Sangre de Centauro - Mercedes Aguirre - E-Book

Sangre de Centauro E-Book

Mercedes Aguirre

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Beschreibung

¿Qué relación tiene un hombre quemado cuyos restos aparecen de madrugada en un callejón de Madrid con la representación de una tragedia griega? La inspectora Clara Valentín será la encargada de resolver un caso en el que nada es lo que parece. El mito clásico y la ficción policíaca se dan la mano en esta cuarta novela de Mercedes Aguirre.

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Cubierta y diseño editorial: Éride, Diseño Gráfico

Dirección editorial: Ángel Jiménez

Edición eBook: marzo, 2023

Sangre de centauro

© Mercedes Aguirre

© Éride ediciones, 2023

Éride ediciones Espronceda, 5 28003 Madrid

ISBN: 978-84-19485-53-3

Diseño y preimpresión: Éride, Diseño Gráfico

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Mercedes Aguirre Castro nació en Madrid. Doctora en Filología Clásica por la Universidad Complutense de Madrid es especialista en mitología y ha escrito y publicado numerosos trabajos académicos en este campo, pero también es escritora de ficción, autora de tres novelas ( El narrador de cuentos, El cuadro inacabado, Vidas historiasy cafés) y dos libros de relatos breves (uno de ellos publicado en edición bilingüe español inglés) en los que explora la relevancia psicológica de los motivos de los mitos clásicos en el mundo de hoy y la presencia de lo sobrenatural. Asimismo es coautora de una extensa colección de libros de cuentos inspirados en la mitología destinados a un público juvenil. Su dimensión internacional incluye una entrevista en el Instituto Cervantes de Dublín así como otra con la Open University en Londres sobre el tema de su creación literaria en relación con la recepción de los mitos. Imparte talleres de escritura creativa y en el Reino Unido organiza un grupo de discusión literaria (Tapas Literarias).

www.mercedesaguirrecastro.com

«No llames a un hombre feliz o infelizhasta el día de su muerte».

Sófocles, Traquinias

Prólogo

No es fácil saber por dónde empezar una historia.

Cualquier suceso, cualquier acontecimiento en nuestras vidas tiene su origen —por insignificante que sea—, en un tiempo muy atrás del tiempo del suceso mismo.

¿Empezamos a contar la vida de una pareja el día en que se les declara marido y mujer ante un altar o ante un juez? ¿O el día en que por primera vez descubrieron que no se estaba tan mal juntos?

¿Empezamos la narración de un asesinato cuando tenemos el cadáver aún caliente y al asesino a punto de huir de la escena del crimen?

En fin, cada historia tiene su comienzo y el de esta será de madrugada, en una calle mal iluminada de un barrio del centro de una gran ciudad. Pero los sucesos que vendrán después nacieron hace tiempo, en el pasado.

Primero fue un ruido sordo, como de una explosión. Luego una luz brillante, cegadora, y entonces comenzó el fuego. Parecía que se hubiera generado desde el interior, extendiéndose después al resto del cuerpo.

El hombre casi no tuvo tiempo para reaccionar ante lo que le estaba ocurriendo. Primero gritó pidiendo auxilio pero nadie acudió a su llamada. La calle en la que se encontraba parecía desierta. Agitó los brazos como quien espanta a un molesto insecto, tratando de apagar las llamas. Luego intentó quitarse la ropa que ya se adhería a su cuerpo por efecto del fuego. Pero no pudo hacer nada. Y se fue desmoronando y consumiendo como si fuera el muñeco de una falla.

Y ya en el suelo, estremeciéndose aún sus miembros achicharrados, las llamas fueron devorando poco a poco lo que quedaba de él. El traje, la carne, el pelo, todo ardía en una única masa compacta y oscura.

Desde el otro lado de la calle alguien contemplaba la escena.

Clara

1

—¿Cuánto hace que fue descubierto?

—Como una hora.

—¿Y quién lo encontró?

—Los hombres de la basura. Nos llamaron inmediatamente. Nadie ha tocado nada, jefa.

Estaba en el suelo, en la acera, entre una farola y una moto aparcada. A primera vista parecía un montón de desperdicios. Basura quemada y maloliente. Sin embargo, había algo extraño, algo de humano en aquellos restos. No sabían aún lo que había sucedido, pero fuera lo que fuera había parecido suficientemente sospechoso a los policías que patrullaban por la zona y que habían escuchado por sus radios el código que procedía de la central donde avisaban de un suceso que requería su presencia. Ahora comenzaría un proceso que llevaría a determinar de qué clase de crimen se trataba. Y aquí el único testigo era la propia escena, tal y como la habían encontrado a aquellas horas de la noche.

Clara miró detenidamente y luego giró la vista a su alrededor: El callejón oscuro, sin salida, los cubos de basura aún con las bolsas de plástico negras asomando por los lados de la tapa mal cerrada, los coches aparcados, el portal que hacía años que no había visto una mano de pintura. Y detrás de ella los dos coches de policía proyectando una luz azul que teñía la escena de un colorido un tanto fantasmagórico.

Como en una película, pensó. Pero ella no se sentía la protagonista de ninguna película. Era, simplemente, su trabajo.

La policía científica había acudido con presteza confirmando que aquella supuesta basura era en realidad unos restos humanos. Dos agentes se habían encargado de extender una cinta de plástico para mantener el escenario aislado de curiosos. Aunque esta precaución resultaba superflua porque a esas horas y en ese rincón la posibilidad de que pasara alguien era bastante remota.

El procedimiento habitual siguió su curso. Se tomaron datos y finalmente los restos fueron recogidos y colocados en un furgón para ser trasladados al lugar donde pudieran ser examinados debidamente.

Clara siguió las formalidades de rutina. Eran ya las dos de la madrugada. Debía haberse ido a casa hacía horas. Pero este caso correspondía a su departamento en la comisaría de distrito del centro de Madrid y ella, en la posición que tenía en el cuerpo, era la responsable, la encargada de la investigación.

Todo indicaba que lo que habían descubierto requería la presencia de un cargo superior que se ocupara de ello.

Todavía no se había acostumbrado a la responsabilidad que su nuevo puesto de inspectora exigía, sobre todo en circunstancias como estas. Hasta ahora los casos de asesinato que habían llegado a sus manos habían sido bastante claros, aunque no por ello menos desagradables: una anciana que había matado a su vecina, también anciana; una mujer amenazada por su ex pareja que había sido encontrada estrangulada en el salón de su casa.

Lo de siempre, pensó. Nada especialmente misterioso ni desacostumbrado. Por desgracia parecía que esa clase de sucesos formaban parte de nuestras vidas. Aunque este constante despliegue de violencia nunca sería parte de la vida de un lugar pequeño en contraste con una ciudad en crecimiento constante como Madrid, donde, como en otras grandes ciudades, gentes de todas las nacionalidades habían encontrado un hueco en los últimos años: inmigrantes, refugiados, gente sin trabajo de Europa, Asia y América que aspiraban a una vida mejor que la que sus respectivos países podían ofrecerles.

—¿Cómo creéis que ha sido?

Dos agentes se volvieron hacia ella.

—¿Una bomba? —aventuró uno de ellos.

Clara negó con la cabeza. No. Si hubiera sido una bomba la expansión del impacto habría alcanzado a los coches y los objetos de los alrededores. Y el ruido habría tenido despiertos y alarmados a todos los vecinos.

—¿Entonces…?

—No lo sabremos hasta que no se hagan los análisis de los restos y de la escena.

—Después de todo a lo mejor ha sido un accidente. Un mendigo encendiendo fuego…

—Sea lo que sea nadie parece haber oído nada ni visto nada. Claro que a estas horas…

Poco a poco los trabajos en el lugar del suceso se fueron completando hasta que al fin los agentes regresaron a sus coches patrulla.

Clara se dirigió a su coche dispuesta a volver a su casa y empezar la investigación a la mañana siguiente, en su oficina.

Debería sentirse orgullosa de su carrera en la policía. Fulminante, podría decirse, dada su juventud —aún no había cumplido los treinta y cinco—. Había sido su ambición casi desde el instituto. Sin embargo, en una noche como esta se replanteaba si estaba haciendo lo correcto con su vida. Si esto era lo que de verdad quería.

Y cuando llegó a su casa y pudo por fin sentarse en el sofá del salón con una copa de vino en la mano, reconoció que estaba completamente agotada. Y que apartar de su mente esos restos humanos ennegrecidos e irreconocibles no le iba a resultar fácil.

2

Fue la primera en llegar y sentarse a su mesa en las oficinas del primer piso de aquella comisaría de distrito. Si su temprana aparición había sido el resultado de una noche en vela o si había sido la impaciencia por ponerse al trabajo no sabría decirlo.

La oficina olía un poco a viejo, a polvo nunca limpiado y acumulado en viejas carpetas y papeles, aunque ella trataba de enmascararlo con un ambientador de lavanda.

Los informes de la noche anterior ya estaban junto a su ordenador, cuidadosamente colocados en una carpeta azul y asímismo habían sido enviados electrónicamente: fotografías tomadas en la escena, la hora en que se encontraron los restos, el testimonio del empleado del servicio de recogida de basuras y la descripción de los restos en sí, así como de los alrededores del lugar del supuesto crimen.

A pesar de su experiencia aún había algo que se le atenazaba en la garganta cuando pensaba en una vida humana arrebatada de forma violenta. Una persona que tendría padres, tal vez hijos o amigos que sufrieran su pérdida. Aunque no se tenía por una persona sensible quizá todavía no había adquirido la suficiente entereza para enfrentarse a la muerte, a esa clase de muerte, de una forma fría y profesional.

Todavía nada confirmaba que hubiera sido un asesinato, pero un accidente parecía bastante improbable. Ni un atropello, ni una caída podrían explicar lo que quedaba de aquella persona, quienquiera que fuese.

Una explosión… eso también lo habían descartado. Había habido fuego, eso sí, pero no restos de cerillas o de un explosivo, ni impacto en los alrededores.

Clara dirigió su atención al ordenador y luego comenzó a leer el informe cuidadosamente.

—Buenos días. Muy madrugadora te veo… ¿Cómo estás después de lo de anoche?

Ella ni siquiera levantó la cabeza.

El hombre que había abierto la puerta de su despacho no aguardó una respuesta y avanzó decididamente hacia la mesa.

—Últimamente trabajas mucho. Demasiado, diría yo.

—Marcos, por favor, déjalo. Sí, tengo mucho trabajo pero estoy bien.

Marcos Arroyo había sido su jefe, su inmediato superior en los años en los que acababa de ingresar en el cuerpo. Su constante trato en el trabajo había desembocado en unos sentimientos que él nunca trató de ocultar. Al principio todo estuvo bien. Incluso los compañeros parecían disfrutar viéndoles juntos con la perspectiva de que quizá formalizaran su relación un día. Sin embargo, acabaron rompiendo. Llegó un momento en que Clara supo que no era la clase de hombre con el que quería compartir su vida y que seguir por el mismo camino solo la conduciría a la decepción. Y fue ella la que tomó la decisión. Demasiado tarde comprendió que romper con Marcos, que ahora había ascendido a comisario y por lo tanto seguía siendo su superior, no le iba a hacer la vida fácil.

Había pasado ya más de un año y Marcos aún no se resignaba, ni se acostumbraba a la idea de que Clara no volvería a caer rendida en sus brazos. Y no era porque ella no los echara de menos. Mantenerse firme en su decisión era todo lo que quería conseguir, sin que la soledad o la amargura que su trabajo a veces le producía la llevaran a cometer el error de aceptar sus intentos de nuevo. Ahora no era el momento ideal de tener a Marcos flirteando a su alrededor.

—Conozco los detalles del caso de anoche —prosiguió él asomándose por encima de su hombro para leer en la pantalla del ordenador—. Menuda historia ¿no? Cuando tengas algo me lo pasas.

Clara hizo un gesto con la cabeza que no la comprometía a nada mientras contenía las palabras furiosas que le venían a los labios. ¿No te das cuenta de que estás empeorando las cosas? Déjame trabajar en paz, le dieron ganas de gritar. Pero sabía que si le decía algo luego se arrepentiría.

Haya paz en la oficina, pensó. Ya hay suficientes guerras ahí afuera.

Pero un momento después, cuando vio a Marcos abandonar el despacho para ir al encuentro de dos agentes que venían por el pasillo, reconoció el atractivo físico del que había sido su jefe y su último novio.

Solo cuando él desapareció de su vista volvió a interesarse por la pantalla del ordenador.

Había que esperar a los resultados procedentes de la unidad central de investigación científica. De momento todo lo que tenía eran los datos que recogieron la noche pasada en el lugar de los hechos. La hora en que se recogieron los restos y el lugar exacto, junto al portal número nueve de una calle secundaria no lejos de la estación de metro de La Latina, cerca de la plaza de Puerta de Moros. Clara no había empezado siquiera a hacer suposiciones sobre lo que había ocurrido. Ni siquiera sabía si se trataba de un hombre o de una mujer. La edad, los rasgos físicos o la causa de la muerte vendrían también con los análisis.

Por suerte la prensa no parecía demasiado interesada en el caso. Se habían presentado un par de periodistas para dar cuenta del suceso pero eso había sido todo. No era como si se hubiera tratado de un atentado. O de uno de esos casos de algún chiflado emprendiéndola a tiros con el resto del mundo.

De alguna manera esta muerte parecía envuelta en el mayor silencio, un silencio tan intenso como el que la noche pasada envolvía al callejón donde había aparecido.

Clara contestó dos llamadas. Luego consultó su correo electrónico. Dejó de lado los mensajes más personales: uno de su amiga María, un anuncio de una firma comercial que había usado recientemente y un mensaje recordándole la reunión del sábado con el grupo de teatro y se centró en el que le habían enviado desde el departamento central de la policía científica confirmando que estaban trabajando en su caso. Clara, entonces, en lugar de contestar al mensaje, descolgó el teléfono y se encaró directamente con ellos.

—¿A última hora de la tarde? ¿Seguro? Si puede ser antes mejor. Lo necesito ya.

Su tono de voz reveló una impaciencia tal vez motivada por un sentimiento de disgusto hacia Marcos pero también porque tenía que ver esos resultados. Sin ellos no había mucho que hacer.

Sin embargo, cuando Marcos regresó a su oficina dispuesto a consultar los datos del caso, su ánimo se había calmado un poco.

—¿Se sabe si alguien ha denunciado una desaparición? —le preguntó.

Marcos negó con la cabeza.

—De momento nada —respondió.

—¿Y personas desaparecidas en la zona? ¿Algo por donde empezar?

Marcos negó de nuevo.

—Haré que te pasen la información de personas desaparecidas. Pero que yo sepa no hay nada todavía.

—Los vecinos… Alguien tendría que interrogarles. Por si la víctima vivía allí mismo…

—Cualquier cosa es posible.

Marcos acercó una silla a la de ella y miró en los papeles que Clara tenía encima de la mesa. Instintivamente ella alejó sus manos evitando lo que podía ser un roce fortuito con las de él.

—Lo sé, lo sé —respondió—. Podría vivir allí, en la acera de enfrente o en la otra punta de la ciudad.

—O ser un mendigo, alguien sin nombre, sin hogar, que dormía sobre unas mantas en la calle.

Alguien que encendió fuego para calentarse. Ya sé que no han aparecido trazas de cerillas, pero tal vez un encendedor… Aquí dice que hay restos de metales fundidos…

Clara asintió con la cabeza intentando no molestarse. Marcos no le estaba dando lecciones ni estaba manifestando su superioridad. Estaba tratando de ayudar.

—Tienes razón —respondió—. No sería la primera vez que se encuentra un caso así. Sin embargo, no sé por qué, tengo la sensación de que se trata de algo menos simple que la muerte accidental de un mendigo. Por cierto, los metales, bien podrían ser de botones, hebillas, cremalleras… es difícil asegurar nada.

—Muy bien, avísame cuando tengas algo más concreto. Reuniré a Fernández y a Conde en mi despacho.

Marcos se marchó en silencio. Ella no supo si se había ofendido o si estaba ocupado con otra cosa que le reclamaba.

Clara se quedó ante su mesa, confusa. Había pasado ya la hora de comer, ese rato en el que sus compañeros de la comisaría bajaban regularmente a una cafetería donde el precio de un menú de dos platos y postre con una cerveza era más que aceptable.

Mordisqueó un bocadillo que había traído de casa y bebió de una sola vez la mitad de un botellín de agua que guardaba en un cajón de su mesa. Eso bastaría de momento para mantenerla activa.

Pasadas las tres ya tenía el informe enviado electrónicamente. Clara sonrió para sí pensando que sus colegas de la unidad científica habían cumplido su palabra.

Abrió el documento y leyó ansiosa.

El contenido del informe era claro: la víctima era un hombre, probablemente de mediana edad, de raza blanca. El material analizado contenía los restos humanos quemados, prácticamente irreconocibles entre los que se salvaban algunos huesos del cráneo, dos o tres vértebras y algunos dientes. También había fragmentos de ropa y otros tejidos.

Sin embargo… había algunos datos que no encajaban. Si el hombre había muerto en un incendio ¿dónde había ocurrido ese incendio? ¿Era posible que se hubiera quemado en otro sitio y luego lo hubieran llevado hasta el lugar donde lo encontraron? Y todo ello sin que nadie lo haya visto, sin que nadie lo haya oído.

Por la mente de Clara pasaron ideas rápidas, posibilidades que fue descartando una tras otra.

3

A pesar de que Marcos había insistido una vez más en quedar con ella el sábado, para ir a comer o a cenar juntos si estaba libre, Clara se había mantenido firme. No solamente no quería darle esperanzas de volver a empezar una relación —¡y sabía muy bien cuán persistente podía ser para conseguirlo!— sino también porque quería mantener el fin de semana para sus propias cosas, entre ellas el grupo de teatro.

Hacía ya casi un año que formaba parte de esa actividad organizada por una asociación cultural de su barrio. Había sido en una época de insatisfacción con el trabajo, una época de soledad e inseguridad. Había hecho teatro en el colegio y luego en la universidad y sabía que no se le daba mal. Aquello sería una vía de escape después de las noches en blanco dedicadas a alguna investigación, las peleas con Marcos y el a menudo sórdido ambiente del trabajo de la policía.

La obra que representaron el verano pasado —una comedia escrita por un joven autor amigo de uno de los miembros de la compañía— resultó un éxito. Fue duro para Clara poder compaginar las horas de ensayos con las horas dedicadas a informes sobre víctimas, testigos y delitos de todo tipo. Pero aun así la sensación fue completamente satisfactoria. Y se sintió feliz en su papel de una joven criada que se esforzaba en ocultar los devaneos amorosos de su señora. Alguien había sugerido que hiciera el papel del detective que resolvía el asesinato de la dueña de la casa pero se negó. De crímenes ya tenía bastante.

Al principio se había mantenido un poco distante de los compañeros del grupo, algunos habían dicho incluso que no era especialmente simpática. Sin embargo, no era por mal carácter ni por ninguna razón personal hacia ellos sino porque en el fondo le costaba adaptarse al nuevo ambiente y a personas que no procedían de su propio mundo, un mundo en el que se hallaba completamente inmersa desde hacía tanto tiempo. Había rechazado varias invitaciones a compartir con ellos sus cosas en las redes sociales de Internet, en parte porque su trabajo de policía requería discreción pero también por su naturaleza reservada. Ella elegía a sus amigos y elegía qué debían conocer de ella.

Estaba acostumbrada a madrugar de manera que no le costó trabajo levantarse, ducharse, vestirse y tomar un frugal desayuno antes de salir de casa y coger el metro en dirección a Antón Martín.

La estación estaba casi desierta. Un sábado por la mañana a esas horas no era el habitual río de gente apresurada, gente que no espera, que empuja, que corre al vagón cuando las puertas están a punto de cerrarse.

Se sentó enfrente de dos jóvenes que dormitaban recostados el uno contra el otro. Era hora de volver a casa para los que han pasado la noche del viernes en una fiesta o de bar en bar. Seguramente dormirían de nuevo en sus casas antes de volver a empezar su nocturna peregrinación entre copa y copa.

Llegó diez minutos antes de la hora fijada. Como suponía, era la primera.

El local —en el bajo de un edificio antiguo— no era demasiado grande pero suficiente para albergar cuatro aulas pequeñas con espacio para diez sillas, una mesa y un equipo informático completo que incluía un portátil y un proyector, una sala un poco mayor para reuniones y un salón de actos que servía para las representaciones teatrales. Además contaba con una pequeña biblioteca.

Todo el espacio pertenecía a una asociación cultural que a su vez recibía fondos de una fundación privada especializada en obras sociales para desempleados y discapacitados. El grupo de teatro llevaba funcionando desde que la asociación había ampliado sus actividades hacía ya más de cuatro años.

Recientemente había habido un gran cambio en el grupo. Dos chicas se habían ido alegando dificultades de horario. Tenían un nuevo encargado de vestuario y —aún más importante— tenían un nuevo director. De hecho, ese sábado iba a ser el primer contacto con él, la presentación, diríase, oficial.

Cuántos miembros de la compañía estarían presentes era una cuestión siempre incierta. La gente tenía un sentido del compromiso un tanto ligero. Siempre parecía haber algo más importante que hacer: una visita familiar, un viaje, un trabajo por terminar… eran las habituales excusas para faltar a ensayos y reuniones.

Clara había procurado mantenerse fiel, tomándolo como una obligación, a sabiendas de que, incluso en aquellos momentos en que no le apetecía en absoluto, su esfuerzo habría merecido la pena.

Tomó asiento en la sala de reuniones mientras oía a la secretaria hablar con alguien al otro lado de la puerta.

Enseguida apareció un hombre, delgado y menudo, con pelo castaño y gafas. Cuando habló dirigiéndose a ella para saludarla Clara pensó que nunca había oído una voz tan dulce y melodiosa en un hombre.

—Encantado de conocerte. Soy Rafael, el nuevo director del grupo.

—Yo soy Clara. Encantada.

Solamente tuvieron tiempo para intercambiar esa clase de frases corteses cuando aparecieron tres personas más y las presentaciones continuaron.

En cierto modo Clara se sentía violenta en situaciones como esta. Era como volver al colegio o a la universidad y empezar un nuevo curso después de unas vacaciones. Todo el mundo excitado, dispuesto a la novedad, reencontrando a los viejos amigos y a los nuevos profesores. Pero ella, ni siquiera entonces, había disfrutado demasiado. Solía levantar una barrera invisible que la protegía de la excesiva camaradería y los desengaños y aislaba su propia intimidad. Timidez, lo llamaban algunos. Otros lo tomaban como aires de superioridad que acababan produciendo malestar.

A distancia observó al recién llegado. Su actitud relajada y la familiaridad con la que se movía de unos a otros sugería que se encontraba cómodo con la situación, que era algo a lo que estaba acostumbrado.

Tenía un no sé qué que le recordaba a un maestro.

Se fueron sentando todos en la sala de reuniones. Marisa, una mujer más cerca de los cincuenta que de los cuarenta que llevaba en la compañía desde que se fundó, se acomodó a su lado y la saludó con una sonrisa.

—¿Qué te parece? —susurró acercando su cara a la de ella buscando un comentario que no fuera oído por las dos chicas, Susana y Patricia, que se sentaban detrás.

Clara hizo un gesto que no la comprometía a nada sin mirarla directamente. Sus ojos estaban clavados en el nuevo director.

No intentes analizarle, se dijo, no es un testigo al que vas a interrogar…

—Va a ser un placer para mí trabajar con vosotros. Ya sé que habéis tenido antes un buen director y será un reto para mí estar a su altura. También sé que a todos nos costará adaptarnos pero espero que pongáis de vuestra parte…

Las palabras de Rafael fueron acogidas con entusiasmo y con alguna risita nerviosa por parte de la gente más joven. Se alzaron algunas manos. La primera pregunta fue la que todos tenían en la mente: la próxima obra.

—Sí —respondió él—, empezaremos a ensayar una obra. Ya os iré hablando de ella. Pero quiero dedicar unas sesiones a un poco de trabajo teatral: expresión corporal, dicción y esas cosas. Para irnos calentando.

Una nueva oleada de murmullos y otra risita.

A continuación el director circuló un texto en una hoja fotocopiada. Se trataba de un diálogo entre dos personas.

—Estos son vuestros deberes —comentó. Y a continuación, mientras deambulaba entre los asistentes, comenzó a leer el texto en voz alta.

Clara trató de seguir con atención los variados registros de su voz y la entonación que daba a cada frase. Sin embargo, de pronto, en su cabeza empezaron a formarse ideas relacionadas con el caso del hombre quemado y era incapaz de apartarlas para concentrarse. Qué extraño. Nadie parecía haberlo visto.

Un incendio no se producía así como así sin que nada lo provocara. Alguien tenía que haberlo quemado.

Tal vez intentando hacer desaparecer huellas en el cadáver o demorando una identificación. ¿Podía haber muerto envenenado y luego…?

Las palabras del director interrumpieron el hilo de sus pensamientos.

—Vamos, Clara, ahora te toca a ti.

—Perdona —respondió con rapidez volviendo a la situación presente. Una situación en la que parecía que debía tomar parte ensayando su voz con el texto que tenía en la mano.

Lo último que quería era causar mala impresión y enojar al hombre que iba a dirigir el grupo.

Pero Rafael la miraba con una sonrisa cómplice. Ella le miró también por un instante y luego desvió la mirada. Se sentía como una niña pillada en falta.

Leyó lo mejor que pudo.

—Un poco más alto, por favor.

Clara obedeció.

—Relájate y respira. Ahora inténtalo de nuevo.

Ella probó otra vez.

—Muy bien. Ahora tú, Juan.

Uno tras otro fueron leyendo unas líneas del diálogo. Rafael escuchaba atento tratando de encontrar las voces adecuadas en cada uno de los miembros del grupo.

El entusiasmo de su director poco a poco iba calando en las doce personas que habían reaccionado al principio con cierta timidez pero que luego se habían transformado completamente. Las risas, los comentarios y las expresiones de ánimo coreaban a veces sus palabras.

—No me interesa lo que hayáis hecho hasta ahora —dijo al fin— o si sois mejores o peores actores.

Voy a sacar de vosotros vuestra mejor actuación.

—¿Qué obra haremos?

—¿Una comedia?

Rafael no respondió. La obra. Eso vendría después.

El tiempo pasó rápidamente. Había sido una mañana agotadora e inesperada. Casi jugando, como niños en el patio de recreo.

Salieron del edificio en el mismo estado de ánimo, alegre y excitado.