Secretos en el corazón - Melanie Milburne - E-Book

Secretos en el corazón E-Book

Melanie Milburne

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Beschreibung

Tal vez las expertas caricias de él le procurasen un placer inmenso, pero jamás se ganaría su corazón de hielo… La primera vez que Angelo Bellandini le había hablado de matrimonio, Natalie Armitage le había rechazado. Habían tenido una apasionada aventura, pero ella había aprendido a cerrar su corazón desde niña y la idea de abrirlo a alguien la había hecho huir. Cinco años después, tenía que enfrentarse a la segunda propuesta matrimonial de Angelo, pero lo que ardía en los ojos de este era el fuego de la venganza, no de la pasión. Natalie debía aceptar casarse para proteger a su familia, pero no iba a convertirse en una esposa dócil.

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Seitenzahl: 155

Veröffentlichungsjahr: 2013

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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Melanie Milburne. Todos los derechos reservados.

SECRETOS EN EL CORAZÓN, N.º 2213 - febrero 2013

Título original: Surrending All But Her Heart

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2013

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-2636-6

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

Deberías ir a verlo.

Natalie todavía podía oír la desesperación y la súplica en la voz de su madre mientras llamaba el ascensor que llevaba al elegante despacho que Angelo Bellandini tenía en Londres. No conseguía sacarse aquellas palabras de la cabeza. La habían mantenido despierta casi durante las últimas cuarenta y ocho horas. La habían acompañado como su enorme maleta en el tren que la había llevado desde Edimburgo. Le habían seguido los pasos hasta que se habían convertido en un aturdidor mantra en su cabeza.

No era que no lo hubiese visto en los últimos cinco años. Casi todos los periódicos y blogs de Internet tenían una fotografía o información acerca del playboy y heredero de la fortuna de los Bellandini. La ajetreada vida de Angelo Bellandini era el tema de discusión de muchos foros online. Su enorme riqueza, de la que solo la mitad era heredada y la otra mitad la había conseguido trabajando muy duro, lo convertía en una persona muy conocida.

Y ella tenía que ir a verlo por culpa del díscolo de su hermano pequeño y de sus locuras.

Sintió un escalofrío al entrar en el ascensor de cristal y cromo, y la mano le tembló ligeramente al apretar el botón.

¿Accedería Angelo a recibirla, después de cómo había salido de su vida cinco años antes? ¿La odiaría tanto como había llegado a quererla? ¿Brillarían sus ojos con rencor, en vez de haber en ellos la pasión y el deseo de otro tiempo?

Se le encogió el estómago al salir del ascensor y acercarse a la zona de recepción. Había crecido en un ambiente de riqueza, por lo que no debía sentirse intimidada con tanta elegancia, pero cuando había conocido a Angelo no había sabido cuál era el alcance de su fortuna familiar. Para ella había sido solo un italiano guapo y trabajador que estaba haciendo un máster en Administración y Dirección de Empresas. Angelo había hecho todo lo posible por ocultar su procedencia, pero ¿quién era ella para recriminárselo, si había hecho exactamente lo mismo?

–Me temo que el signor Bellandini no está disponible en estos momentos –le dijo la recepcionista en tono profesional cuando Natalie pidió verlo–. ¿Quiere que le dé una cita para otro día?

Natalie miró a la mujer, que parecía una modelo, rubia, con los ojos azules, y notó cómo se le caía la autoestima a los pies. Aunque se había retocado el pintalabios en el ascensor y se había pasado los dedos por la lacia melena castaña, su aspecto no era nada profesional. Era consciente de que tenía la ropa arrugada y muy mala cara después de haberse pasado la noche sin dormir. Siempre le ocurría lo mismo por aquella época del año, siempre, desde que tenía siete años.

Puso los hombros rectos y se armó de resolución. No se iba a marchar de allí sin ver a Angelo, aunque tuviese que esperar todo el día.

–Dígale al signor Bellandini que solo voy a estar en Londres veinticuatro horas –insistió, dejando encima del mostrador su tarjeta profesional y la tarjeta del hotel que había reservado para esa noche–. Puede localizarme en mi teléfono móvil o en el hotel.

La recepcionista miró las tarjetas y levantó la vista.

–¿Es usted Natalie Armitage? –preguntó–. ¿La Natalie Armitage de Natalie Armitage Interiors?

–Pues... sí.

La recepcionista sonrió encantada.

–Tengo sábanas y toallas suyas –comentó–. Me encantó su última colección. Gracias a mí, ahora todas mis amigas tienen cosas suyas. Son tan femeninas y frescas. Tan originales.

–Gracias –respondió Natalie, sonriendo con educación.

La recepcionista se inclinó hacia el intercomunicador.

–¿Signor Bellandini? –dijo–. Ha venido a verlo la señorita Natalie Armitage. ¿Quiere que la haga pasar antes de que llegue su siguiente cliente o le reservo una cita para esta tarde?

A Natalie se le detuvo el corazón hasta que oyó su voz. ¿Le sorprendería que hubiese ido a verlo en persona? ¿O le molestaría? ¿Lo enfadaría?

–No –respondió él con su profunda y sensual voz–. La veré ahora.

La recepcionista la acompañó por un enorme pasillo y sonrió al llegar a una puerta en la que había un placa de metal con el nombre de Angelo.

–Tiene mucha suerte –comentó en voz baja–. Normalmente no recibe a nadie sin cita previa. Casi todo el mundo tiene que esperar semanas para verlo.

Luego le guiñó un ojo.

–¿Tal vez quiera meterse entre sus sábanas?

Natalie sonrió débilmente y pasó por la puerta que la recepcionista acababa de abrir. Sus ojos fueron directos adonde Angelo estaba sentado, detrás de un escritorio de caoba que estaba encima de una alfombra del tamaño de un campo de fútbol, y la puerta se cerró tras de ella, haciendo un ruido que le recordó a la puerta de una cárcel.

Se le hizo un nudo en la garganta, que intentó deshacer tragando saliva, pero se sintió como si tuviese clavada una espina de pescado.

Angelo estaba tan guapo como siempre, tal vez más. Su rostro casi no había cambiado, aunque las líneas que se le formaban alrededor de la boca al sonreír eran algo más profundas. Llevaba el pelo moreno más corto que cinco años antes, pero todavía se le ondulaba contra el cuello de la camisa de vestir azul clara que llevaba puesta. Iba afeitado, pero siempre tenía una sombra oscura en el rostro. Sus pestañas oscuras y espesas seguían siendo las de siempre.

Se puso de pie, pero Natalie no supo si lo hacía por educación o para intimidarla. Era muy alto y, a pesar de que ella llevaba tacones, tuvo que torcer el cuello para mantener el contacto visual.

Se humedeció los labios con la punta de la lengua. Tenía que mantener la calma. Se había pasado la mayor parte de su vida controlando sus emociones y aquel no era el mejor momento para demostrar lo preocupada que estaba por su hermano. Angelo se daría cuenta y se aprovecharía de ello. Solo tenía que pagar por los daños causados por Lachlan y salir de allí.

–Gracias por recibirme –le dijo–. Sé que estás muy ocupado, así que no te robaré mucho tiempo.

Sus increíbles ojos oscuros la miraron fijamente mientras Angelo apretaba el botón del intercomunicador.

–Fiona, pospón todos mis compromisos una hora –dijo–. Y no me pases llamadas. No quiero que se me moleste bajo ningún concepto.

–Entendido.

–No es necesario que interrumpas tu apretada agenda... –le dijo Natalie.

–Por supuesto que sí –respondió él, sin apartar la vista de sus ojos–. Lo que ha hecho tu hermano en una de las habitaciones de mi hotel de Roma es un delito.

–Sí –admitió ella, tragando saliva otra vez–. Lo sé. Está pasando por un momento muy duro y...

Él arqueó una ceja.

–¿Por un momento muy duro? –inquirió–. ¿Qué le ha pasado? ¿Papá le ha requisado el Porsche o le ha quitado la paga?

Natalie apretó los labios para contener sus emociones. ¿Cómo se atrevía Angelo a burlarse así de su hermano? Lachlan era como una bomba de relojería. Y ella era la única que podía evitar que se autodestruyese.

–Es solo un chico –empezó–. Acaba de terminar el colegio y...

–Tiene dieciocho años –la interrumpió Angelo en tono enfadado–. Es lo suficientemente mayor para votar y, en mi opinión, lo suficientemente mayor para asumir las consecuencias de sus actos. Él y los borrachos de sus amigos han causado unos destrozos de más de cien mil libras en uno de mis hoteles más prestigiosos.

A Natalie se le encogió el estómago y se preguntó si Angelo estaría exagerando. Tal y como se lo había contado su madre, había pensado que solo habían manchado una alfombra y habían estropeado un par de muebles, que, como mucho, habría que pintar una de las paredes.

¿En qué habría estado pensando su hermano para hacer semejante locura?

–Estoy dispuesta a pagarte por los daños, pero antes me gustaría verlos en persona –le respondió, levantando la barbilla.

Él la retó con la mirada.

–Así que estás dispuesta a pagar la cuenta personalmente, ¿verdad?

Y ella mantuvo la mirada, aunque le estuviese ardiendo el estómago.

–Dentro de lo que sea razonable.

Angelo sonrió.

–No tienes ni idea de dónde te estás metiendo –le advirtió–. ¿Sabes lo que hace tu hermano cuando sale por las noches con sus amigos?

Natalie lo sabía, y por ese motivo llevaba varios meses durmiendo mal por las noches. Sabía cuál era el motivo por el que Lachlan se estaba comportando así, pero poco podía hacer para impedírselo. Lachlan había reemplazado a Liam después de su muerte, lo habían tratado como la reencarnación del hijo perdido. Desde niño, se había visto obligado a vivir la vida de Liam. Todos los sueños y esperanzas que sus padres habían tenido con Liam, le habían sido traspasados a Lachlan y, últimamente, ya no soportaba más la presión. Y a Natalie le daba miedo que un día no volviese, o que lo presionasen demasiado.

Ya se sentía culpable de una muerte. No podría soportar otra más.

–¿Cómo sabes que Lachlan es responsable de los daños? –preguntó–. ¿Cómo sabes que no fue uno de sus amigos?

Angelo la fulminó con la mirada.

–La habitación estaba a su nombre –dijo–. Presentó su tarjeta de crédito en recepción. Es legalmente responsable, aunque se hubiese limitado a cambiar un cojín de sitio.

Natalie sospechaba que su hermano había hecho mucho más que cambiar los cojines de sitio. Ya lo había visto más de una vez bebido y sabía que el alcohol despertaba en él una ira tan aterradora como repentina. Y, no obstante, un par de horas después no se acordaba de nada de lo que había hecho ni dicho.

Hasta el momento, se había librado de que lo condenasen, pero solo porque su rico y poderoso padre le había pedido el favor a las autoridades.

Pero eso había sido allí, en Gran Bretaña.

En esos momentos Lachlan estaba a merced de las autoridades italianas, por eso había ido ella a Londres, para suplicarle a Angelo en su nombre. De todos los hoteles que había en Roma, ¿por qué había tenido que alojarse en el de Angelo Bellandini?

Natalie abrió el bolso y sacó la chequera mientras suspiraba con resignación.

–Está bien –dijo, buscando un bolígrafo–. Confiaré en tu palabra y pagaré los daños.

Angelo dejó escapar una carcajada.

–¿Crees que me voy a olvidar de esto solo con que firmes un cheque? –le preguntó.

Ella intentó que no se le notase que volvía a tragar saliva.

–¿Quieres más de cien mil libras? –inquirió con voz demasiado tensa.

Él la miró a los ojos y el silencio se llenó de una palpable tensión. Natalie la notó subiendo por su espina dorsal, vértebra a vértebra. La notó en su piel, que se le puso de gallina. Y la notó también... entre los muslos, como si Angelo hubiese bajado la mano y la hubiese acariciado allí con sus habilidosos dedos.

Angelo no dijo nada. No hacía falta. Natalie sabía lo que quería decir con aquella mirada burlona. El dinero le daba igual. No era eso lo que quería. El dinero le sobraba.

Sabía muy bien lo que quería. Lo había sabido nada más entrar en su despacho y cruzar la mirada con él.

La quería a ella.

–Lo tomas o lo dejas –le dijo, dejando el cheque encima de la mesa, entre ambos.

Él tomó el cheque y lo empezó a romper muy despacio, para dejar el escritorio lleno de confeti, y todo ello sin apartar la vista de la suya.

–En cuanto salgas de aquí pediré a las autoridades romanas que presenten cargos –dijo–. Tu hermano irá a la cárcel. Me aseguraré personalmente de ello.

A Natalie se le aceleró tanto el corazón que pensó que se le iba a salir del pecho. ¿Cuánto duraría su hermano en una prisión extranjera?

Lo meterían con asesinos, ladrones y violadores. Y podrían pasar años antes de que lo juzgasen. Era solo un niño. Se había comportado mal, sí, pero en realidad no era culpa suya. Necesitaba ayuda, no ir a la cárcel.

–¿Por qué estás haciendo esto? –le preguntó a Angelo.

Él sonrió de medio lado.

–¿No lo adivinas, mia piccola?

Ella tomó aire.

–¿No te parece que estás llevando demasiado lejos tu venganza? Lo que ocurrió entre nosotros fue entre nosotros. No tiene nada que ver con mi hermano.

«Solo tiene que ver conmigo», pensó.

A él le brillaron los ojos peligrosamente y dejó de sonreír.

–¿Por qué lo hiciste? –inquirió–. ¿Por qué me dejaste por un hombre al que conociste en un bar, como una fulana barata?

Natalie no pudo seguir mirándolo a los ojos. No era una mentira de la que estuviese orgullosa, pero había sido la única manera de conseguir que Angelo la dejase marchar. Se había enamorado de ella. Le había hablado de matrimonio y de bebés. Ya le había comprado un anillo de compromiso. Natalie lo había encontrado al guardar unos calcetines en un cajón. Había visto el diamante, que le había recordado todo lo que quería y jamás podría tener.

Y había sentido pánico.

–No estaba enamorada de ti –le dijo, eso era casi verdad.

Había aprendido a no amar. A no sentir. A no depender de emociones que no podía controlar.

Si amabas, te perdías.

Si te involucrabas, sufrías.

Si abrías tu corazón a alguien, te lo podían arrancar del pecho cuando menos lo esperases.

Desde el punto de vista físico... había sido diferente. Se había permitido perder el control. Aunque, en realidad, no había tenido elección. Angelo se había ocupado de ello. Había dominado su cuerpo desde el primer beso. Y tal vez fuese capaz de controlar las emociones, pero, físicamente, no podía olvidarlo por mucho que lo intentase.

–Entonces, ¿fue solo sexo? –le preguntó él.

Natalie se obligó a mirarlo a los ojos y después deseó no haberlo hecho.

–Solo tenía veintiún años –le dijo, apartando la vista otra vez–. Por aquel entonces no sabía lo que quería.

–¿Y ahora ya lo sabes?

Ella se mordió la boca por dentro.

–Sé lo que no quiero.

–¿Y qué es lo que no quieres?

Natalie volvió a mirarlo a los ojos.

–¿Por qué no vamos directos al grano? He venido a pagar por los daños ocasionados por mi hermano. Si no aceptas mi dinero, ¿qué quieres?

Era una pregunta peligrosa y Natalie se dio cuenta nada más formularla.

A Angelo le brillaron los ojos.

–¿Por qué no te sientas y lo discutimos? –le sugirió, señalando una sillón.

Natalie se hundió en él, aliviada. Le temblaban las piernas y tenía el corazón acelerado. Vio levantarse a Angelo, rodear el escritorio y sentarse. Para ser tan alto se movía con mucha elegancia. Era delgado y fibroso, y su piel aceitunada resaltaba todavía más con el color azul claro de la camisa. En el pasado solo lo había visto vestido de manera informal, o desnudo.

Con un traje de diseño era el magnate hostelero e inmobiliario, intocable, distante, controlado. Las manos de Natalie habían trazado todas las curvas de aquel cuerpo. Todavía recordaba el sabor salado de su piel. Todavía recordaba su olor a almizcle y a limón, que se le quedaba pegado a la piel hasta varias horas después de haber hecho el amor. Y recordaba cómo él había acariciado su cuerpo, como un maestro con un instrumento difícil que nadie más pudiese tocar.

Se dio una bofetada mental y se sentó más recta en el sillón. Se cruzó de brazos y de piernas y lo miró fijamente.

Él se puso cómodo en su sillón.

–He oído que hoy en día cualquiera duerme entre tus sábanas –le dijo.

–Tú no –respondió ella en tono frío.

Él hizo una mueca, como divertido.

–Todavía no –la corrigió.

A Natalie se le encogió el corazón con el recuerdo de un deseo pasado. Luchó para contenerlo, pero supo que su cuerpo había respondido nada más entrar en aquel despacho. Angelo siempre había tenido ese poder sobre ella. Le bastaba con mirarla, con rozarla, con decirle una palabra para que se derritiese.

Pero no podía permitirse ceder a anhelos del pasado. Tenía que ser fuerte para superar aquello. El futuro de Lachlan dependía de ella. Si aquel último delito se filtraba a la prensa, le arruinarían la vida. Quería ir a Harvard después de aquel año sabático y tener antecedentes penales lo estropearía todo.

Su padre lo crucificaría. Los crucificaría a los dos.

Natalie se sintió culpable. Se preguntó si su hermano sabía algo de la relación que había tenido con Angelo. Si había hecho algo que le hubiese permitido pensar que Angelo era la causa de su nula vida amorosa. ¿Cómo podía haber atado cabos? Nunca había compartido sus sentimientos e incluso había salido con un par de hombres en aquel tiempo.

Aunque después había decidido que estaba mejor sola.

–Sé que estás muy molesto con lo que mi hermano ha hecho –le dijo–, pero te suplico que no presentes cargos contra él.

Él volvió a arquear una ceja.

–A ver si lo he entendido bien –dijo–. ¿Me estás suplicando?

Natalie apretó los labios un momento para intentar controlar sus emociones.

–Te estoy pidiendo indulgencia.

–Te estás humillando.

Ella volvió a poner los hombros rectos.

–Te estoy pidiendo que retires los cargos –le dijo–. Yo haré frente a todos los gastos, o te daré el doble, si insistes.

–Quieres terminar con esto antes de que se filtre a la prensa, ¿verdad?

Natalie tuvo la esperanza de que no se le notase que estaba sintiendo pánico. Había aprendido a ocultar sus sentimientos desde niña. Era su manera de protegerse.

Pero Angelo era un hombre inteligente.

–Por supuesto –le respondió–. ¿Tú no? ¿Qué pensará la gente de la seguridad de tu hotel si cualquier cliente puede causar los daños que mi hermano ha causado? Tus hoteles son los mejores del mercado, supongo que tampoco quieres publicidad negativa.

–Tengo motivos para creer que tu hermano escogió mi hotel a propósito.

A Natalie se le hizo un nudo en el estómago al oír aquello.

–¿Qué te hace pensar eso?

Angelo abrió un cajón que había a su izquierda, sacó una hoja de papel y se la tendió. Ella la tomó con mano poco firme. Era un fax de una nota que le habían enviado a Angelo, la letra era de su hermano y decía: Esto es por mi hermana.

Natalie tragó saliva y le devolvió el papel.

–No sé qué decir... Nunca le he hablado a Lachlan de... nosotros. Solo tenía trece años cuando estuvimos juntos. Él estaba en el internado cuando tú y yo compartimos piso en Notting Hill. No llegó a conocerte.