sentía la garganta oprimida y seca, pero seguía resistiéndose a cada paso.

—¿Qué hacéis? ¡Esto es una locura!

Los dedos de él la apretaron más fuerte.

—Cuidado con lo que decís. Y dejad de protestar. Sólo deseo hablar con vos en privado; nada más.

—Venid mañana a Climington Street y hablaremos en privado —dijo ella, que deseaba ganar tiempo como fuera.

¿Acaso su madre no iría en su busca si notaba que tardaban mucho en volver? Pero Madeline temía que no fuera así. La oportunidad de casar a su hija con un aristócrata, y además rico, había acabado con cualquier vestigio de sentido común que pudiera quedar en la cabeza de su madre.

—Por favor, lord Farquharson, soltadme. Me hacéis daño.

Lo vio sonreír y sintió el golpe de su cadera en la de ella mientras la seguía arrastrando.

Y de pronto se detuvo y tiró de ella hacia una alcoba pobremente iluminada que había en un lateral.

—Aquí estaremos bien —anunció. La volvió hacia él, clavándole los dedos con fuerza en los hombros.

Madeline se esforzó por controlar el pánico que amenazaba con envolverla. El sudor le caía por la espalda y el corazón le latía con fuerza. Se obligó a mostrarse tranquila y alzó la vista hacia él.

—¿Qué queréis?

—A ti, por supuesto, querida.

La excitación ponía un tono rojo en sus mejillas, que contrastaba profundamente con la piel pálida suave del resto de su rostro. El sudor brillaba en su frente y en el labio superior. Su pelo rojo oscuro iba atado atrás para mostrar mejor los pómulos. Era un rostro que algunos consideraban atractivo. Madeline no. La piel en torno a sus ojos parecía tensa y frágil, teñida con una sombra de azul muy pálido. Sólo servía para enfatizar el brillo duro de sus ahumados ojos grises, cuya mirada estaba clavada en ella.

Madeline apretó los dientes para detener el temblor de los labios.

—Sois un caballero y un hombre de honor, lord Farquharson. No creo que queráis comprometerme.

Farquharson sonrió. Sus manos apretaban los hombros de ella. No se oía nada. Ni música ni risas ni aplausos. Tampoco pasos ni voces. Ni siquiera una puerta al cerrarse. La miró un momento más y ella tuvo la sensación de que él no sólo conocía su miedo sino que le complacía.

Madeline apretó los dientes con más fuerza.

—Yo jamás haría algo así —repuso él, acercando el rostro al de ella.

Su aliento alcohólico la envolvió. Miró sus ojos duros, fríos, vidriosos, y en ellos vio su perdición.

—Sólo un beso, es todo lo que pido. Un simple beso —la mirada de él le acarició los labios.

Madeline se debatió y arrojó todo su peso contra él en un intento por hacerle perder el equilibrio.

—No puedes escapar, Madeline —musitó él, y bajó los labios hacia ella.

—Ah, estáis aquí, señorita Langley —gruñó una voz profunda.

Lord Farquharson prácticamente la catapultó contra la pared en su esfuerzo por retirar las manos de ella. Se volvió hacia el intruso con los puños apretados y listos.

—¡Vos! —gruñó.

Madeline abrió mucho los ojos al ver a su oportuno salvador. Era un caballero alto, atractivo, de extremidades largas y constitución musculosa. Su pelo, levemente despeinado, era negro como el azabache, y vestía pantalones negros y una levita bien cortada a juego. Desde luego, no era uno de sus conocidos, aunque él parecía opinar de otro modo.

—Me preguntaba a dónde habríais ido —dijo. Y se acercó más a ellos.

Madeline lo miró, incapaz de creer lo que sucedía.

—Confío en que lord Farquharson se habrá comportado con el máximo decoro.

Su rostro era duro, anguloso y fuerte, de nariz atrevida y mandíbula cuadrada; y unos ojos azules claros que acariciaban los de ella.

Madeline no contestó. Si contaba la verdad a aquel desconocido, su reputación quedaría arruinada. Nadie creería que la había arrastrado hasta allí contra su voluntad en mitad de la representación de una de las obras de más éxito de la temporada. Lord Farquharson era un hombre rico, un aristócrata. Madeline Langley no era nadie. Sabía lo que diría la gente. Se mordió el labio inferior y bajó la mirada.

—Debo regresar con mi familia. Estarán preocupadas por mí.

El extraño sonrió, pero la sonrisa no llegó a sus ojos. Miró al barón, que palideció.

—Lord Farquharson os escoltará de regreso con vuestra madre. Inmediatamente.

El aludido lo miraba con resentimiento, pero no dijo ni una palabra.

—Y no necesito mencionar que se portará como un perfecto caballero.

Madeline creyó percibir una especie de batalla silenciosa entre los dos hombres. Lord Farquharson miraba al desconocido como si quisiera atravesarlo con una espada muy afilada. Éste, por su parte, le sonreía, pero era una sonrisa capaz de partir en dos a un hombre.

Lord Farquharson la tomó por el brazo, y esa vez la tocó como si estuviera hecha de porcelana.

—Señorita Langley —dijo entre dientes—. Por aquí, por favor.

La guió por el pasillo, desandando el camino que habían recorrido unos minutos antes.

Aunque Madeline no podía verlo, sabía que el desconocido de pelo oscuro vigilaba todos sus pasos. Su presencia era la única protección que tenía ella contra el villano que iba a su lado. Quería darle las gracias, pero no podía. No se atrevía a volver la cabeza. Avanzaban en silencio, con el único ruido de sus pasos apagados sobre la alfombra. El desconocido no volvió a hablar hasta que llegaron al rellano del palco.

—Confió en que disfrutéis de lo que queda de la obra, señorita Langley —le hizo una pequeña reverencia y se volvió a su acompañante—. Lord Farquharson, quizá no habéis notado lo clara que es la visión desde estos palcos —comentó. Y esperó a que cruzaran la cortina que llevaba al palco del barón.

—Estáis aquí —dijo la señora Langley—. Espero que el paseo te haya sentado bien, querida.

Madeline no contestó y Angelina la miró con preocupación.

Madeline se sentó en la silla con cierta aprensión, pero lord Farquharson no hizo ademán de hablarle ni intentó tocarla. Ella miró el escenario, sin ver ni oír nada. Su mente estaba impregnada con la imagen de un hombre de pelo negro que había aparecido de súbito en el momento en que más lo necesitaba: un defensor alto y moreno.

No podía permitirse pensar en lo que habría ocurrido de no haber aparecido el extraño. A pesar de lo que pensara su madre, lord Farquharson no era un caballero y Madeline pensaba decírselo así en cuanto llegaran a su casa. ¿Pero quién era el desconocido moreno? Ciertamente, tenía un rostro que no podría olvidar nunca. Atractivo de un modo clásico. Un escalofrío le subió por la columna. Algo, no supo qué, la impulsó a mirar los palcos del lado opuesto del teatro. Allí, en uno de los mejores, estaba su defensor, que la miraba a su vez. Inclinó la cabeza y Madeline contuvo el aliento y un cosquilleo le subió por el cuello y la nuca. Antes de que nadie pudiera darse cuenta, apartó la mirada. Pero no pudo sacudirse la tonta idea de que su vida acababa de cambiar para siempre.

—¿Se puede saber qué hacías? —preguntó la señora Langley a su hija mayor—. ¿Intentar boicotear todos mis esfuerzos?

—Madre, él no es el hombre que tú crees —repuso Madeline con aspereza.

—Nunca ha habido una madre tan contrariada por su hija.

Madeline controló su temperamento y habló con toda la calma de que fue capaz.

—Intento decirte que lord Farquharson ha estado a punto de comprometerme esta noche en el teatro. No es un caballero, por mucho que intente hacerte creer que sí.

—¿Se puede saber qué quieres decir? —la señora Langley se llevó una mano al pecho con dramatismo.

—Esta noche ha intentado besarme, madre.

—¿Besarte? ¿Besarte? —casi se atragantó la señora Langley—. ¿Lord Farquharson ha intentado besarte? —sus mejillas se sonrojaron.

—Sí, madre —repuso Madeline, aliviada porque su madre comprendiera al fin la verdad sobre lord Farquharson.

—¡Señor, oh, Señor! ¿Estás segura, hija?

—Sí, madre.

La señora Langley se acercó más a ella.

—¿Por qué no has dicho nada antes?

—Ese hombre me da miedo. Intenté decirte que me disgusta.

Su madre la miró de hito en hito.

—¿Disgustarte? ¿Qué tiene que pueda disgustarte? Vamos, querida... —le tomó la mano—. Tienes que contármelo todo.

—Ya te he dicho lo que ha pasado. Ha intentado besarme.

—Sí, sí, Madeline, eso dices tú —repuso la señora Langley con impaciencia—. ¿Pero lo ha hecho? ¿Te ha besado?

Madeline se mordió el labio inferior.

—No exactamente.

—¡No exactamente! —repitió su madre. O te ha besado o no. ¿Cuál de ambas cosas?

—No me ha besado.

La señora Langley frunció los labios y le apretó la mano.

—Piénsalo bien. ¿Estás segura?

—Sí.

Su madre soltó un suspiro que parecía de decepción.

—¿Y qué se lo ha impedido?

Madeline se sentía extrañamente reticente a revelar la participación del desconocido moreno en todo aquello. Le parecía una traición por su parte hablar de él. Y su madre seguro que interpretaría mal lo sucedido.

—Ha... cambiado de idea —contestó.

—Los caballeros no cambian sin más de idea sobre tales asuntos. Si no te ha besado, es probable que no pensara hacerlo.

—Madre, sí lo pensaba—insistió Madeline.

—¿En serio? Comprenderás, por supuesto, que si milord te comprometiera de ese modo, como hombre de honor, se vería obligado a pedir tu mano.

—¡Madre! ¿Cómo puedes pensar semejante cosa?

—Vamos, Madeline. Es un barón y posee más de diez mil libras al año.

—No me importaría aunque fuera el rey en persona —declaró la chica, ultrajada.

Su madre adoptó una expresión mortificada.

—Por favor, respétame un poco. Después de todo, soy tu madre y sólo intento conseguir un buen marido para una hija problemática que rehúsa los consejos de su madre.

Madeline sabía lo que seguía a continuación. Lo había oído mil veces. Era inútil interrumpir. Permitió que su madre prosiguiera su discurso.

—A ti no te importan nada los nervios de tu pobre madre, ni la vergüenza de verse con una hija testadura y poco agraciada de por vida —por suerte había un sofá cerca y la señora Langley se dejó caer en él—. ¿Qué dirá tu padre cuando nos quedemos contigo como solterona vieja? —se llevó un pañuelito de encaje a uno de los ojos—. Me he esforzado mucho, pero parece que no es suficiente —terminó con voz quebrada por la emoción.

—Madre... —Madeline se arrodilló a su lado—. Sabes que eso no es verdad.

—Y ahora se rebela contra lord Farquharson, con el que me esfuerzo tanto por emparejarla —sollozó su madre.

—Perdóname. No es mi intención molestarte. Sé que quieres que haga una buena boda.

La señora Langley sollozó en el pañuelo y puso una mano en la cabeza de Madeline.

—No sólo una buena boda, sino la mejor. ¿Es que no ves que yo sólo quiero lo mejor para ti, para que pueda descansar tranquila en mi vejez sabiendo que eres feliz?

—Lo sé, madre. Lo siento.

La señora Langley le acarició la cabeza.

—Tú no tienes la culpa de haber salido a los Langley y no ser tan guapa como Angelina.

Madeline sabía muy bien la decepción que era para su madre. Sabía también que era muy improbable que cumpliera alguna vez la ambición de su madre de hacer un buen matrimonio.

—Por eso he hecho todo lo posible por alentar a lord Farquharson —continuó su progenitora.

La joven se puso tensa.

Su madre lo notó.

—¡Oh, no seas así! —apartó la mano del pelo de Madeline—. Es un barón. Tiene una buena casa en Londres y una mansión en el campo, en Kent. Si te casaras con él, no te faltaría de nada. Cubriría todas tus necesidades.

Madeline miraba a su madre con incredulidad creciente.

—Mi hija sería lady Farquharson. ¡Lady Farquharson! Imagina la cara de las señoras de mi grupo de costura si pudiera decirles eso. Se acabaría la vergüenza. Ya no tendría que disculparte más con ellas.

—Madre, no es matrimonio lo que lord Farquharson tiene en mente para mí.

La señora Langley se echó a reír.

—No digas tonterías, muchacha. Si llevamos bien este asunto, estoy segura de que podemos cazarlo para ti.

Madeline le tomó las manos.

—Madre, yo no quiero cazarlo —dijo con toda la gentileza que pudo.

Amelia Langley abrió mucho los ojos con exasperación. Soltó las manos de las de su hija y apretó los labios.

—Pues lo tendrás de todos modos. Nunca he oído tantas tonterías. ¡Madeline Langley poniéndole pegas a un barón! Yo conseguiré que lord Farquharson pida tu mano aunque sea lo último que haga, y que Dios me ayude. Y tú, señorita, harás lo que te digan por una vez en tu vida.

Capítulo Dos

El salón de baile estaba iluminado con las velas colocadas en tres gigantescas arañas de cristal e innumerables candelabros de pared. Los suelos de madera habían sido fregados y encerados hasta sacarles brillo, y las mesas y sillas instaladas alrededor de todo el perímetro del salón eran de estilo neoclásico austero. Lady Gilmour, la anfitriona, charlaba en un corro cerca de la banda de música.

A pesar del calor, las puertas de cristal y ventanas alineadas en el lado sur de la habitación permanecían cerradas. Después de todo, era todavía febrero y el año había sido más frío de lo normal. De hecho, había escarcha en el suelo y el aire nocturno resultaba helado. La temporada no había empezado aún y Londres seguía tranquilo, pero lady Gilmour había conseguido reunir a lo mejor de la alta sociedad en su casa. Todo el mundo que era alguien estaba presente en el bullicio ruidoso del salón o entre la gente que se esparcía por el vestíbulo e incluso por la escalinata.

La señora Langley estaba muy ufana, pues lord Farquharson había conseguido que invitaran a toda su familia. Aprovechaba al máximo la velada y procuraba conseguir todas las presentaciones posibles. El señor Langley había encontrado a un viejo amigo y se había retirado discretamente, dejando a su mujer con sus manejos.

—Lady Gilmour —musitó la señora Langley—. Es un gran placer conoceros. ¿Permitís que os presente a mi hija Angelina? Es su primera Temporada y tenemos grandes esperanzas para ella. Y ésta es mi hija mayor, Madeline. Es una buena hija. Ha captado el interés de un caballero tenido en muy alta consideración. Por el momento sólo puedo decir que... —se inclinó hacia lady Gilmour con gesto conspirativo—... esperamos recibir una oferta en un futuro cercano.

Madeline, que sonreía con cortesía, se puso muy roja.

—¡Madre!

—Calla, muchacha. Estoy segura de que lady Gilmour sabe guardar un secreto.

La señora Langley pisó sin delicadeza el pie de su hija y sonrió ampliamente cuando lady Gilmour se ofreció a presentar a Angelina a un pequeño grupo de otras debutantes. Angelina, muy guapa con un vestido blanco lleno de cintas que había costado a su padre una suma considerable que no podía permitirse, siguió a la anfitriona.

—Cuidado, Madeline —susurró la señora Langley a su hija mayor—. Es una oportunidad perfecta para Angelina.

Menos de quince minutos después, Angelina tenía ya lleno el carné de baile. Una pequeña multitud de caballeros hacía cola para sacarla a la pista. La señora Langley estaba tan encantada que incluso olvidó sus planes para Madeline y lord Farquharson.

—¡Oh, cómo me gustaría que tu padre estuviera aquí para ver esto! ¿Dónde está?

—Está hablando con el señor Scott —repuso Madeline, contenta de que su progenitor hubiera conseguido escapar.

—Típico de él. Angelina tiene más éxito del que jamás habríamos soñado y su padre está demasiado ocupado para darse cuenta —la mujer movió la cabeza con tristeza, pero se animó en cuanto Angelina salió a la pista de baile con lord Richardson, que era el segundo hijo de un conde—. ¿Verdad que es la más hermosa de la pista?

—Sí, madre —sonrió Madeline—. Es muy hermosa.

—Y elegante.

—Elegante también.

—Y llena de gracia.

—Sí.

La señora Langley parecía a punto de reventar de orgullo.

—Es mi hija, mi hermosa hijita. ¡Oh, qué recuerdos! Yo era igual a los dieciocho años.

Tan absortas estaban las dos siguiendo con la vista a Angelina que no notaron la llegada de lord Farquharson.

—Señora Langley, señorita —el barón retuvo un instante la mano de Madeline—. Espero no llegar demasiado tarde para pedir unos bailes a la encantadora señorita Langley.

Madeline apretó los labios.

—Me temo que no bailo esta noche, milord. Me he torcido el tobillo esta tarde.

Su madre hizo una mueca.

—Estoy segura de que ya está muy mejorado, hija. Y un baile con lord Farquharson no te agotará mucho.

—Pero...

—Madeline —su madre le lanzó una mirada de advertencia.

La muchacha tendió el carné de mala gana y lord Farquharson sonrió y miró los espacios vacíos al lado del nombre de cada pieza.

—¿Es posible que la señorita Langley haya dejado su carné de baile libre para mí?

La señora Langley sonrió apreciativa y Madeline miró el suelo y esperó a que le devolviera el carné, que ahora estaba caliente y levemente húmedo al tacto. Lo sostuvo con cuidado por el borde y miró qué bailes había elegido él. Un reel escocés y el vals.

Los dedos blancos y finos de lord Farquharson se apoderaron de una de sus manos.

—Justo a tiempo —comentó cuando la banda empezó a tocar—. Creo que es mi baile, señorita.

Y sin más, tiró de ella para reunirse con las hileras de cuerpos que había en la pista.

El baile tuvo algo de pesadilla. No sólo se veía Madeline arrojada a la pista de baile, un lugar donde nunca se sentía muy contenta, sino que además lord Farquharson le apretó la mano, le susurró al oído y le miró el escote todo el tiempo y ella se vio obligada a sonreír con cortesía y bailar como si disfrutara inmensamente del momento.

Le dio la impresión de que nunca había durado tanto una pieza. Cuando por fin terminó y lord Farquharson la devolvió con su madre, a él le brillaban los ojos.

—Posee la gracia de un cisne —dijo a la señora Langley.

A la mujer, que había visto a Madeline pisar los pies de lord Farquharson al menos cuatro veces y perder el paso en varias ocasiones, le maravilló que un caballero pudiera perdonar de tal modo los defectos de su hija mayor.

—Querido lord Farquharson, sois muy amable con Madeline.

Se sonrieron mutuamente.

Madeline apartó la vista y contó hasta diez... muy despacio.

La señora Langley observaba el creciente grupo de admiradores de Angelina. El joven de pelo rubio no tenía título de nobleza. Angelina podía aspirar a algo mejor. Madeline, a su lado, observaba también a su hermana, contenta de no tener que soportar las atenciones de lord Farquharson por el momento. Aun así, él consiguió que sus ojos se encontraran varias veces desde el otro extremo del salón, como si quiera recordarle lo que faltaba todavía: el vals. Madeline sentía la garganta seca y oprimida al pensar en ello. Él la miraba a través de la multitud, se lamía los labios y sonreía de un modo que hacía que se le enfriara la sangre.

De pronto supo que no podría hacerlo; no podía dejar que le pusiera las manos encima y la atrajera hacia sí fingiendo ser un perfecto caballero, cuando sólo estaba ganando tiempo, en espera de una oportunidad de atacar. Porque atacaría como la serpiente que era. Se estremeció. A pesar de lo que pensara su madre, lord Farquharson no era un hombre honorable. La arruinaría y no habría oferta de matrimonio. La quería por esposa tan poco como lo quería ella como marido. El barón buscaba algo muy diferente. Madeline respiró hondo y tomó la determinación de que, pasara lo que pasara, se alejaría de las atenciones de lord Farquharson. Su madre apenas si se dio cuenta cuando le dijo que iba a buscar a su padre.

El señor Langley no estaba en el gran salón ni tampoco lo encontró en el magnífico vestíbulo. Madeline subió las escaleras buscando entre la multitud. Parecía que él tampoco estaba allí. Entró un momento a la sala de retiro de las damas, sólo porque pasaba por allí y, al salir, se disponía a volver abajo, cuando una mano la tomó por la cintura y tiró de ella a un lado.

—Señorita Farquharson, ¡qué agradable sorpresa encontraros aquí arriba! —lord Farquharson le besó el dorso de la mano—. Pero quizá me buscabais —se acercó más sin soltarle la cintura.

Madeline sabía que las personas que los rodeaban le ofrecían protección frente a las intenciones de lord Farquharson, pero sabía también que no podía arriesgarse a llamar la atención sobre su situación por si pensaban lo peor.

—No —repuso. E intentó soltarse.

Lord Farquharson no se lo permitió.

—Vamos, vamos, no os creo —rió.

—Busco a mi padre. ¿Lo habéis visto? —Madeline confiaba en que el barón no supiera hasta qué punto la asustaba.

Los ojos grises astutos de él la observaron.

—Creo que lo he visto hace menos de dos minutos. Pero ha sido en un lugar muy extraño —lord Farquharson frunció el ceño con perplejidad.

En un lugar muy extraño. Sí, eso parecía muy probable tratándose de su padre, que odiaba las reuniones sociales y se ocultaba en los lugares más apartados.

—¿Dónde lo habéis visto, milord?

El barón aflojó un poco la presión de su mano.

—En la escalera de los sirvientes, al otro lado de esa puerta —señaló con un gesto una puerta situada en el extremo opuesto del rellano—. Parecía ir hacia arriba, aunque no sé por qué iría en esa dirección.

Madeline sí lo sabía. Su padre buscaría cualquier lugar que lo alejara de la actividad. No miraría otra cosa.

—Gracias, milord.

—¿No habéis olvidado mi vals?

—No, no lo he olvidado.

—Bien —dijo él.

La soltó y se alejó escaleras abajo.

Madeline esperó a comprobar que se había ido y se dirigió a la escalera de servicio.

—¿Padre? —llamó con suavidad, subiendo por la estrecha escalera—. ¿Padre?

Sólo le contestó el silencio. Las paredes laterales llevaban tiempo sin blanquearse y, como no había barandilla, lucían la marca de numerosas manos a lo largo de los años. Una corriente le acarició los tobillos y la banda de música se transformó en un sonido lejano.

La escalera la llevó a la parte trasera del piso superior. Salió y observó el rellano. Varios retratos de caballos de lord Gilmour la miraban desde las paredes. ¿Dónde podía estar su padre? Varias puertas se abrían al rellano. Se detuvo delante de la primera y escuchó por si había algún ruido que denotara la presencia de su padre. Nada. Levantó los nudillos y llamó con suavidad a la puerta de roble.

—Padre —susurró—. ¿Estás ahí?

Esperó. No hubo respuesta. El picaporte cedió fácilmente bajo sus dedos. Empujó la puerta despacio y se asomó. Era un dormitorio, decorado casi exclusivamente en azul y blanco. Una gran cama de columnas ocupaba el centro. El señor Langley no estaba allí. Madeline se retiró en silencio. De pronto le arrancaron el picaporte de la mano y se vio arrojada sin ceremonia al interior de la estancia. La puerta se cerró tras ella. La joven alzó la vista y se encontró con lord Farquharson.

—Mi querida Madeline, volvemos a encontrarnos.

Ella se volvió y agarró el picaporte. Pero él fue muy rápido. La agarró con un abrazo de oso y la apartó de la puerta.

—Vamos, vamos, Madeline. ¿Por qué estás siempre tan impaciente por escapar?

—¡Me habéis engañado! —exclamó ella—. No habéis visto a mi padre, ¿verdad?

¿Cómo podía haber sido tan estúpida?

Él se encogió de hombros.

—Me has descubierto.

Madeline sentía la dureza de su estómago... y de algo más, apretándose contra ella.

—¡Soltadme!

—El conde no te salvará esta vez, querida. Ni siquiera está aquí. Lo he comprobado.

Madeline se negaba a dejarse vencer. Hablar con él, suplicarle, sería inútil. Cyril Farquharson no atendería a razones. Se esforzó por conservar la calma y se obligó a mirarlo a los ojos y relajarse en sus brazos.

Él sonrió.

—Me parece que empezamos a comprendernos mutuamente —aflojó los brazos—. Madeline —susurró—. ¡Eres una chiquilla tan temerosa! No te haré daño.

Bajó los dedos con fuerza por el brazo de ella.

—Pero ya me lo hacéis, milord.

Echó atrás la pierna y dio un rodillazo a lord Farquharson en el bajo vientre con toda la fuerza que pudo reunir.

No esperó a ver el efecto que tenía en él, sino que se volvió y corrió todo lo que pudo por el rellano y la escalera. Corrió como no había corrido nunca. Sus pies tocaban sólo un instante los escalones y ella seguía corriendo y tirando de las faldas hacia arriba para evitar que se enredaran en sus piernas. Cualquiera cosa con tal de huir de aquel monstruo.

Dobló una esquina, se atrevió a mirar atrás, y chocó con fuerza con algo grande y firme. Soltó un respingo. Se tambaleó y sus pies tropezaron en el borde del escalón. Abrió los brazos en busca de algo que la salvara de la caída.

Unos brazos fuertes la rodearon. Cerró los ojos con desesperación. ¿Cómo podía lord Farquharson haber llegado allí tan deprisa? Estaba segura de que lo había dejado atrás.

—¡No! —se debatió en sus brazos.

—¿Señorita Langley? —la voz profunda sonaba con preocupación.

Madeline dejó de luchar. Reconocía aquella voz. La habría reconocido en cualquier parte. Alzó la vista y se encontró con un par de ojos azul claro.

Le pareció que el corazón se le paraba un instante para luego golpear con más fuerza, pues los brazos que la rodeaban pertenecían a su defensor. Miró atrás con nerviosismo, temerosa de que apareciera lord Farquharson.

Su defensor enarcó una ceja morena.

—Asumo que lord Farquharson está detrás de esto... otra vez.

Madeline asintió con nerviosismo.

—Está arriba en una de las habitaciones —musitó. Y después de haberlo dicho, se dio cuenta de lo mal que debía sonar aquello.

Los ojos de él se achicaron y oscurecieron.

—Farquharson —la apoyó en la escalera y pasó a su lado. Exudaba rabia por todos sus poros.

—¡No! —gritó Madeline, que se giró para seguirlo—. ¡No!—volvió a gritar. No es lo que creéis. No ha... —agarró los faldones de la levita de él antes de que doblara una esquina—. ¡Esperad!

El hombre se detuvo bruscamente y la miró.

Ella le soltó la levita y se apoyó jadeando en la pared.

—¿Qué queréis decir, señorita Langley?

—Ha intentado besarme —repuso ella, luchando todavía por respirar—. Pero he conseguido escapar antes de que lo lograra.

Veía que los músculos del cuello de él estaban tensos y su ojos eran dos puntos de puro hielo.

—¿Es que no aprendisteis nada la última vez? ¿Qué diablos hacíais sola en una habitación con Farquharson?

Madeline abrió la boca sorprendida.

—Me ha engañado. Yo no sabía que él estaría allí. Yo buscaba a mi padre.

—¿Y creéis que es probable que vuestro padre esté escondido en una de las habitaciones de invitados de lady Gilmour? —preguntó él escéptico.

—No es improbable —replicó ella.

Él se pasó una mano por el pelo, lo cual lo despeinó más que nunca.

—Señorita Langley, si sois demasiado tonta para saberlo ya, os lo diré claramente. Lord Farquharson es un hombre peligroso. Haríais bien en no acercaros a él.

—Eso es lo que intento hacer, pero mi madre quiere casarme con él y está decidida a alentar su interés.

—¿Vuestra madre está loca?

A Madeline le empezó a temblar el labio inferior y lo sujetó con firmeza con los dientes.

—No pretendo insultaros, señorita, pero creedme si os digo que lord Farquharson no tiene ningún interés en casarse.

—Y yo no tengo ningún interés en él —repuso ella, cortante. Se volvió y empezó a bajar las escaleras de nuevo, pero vaciló y se volvió una vez más.

—Gracias, señor...

Él no hizo ningún esfuerzo por presentarse.

—Por esta noche y por la semana pasada. Estoy en deuda con vos por vuestra intervención.

Los ojos claros de él la observaron un momento.

—No me deis las gracias, pero alejaos de lord Farquharson.

Ella se mordió el labio inferior, preguntándose si debía decírselo. Si no lo hacía, él pensaría lo peor de ella y, de algún modo, le importaba mucho la opinión de aquel desconocido.

—Señor —dijo con timidez.

—Señorita Langley —él enarcó una ceja.

Ella lo miró.