Santa María - Rafael Terrén - E-Book

Santa María E-Book

Rafael Terrén

0,0

Beschreibung

Un caluroso día aparece un enterramiento de pequeños huesos en la playa de Alicante. El equipo de Homicidios formado por Santos, Such, Castejón y Helguera se enfrenta a este crimen atroz con los pocos recursos que tiene, a la vez que intenta dar respuesta a varias preguntas: ¿qué mente pudo concebir tal aberración? ¿Se puede entender a esa mente? ¿Qué papel juega el arte aquí? ¿Qué pasa si te obsesionas...?

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 263

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.


Ähnliche


Primera edición digital: octubre 2020 Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.com Imagen de la cubierta: Irene Pin Maquetación: Irene E. Jara Corrección: Míriam Villares Revisión: María Luisa Toribio

Versión digital realizada por Libros.com

© 2020 Rafael Terrén © 2020 Libros.com

[email protected]

ISBN digital: 978-84-18261-47-3

Rafael Terrén

Santa María

A Rafael y Carmen, mis padres, a los que les debo todo.

 

A Malu y María, por nuestro amor.

Índice

 

Portada

Créditos

Título y autor

Dedicatoria

Los hallazgos

La génesis

El juicio final

El ocaso

Agradecimientos

Mecenas

Contraportada

Los hallazgos

1

 

Alicante, sábado 1 de julio de 2017.

A las ocho de la mañana Ovidio enfiló la calle Madrid, pensando en el inicio de las vacaciones y en la posibilidad de no encontrar un buen sitio en la playa del Postiguet si se retrasaba demasiado. El lugar se masificaba y llegar tarde suponía plantar la toalla alejado de la orilla. Giró en la calle San Cayetano y atravesó corriendo la avenida de Jovellanos, hasta pisar las baldosas del paseo de Gómiz, por el que ya deambulaban los turistas madrugadores. El telediario había anunciado que a esa hora se superarían los treinta grados, con la humedad habitual. Sin ser el mejor lugar, logró situarse en tercera fila. No estaba mal aquella ubicación. Dejó el cesto de mimbre sobre la arena, se colocó en cuclillas y comenzó a clavar el soporte, donde introduciría el mástil de la sombrilla. Mientras giraba el artilugio como un tornillo, a dos manos, y presionando con tal fuerza que le hizo sudar, algo impedía que aquello se clavara con la facilidad habitual. Pero Ovidio, en su empeño, logró vencer aquella resistencia, realizando un sobresfuerzo y notando un chasquido en su espalda. Al incorporarse, y después de realizar unos movimientos giratorios con ambos hombros a modo de calentamiento muscular, entendió que aquel dolor no tenía importancia, propio de la edad.

Como de costumbre, Ovidio realizó el ritual que practicaba con escrupuloso orden, y que se iniciaba con la lectura del Marca sentado en la silla plegable, con un baño hasta la cintura a continuación, vigilando siempre sus enseres que localizaba visualmente junto a la sombrilla, para dirigirse después hasta aquel chiringuito que se instalaba todos los años en la misma arena, en el que acostumbraba a tomar una caña de cerveza y media docena de sardinas, servidas por una camarera que, sin ser la misma de siempre, la de este verano no superaba los veinte años, le alegraba la vista con aquel biquini ajustado y aquella sonrisa maravillosa.

En ese paisaje marítimo destacaban las embarcaciones fondeadas tras las boyas de señalización de la línea de costa. La brisa del mar tenía el mismo sabor en el paladar que todos los años. Ovidio cerraba los ojos y levantaba la cabeza consiguiendo que la luz solar chocara de lleno en su cara, lo que le producía un placer indescriptible, toda una sensación terapéutica.

Giró la muñeca de su mano izquierda y observó que el Seiko, que le regalaron en Navidad por la jubilación, marcaba las once y cuarto, por lo que abonó el almuerzo y se dirigió hacia su toalla, con ánimo de recoger e irse a casa para refugiarse del calor del mediodía. Esta vez, desenroscar el aparato de la arena le resultó más sencillo, tirando hacia arriba con fuerza. Se quedó mirando la estructura del soporte y se percató de la existencia de lo que parecían varios espaguetis adheridos, de color marrón oscuro, rebozados en arena… pero con un olor nauseabundo. Mientras sujetaba con la mano derecha aquel aparato de plástico, con la izquierda se dispuso a retirar el colgajo, expresando una mueca de aprensión. Al tocar con los dedos la sustancia, Ovidio se incorporó de un salto. El contacto con aquello le repugnó. Parecía viscoso y blando. Miró hacia el hoyo dejado en la arena y comprobó cómo asomaban un montón de huesecillos, que aparentaban restos de un enterramiento. Gritó y empezó a llorar. Entró en pánico. Los bañistas comenzaron a arremolinarse y alguien llamó al 112. La primera patrulla apareció enseguida.

2

 

En la comisaría provincial del Cuerpo Nacional de Policía de Alicante, a la una de la tarde de un primero de julio, la mitad de la plantilla estaba de vacaciones. Apenas se cumplía el servicio mínimo. En la segunda planta, en el Grupo de Homicidios, sentado frente a un ordenador, el oficial Castejón realizaba los preparativos para abrir expediente y registrar el asunto ocurrido en la playa. Le habían avisado del hallazgo. Una dotación de la Unidad de Prevención y Reacción se había dirigido al lugar confirmando que, enterrados en la arena, se encontraron restos de lo que parecía ser tejido orgánico y huesos humanos. Ya se había desplazado hasta allí un equipo de Policía Científica. El inspector jefe Santos, con el que compartía la guardia, salió hacia el lugar, ordenando a Castejón que preparara las diligencias para la toma de declaración del testigo. La otra agente del Grupo, Alicia Such, estaba de dispensa en su ciudad natal, Málaga, por el fallecimiento de su abuelo. Y faltaba otro miembro, un inspector de nuevo ingreso, que no se incorporaría hasta la segunda mitad de agosto.

Sobre la una y media de la tarde regresó Santos, acompañado de Ovidio, el bañista que apareció en todas las ediciones de la prensa digital en una fotografía en la que se le veía junto a policías uniformados en la orilla del mar. El hombre estaba consternado. Le había impresionado lo que halló en aquel lugar de vacaciones que hoy le había dado un buen susto.

Santos dejó sobre la mesa el acta del levantamiento de los restos e inició la toma de declaración. Fue breve, y el testigo, después de relatar lo que había vivido, con lágrimas incluidas, abandonó la comisaría tras despedirse de los funcionarios.

—¡Pobre hombre! —exclamó el inspector—. Estaba acojonado el tío, se le ha cortado el almuerzo. Acababa de comerse unas sardinas, y mira lo que ha encontrado.

El inspector jefe Santos era ese tipo de policías con innumerables reconocimientos a lo largo de su carrera. Después de treinta y siete años de servicio, habiendo recorrido las comisarías de media España, especializado en homicidios, ya nada le sorprendía, nada le inquietaba, nada le quitaba el sueño. Sin ser el líder perfecto, se le atribuía la habilidad de ser un auténtico investigador, un policía de calle. Además, tenía buen carácter, cuestión importante para el estrés al que podían verse sometidos los agentes en los casos de homicidios. La cercanía de su jubilación sobrevolaba por la comisaría como algo anunciado e inexorable.

Santos consultó su reloj y se percató de que iba haciéndose la hora de parar y tomar algo. El día podía ser largo y debía estar preparado para los acontecimientos de esa jornada de trabajo.

—¿Vienes a comer? —preguntó a Castejón.

—No, me quedo. Gracias, jefe —contestó, mientras observaba la pantalla de su ordenador.

Santos le miró durante un par de segundos sorprendido por la negativa, se dio la vuelta y salió de la estancia hacia el pasillo de aquella segunda planta del edificio. Bajó por las escaleras y, mientras descendía, sonó su teléfono.

—Sí, Cristóbal, no te preocupes, no me iré sin decirte algo, buenas tardes —finalizó Santos la conversación, encontrándose ya sentado en la mesa de aquel bar cercano a la comisaría.

La llamada de Cristóbal Raja, comisario principal jefe de la comisaría provincial de Alicante, no se hizo esperar, y le mantuvo durante media hora con el aparato pegado a la oreja. Pero Santos entendía la situación. Raja era el jefe. El máximo responsable de aquella comisaría estaba preocupado por el hallazgo en la playa y quería conocer las novedades. El comisario ya había recibido la primera llamada del subdelegado del Gobierno, el cual a su vez había recibido la llamada del alcalde. No era un buen asunto para el turismo que aparecieran restos humanos en la playa más concurrida de la ciudad el primer día del mes de julio, con todos los hoteles a rebosar y con aquellos cruceros de los que desembarcaba un ejército de turistas, ansiosos por conocer el puerto que pisaban. Además, las ediciones digitales de la prensa local y nacional ya recogían aquel suceso, con la repercusión que ello suponía.

Santos pidió el menú del día. Le sirvieron con rapidez y comenzó a comer, mientras navegaba por su teléfono.

—¡Menudos capullos! —farfulló, intentando no quemarse la lengua con los canelones de carne que tenía en el plato, mientras leía en el iPhone unos titulares: «Hallados restos humanos en la playa del Postiguet. La Subdelegación del Gobierno no ha emitido ningún comunicado». Empezaba la presión, aunque la soportaría. Después de tantos años conocía aquella sensación. La prensa nunca dejaría de morder la noticia, hasta que alguien se equivocara, y entonces las filtraciones comenzarían a publicarse. Era lo peor. Su relación con los periodistas de sucesos no era mala, pero prefería mantenerlos fuera del alcance de la investigación, donde la prudencia y el sigilo eran vitales.

Sentado en su mesa de la oficina, Castejón se echaba a la boca el arroz tres delicias que había recalentado en el microondas del comedor de la comisaría. Con la vista, recorrió las paredes del lugar en el que trabajaba cada día, y reconoció el mal gusto por la decoración que lo hacía impersonal e insulso. Ni una fotografía de algún paisaje, ni una placa por el reconocimiento de los casos resueltos, ni siquiera un trofeo por el campeonato de fútbol entre comisarías. En aquel espacio solo existían archivadores metálicos con puertas de seguridad. Un lugar definitivamente frío. Eso sí, con la tecnología suficiente encima de las cuatro mesas como para localizar a cualquiera en el fin del mundo. Potentes ordenadores con las actuales bases de datos policiales, capaces de obtener todo aquello de quien estuviera fichado por cualquier causa. Mientras digería aquel mejunje, no dejaba de pensar en el poco tiempo que llevaba allí destinado y en el hecho de su inexperiencia en asuntos de homicidios. A sus treinta y dos años, ya cumplía diez en la policía y siempre había estado destinado en los radiopatrullas, hasta que ascendió y fue trasladado a Alicante, donde tuvo que incorporarse a ese Grupo para cubrir una baja a finales del año anterior. Pero, sobre todo, no dejaba de pensar en el hecho de que, cuando se jubilara Santos, el nuevo jefe iba a ser un pata negra llegado de la Academia de Ávila. Un individuo que jamás había sido policía, y había aprobado la plaza de inspector accediendo por el turno libre. Lo único que conocía de él es que era licenciado en Psicología. ¿Cómo era posible que dejaran entrar en la Policía a mandos sin experiencia? Esas oposiciones deberían estar prohibidas. Y encima Santos no hacía más que repetirles: «Este pollo no tiene ni idea de esto. Aquí os quedáis con él. Yo me jubilo en septiembre y que cada uno aprenda lo que pueda». El panorama se presentaba desalentador, y el pollo se incorporaría como jefe de grupo el próximo 15 de agosto. Con este nuevo asunto, el trabajo se complicaba.

A las cuatro y media de la tarde entró Santos por la puerta de la brigada.

—¿Sabemos algo de Científica? —preguntó.

—Sí, me han llamado hace media hora. El subinspector que ha ido a la playa me ha dicho que nos avisarán a lo largo de la tarde. Ya han remitido todo al forense para la autopsia.

La primera vez que Castejón escuchó que las autopsias también se hacían a unos restos humanos, por muy pequeños que fueran, pensó que era una broma de las que gastaban a los novatos. Pero nada de bromas. Se debe realizar a todo lo que aparezca, sin importar el tamaño. Desde que estaba en el Grupo de Homicidios de Alicante ya había acudido a tres. Una de ellas se practicó a miembros amputados de un cuerpo, las otras dos a cadáveres completos. Era muy desagradable y no le apetecía ir cuando le llamaban para presenciarlas, lo odiaba. No soportaba el olor del cadáver ni la visión de todos aquellos bichos que aparecían y que, aun limpiando el cuerpo, solían asomarse tras las disecciones realizadas por el forense para la toma de muestras. Aquello le ponía enfermo. Pensaba que no lograría acostumbrarse nunca.

Sonó el tono de llamada y el inspector cogió el teléfono. Tras asentir con la cabeza, respondió a su interlocutor que el oficial subiría a por el informe. Castejón se levantó de la silla y salió de la brigada rumbo a Científica. Estuvo de vuelta en cinco minutos y entró ojeando el expediente por la última página, habiendo leído que la toma de muestras se correspondía con lo que podrían ser restos de músculo, tendones y huesos humanos, pertenecientes a una mano. No obstante, el informe destacaba que no se habían hallado restos de fauna cadavérica, cuestión que subrayaba como de suma importancia.

—Santos, ¿por qué resalta Científica que no hay bichos en los restos que hemos encontrado?¿A qué se debe?

—Ya veo que esto no te interesa. Vaya oficial de Homicidios estás hecho —le contestó en tono jocoso—. Piensa un poco y acuérdate de los cursos que te dio el forense en la Universidad. Repasa tus apuntes. No te pienso decir nada.

—Lo miraré, sí señor, no lo dudes. Y cuando venga el pollo veremos si él sabe todo esto —replicó con sarcasmo.

El informe de Científica también contenía una citación para los funcionarios que llevaran la investigación, requiriéndoles para que estuvieran presentes en la autopsia que se iba a realizar en el Instituto Anatómico Forense de la ciudad, a las siete de la tarde de ese día.

—Bueno, ya empezamos con las cosas agradables, las que te gustan —dijo Santos, soltando un par de carcajadas.

Castejón le sonrió falsamente. No le hacía ninguna gracia, pero era el trabajo que tenía. Y además iba con el jefe, no podía excusarse.

Al acercarse la hora, ambos funcionarios se dirigieron hacia el lugar de la cita en un vehículo camuflado. De camino, Castejón ya comenzaba a tener dolor de estómago, somatizando el estrés. No lo soportaba.

O el aire acondicionado estaba demasiado alto o Castejón no acababa de acostumbrarse al escenario de la sala de autopsias, pues al entrar en ella le recorrió por la espalda un frío tan molesto que le obligó a detenerse y a permanecer en un rincón de la estancia, aletargándole. Tomó la decisión de no decir nada en ese espacio de muerte, donde cualquier ruido se amplificaba de forma macabra. Sería una especie de fobia, de falta de costumbre, de lo que fuera, pero le superaba. Y su estómago seguía dando señales de descomposición.

Sobre la mesa metálica se hallaba lo que parecían varias secciones de tejido orgánico, de color marrón oscuro, así como estructuras óseas blanquecinas, rebozadas aún en arena. Un trabajador del Anatómico había colocado los restos sobre una gasa, y acababa de salir para dejarles solos. El forense llegó diez minutos más tarde. Saludó y pidió disculpas por el retraso. Se vistió con el atuendo oficial, se colocó unos guantes azules de látex y comenzó el examen.

—Parecen restos de músculo de un antebrazo y tendones —afirmó el doctor, mientras manipulaba el hallazgo y lo colocaba en distintas posiciones—. Yo diría que son parte de tendones extensores. Habrá que hacer unas pruebas más concretas, pero creo que por ahí está la cosa. Y con respecto a los huesos, está claro, es una mano fracturada. Metacarpianos y falanges proximales y distales; además, pequeños.

—¿Pequeños? —preguntó Santos.

—Sí, pequeños. Pertenecientes a una persona de corta edad, pero ahora es difícil concretarlo. Además, las partes blandas no están muy deterioradas, sino como conservadas. Parece que la data de la muerte es reciente.

Manuel Picazo era un forense de prestigio. Profesor titular de la cátedra de Medicina Legal de la Universidad Miguel Hernández de Elche, ocupaba una plaza de esa especialidad en los juzgados de Alicante. A sus cincuenta y nueve años, y después de treinta y dos ejerciendo, su colaboración con la policía era muy estrecha y se había convertido en un investigador más, en una pieza clave para muchos casos criminales, expedientes difíciles de resolver, y a los que la ciencia forense les había dado solución.

—No me quiero adelantar, pero insisto, persona de corta edad. Esperaremos a que nos envíen el resultado de las pruebas. Prepararé el informe cuando tenga los datos necesarios.

Aquellas afirmaciones hicieron que Santos bajara la vista y cruzara sus brazos, pensando en todo lo desagradable que había detrás de ese hallazgo. El caso se complicaba. A su memoria le llegaban asuntos recientes de niños desaparecidos, eso no le gustaba. Que recordara, en la provincia de Alicante estaban vigentes varias desapariciones de menores.

—¿Y con qué dirías que se ha hecho la amputación de esa mano? —preguntó Santos levantando la vista hacia Picazo.

—El músculo y los tendones, en sus extremos, presentan un corte limpio, como de haber utilizado un utensilio metálico y afilado. Cualquier instrumento de esas características hubiera servido. Los huesos están fracturados, astillados, no fueron tan finos con ellos —explicó el forense, mientras limpiaba los restos de arena con la manguera que colgaba del techo.

—¿Cuándo tendremos el dato de la edad o el resultado del ADN? —volvió a preguntar el inspector.

—No lo sé, dame un par de días, estoy solo. Hay mucho personal de vacaciones y no puedo con todo.

Castejón no se atrevía a interrumpir a aquellos dos profesionales del crimen, a aquellos expertos en cuestiones de cadáveres. Sentía vergüenza por preguntar cualquier duda, pensarían que era un inculto en el tema. Y era verdad, reconocía ser un auténtico ignorante en la materia. Pero le pudo la curiosidad.

—Los bichos… Acuérdate, jefe —apuntó en voz baja.

—¿Cómo? —le respondió Santos sorprendido.

El oficial le miró con cara de circunstancia, sin atreverse a volver a abrir la boca. Pero debía hacerlo.

—Que no hay bichos —insistió.

El forense había escuchado aquel término vulgar y poco académico utilizado por el joven policía.

—Los bichos a los que usted se refiere no aparecen siempre —interrumpió Picazo—. Debe usted aprender que lo que denominamos los forenses «fauna cadavérica» está relacionado con un proceso biológico natural en el que intervienen ciertos insectos que, atraídos por la putrefacción del cadáver, acuden a él, ponen sus larvas, y por ello somos capaces de conocer datos tales como la fecha de la muerte y otros de vital importancia. Datos que pueden resolver cualquier investigación criminal o, por lo menos, acercarnos a una teoría de investigación factible.

Todo ese discurso lo soltó mirando fijamente a Castejón, mientras gesticulaba con ambas manos, sosteniendo las gafas con la derecha. Una explicación universitaria a un alumno torpe y principiante.

—Esperaremos el resultado de los informes. Gracias, Picazo —concluyó Santos aquel momento académico.

Camino de la comisaría el inspector permaneció callado, pensativo, con la mirada perdida y la cabeza girada hacia su ventanilla, agarrando con la mano derecha el asidero del techo del vehículo. Castejón le observaba de reojo y sospechaba que estaría pensando en lo cercano de su jubilación, así como en el hecho de que aquel asunto podía fastidiarle sus últimos días de servicio. No se atrevía a molestarle, no le preguntaría, no interrumpiría aquel momento de reflexión. El episodio vergonzoso que le había hecho pasar el forense quedó en segundo plano.

Circulaban por la avenida de Orihuela y pronto llegaron al barrio de Benalúa, donde se ubicaba la comisaría.

—Tengo una nieta de doce años, ¿sabes? —dijo Santos, repentinamente, sin dejar de mirar hacia la calle.

Aquella afirmación provocó en Castejón la sensación de que se hallaba ante un buen tipo, un policía con sentimientos. No se atrevió a contestar.

Sonó el teléfono y Santos descolgó. De nuevo, Raja.

—Buenas tardes.

—Hola, Santos. El móvil me va a explotar, ya conoces estas cosas. Las ediciones digitales acaban de contar las primeras mentiras y está todo el mundo nervioso. El subdelegado me ha vuelto a llamar. Tiene que informar al Ministerio y no sabe qué decir. ¿Podemos hacer alguna declaración?

—Pues ahora volvemos de la autopsia, y estamos al comienzo de todo esto…, pero no podemos seguir el ritmo de la prensa, necesitamos trabajar con tranquilidad, sin prisas. Ya sabes que siempre es así… no sé… no digamos nada todavía.

—De cualquier forma mantenme informado, llámame ante cualquier novedad, a la hora que sea, que no te sepa mal molestarme. Y si necesitáis algo, me lo dices.

—Claro, no te preocupes, ahora estamos llegando a comisaría. Te haré un resumen y te lo mando a tu email.

Los dos funcionarios se despidieron y Santos, como en otras ocasiones, volvió a tener la sensación de que mientras él cargaba con el peso de la investigación, a Raja solo le interesaba el resultado, privilegio de los grandes jefes de las comisarías.

3

 

La subida por la calle Villavieja, a las ocho de la tarde de aquel primero de julio, con treinta y dos grados de temperatura y más de un setenta por ciento de humedad, hacía sudar a cualquiera. Sobre todo si se aumentaba de peso en pleno verano. Seis kilos en los tres últimos meses, coincidiendo con el inicio del tratamiento. Deambulaba a buen ritmo para llegar a tiempo a misa de ocho, mientras se limpiaba el sudor de la frente con un pañuelo de algodón. Ataviado con un pantalón vaquero desgastado, polo de manga corta de color negro y sandalias de cuero marrón, miró su reloj y aceleró la marcha. La erosión del adoquinado de aquella calle hacía que sus pisadas resbalaran y que el paso se volviera inestable. Bajó corriendo la pendiente que daba acceso a la plaza de Santa María y entró por el portón principal de la basílica, escogiendo la puerta auxiliar de la derecha. Se detuvo tras superar un par de metros el dintel, miró hacia abajo y comprobó que todo estaba bien.

—¡Déjame en paz! ¿No lo has visto? —dijo en tono autoritario, aunque en voz baja para no perturbar el silencio del templo.

Caminó hacia el último banco de la derecha y se sentó en el extremo de este, en la nave central.

—In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti… —pronunció el párroco, dando comienzo a la liturgia.

Giró la cabeza y observó por un instante a san Antonio, al que sonrió, tras lo cual volvió a mirar hacia el altar mayor, cerrando los ojos.

—Haz el favor de centrarte, venimos a lo que venimos —le susurró su acompañante al oído.

En ese momento abrió de nuevo los ojos, se giró violentamente y apretando los labios le miró. Bastó con ese gesto desafiante para volver a girarse hacia el altar, con la seguridad de que esta vez no le interrumpiría. Así quedó durante la celebración, inmóvil, relajado.

La imponente nave central de la casa de Nuestra Señora mostraba sus seis bóvedas de crucería, construidas con arco apuntado, entre sus correspondientes arcos fajones. Las esbeltas capillas que se abrían a ambos lados de la nave central, por las que había paseado infinidad de veces, cumplían la función de naves laterales, otorgando a la basílica la majestuosidad que se merecía. Aquel lugar era su refugio, su casa, el espacio para el que se había consagrado sin condiciones.

—¡Podéis ir en paz!

—¡Demos gracias al Señor! —se oyó a coro a los pocos feligreses que habían acudido al templo.

Como un autómata, al oír esa última frase, se levantó del banco de madera y se dirigió hacia la puerta auxiliar por la que había entrado, sin dejar de mirar de reojo al suelo, comprobando de nuevo que todo estaba en orden.

Descendió por la calle Villavieja y, una vez en la calle Mayor, entró en la farmacia de la esquina con la calle San Nicolás. Le atendieron enseguida. Mostró una receta de crónicos, acompañada de su tarjeta sanitaria, y le sirvieron una caja de ocho grageas. Pagó con un billete y salió de allí en dirección hacia La Rambla.

—No te lo tomes. Díselo, que tú te encuentras bien, pídele cita y acaba con esto —le sugirió su acompañante.

—Hablaré con ella, haz el favor de no molestarme más.

4

 

Aparcaron en la puerta de la comisaría, en la calle Isabel la Católica. Cuando Santos llegó a la altura del mostrador de control, el agente que estaba de guardia le levantó la mano.

—Jefe, espera. Tienes un mensaje.

El policía le entregó una nota que Santos recogió con indiferencia, mientras se dirigía a las escaleras. Cuando comenzó a subirlas se volvió hacia Castejón.

—Mira, ya nos están llamando.

El aviso era del Juzgado de Instrucción número 4 de Alicante. Estaba de guardia ese día y debía encargarse de las diligencias que se practicaran. Antonio Tébar era el juez titular. Llevaba más de quince años destinado en Alicante, y Santos le había tratado. Hombre recto pero justo y amable con los policías, si bien no consentía excusas ni retrasos en la entrega de cualquier diligencia. Además, era muy estricto con la concesión de mandamientos de entrada y registro en domicilios, exigía fundamentarlos muy bien.

—Buenas tardes —saludó Santos a quien cogió el teléfono en el juzgado—. Soy el inspector jefe de Homicidios, de la comisaría provincial. Creo que nos habéis llamado por el asunto de la playa del Postiguet.

—Sí, un momento —le respondió una voz de mujer joven.

Tras largos cinco minutos de espera, Santos ya pensaba colgar y llamar a continuación con la vieja excusa de que se había cortado la comunicación, pero escuchó pasos que se acercaban y decidió esperar.

—Buenas tardes, soy el juez de guardia, ¿con quién hablo?

—Buenas tardes, señoría, soy el inspector jefe Santos, de Homicidios. ¿Cómo está?

—Hombre, Santos, ¿cómo va eso?¿Qué tal todo por ahí?

—Bien, señoría, un poco liados con el asunto de hoy, ya lo sabe.

—Para eso he llamado a comisaría. No sabía quién estaba de guardia y ya me han dicho que le había tocado a usted.

—Pues sí, señoría, aquí estamos, en plenas vacaciones de julio y sin parar.

—Pero, una cosa, ¿usted no me dijo hace un par de meses que se jubilaba?

—Eso quisiera, señoría, pero hasta el 1 de septiembre sigo trabajando. Y fíjese, aquí estoy, con otro compañero para todos los asuntos, y el resto de policías de vacaciones o de dispensa por asuntos familiares.

—Bueno, hombre, ya le queda poco, esto será lo último, ya lo verá. Y dígame, ¿cómo estamos ahora mismo?

Antes de responder, Santos repasó mentalmente el trabajo realizado hasta ese momento, poniendo en orden su cabeza.

—No demasiadas cosas, lo que hemos podido hacer, la verdad. Tenemos la declaración de la persona que encontró los restos, la inspección ocular, la autopsia, y de momento esperando resultados. El levantamiento lo he hecho con Científica. Llamé al juzgado y me dijo el secretario que procediera, que estaba usted ocupado y que me encargara de ello.

—Sí, he estado toda la mañana liado, gracias. Por cierto, todavía no ha vuelto el forense al juzgado, ¿qué le ha dicho en la autopsia?

—Pues la verdad, no mucho. Que eran restos de músculo, tendones y huesos de una mano, también que pertenecían a una persona muy joven.

—Vaya. Bueno, mándeme una copia de las primeras diligencias, como siempre, y mañana las leeré. A ver qué encontramos. Suerte, que vaya bien. Un saludo.

—Adiós, señoría. Un saludo.

Castejón había sido testigo de toda la conversación y se había percatado de la soltura de Santos para manejar estas situaciones. Estaba acostumbrado a hablar con jueces, comisarios, subdelegados del Gobierno y otras personalidades que constantemente le examinaban sobre su trabajo. Y se manejaba perfectamente en aquellas situaciones. El oficial pensaba que los años de experiencia le habían dado el bagaje suficiente para trabajar con todos aquellos personajes, que algunos podían ser calificados de ignorantes. Pero Santos sabía tratarlos, era evidente.

—Castejón, a casa, son las nueve. Aquí no hacemos nada —dijo el inspector repentinamente, mientras guardaba el expediente en uno de los armarios metálicos de la brigada.

El oficial observó que su teléfono vibraba. Lo miró fijamente y levantó la cabeza.

—Los compañeros de la UPR me acaban de mandar un wasap. Han aparecido más restos, en la misma playa.

5

 

La distancia que separaba la comisaría provincial de la playa del Postiguet se recorría en menos de cinco minutos en coche, pero la avenida Conde de Vallellano, que discurría por todo el paseo marítimo, tenía el tráfico colapsado. Castejón no podía conducir más rápido, pero la sirena y las luces de emergencia del patrulla camuflado provocaba que los conductores se apartaran para permitirles el paso. Por la cabeza del inspector comenzaron a desfilar recuerdos de asuntos que se complicaron en el pasado y en el que las sorpresas, como la que estaba viviendo en ese preciso instante, acontecían repentinamente. Y ello suponía que, o bien se retrasaba la resolución del caso o, por el contrario, daban pronto con la clave para su conclusión, sin término medio.

Mientras circulaban a toda velocidad, la silueta de los pantalanes del puerto de Levante, con todos aquellos mástiles de las embarcaciones de recreo, dibujaba un paisaje idílico de un lugar que no merecía esos acontecimientos desagradables. Y aquello le recordaba que esa ciudad iba a ser, precisamente, el «sitio de su recreo» cuando se jubilara, como tantas veces había escuchado cantar a Antonio Vega. Ese recreo deseado después de muchos años de servicio.

Entraron en el aparcamiento del paseo de Gómiz. Un agente uniformado les esperaba junto a una rampa de minusválidos que conectaba directamente con la playa.

—Buenas tardes, jefe —saludó el policía llevándose la mano derecha a la gorra—. Los compañeros están en la orilla, allí —dijo el funcionario, señalando hacia el sur.

Santos y Castejón se adentraron en la arena, lo que les ralentizó el paso. Tras unos metros andando a trompicones, descubrieron a un grupo de policías alrededor de lo que resultó ser el nuevo hallazgo, a escasos cinco metros de la orilla. Santos intentó localizar con la vista el lugar de los restos encontrados durante la mañana, pero no se ubicaba.

A los agentes les acompañaban dos hombres jóvenes, sujetando uno de ellos el collar de un perro que movía la cola a ambos lados y que mostraba su emoción por la existencia de tanta gente a su alrededor. El animal, un labrador retriever, se sentó sobre sus patas traseras frente a la persona que le sujetaba, obedeciendo las órdenes para permanecer en esa postura.

—Buenas tardes —saludó Santos.

—Buenas tardes, jefe —respondió quien parecía estar al mando—. Hemos delimitado la zona, el perro está muy nervioso y pudiera haber más restos de los que ha encontrado.

—¿Más de los que ha encontrado? —preguntó el inspector con asombro, mientras intentaba distinguir lo que había dentro del hoyo al que acababan de llegar.

El policía levantó su brazo derecho y, apuntando en paralelo a la línea de la costa, señaló hacia donde se encontraban varios conos naranjas con franjas reflectantes, colocados sobre la arena, distinguiendo hasta cuatro de ellos, que servían para localizar visualmente los lugares en los que el perro había excavado.

—No tenemos personal suficiente, inspector. Hemos tenido que marcar así los hallazgos. Hay restos en varios sitios.