Seducida por el italiano - Maisey Yates - E-Book
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Seducida por el italiano E-Book

Maisey Yates

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Beschreibung

Serás mi esposa. Esther Abbott se había marchado de casa y estaba recorriendo Europa con una mochila a cuestas cuando una mujer le pidió que aceptase gestar a su hijo. Desesperada por conseguir dinero, Esther aceptó, pero después del procedimiento la mujer se echó atrás, dejándola embarazada y sola, sin nadie a quien pedir ayuda… salvo el padre del bebé. Descubrir que iba a tener un hijo con una mujer a la que no conocía era un escándalo que el multimillonario Renzo Valenti no podía permitirse. Después de su reciente y amargo divorcio, y con una impecable reputación que mantener, Renzo no tendrá más alternativa que reclamar a ese hijo… y a Esther como su esposa.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Maisey Yates

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Seducida por el italiano, n.º 2549 - junio 2017

Título original: The Italian’s Pregnant Virgin

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9723-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

La cuestión es, señor Valenti, que estoy embarazada.

Renzo Valenti, heredero de una fortuna inmobiliaria y famoso mujeriego, miró con perplejidad a la desconocida que acababa de entrar en su casa.

No la había visto en su vida, de eso estaba seguro. Él no se relacionaba con mujeres como aquella, que parecían disfrutar sudando mientras recorrían las calles de Roma en lugar de hacerlo revolcándose entre sábanas de seda.

Su aspecto era desaliñado, el rostro limpio de maquillaje, el largo pelo oscuro escapándose de un moño hecho a toda prisa. Llevaba el mismo atuendo que muchas de las estudiantes estadounidenses que llenaban la ciudad de Roma en verano: camiseta negra ajustada, falda hasta los tobillos y unas sandalias planas que habían visto días mejores.

Si hubiera pasado a su lado en la calle no se habría fijado en ella, pero estaba en su casa y acababa de pronunciar unas palabras que ninguna mujer había pronunciado desde que tenía dieciséis años.

Pero no significaban nada para él porque no la conocía.

–Enhorabuena… o mis condolencias –le dijo–. Depende.

–No lo entiende.

–No –asintió Renzo–. No lo entiendo. Se cuela en mi casa diciéndole a mi ama de llaves que tenía que verme urgentemente y aquí está, contándome algo que no me interesa.

–No me he colado. Su ama de llaves me ha dejado pasar.

Renzo nunca despediría a Luciana y, por desgracia, ella lo sabía. De modo que cuando dejó entrar a aquella chica medio histérica debió de considerarlo un castigo por su notorio comportamiento con el sexo opuesto.

Y eso no era justo. Aquella criatura, que parecía más a gusto tocando la guitarra en la calle a cambio de unas monedas, podría ser el castigo de otro hombre, pero no el suyo.

–Da igual, no tengo paciencia para numeritos.

–Pero es hijo suyo.

Él se rio. No había otra respuesta para tan absurda afirmación. Y no había otra forma de controlar la extraña tensión que lo atenazó al escuchar esas palabras.

Sabía por qué lo afectaban tanto, aunque no deberían.

No se le ocurría ninguna circunstancia en la que pudiese haber tocado a aquella ridícula hippy. Además, llevaba seis meses dedicado a una obscena farsa de matrimonio y, aunque Ashley había buscado placer con otros hombres, él había sido fiel.

Que aquella mujer apareciese en su casa diciendo que esperaba un hijo suyo era absolutamente ridículo.

Durante los últimos seis meses se había dedicado a esquivar jarrones lanzados con furia por la loca de su exesposa, que parecía decidida a demoler el estereotipo de que los canadienses eran gente educada y amable, alternando con días de ridículos arrullos, como si fuera una mascota a la que intentase domar después de haberle pegado.

Sin saber que él era un hombre al que no se podía domar. Se había casado con Ashley solo para fastidiar a sus padres y desde el día anterior estaba divorciado y era un hombre libre otra vez.

Libre para tener a aquella mochilera como quisiera, si decidiese hacerlo. Aunque lo único que quería era sacarla de su casa y devolverla a las calles de las que había salido.

–Eso es imposible, cara mia.

Ella lo miró con un brillo de sorpresa en los ojos. ¿Qué había pensado que iba a decir? ¿De verdad creía que iba a caer en tan absurda trampa?

–Pero…

–Ya veo que te has inventado una extraña fantasía para sacarme dinero –la interrumpió él, intentando mantener la calma–. Tengo fama de mujeriego, pero he estado casado durante los últimos seis meses, de modo que el hombre que te ha dejado embarazada no soy yo. Le fui fiel a mi mujer durante nuestro matrimonio.

–Ashley –dijo ella, pestañeando rápidamente–. Ashley Bettencourt.

Todo el mundo lo sabía, de modo que no era tan raro. Pero, si sabía que estaba casado, ¿por qué no había elegido un objetivo más fácil?

–Ya veo que lees las revistas de cotilleos.

–No, es que conozco a Ashley personalmente. Fue ella quien me dejó embarazada.

Renzo sacudió la cabeza en un gesto de perplejidad.

–Nada de lo que dices tiene sentido.

La joven dejó escapar un resoplido de impaciencia.

–Estoy intentándolo, pero pensé que usted sabía quién era.

–¿Y por qué iba a saberlo? –preguntó él, cada vez más sorprendido.

–Yo… verá, no debería haberle hecho caso, pero… ¡parece que soy tan tonta como decía mi padre!

Renzo debía admitir que la mentira era original, aunque estuviese estropeándole el día.

–En este momento estoy de acuerdo con tu padre y seguirá siendo así hasta que me des una explicación más creíble.

–Ashley me contrató –empezó a explicar ella–. Yo trabajo en un bar cerca del Coliseo y un día entró y empezamos a charlar. Me habló de su matrimonio y del problema que tenían para engendrar hijos…

Renzo tragó saliva. Ashley y él nunca habían intentado tener hijos. Cuando llegó el momento de discutir la idea de darle un heredero al imperio de su familia, ya había decidido que no quería seguir casado con ella.

–Pensé que era un poco raro que me contase cosas tan íntimas, pero volvió al día siguiente y el día después… al final, yo le conté que no tenía dinero y ella me preguntó si querría ser madre de alquiler.

Renzo estalló, soltando una larga retahíla de palabrotas en italiano.

–No me lo creo. Esto tiene que ser algún truco de esa arpía.

–No, no lo es, se lo prometo. Pensé que usted lo sabía. Todo fue muy… me dijo que todo sería muy fácil. Un rápido viaje a Santa Firenze, donde el procedimiento es legal, y luego solo tendría que esperar nueve meses. Supuestamente, iba a pagarme por gestar a su hijo porque lo deseaba tanto como para pedirle ayuda a una desconocida.

Renzo empezó a asustarse de verdad y el pánico, como una bestia salvaje en su pecho, casi le impedía respirar. Lo que estaba diciendo era imposible. Tenía que serlo.

Pero Ashley era imprevisible y estaba furiosa porque pensaba que el divorcio era algo calculado por su parte. Y lo era, desde luego.

Pero no podía haber hecho aquello. No se lo podía creer.

–¿Y te pareció normal que una desconocida te contratase como madre de alquiler sin haber conocido nunca al marido?

–Ella solo podía ir a la clínica llevando gafas de sol y un enorme sombrero para que nadie la reconociese. Me dijo que era usted muy alto –la joven hizo un gesto con la mano–. Y lo es, evidentemente. Habría llamado la atención. Ni siquiera unas gafas de sol hubieran servido… en fin, ya sabe.

–No, yo no sé nada –le espetó Renzo, airado–. En los últimos minutos me ha quedado claro que sé menos de lo que creía. ¿Cuánto dinero te pagó esa víbora?

–Bueno, aún no me lo ha dado todo.

–Ah, claro. Y me imagino que el precio será alto.

–El problema es que ahora Ashley dice que ya no quiere el bebé por los problemas que hay en su matrimonio.

–Me imagino que se refería a que estamos divorciados.

–No lo sé, supongo.

–Entonces, ¿tú no sabes nada sobre nosotros?

–No hay Internet en el hostal.

–¿Vives en un hostal?

–Sí –respondió ella, ruborizándose–. Solo estaba de paso y me quedé sin dinero, así que empecé a trabajar en el bar y… en fin, hace tres meses conocí a Ashley…

–¿De cuánto tiempo estás?

–De unas ocho semanas. Ashley ha decidido que ya no quiere el bebé, pero yo no quiero interrumpir el embarazo y, aunque me dijo que usted tampoco querría saber nada, pensé que debía venir para asegurarme.

–¿Por qué? ¿Porqué tú estarías dispuesta a hacerte cargo de ese hijo si yo no lo quisiera?

La joven dejó escapar una risita histérica.

–No, ahora no puedo hacerme cargo. Bueno, nunca. Yo no quiero tener hijos, pero me he metido en esto y… en fin… ¿cómo no voy a sentirme responsable? Ashley y yo casi nos hicimos amigas. Me contó su vida, me dijo que deseaba este bebé con toda su alma. Ahora no lo quiere, pero aunque ella haya cambiado de opinión yo no puedo cambiar lo que siento.

–¿Y qué vas a hacer si te digo que yo tampoco lo quiero?

–Darlo en adopción –respondió ella, como si fuera algo evidente–. Pensaba dárselo a Ashley de todos modos, ese era el acuerdo.

–Comprendo –Renzo pensaba a toda velocidad, intentando entender la absurda historia que contaba aquella desconocida–. ¿Y Ashley va a pagarte el resto de tus honorarios si sigues adelante con el embarazo?

La joven bajó la mirada.

–No.

–¿Por eso has venido a verme, para que yo te dé el dinero?

–No, he venido a verle porque me parecía lo más correcto. Empezaba a preocuparme que usted no supiera nada del embarazo.

La rabia hacía que Renzo lo viese todo rojo.

–A ver si lo entiendo: mi exmujer te contrató a mis espaldas para que gestases a nuestro hijo.

–Pero yo no lo sabía –se defendió ella.

–Sigo sin entender cómo pudo manipularte a ti y a los médicos. No entiendo cómo pudo hacerlo sin que yo lo supiera y no entiendo qué pretendía ni por qué ahora se ha echado atrás. Tal vez sabe que no conseguirá ni un céntimo de mí y no quiere cargarse con un hijo indeseado durante el resto de su frívola existencia –Renzo sacudió la cabeza–. Pero Ashley decide las cosas por capricho y seguramente pensó que algo de esa magnitud sería una bonita sorpresa, como si fuera un bolso de diseño. Y, como es habitual en ella, ha decidido que ya no le apetece el bolso. No conozco sus motivos, pero el resultado es el mismo: que yo no sabía nada y no quiero ese hijo.

Ella dejó caer los hombros, como si se hubiera desinflado de repente.

–Muy bien –asintió, levantando la barbilla para mirarlo–. Si cambia de opinión, estoy en el hostal Americana. A menos que esté trabajando en el bar de enfrente –añadió, antes de darse la vuelta. Pero se detuvo en la puerta para mirarlo un momento–. Dice que antes no sabía nada, pero ahora lo sabe.

Cuando salió de su casa, Renzo decidió que no volvería a pensar en ella.

 

 

Renzo no dejaba de darle vueltas. No había forma de escapar. Llevaba tres días intentando olvidar su encuentro con la desconocida. No sabía su nombre, ni siquiera sabía si estaba diciendo la verdad o si era otro de los juegos de su exmujer.

Conociendo a Ashley, debía de ser eso, un juego, un extraño intento de atraerlo hacia su tela de araña. Había parecido conforme con la disolución de su matrimonio porque, según ella, siempre había sabido que terminarían así. El divorcio en Italia seguía siendo un asunto complicado y que él hubiera insistido en contraer matrimonio en Canadá dejaba claro que no se lo tomaba en serio.

Se imaginó que aquella era su venganza. La gestación subrogada no era legal en Italia y, sin duda, esa era la razón por la que había llevado a aquella chica a Santa Firenze.

Era una pena que su hermana, Allegra, hubiera roto su compromiso con el príncipe de ese país para casarse con su amigo, el duque español Cristian Acosta, que no podría ayudarlo en aquella situación.

Debería olvidar el asunto. Seguramente, la chica estaba mintiendo. Y, aunque no fuera así, ¿por qué iba a importarle? No era problema suyo.

Una punzada en la zona del corazón le dejó claro que no había bebido suficiente y decidió remediarlo, pero entonces recordó lo que la desconocida había dicho antes de marcharse.

Trabajaba en un bar cerca del Coliseo…

Renzo tomó una botella de whisky. No tenía sentido buscar a una mujer que, casi con toda seguridad, solo intentaba sacarle dinero.

Pero la posibilidad seguía ahí y no podía dejar de darle vueltas. No podía olvidarlo por Jillian, por todo lo que había ocurrido con ella.

Decidido, dejó la botella y se dirigió a la puerta. Iría al bar y se enfrentaría a aquella mujer. Solo así podría volver a casa y dormir en paz, sabiendo que era una mentirosa y que no había ningún hijo en camino.

Se detuvo un momento para reflexionar. Tal vez estaba siendo demasiado suspicaz, pero, dada su historia, era lo más sensato. Había perdido un hijo y no estaba dispuesto a perder otro.

Capítulo 2

 

Esther Abbott tomó aire mientras limpiaba las últimas mesas. Con un poco de suerte, recibiría una cantidad decente de dinero en propinas y entonces, por fin, podría descansar tranquila. Llevaba diez horas trabajando y le dolían los pies, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Renzo Valenti no quería saber nada de ella y Ashley Bettencourt no quería saber nada del hijo que estaba esperando.

Si tuviese algo de sentido común, seguramente habría cumplido los deseos de Ashley y habría interrumpido el embarazo. Pero no podía hacerlo.

Al parecer, no tenía sentido común, pero sí unos sentimientos que hacían que todo aquello fuese imposible y doloroso.

Había ido a Europa para ser independiente, para ver mundo, para tener una perspectiva de la vida alejada del puño de hierro de su padre, de ese muro impenetrable con el que no podía razonar.

En el mundo de su padre, una mujer solo necesitaba educarse en las tareas del hogar. No necesitaba saber conducir cuando su marido podía acompañarla a todas partes, no tenía pensamientos propios o independencia y Esther siempre había anhelado ambas cosas.

Y era ese anhelo lo que había hecho que su padre la echase de la comuna en la que había crecido y la razón por la que estaba metida en aquel lío. Podría haber renegado de las «cosas pecaminosas» que coleccionaba: libros, música. Pero se negaba a hacerlo.

En cierto modo, la decisión de marcharse había sido suya, aunque hubiera sido un ultimátum de su padre. La comuna era un sitio lleno de gente que pensaba del mismo modo, que se aferraba a su versión de los viejos tiempos y a tradiciones que habían retorcido como les convenía. Si se hubiera quedado allí, su familia la habría casado. En realidad, lo habrían hecho mucho tiempo atrás si no fuese tan problemática. Una chica con la que nadie querría casar a su hijo. Una hija a la que, al final, su padre había tenido que expulsar para dar ejemplo porque confundía el amor paternal con la necesidad de controlar a los demás.

Esther contuvo una risa amarga. Si pudiese verla en ese momento: embarazada, sola, trabajando en un pecaminoso bar y llevando una camiseta que dejaba al descubierto su ombligo. Todo eso era intolerable en la comuna.

¿Por qué le había hecho caso a Ashley? Bueno, ella sabía por qué. El dinero había sido una tentación porque quería ir a la universidad y alargar su estancia en Europa. Y porque atender mesas en un bar era un trabajo horrible.

No había nada de romántico en recorrer Europa con una mochila a la espalda, alojándose en sucios hostales y comiendo lo que podía, pero era algo más que eso. Ashley le había parecido tan vulnerable… había pintado la imagen de una pareja desesperada que necesitaba un hijo para evitar la ruptura.

El niño sería muy querido, le había dicho. Ashley le había contado todos los planes que tenía para el bebé… y a ella nunca la habían querido así, nunca en toda su vida.

Y había querido ser parte de eso.

Descubrir que todo era mentira, que la familia feliz que Ashley había pintado era una farsa, había sido lo más doloroso.

Su padre diría que ese era su castigo por ser tan avariciosa, desobediente y cabezota. Y esperaría que volviese a casa, pero no iba a hacerlo. Nunca.

Esther miró el increíble caos que era Roma. ¿Cómo iba a lamentar haber ido allí? Sería difícil tener el niño sin ayuda, pero lo haría. Y después del parto se encargaría de encontrar un hogar para él. Al fin y al cabo, no era su hijo de verdad, sino de Renzo y Ashley Valenti. Su responsabilidad solo era gestarlo.

De repente, sintió que se le erizaba el vello de la nuca y se dio la vuelta lentamente. Al otro lado del abarrotado bar, él llamaba la atención como un faro.

Alto, el pelo oscuro peinado hacia atrás descubría su ancha frente, el traje de chaqueta oscuro, seguramente hecho a medida, destacaba su imponente físico, con las manos en los bolsillos del pantalón mientras miraba a su alrededor.

Renzo Valenti.

El padre del hijo que esperaba, el hombre que tan cruelmente la había echado de su casa tres días antes. Le había dicho que no quería saber nada de ese bebé, que ni siquiera se creía su historia, de modo que no había esperado volver a verlo.

Pero allí estaba.

Esther experimentó una oleada de esperanza por el bebé y, debía confesar sintiéndose culpable, también por ella misma. La esperanza de recibir la compensación prometida por el embarazo.

Esther le hizo un gesto con la mano para llamar su atención y, cuando él la miró, todo pareció detenerse.

Sintió una oleada de calor por todo el cuerpo, una quemazón más abajo del estómago. De repente, sus pechos parecían pesados y le costaba respirar. Estaba inmovilizada por esa mirada, por los profundos ojos oscuros que parecían clavarla como a una mariposa de la colección de sus hermanos.

Estaba temblando y no sabía por qué. Pocas cosas la intimidaban. Desde que se enfrentó a su padre, a toda la comuna, negándose a condenar las «cosas diabólicas» que había llevado del exterior, no había mucho que la asustase. Se había agarrado a lo que quería, desafiando todo aquello que le habían enseñado, desafiando a su padre, y eso llevó a su expulsión del único hogar que había conocido.

Ese momento hacía que todo lo demás pareciese fácil.

Tal vez había temido que el mundo resultase tan aterrador y peligroso como sus padres decían que era, pero una vez que decidió arriesgarse y ser libre había hecho las paces con el mundo y con lo que pudiera pasarle.

Pero estaba temblando en ese momento y se sentía intimidada.

Entonces, él dio un paso adelante y fue como si un hilo invisible los conectase, como si hubiera una cuerda atada a su cintura de la que él estaba tirando.

El bar era muy ruidoso, pero, cuando habló, su voz fue como un cuchillo afilado y cortante.

–Creo que tú y yo tenemos que hablar.

–Ya lo hemos hecho –dijo ella, sorprendida por lo extraña que sonaba su voz–. Y no fue como yo había planeado.

–Apareciste en mi casa y lanzaste una bomba. No sé cómo esperabas que reaccionase.

–Yo no sabía que fuese una bomba. Pensé que íbamos a hablar de algo de lo que también usted era cómplice.

–Por desgracia para ti, yo no sabía nada. Pero, si lo que me has contado es cierto, tenemos que llegar a algún tipo de acuerdo.

–Lo que le conté es cierto. Tengo la documentación en el hostal.

–¿Y debo creer que esa documentación es auténtica?

–Yo no sabría cómo falsificar documentos médicos, le doy mi palabra.

–Tu palabra no significa nada para mí. No sé quién eres, no sé nada sobre ti. Lo único que sé es que apareciste en mi casa para contarme una historia increíble. ¿Por qué iba a creerte?

–No lo sé, pero es la verdad –respondió ella, intentando disimular un escalofrío al enfrentarse con su enfurecida mirada–. ¿Por qué iba a inventármelo?

–Llévame a tu hostal –dijo Renzo entonces, tomándola del brazo.

–Aún no he terminado mi turno.

El contacto de los dedos masculinos sobre su piel desnuda envió una descarga eléctrica por todo su cuerpo. Nunca el roce de un hombre le había provocado una reacción así. Aparte del médico o algún familiar, había tenido muy poco contacto físico con nadie y aquello era tan extraño… Sentía como si la quemase hasta las plantas de los pies.

Como si estuviera derritiéndose.

–Yo hablaré con tu jefe si hace falta, pero nos vamos ahora mismo.

–No debería…

Él esbozó una sonrisa, pero no era una sonrisa amable y no consiguió tranquilizarla. Al contrario.

–Pero lo harás, cara mia. Lo harás.

Después de tal afirmación, Esther se encontró siendo empujada hacia la calle. Hacía calor y el cuerpo de Renzo Valenti era como un horno a su lado mientras caminaba con paso decidido.

–No sabe dónde vivo.

–Sí lo sé. Soy capaz de buscar el nombre de un hostal y localizarlo. Y conozco bien Roma.

–No es por aquí –insistió ella, odiando sentirse tan impotente, tan dominada.

–Es por aquí –insistió él.

La ruta alternativa que había elegido era más rápida que la que ella solía tomar y, de repente, estaban frente a la puerta del hostal. Esther frunció el ceño, molesta.

–De nada –dijo Renzo, empujando la puerta con gesto arrogante.

–¿Por qué?

–Acabo de enseñarte una ruta más rápida que te ahorrará tiempo en el futuro, así que de nada.

Esther pasó a su lado para tomar un largo y estrecho pasillo hasta una pequeña habitación en la que había dos literas. En su opinión no estaba mal, aunque había empezado a sentirse incómoda a medida que crecían los síntomas del embarazo.

Se dirigió hacia una de las literas, donde guardaba todas sus cosas cuando no estaba durmiendo, y tomó su mochila.

Renzo Valenti entró en la habitación y su imponente presencia hizo que pareciese diminuta.

–Bienvenido –le dijo con sequedad.

–Gracias –respondió él, con un desdén casi cómico. Aunque era difícil encontrar algo gracioso en ese momento.

Esther abrió la mochila y buscó los papeles al fondo.

–Aquí están, los informes médicos y el acuerdo con Ashley, con la firma de las dos. Me imagino que reconocerá la firma de su mujer.