Seducida por el príncipe - Carol Marinelli - E-Book

Seducida por el príncipe E-Book

Carol Marinelli

0,0
2,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Tendría que escoger: la corona o ella... Antonietta siempre se había preciado de ser una empleada discreta, y le avergonzaba la inapropiada atracción que sentía por el nuevo huésped del hotel en el que trabajaba como camarera. No tenía ni idea de que el misterioso signor Dupont era en realidad el príncipe Rafael de Tulano. Lo único que sabía era que sus besos y sus caricias la hacían derretirse como el sol derretía la nieve. Por su parte, Rafe, a quien la hipocresía de quienes lo rodeaban lo había convertido en un cínico, jamás se habría esperado conectar de aquel modo con nadie. Lo único que podía ofrecerle a Antonietta era un romance de unos días antes de tener que retomar sus deberes como príncipe heredero, pero, cuando ella le entregó su virginidad, todo cambió.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 178

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Carol Marinelli

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Seducida por el príncipe, n.º 2822 - diciembre 2020

Título original: Secret Prince’s Christmas Seduction

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-917-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

GRACIAS, pero confío en poder pasar las Navidades con mi familia –dijo Antonietta. Al darse cuenta de que podría estar pareciendo una ingrata, se apresuró a añadir una disculpa–. Es muy amable por tu parte que me invites, pero…

–Lo entiendo –la interrumpió su amiga Aurora, encogiéndose de hombros, antes de seguir ayudándola a deshacer la maleta–. No has venido a Silibri a pasar el Día de Navidad con los Messina.

–Con los Messina no; ¡ahora eres una Caruso! –le recordó Antonietta con una sonrisa.

En las lápidas del antiguo y bello cementerio del pueblo de Silibri, por donde siempre le había encantado pasear, había muchos apellidos, pero los más prominentes eran Caruso, Messina y Ricci. Sobre todo Ricci.

El apellido de su familia, Ricci, se extendía por la región suroeste de Sicilia y más allá, pero tenía su epicentro en Silibri. Su padre, que era el jefe del cuerpo de bomberos y un importante terrateniente, gozaba de buenos contactos y todo el mundo le tenía un gran respeto.

–¿Sabes en qué acabo de caer? –murmuró, deteniéndose un momento mientras colgaba la ropa en el armario–. En que si me hubiera casado con Silvestro ni siquiera habría cambiado mi apellido; seguiría siendo Antonietta Ricci.

Aurora hizo una mueca.

–Sí, y también serías tremendamente desgraciada.

–Cierto –murmuró Antonietta.

Silvestro y ella eran primos segundos y había estado a punto de casarse con él cinco años atrás, pero había huido el día de la boda, saliendo por la ventana de su dormitorio mientras su padre la esperaba en el piso de abajo para llevarla a la iglesia. Aquello había supuesto un escándalo tremendo y su familia se había sentido tan humillada que no habían querido volver a tener trato con ella.

No habían respondido a sus cartas, ni a sus e-mails y cada vez que los llamaba para intentar explicarse su madre le colgaba. Había pasado los últimos cuatro años viviendo y trabajando en Francia, y aunque se había esforzado por aprender el idioma y había hecho amigos, sentía que no acababa de encajar allí.

Había vuelto a Silibri para la boda de Aurora y Nico, pero su familia le había hecho el vacío. Luego había empezado a trabajar en el hotel de Nico en Roma como camarera, pero allí también se había sentido como una extraña y muchas veces le había confesado a Aurora que añoraba Silibri.

Le había comentado que quería una última oportunidad para arreglar las cosas, y Aurora le había ofrecido una solución: podía trabajar de camarera en El Monasterio, el nuevo hotel de lujo de Nico en Silibri. El edificio había sido un antiguo monasterio en ruinas que había sido reconstruido con esmero y reconvertido en hotel. Además, Aurora le había dicho que podría hacer prácticas a media jornada como masoterapeuta en el hotel. Había estudiado masoterapia en París, una terapia para sanar dolencias mediante masajes, y hacer prácticas en el hotel de Nico sería un empujón fantástico para poder establecerse en un futuro como masoterapeuta profesional con su propia consulta.

Era una oportunidad estupenda, pero con la animosidad que su familia abrigaba hacia ella estaba claro que volver a vivir en el pueblo sería un suplicio. Sin embargo, Aurora también le había dado una solución a eso: había una pequeña cabaña de piedra en los terrenos del hotel, cerca del acantilado, y le había dicho que si quería podía alojarse en ella.

–La conexión a Internet es horrible, y está demasiado cerca del helipuerto y el hangar –le había explicado–; por eso no podemos ofrecérsela a los huéspedes y está desocupada.

–Bueno, confío en que no tendré que alojarme en ella mucho tiempo –le había contestado ella–. Cuando mi familia sepa que he vuelto y que estoy trabajando aquí…

–Antonietta… –la había interrumpido Aurora, vacilante.

Estaba claro que su amiga, que siempre era muy directa, se había estado conteniendo hasta ese momento para no expresar en voz alta lo que era más que evidente.

–Tu familia lleva cinco años sin hablarte…

–Lo sé –murmuró Antonietta–, pero como he estado fuera todo este tiempo…

–Volviste para mi boda, y te ignoraron –apuntó Aurora.

–Creo que los pilló desprevenidos, porque no esperaban verme, pero cuando sepan que estoy aquí y que he venido para quedarme…

Aurora se sentó en la cama.

–Han pasado años –repitió–. Solo tenías veintiún años cuando pasó… ¡y vas para los veintiséis! ¿No crees que ya va siendo hora de que dejes de flagelarte?

–No me flagelo –protestó ella–. Estos cinco años han sido increíbles: he viajado, he aprendido un nuevo idioma… Solo me siento mal en las épocas en las que… Bueno, en las que se deberían pasar en familia, como en Navidad –reconoció–. Es cuando más los echo de menos. Y me cuesta creer que no piensan en mí y también me echan de menos. Sobre todo mi madre. Quiero darles una última oportunidad.

–Me parece bien, pero… ¿cuándo vas a divertirte un poco? –insistió Aurora–. Durante el tiempo que estuviste fuera nunca me hablabas de salidas con amigos, o de que hubieras tenido alguna cita…

–Tú no saliste con nadie antes de Nico –apuntó Antonietta, poniéndose un poco a la defensiva.

–Eso es porque llevo enamorada de él desde que era una cría –replicó su amiga–. Ningún otro estaba a su altura. Pero al menos en una ocasión sí que puse a prueba mis dotes de seducción…

Las dos se rieron al recordar el intento de Aurora de olvidarse de Nico flirteando con un bombero, pero al cabo de un rato la risa de Antonietta se disipó. Había una muy buena razón por la que ella no había salido con nadie, una razón que no le había contado ni siquiera a Aurora.

No había huido el día de su boda porque la repeliera casarse con Silvestro por ser primos segundos. Había sido por el temor a la noche de bodas. Los besos de Silvestro la habían repugnado, sus manos largas, su insistencia y su brusquedad la habían aterrado, y a él lo había enfurecido que se resistiera cada vez.

Semanas antes de la boda había sentido que ya no podía más. Había empezado a entrarle pánico ante la idea de tener que quedarse a solas con él. En un par de ocasiones había estado a punto de forzarla, y se había visto obligada a suplicarle con una mentira: que quería mantenerse virgen hasta la noche de bodas.

«¡Eres una frígida!», la había increpado él, enfadado. Y probablemente lo fuera, había concluido ella, porque el solo imaginarse teniendo relaciones con un hombre seguía sin excitarla en absoluto.

Después de aquello había intentado hablar a su madre de sus temores, pero el consejo que le había dado no la había reconfortado en lo más mínimo. Le había dicho que, una vez estuvieran casados, tenía que asumir que era su deber como esposa satisfacer los deseos de su marido «al menos una vez por semana para mantenerlo contento».

Su inquietud no había hecho sino acrecentarse a medida que se aproximaba el día de la boda. De hecho, incluso en ese momento, años después, no era capaz siquiera de imaginarse besando a un hombre sin que aquel pavor volviera a apoderarse de ella.

–El caso es que ya es hora de que vivas un poco –le insistió Aurora.

–Estoy de acuerdo –asintió Antonietta–, pero siento que tengo que darles a mis padres la oportunidad de perdonarme.

–¿Para qué? –le espetó Aurora–. Silvestro y tú sois primos; está claro que lo único que les importaba era que no se dispersaran las propiedades de la familia.

–Aun así… –la interrumpió Antonietta–. Avergoncé a mis padres delante de todos nuestros parientes. ¡Dejé plantado a Silvestro ante el altar! Yo no estaba allí, pero tú fuiste testigo de la que se lio…

Según parecía se había montado una bronca tremenda dentro de la iglesia. Pero para entonces ella ya estaba subida en el tren, alejándose de allí.

–Echo de menos a mi familia –añadió–. No son perfectos, lo sé, pero me duele que ya no formen parte de mi vida. Y, aunque no pudiéramos hacer las paces, siento que no puedo dejar las cosas así. Aunque solo sea para decirnos adiós, necesito que sea cara a cara.

–Bueno, si cambias de idea, la oferta sigue en pie –le dijo Aurora–: Nico y yo queremos que Gabriele celebre sus primeras Navidades aquí, en Silibri, y… –de repente se quedó callada y sacó de la maleta una tela doblada de color escarlata–. ¡Qué preciosidad! –exclamó–. ¿Dónde la has comprado?

–En París –respondió Antonietta con una sonrisa, y acarició la tela con cariño–. La compré al poco de llegar allí. Iba caminando por la plaza Saint-Pierre y pasé por delante de una tienda de telas. Entré solo por curiosear, pero cuando la vi me quedé prendada de ella y me dejé llevar por un impulso y compré varios metros.

–¿La has tenido todo este tiempo y no has hecho nada con ella? –exclamó Aurora con incredulidad, mientras Antonietta volvía a envolverla en su papel tisú y la guardaba en el último cajón de la cómoda–. ¡No puedes arrumbarla en un cajón!

–No sé, a lo mejor hago unas fundas de cojines.

–¿Cojines? –repitió Aurora espantada–. ¡Esa tela se merece que hagas un vestido con ella y que la luzcas!

–¿Y cuándo me lo iba a poner?

–Bueno, como último recurso siempre puedes dejar escrito en tu testamento que te lo pongan antes de meterte en el ataúd –respondió Aurora, con el típico humor negro siciliano–. En el funeral la gente pasará junto al féretro y dirán: «¡Fíjate lo guapa que está con ese vestido que nunca se puso en vida!». Anda, dame esa tela y deja que te haga algo con ella.

Aurora era una costurera increíble, y estaba segura de que haría un vestido precioso, pero Antonietta le entregó la tela con reticencia.

–Venga, deja que te tome las medidas –le dijo su amiga, sacando de su bolso una cinta métrica que siempre llevaba encima.

Así que, en vez de seguir deshaciendo su equipaje, Antonietta se encontró plantada en ropa interior en medio de la habitación, sujetándose la larga y oscura melena para que Aurora le tomase todas las medidas que necesitaría.

–¡Tienes tan buen tipo! –exclamó Aurora con envidia–. Uno solo de mis muslos es del tamaño de tu cintura.

–¡Qué exagerada eres!

Eran amigas íntimas de toda la vida, pero también completamente opuestas. Aurora era toda rizos y curvas y exhibía una desbordante confianza en sí misma, mientras que Antonietta era reservada y esbelta.

No hacía frío, pero sí un poco de fresco porque ya se aproximaba el invierno, y Antonietta se estremeció mientras Aurora se tomaba su tiempo para anotar las medidas en una libreta.

–Tu marido llegará en cualquier momento –le dijo Antonietta para meterle prisa.

Nico estaba en el hotel, comprobando cómo iba todo, mientras Aurora la ayudaba a instalarse, pero pronto llegaría el helicóptero que iba a llevarlos de vuelta a su residencia en Roma.

–¿No vais a pasar por casa de tus padres antes de iros? –le preguntó.

–Estoy evitándolos –le explicó Aurora–. ¿Puedes creerte que quieren que Nico le dé trabajo al haragán de mi hermano? –añadió, poniendo los ojos en blanco.

Antonietta se rio. Era verdad que el hermano de Aurora era un vago de tomo y lomo.

–¡Creen que, como ahora Nico es mi marido, tiene la obligación de darle un puesto! –exclamó Aurora indignada.

–Espero que no se sintiera obligado a contratarme a mí… –murmuró Antonietta.

–No seas boba –replicó su amiga–, tú te dejas la piel en el trabajo, y el hotel tiene muchísima suerte de contar contigo.

El ruido de unas hélices hizo a Aurora girarse hacia la ventana.

–Ya está ahí nuestro helicóptero… –murmuró. Le dio un par de besos en las mejillas y un abrazo–. Buena suerte con el trabajo; nos veremos en Nochebuena… o antes. Y lo digo en serio, Antonietta: si la situación con tu familia no se arregla, sigue en pie la oferta de que te unas a nosotros.

–Gracias –dijo Antonietta–, pero aún faltan un par de meses para la Navidad. Hay tiempo para que se solucionen las cosas.

Nico no fue a la cabaña, sino que se dirigió directamente al helicóptero, y Antonietta, desde la ventana, siguió con la mirada a su amiga hasta que se unió a él. Cuando el helicóptero se hubo elevado en el aire y se perdió en el horizonte, abrió la ventana para que el ruido de las olas que chocaban contra el acantilado rompiera el silencio que se había hecho de repente con la marcha de su amiga. Estaba de nuevo en casa, se dijo, aunque no lo sintiera así. De hecho, nunca había sentido que su sitio estuviera allí. Toda su vida se había sentido fuera de lugar.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Seis semanas después

 

Antonietta se despertó mucho antes de que saliera el sol, y se quedó un rato tumbada en la cama, escuchando el ruido de las olas. Faltaban dos semanas para Navidad, y desde su regreso a Silibri no había hecho ningún progreso con su familia. Si acaso, la situación había empeorado. Cuando bajaba al pueblo, algunas personas se quedaban mirándola de un modo muy grosero y murmuraban insultos a su paso. Y cuando había intentado ir a hablar con su familia, su padre le había cerrado la puerta en las narices.

Sin embargo, había vislumbrado una mirada angustiada en los ojos de su madre, como si hubiera algo que quisiera decirle. Solo por esa razón estaba dispuesta a insistir. Además, Silvestro se había casado y se había marchado del pueblo, así que había pocas probabilidades de que se tropezara con él.

En cuanto al trabajo, estaba contenta; había mucho compañerismo y el resto de la plantilla era muy agradable. Además, era estupendo poder hacer prácticas de masoterapia. Después de darse una ducha fue al armario a por su uniforme. Tenía uno blanco para cuando trabajaba en el antiguo oratorio, dando masajes, pero ese día tenía que limpiar las suites, así que tocaba ponerse el uniforme habitual.

Pero cuando fue a descolgarlo de la percha, sus dedos se detuvieron en la nueva adición a su armario: el vestido escarlata que Aurora había confeccionado para ella con la tela que había comprado en París. Era un vestido increíble, pero aún no se había decidido a probárselo porque era todo lo que ella no era: atrevido, sensual…

No tenía tiempo para distraerse pensando en esas cosas, se reprendió, tomando su uniforme para vestirse. La verdad era que no podía ser más bonito. Era de lino, de un tono naranja persa que iba muy bien con su piel aceitunada, y el corte realzaba su figura. Como no tenía costumbre de maquillarse, no le llevaba demasiado tiempo prepararse. Se recogió el cabello en una coleta, y después de ponerse la chaqueta salió de la cabaña y se encaminó hacia el hotel.

Cerca de la entrada vio a dos tipos fornidos, con traje negro y gafas de sol, que tenían pinta de guardaespaldas. Frente a la puerta estaba Pino, el conserje, que la saludó alegremente.

–Buongiorno, Antonietta.

–Buongiorno, Pino.

–Tenemos un huésped nuevo –le anunció él en un susurro cuando llegó a su lado.

Eso explicaría lo de esos dos tipos; el nuevo huésped debía ser alguien importante. A Pino le encantaba cotillear, y parecía decidido a contarle todo lo que sabía sobre él, porque añadió:

–Se supone que debemos dirigirnos a él como «signor Louis Dupont», pero en realidad no se llama…

–Pino… –lo interrumpió Antonietta–, si es así como quiere que lo llamemos, no necesito saber más.

Pino había perdido hacía poco a su mujer, Rosa, con la que había estado casado durante cuarenta años, y Antonietta sabía que el trabajo era lo único que lo ayudaba a mantenerse cuerdo, pero, irritándola como la irritaba ser la comidilla del pueblo, se negaba a chismorrear sobre otros.

–Tienes razón –concedió Pino. Se quedó callado un momento y le dijo–. Hablemos de cosas importantes: ¿cómo estás?

–No estoy mal –respondió ella. La conmovió que, pese a lo mal que debía estar pasándolo con el duelo, se interesase por ella–. ¿Y tú?

–Bueno, no puedo decir que esté deseando que lleguen las Navidades –admitió él–. Rosa siempre hacía que la Navidad fuera especial; era su época favorita del año.

–¿Y qué vas a hacer?, ¿vas a ir a visitar a tu hija?

–No, este año le toca pasar la Navidad con la familia de su marido, así que le he dicho a Francesca que cuente conmigo para trabajar esos días. He decidido que sería mejor que quedarme solo en casa. ¿Y tú?, ¿no ha habido ningún avance con tu familia?

–Ninguno –reconoció Antonietta–. He ido varias veces a casa, pero se niegan a hablar conmigo, y cuando bajo al pueblo me siento muy incómoda con cómo me mira la gente. Quizá debería empezar a aceptar que nadie me quiere aquí.

–Eso no es verdad –replicó Pino–. Las cosas mejorarán, ya lo verás.

–Tal vez… ¡si es que llego a vivir cien años!

Los dos sonrieron con tristeza. Sabían demasiado bien que en Silibri las rencillas familiares podían durar años y años. Antonietta se despidió de él y entró en el edificio. No había más decoración navideña en el hotel que el impresionante abeto adornado con cítricos que se alzaba en el vestíbulo. Nico había apuntado que muchos huéspedes iban allí precisamente para huir de la Navidad, pero Aurora había insistido en que al menos pusieran un árbol.

Antonietta entró en la sala de personal, colgó su bolso y su chaqueta y se acercó a donde María, la encargada del servicio de limpieza, estaba dando las instrucciones de la jornada, como cada mañana, a las camareras. Francesca, la gerente, también estaba allí, escuchando. Justo en ese momento María estaba hablando del nuevo huésped, que se alojaría en la suite August, la más cara del hotel.

–Aún no tengo su foto –les dijo.

Siempre se mostraba una fotografía de los huéspedes a toda la plantilla para que los reconociesen cuando se cruzasen con ellos y se dirigieran a ellos por su nombre.

–Tenéis que dar prioridad máxima al signor Dupont –intervino Francesca–. Y si surge algún problema, me lo comunicáis directamente a mí.

¡Ah, de modo que por eso Francesca estaba allí tan temprano!, pensó Antonietta. Francesca le caía bien, pero como era amiga de su madre había una cierta tensión entre ellas.

–Antonietta, tú te encargarás a partir de hoy de su suite –continuó María–. Cuando hayas acabado de limpiarla, puedes ayudar a Chi-Chi con las otras, pero el signor Dupont siempre tendrá prioridad.

A Antonietta le había sorprendido lo rápido que había subido de categoría. Ahora le asignaban los huéspedes más importantes. Las suites August, Starlight y Temple eran las más suntuosas, y en ellas se alojaban desde miembros de la realeza hasta estrellas del rock que iban allí a recobrarse de sus excesos.

Francesca la consideraba perfecta para hacerse cargo de esas suites por su discreción, aunque Antonietta no lo veía como una virtud: simplemente tenía ya bastantes problemas como para entrometerse en la vida de los demás.

Al final de la sesión informativa, Francesca llevó a Antonietta aparte para darle el busca de la suite August.

–El signor Dupont ha declinado los servicios de un mayordomo –le dijo–. Nos ha comunicado que quiere intimidad y que no debe ser molestado sin necesidad. Quizá puedas acordar con él cuál es el mejor momento para arreglar su suite. Además, puede que necesite ayuda para levantarse de la cama. Si te…

–No soy enfermera –la interrumpió Antonietta. Tenía muy claros los límites de su trabajo.

–Lo sé –respondió Francesca, con una sonrisa tirante–. El signor