São Tomás de Aquino - G. K. Chesterton - E-Book

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G.K. Chesterton

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Beschreibung

Santo Tomás de Aquinoes una obra fundamental que examina la síntesis entre la fe cristiana y la razón filosófica en el contexto del pensamiento medieval. A través del estudio de su vida y sus escritos, especialmente la Summa Theologiae, se revela un enfoque profundo hacia las cuestiones éticas, metafísicas y teológicas que marcaron la Escolástica. La obra resalta la manera en que Tomás integra el pensamiento aristotélico con la doutrina cristiana, configurando una estructura intelectual que influenció profundamente el desarrollo del pensamiento occidental. Desde su aparición, la figura de Santo Tomás ha sido reconocida por su rigurosidad lógica, clareza argumentativa y pela tentativa de harmonizar fé y razón sin subordinar una a la otra. Su visión del ser, de la ley natural y del fin último del ser humano sigue siendo objeto de estudo en la filosofía y la teología. La obra mantiene su relevancia por invitar a una reflexión crítica sobre la moral, la libertad humana y el papel de la razón en el conocimiento de lo divino. La vigencia del pensamiento tomista radica en su capacidad para abordar dilemas éticos y espirituales desde una perspectiva racional y sistemática. Al explorar la relación entre el hombre, Dios y la sociedad, la obra sobre Santo Tomás de Aquino continúa ofreciendo herramientas intelectuales para enfrentar los desafíos contemporáneos con profundidad filosófica y espiritual.

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Veröffentlichungsjahr: 2025

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G.K. Chesterton

SÃO TOMÁS DE AQUINO

Título original:

“St. Thomas Aquinas”

Sumario

PRESENTACIÓN

SANTO TOMÁS DE AQUINO

1. SOBRE DOS FRAILES

2. EL ABAD FUGITIVO

3. LA REVOLUCIÓN ARISTOTÉLICA

4. UNA MEDITACIÓN SOBRE LOS MANIQUEOS

5. LA VIDA REAL DE SANTO TOMÁS

6. APROXIMACIÓN AL TOMISMO

7. LA FILOSOFÍA PERENNE

8. LA SUCESIÓN DE SANTO TOMÁS

PRESENTACIÓN

Gilbert Keith Chesterton

1874-1936

Gilbert Keith Chesterton fue un escritor, filósofo y crítico inglés, ampliamente reconocido como una de las figuras intelectuales más prolíficas e influyentes de principios del siglo XX. Nacido en Londres, Chesterton es conocido por sus obras que exploran temas como la fe, la razón, la justicia social y la defensa del sentido común contra las pretensiones intelectuales modernas. Maestro de la paradoja y el ingenio, escribió en múltiples géneros incluyendo ensayos, novelas, poesía y ficción detectivesca, estableciéndose como una voz formidable en la literatura y la apologética cristiana.

Vida Temprana y Educación

Gilbert Keith Chesterton nació en una familia de clase media en Campden Hill, Kensington, Londres. Su padre, Edward Chesterton, era agente inmobiliario, y su madre, Marie Louise Grosjean, provenía de una familia con raíces suizas y escocesas. Desde temprana edad, Chesterton mostró una curiosidad intelectual excepcional y un talento para el debate. Fue educado en la Escuela St. Paul's en Londres, donde sobresalió en literatura y desarrolló su amor de toda la vida por la escritura. Posteriormente, estudió arte en la Slade School of Fine Art y literatura en el University College London, aunque nunca completó su título, prefiriendo dedicarse al periodismo y la escritura.

Carrera y Contribuciones

La carrera de Chesterton comenzó en el periodismo, escribiendo para publicaciones como The Daily News y The Illustrated London News. Su agudo ingenio y su habilidad para presentar ideas complejas en un lenguaje accesible le ganaron reconocimiento rápidamente. Entre sus obras más famosas están las historias detectivescas del Padre Brown, protagonizadas por un sacerdote católico que resuelve crímenes a través de la perspicacia psicológica en lugar de métodos forenses. Estas historias, comenzando con La Inocencia del Padre Brown (1911), establecieron a Chesterton como un maestro del género detectivesco.

En El Hombre que fue Jueves (1908), Chesterton creó un thriller metafísico que explora temas de orden versus caos, presentando una narrativa surrealista sobre una sociedad secreta de anarquistas. La obra refleja sus preocupaciones sobre la tendencia de la sociedad moderna hacia el nihilismo y su creencia en el orden subyacente de la creación.

Ortodoxia (1908), quizás su obra más influyente, presenta el viaje intelectual de Chesterton hacia la fe cristiana. En esta autobiografía filosófica, argumenta que el cristianismo proporciona la cosmovisión más racional y satisfactoria, defendiendo las creencias tradicionales contra el escepticismo moderno con lógica brillante y paradojas memorables.

Impacto y Legado

La obra de Chesterton fue revolucionaria por combinar perspicacias filosóficas profundas con accesibilidad popular. Es considerado un maestro de la apologética cristiana, influyendo en escritores como C.S. Lewis y J.R.R. Tolkien. Sus ensayos, caracterizados por el ingenio, la paradoja y el sentido común, desafiaron las modas intelectuales de su tiempo, particularmente el materialismo, el socialismo y lo que él veía como la arrogancia del progreso moderno.

Chesterton creó una forma distintiva de argumentación que combinaba el humor con la reflexión filosófica seria. Su habilidad para encontrar significado profundo en las experiencias cotidianas y para defender verdades aparentemente simples contra objeciones sofisticadas lo convirtió en una voz única en la literatura. Defendió el concepto de "distributismo", una filosofía económica que abogaba por la propiedad generalizada como alternativa tanto al capitalismo como al socialismo.

Sus personajes, ya sea el intuitivo Padre Brown o los protagonistas filosóficos de sus novelas, encarnan su creencia en el poder de la sabiduría ordinaria y la claridad moral para resolver los problemas más complejos.

Gilbert Keith Chesterton murió a los 62 años en 1936, en su casa en Beaconsfield, Buckinghamshire. Durante su vida, fue enormemente popular y respetado, conocido por sus debates con figuras como George Bernard Shaw y H.G. Wells. Sus obras continúan siendo ampliamente leídas y estudiadas, consolidando su posición como uno de los grandes hombres de letras ingleses.

Sobre la obra

Santo Tomás de Aquinoes una obra fundamental que examina la síntesis entre la fe cristiana y la razón filosófica en el contexto del pensamiento medieval. A través del estudio de su vida y sus escritos, especialmente la Summa Theologiae, se revela un enfoque profundo hacia las cuestiones éticas, metafísicas y teológicas que marcaron la Escolástica. La obra resalta la manera en que Tomás integra el pensamiento aristotélico con la doutrina cristiana, configurando una estructura intelectual que influenció profundamente el desarrollo del pensamiento occidental.

Desde su aparición, la figura de Santo Tomás ha sido reconocida por su rigurosidad lógica, clareza argumentativa y pela tentativa de harmonizar fé y razón sin subordinar una a la otra. Su visión del ser, de la ley natural y del fin último del ser humano sigue siendo objeto de estudo en la filosofía y la teología. La obra mantiene su relevancia por invitar a una reflexión crítica sobre la moral, la libertad humana y el papel de la razón en el conocimiento de lo divino.

La vigencia del pensamiento tomista radica en su capacidad para abordar dilemas éticos y espirituales desde una perspectiva racional y sistemática. Al explorar la relación entre el hombre, Dios y la sociedad, la obra sobre Santo Tomás de Aquino continúa ofreciendo herramientas intelectuales para enfrentar los desafíos contemporáneos con profundidad filosófica y espiritual.

SANTO TOMÁS DE AQUINO

1. SOBRE DOS FRAILES

1.1 Contrastes entre Santo Tomás y S. Francisco

Me adelantaré a posibles comentarios respondiendo al nombre de ese notorio personaje que entra corriendo donde quizá ni los ángeles del Doctor Angélico osaran poner el pie. Hace algún tiempo escribí un librito de este tipo y traza sobre San Francisco de Asís; y algún tiempo después (no sé cuándo ni cómo, como dice la canción, y desde luego no sé por qué) prometí escribir un libro del mismo tamaño, o de la misma pequeñez, sobre Santo Tomás de Aquino. La promesa era franciscana por su audacia y — como paralelismo- estaba muy lejos de ser tomista por su lógica.

Se puede hacer un esbozo de San Francisco; de Santo Tomás sólo se podría hacer un plano, como el plano de una ciudad laberíntica. Y sin embargo, en cierto sentido, encajaría en un libro mucho mayor o mucho más pequeño: lo que realmente sabemos de su vida se podría despachar bastante bien en pocas páginas, porque no desapareció como San Francisco bajo un chaparrón de anécdotas personales y leyendas populares. Pero lo que sabemos — o podríamos saber, o en su día podríamos tener la suerte de descubrir- acerca de su obra probablemente llenará todavía más bibliotecas en el futuro de las que ha llenado en el pasado.

Fue posible dibujar la silueta de San Francisco, pero con Santo Tomás todo depende de cómo se rellene la silueta. En cierto modo, resulta medieval iluminar una miniatura del Poverello, que hasta en el título lleva un diminutivo. Pero hacer un resumen o digesto, como los de la prensa, del Buey Mudo de Sicilia es algo que sobrepasa a todos los experimentos de digestión de un buey en una taza.

Esperemos que sea posible hacer un bosquejo de biografía, ahora que cualquiera parece capaz de escribir un bosquejo de la historia o un bosquejo de cualquier cosa. Sólo que — en el caso presente- el bosquejo es todo un bosque. El hábito capaz de contener al colosal fraile no está entre las tallas disponibles.

He dicho que estos retratos sólo pueden serlo en silueta. Pero el contraste es tan llamativo, que aun si realmente viéramos a las dos figuras humanas en silueta, asomando por la cresta del monte con sus hábitos fraileros, ese contraste nos parecería hasta cómico. Sería como ver en la lejanía las siluetas de Don Quijote y Sancho Panza, o de Falstaff y maese Slender.

San Francisco era un hombrecito flaco y vivaracho; delgado como un hilo y vibrante como la cuerda de un arco, y en sus movimientos, como la flecha que el arco dispara. Toda su vida fue una serie de carreras y zambullidas: salir corriendo tras el mendigo, lanzarse desnudo al bosque, tirarse al barco desconocido, precipitarse a la tienda del sultán y ofrecerse a arrojarse al fuego. En apariencia debió ser como el fino esqueleto de una parda hoja otoñal bailando eternamente en el viento. Aunque, en realidad, el viento era él.

Santo Tomás era un hombre como un toro: grueso, lento y callado; muy tranquilo y magnánimo, pero no muy sociable; tímido, dejando aparte la humildad de la santidad; y abstraído, dejando aparte sus ocasionales y cuidadosamente ocultadas experiencias de trance o éxtasis.

San Francisco era tan fogoso y nervioso que los eclesiásticos que visitó sin avisar le tomaron por loco. Santo Tomás era tan imperturbable que los doctores de las Universidades a las que asistió regularmente le tomaron por zote. De hecho era ese tipo de estudiante no infrecuente que prefiere pasar por zote a permitir que otros zotes más activos o animados invadan sus sueños.

Este contraste externo se extiende a casi todos los aspectos de una y otra personalidad. La paradoja de San Francisco fue que, amando con pasión la poesía, tuviera cierta desconfianza hacia los libros. Fue el hecho sobresaliente de Santo Tomás que amó los libros y vivió de ellos: vivió la vida del clérigo o estudiante de los Cuentos de Canterbury, y prefería poseer cien libros de Aristóteles y su filosofía a cuantas riquezas pudiera ofrecerle el mundo. Cuando le preguntaron qué era lo que más agradecía a Dios, respondió con sencillez: “Haber entendido todas las páginas que he leído”.

San Francisco era muy vívido en sus poemas y bastante inconcreto en sus documentos. Santo Tomás dedicó su vida entera a documentar sistemas enteros de letras paganas y cristianas. Y de vez en cuando escribió un himno, como quien se va de vacaciones.

Veían el mismo problema desde ángulos distintos: la sencillez y la sutileza. San Francisco pensaba que bastaría con abrir su corazón a los mahometanos para que se convencieran de no adorar a Mahomet. Santo Tomás se estrujó el cerebro con toda suerte de distinciones y deducciones sutilísimas sobre el Absoluto o el Accidente, únicamente para evitar que se entendiera mal a Aristóteles.

San Francisco era hijo de un comerciante, de un tratante de clase media, y aunque toda su vida fue una rebelión contra la vida mercantil de su padre, retuvo de todos modos algo de esa celeridad y adaptabilidad social que hacen que el mercado zumbe como una colmena. A pesar de su afición a los verdes campos, no crecía la hierba bajo sus pies, como se suele decir: era lo que los millonarios y los gánsteres americanos llaman un ‘alambre vivo’. Es característico de los modernos mecanicistas que, incluso cuando tratan de imaginar algo vivo, sólo se les ocurra una metáfora mecánica de algo muerto, pues se puede ser un gusano vivo, pero no un alambre vivo. San Francisco habría concedido de muy buen grado ser un gusano, pero un gusano bien vivo. El mayor enemigo del moverse para lucrarse había renunciado ciertamente a lucrarse, pero nunca dejó de moverse.

Santo Tomás, por el contrario, provenía de un mundo en el que podría haber disfrutado del ocio, y siguió siendo uno de esos hombres cuyo trabajo tiene algo de la tranquilidad del ocio. Fue trabajador incansable, pero nadie le habría podido tomar por un trajinante. Tenía ese algo indefinible que distingue a los que trabajan no teniendo que trabajar — pues era por nacimiento caballero de alto linaje- y esa tranquilidad puede conservarse como hábito, aunque no tenga motivo. Pero en él sólo se expresaba en sus elementos más amables: posiblemente había algo de ella en su cortesía y su paciencia naturales.

Cada santo es hombre antes de ser santo, y se puede ser santo siendo cualquier clase o especie de hombre; la mayoría de nosotros elegirá entre estos diferentes tipos con arreglo a sus diferentes gustos. Confieso que, así como la gloria romántica de San Francisco no ha perdido nada de su atractivo para mí, en los últimos años he llegado a sentir casi el mismo afecto — y en algunos aspectos, incluso más- por este hombre que habitó inconscientemente un gran corazón y una gran cabeza, como el que hereda una gran mansión y ejerce en ella una hospitalidad igualmente generosa, aunque un poco distraída. Hay momentos en que San Francisco -el hombre menos mundano que jamás hubo en el mundo- casi me resulta demasiado eficiente.

Santo Tomás de Aquino ha reaparecido últimamente — en la cultura actual de las aulas y los salones- de una manera que habría causado gran sorpresa hace un par de lustros. Y la mentalidad que se ha fijado en él es sin duda muy distinta de la que veinte años atrás popularizó a San Francisco.

1.2 Lo común en Santo Tomás y San Francisco

1.2.1 Santidad y sociedad

El santo es medicina porque es antídoto. Por eso el santo es mártir con frecuencia: equivocadamente se le considera veneno porque es antídoto.

Generalmente se le encuentra devolviendo la salud al mundo por el procedimiento de exagerar lo que el mundo desprecia, que no es siempre el mismo elemento en todas las épocas. Cada generación busca a su santo por instinto, que no es lo que la gente quiere, sino lo que la gente necesita. Sin duda consiste en esto el significado muy mal interpretado de aquellas palabras dichas a los primeros santos: “Vosotros sois la sal de la tierra”, que movieron al ex Káiser a declarar con toda solemnidad que sus carnosos alemanes eran la sal de la tierra. Con eso, tan sólo decía que eran lo más carnoso de la tierra, y por lo tanto lo mejor. Pero si la sal sazona y conserva la carne, no es porque se parezca a la carne, sino porque no se le parece en nada.

Cristo no dijo a sus apóstoles que fueran sólo personas excelentes, o las únicas personas excelentes, sino que fueran personas excepcionales, personas permanentemente incongruentes e incompatibles. Este pasaje sobre la sal de la tierra es verdaderamente tan fuerte y mordiente y picante como el sabor de la sal. Por ser personas excepcionales, no deben perder su calidad excepcional. “Si la sal pierde su sabor, ¿con qué se salará?” es una pregunta mucho más aguda que todas las lamentaciones por el precio de la mejor carne.

Si el mundo se hace demasiado mundano, podrá ser reprendido por la Iglesia; pero si la Iglesia se hace demasiado mundana, el mundo no podrá reprenderla por su mundanidad.

De ahí esta paradoja de la historia: cada generación es convertida por el santo que más le lleva la contraria. San Francisco tuvo un atractivo curioso y casi misterioso para los victorianos, para aquellos ingleses del siglo XIX que superficialmente parecían estar muy complacidos con su comercio y su sentido común. No sólo un inglés bastante complacido como Matthew Arnold, sino hasta los liberales ingleses a quienes Arnold reprochaba su complacencia empezaron poco a poco a descubrir el misterio de la Edad Media a través de la extraña historia contada con plumas y llamas en las pinturas hagiográficas de Giotto.Había algo en la historia de San Francisco que traspasaba todas esas cualidades inglesas que son las más famosas y fatuas, para llegar a todas esas cualidades inglesas que son las más ocultas y humanas: la secreta ternura del corazón, la poética vaguedad de la mente, el amor al paisaje y a los animales.

San Francisco de Asís fue el único católico medieval que realmente se hizo popular en Inglaterra por sus propios méritos. Y se debió en gran medida a un sentimiento inconsciente de que el mundo moderno había desatendido justamente esos méritos en particular. Las clases medias inglesas encontraron su único misionero en la figura que más despreciaban entre todos los tipos del mundo: la de un mendigo italiano.

Como el siglo XIX se asió al romance franciscano precisamente porque había menospreciado el romance, así el siglo XX se está agarrando ya a la teología racional tomista porque ha menospreciado la razón.

En un mundo demasiado asentado, el cristianismo volvió en forma de vagabundo; en un mundo demasiado desquiciado, el cristianismo ha vuelto en forma de maestro de lógica. En el mundo de Herbert Spencer se quería un remedio para la indigestión; en el mundo de Einstein se quiere un remedio para el vértigo.

En el primer caso, se percibía oscuramente que fue tras un largo ayuno cuando San Francisco entonó el ‘Cántico del Sol’ y las alabanzas de la tierra fecunda. En el segundo caso se percibe oscuramente que, aunque sólo sea para entender a Einstein, es necesario empezar por entender el uso del entendimiento.

Se empieza a ver que, así como el siglo XVIII se consideró a sí mismo la era de la razón, y el siglo XIX la era del sentido común, el siglo XX hasta ahora no puede considerarse otra cosa que la era del sentido menos común. En esas condiciones, el mundo necesita un santo, pero sobre todo necesita un filósofo.

Y estos dos casos demuestran que el mundo, dicho sea en justicia, tiene un instinto de sus necesidades. La tierra era realmente muy plana para aquellos victorianos que con mayor denuedo repetían que era redonda, y La Verna de los Estigmas se alzó como una montaña aislada sobre el llano. Pero la tierra es un terremoto, un terremoto incesante y aparentemente interminable, para los modernos que han visto arrumbar a Newton junto a Ptolomeo. Y para ellos hay algo más empinado y hasta increíble que una montaña, un pedazo de tierra verdaderamente firme: la altura del hombre que tiene la cabeza en su sitio.

Así que en nuestro tiempo los dos santos han atraído a dos generaciones, una era de románticos y una era de escépticos. Pero en su propia época hacían la misma labor, una labor que transformó el mundo.

1.2.2 La reforma teológica de Santo Tomás y San Francisco

También puede decirse con verdad que la comparación es ociosa y ni siquiera como capricho está bien traída, puesto que en realidad no eran hombres de la misma generación, ni del mismo momento histórico. Si se trata de presentar a dos frailes como un par de ‘gemelos celestiales’, la comparación obvia es la de San Francisco con Santo Domingo. Las relaciones de San Francisco con Santo Tomás fueron, todo lo más, de tío y sobrino. Y mi caprichoso excurso puede parecer sólo una versión muy irreverente del ‘Tommy, deja sitio a tu tío’.37

Si San Francisco y Santo Domingo fueron los grandes hermanos gemelos, Tomás fue obviamente el primer gran hijo de Santo Domingo, como su amigo Buenaventura lo fue de San Francisco. Aun así, yo tengo una razón — de hecho, dos razones- para poner a Santo Tomás al lado de San Francisco, en vez de emparejarlo con el franciscano Buenaventura. Y

es que la comparación — por lejana y rebuscada que pueda parecer- es realmente un atajo al meollo de la historia, y nos conduce por la ruta más rápida a la cuestión real de la vida y la obra de Santo Tomás de Aquino.

Porque ahora la mayoría de la gente tiene una imagen mental — tosca, pero pintoresca- de la vida y la obra de San Francisco de Asís. Y la manera más breve de relatar otra historia es decir que — aunque los dos hombres contrastan de tal modo en casi todo- en realidad estaban haciendo lo mismo. Uno lo hizo en el mundo de la mente y el otro en el mundo de lo mundano, pero era el mismo gran movimiento medieval, que todavía se comprende mal.

En sentido constructivo, fue más importante que la Reforma. Mejor dicho: en sentido constructivo, fue la Reforma.

Sobre este movimiento medieval es preciso subrayar primero dos hechos. No son, desde luego, hechos contrarios, pero son quizá respuestas a falacias contrarias.

En primer lugar — a despecho de cuanto se ha dicho sobre de la superstición, los Siglos Oscuros y la esterilidad de la escolástica- fue en todos los sentidos un movimiento de ensanche, siempre hacia una mayor luz y una libertad aún mayor.

En segundo lugar — a despecho de cuanto se ha dicho después acerca del progreso y el Renacimiento y los precursores del pensamiento moderno- fue casi por entero un movimiento de entusiasmo teológico ortodoxo, desplegado desde dentro: no fue un compromiso con el mundo, ni una rendición ante paganos o herejes, ni siquiera un mero tomar en préstamo auxilios externos, aun en los casos en que los tomó.

En la medida en que se abrió a la común luz del día, fue como la acción de una planta que por su propio impulso abre sus hojas al sol, y no como la acción del que se limita a dejar entrar la claridad en una prisión.

En suma, fue lo que se llama técnicamente un desarrollo de la doctrina. Pero parece haber una extraña ignorancia no sólo en lo que respecta al significado técnico de la palabra ‘desarrollo’, sino también en cuanto a su significado natural. Los críticos de la teología católica parecen suponer que más que una evolución es una evasión, o en el mejor de los casos una adaptación. Se imaginan que su mismo éxito es el éxito de la rendición.

Pero no es ése el significado natural de la palabra ‘desarrollo’. Cuando decimos que un niño está bien desarrollado, queremos decir que ha crecido en tamaño y vigor con sus propias fuerzas, no que esté abultado con almohadones postizos o camine sobre zancos para parecer más alto. Cuando decimos que un cachorro de perro se desarrolla, no queremos decir que su crecimiento sea un compromiso gradual con el ser de un gato: queremos decir que se hace más perruno, no menos. El desarrollo es la expansión de todas las posibilidades e implicaciones de una doctrina, cuando hay tiempo para diferenciarlas y extraerlas. Y el quid está en que el ensanche de la teología medieval fue simplemente la comprensión plena de aquella teología.

Es primordial reconocer este hecho primero, en la época del gran dominico y del primer franciscano, porque su tendencia, humanista y naturalista de muchas maneras, era verdaderamente el desarrollo de la doctrina suprema, que era también el dogma de todos los dogmas. Aquí es donde la poesía popular de San Francisco y la prosa casi racionalista de Santo Tomás aparecen vívidamente como parte del mismo movimiento. Ambas son grandes brotes del desarrollo católico, dependientes de cosas externas sólo en tanto que todo lo que vive y crece depende de ellas; es decir, las digiere y las transforma, pero sigue adelante según su imagen propia y no según la de ellas. Un budista o un comunista podrían soñar con dos cosas que simultáneamente se comieran la una a la otra como la forma perfecta de unificación. Pero no sucede así con las cosas vivas.

San Francisco se contentó con llamarse Trovador de Dios, pero no se contentó con el dios de los Trovadores. Santo Tomás no concilió a Cristo con Aristóteles; concilió a Aristóteles con Cristo.

Sí. A pesar de contrastes tan conspicuos y cómicos como la comparación entre el gordo y el flaco, el alto y el bajo; a pesar del contraste entre el vagabundo y el estudiante, el aprendiz y el aristócrata, el enemigo de los libros y el amigo de los libros, el misionero más lanzado y el profesor más amable… el gran hecho de la historia medieval es que estos dos grandes hombres hacían la misma gran labor: uno en el estudio y otro en la calle. No aportaron nada nuevo al cristianismo en el sentido de algo pagano o herético. Todo lo contrario: condujeron la Cristiandad al cristianismo. Y lo hicieron contra la presión de ciertas tendencias históricas, que habían arraigado en muchas grandes Universidades y autoridades de la Iglesia, y emplearon instrumentos y armas que muchas personas asociaban con la herejía o con el paganismo.

San Francisco utilizó la naturaleza como Santo Tomás utilizó a Aristóteles, y por eso hubo quien creyó que utilizaban a una diosa pagana y a un sabio pagano. Lo que realmente hacían — y en particular lo que realmente hizo Santo Tomás- constituirá la principal materia de estas páginas. Pero es conveniente poder compararlo desde el principio con un santo más popular, para resumir la sustancia de manera más popular.

Tal vez resulta demasiado paradójico decir que estos dos santos nos salvaron del terrible destino de la espiritualidad. Tal vez se me entienda mal si digo que San Francisco, a pesar de su amor a los animales, nos salvó de ser budistas. Y que Santo Tomás, a pesar de su amor a la filosofía griega, nos salvó de ser platónicos. Pero lo mejor es decir la verdad en su forma más simple: los dos reafirmaron la Encarnación, al volver a traer a Dios a la tierra.

1.3 Algunas aportaciones de la doctrina de Santo Tomás

1.3.1 La introducción del realismo

Esta analogía — que podrá parecer un tanto rebuscada- quizá sea realmente el mejor prefacio práctico a la filosofía de Santo Tomás. Como consideraremos después más atentamente, el lado puramente espiritual o místico del catolicismo había tomado una gran delantera en los primeros siglos católicos. A través del genio de Agustín, que había sido platónico, y que quizá nunca dejó de serlo; a través del trascendentalismo de la presunta obra del Areopagita; a través de la tendencia oriental del Imperio tardío y de algo asiático en la realeza casi pontifical de Bizancio. Todas esas cosas pesaban más que lo que ahora llamaríamos, por aproximación, el elemento occidental, aunque con el mismo derecho se le podría llamar el elemento cristiano, puesto que su sentido común no es sino la santa familiaridad de la palabra hecha carne.

En cualquier caso, por el momento basta decir que los teólogos habían venido a endurecerse en una especie de orgullo platónico por la posesión interior de verdades intangibles e intraducibles, como si ninguna parte de su saber tuviera raíz alguna en el mundo real. Pues bien: lo primero que hizo Aquino — aunque ni mucho menos lo último- fue decirles a aquellos trascendentalistas puros algo que en sustancia venía a ser esto:

“Lejos de un pobre fraile negar que tengáis esos diamantes deslumbradores en vuestras cabezas, todos ellos diseñados según las más perfectas figuras matemáticas y lucientes con una luz puramente celestial; todos ahí, casi antes de que empecéis a pensar, cuanto más a ver, oír o palpar. Pero a mí no me avergüenza decir que hallo que mi razón es alimentada por mis sentidos; que debo mucho de lo que pienso a lo que veo y huelo y gusto y manejo; y que, en lo que se refiere a mi razón, me siento obligado a tratar toda esa realidad como real.

“Para ser breve y con toda humildad, yo no creo que Dios quisiera que el hombre ejercitase sólo esa clase de intelecto peculiar, elevado y abstraído que vosotros tenéis la suerte de poseer; pero sí creo que existe un terreno medio de hechos que los sentidos ofrecen como material para la razón; y que en ese terreno, la razón tiene derecho a gobernar, como representante de Dios en el hombre. Es verdad que todo esto está por debajo de los ángeles, pero está por encima de los animales y de todos los objetos materiales y actuales que el hombre encuentra a su alrededor.

“Cierto que el hombre también puede ser objeto, y hasta objeto deplorable. Pero lo que el hombre ha hecho, el hombre lo puede volver a hacer; y si un viejo pagano llamado Aristóteles me puede ayudar a hacerlo, yo se lo agradeceré con toda humildad”.

Así empezó lo que se suele conocer como el recurso de Tomás de Aquino a Aristóteles. Se podría considerar la apelación a la razón y a la autoridad de los sentidos. Y es obvio que tiene una especie de paralelo popular en el hecho de que San Francisco no escuchara sólo a los ángeles, sino también a las aves.

Y antes de que pasemos a aquellos aspectos de Santo Tomás más seriamente intelectuales, podemos señalar que en él — como en San Francisco- existe un elemento práctico preliminar que es bastante moral, una especie de humildad buena y sincera, y una prontitud del hombre a considerarse incluso a sí mismo en algunos aspectos como un animal, así como San Francisco comparó su cuerpo a un asno. Se puede decir que el contraste opera en todas partes, incluso en la metáfora zoológica, y que si San Francisco fue como el asno común o borrico que portó a Cristo a Jerusalén, Santo Tomás — a quien realmente equipararon con un buey- más bien se asemejó a ese misterioso monstruo apocalíptico asirio que fue el toro alado.

Pero una vez más no debemos permitir que los contrastes eclipsen lo que tenían en común, ni olvidar que ninguno de los dos fue tan orgulloso como para no servir tan pacientemente como el buey y el asno en el establo de Belén.

1.3.2 Su doctrina es doctrina cristiana

Está claro — y en seguida lo veremos- que hay muchas otras ideas, mucho más curiosas y complicadas, en la filosofía de Santo Tomás, junto a esta idea primaria de un sentido común central que se alimenta de los cinco sentidos. Pero en este momento, el quid de la historia está no sólo en que esto sea doctrina tomista, sino en que es verdadera y eminentemente doctrina cristiana.

Pues los autores modernos escriben muchas tonterías sobre este punto, y manifiestan una inventiva superior a la que es normal en ellos para no enterarse. Habiendo supuesto sin argumento y de principio que toda emancipación debe apartar a los hombres de la religión y llevarlos a la irreligión, han olvidado por completo y ciegamente cuál es el rasgo sobresaliente de la religión en sí.

No será posible ocultar a nadie por mucho tiempo que Santo Tomás de Aquino fue uno de los grandes libertadores del intelecto humano. Los sectarios de los siglos XVII y XVIII eran esencialmente oscurantistas, y mantuvieron la leyenda oscurantista de que el Escolástico era oscurantista. Esto ya era poco verosímil en el siglo XIX; en el XX será imposible. No tiene nada que ver con la verdad de la teología de ellos ni de la de él, sino únicamente con la verdad de la proporción histórica, que empieza a reaparecer conforme las disputas se van apagando.

Tan sencillo como que es uno de los hechos que sobresalen en la historia, lo cierto es que Tomás fue un gran hombre que concilió la religión con la razón, que la expandió hacia la ciencia experimental, que insistió en que los sentidos son las ventanas del alma y en que la razón posee un derecho divino a alimentarse de hechos, y que es competencia de la fe digerir la comida fuerte de la más dura y práctica de las filosofías paganas. Es un hecho que de ese modo — como la estrategia militar de Napoleón- Aquino combatía por todo lo que es liberal e ilustrado, en comparación con sus rivales o, para el caso, sus sucesores y suplantadores.

Quienes por otras razones aceptan de buena fe el efecto final de la Reforma tendrán no obstante que reconocer que el Escolástico fue el Reformador, y que los reformadores posteriores fueron por comparación reaccionarios. No empleo esta palabra como un reproche desde mi punto de vista, sino como un hecho desde el punto de vista progresista moderno. Por ejemplo, ellos volvieron a atornillar la mente a la suficiencia literal de las Escrituras hebreas, cuando Santo Tomás ya había hablado de la gracia dada por el Espíritu a las filosofías griegas. Él insistió en el deber social de las obras, ellos sólo en el deber espiritual de la fe. La vida misma de la enseñanza tomista fue que se puede confiar en la razón; la vida misma de la enseñanza luterana es que la razón no merece la menor confianza.

Ahora bien, cuando se reconoce este hecho como un hecho, el peligro es que toda la oposición, inestable, se deslice de pronto al extremo opuesto: quienes hasta ese momento vituperaban al Escolástico como dogmático empezarán a admirar al Escolástico como el modernista que diluyó el dogma. En seguida empezarán a adornar su estatua con las ajadas guirnaldas del progreso, a presentarle como un hombre adelantado a su tiempo — lo que siempre se interpreta como de acuerdo con el nuestro- y a cargarle con la imputación inmerecida de haber engendrado la mentalidad moderna. Descubrirán su atractivo, y un tanto apresuradamente supondrán que fue como ellos, ya que fue atractivo.

Hasta cierto punto es perdonable; hasta cierto punto ya ha sucedido en el caso de San Francisco, pero incluso en este caso, no pasaría de cierto punto. Nadie, ni siquiera librepensadores como Renan o Matthew Arnold, pretenderían que San Francisco hubiera sido otra cosa que cristiano devoto, o hubiera tenido otro móvil original que la imitación de Cristo. Y eso que también San Francisco tuvo ese efecto liberador y humanizador sobre la religión, aunque quizá más sobre la imaginación que sobre el intelecto. Pero nadie dice que San Francisco estuviera relajando el código cristiano cuando es obvio que lo apretó, como el cordón en torno a su hábito de fraile. Nadie dice que se limitara a abrir puertas a la ciencia escéptica, ni a vender el salvoconducto al humanismo pagano, ni que mirase sólo al Renacimiento o saliera al encuentro de los racionalistas. Ningún biógrafo pretende que San Francisco — cuando se nos cuenta que abrió los Evangelios al azar y leyó los grandes textos sobre la pobreza- realmente sólo abriera la Eneida y practicara la ‘sors virgiliana’ lleno de respeto a las letras y el saber pagano. Ningún historiador pretenderá que San Francisco escribiera el ‘Cántico del Sol’ imitando de cerca un himno homérico a Apolo, ni que amara a los pájaros porque había aprendido cuidadosamente todos los trucos de los augures romanos.

1.3.3 La inspiración de ambos es Jesucristo

En suma: la mayoría de las personas — cristianas o paganas- estarían ahora de acuerdo en que el sentimiento franciscano fue primordialmente un sentimiento cristiano, desplegado desde dentro, desde una fe inocente — o, si se quiere, ignorante- en la propia religión cristiana. Nadie, como he dicho, sostiene que San Francisco encontrara su inspiración primordial en Ovidio.