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Su trabajo era cuidar a Erin Brailey, pero primero, el experto en seguridad Zach Miller tenía que convencer a la apasionada belleza rubia de que necesitaba su protección... mientras escondía el deseo que sentía por temor a que los pusiese en peligro... Tomando las riendas de su vida por primera vez, Erin quería tomar sus propias decisiones, por más que Zach parecía más que capaz de cubrir todas sus necesidades. Pero después de intercambiar apasionados abrazos con su nuevo protector, Erin no pudo evitar preguntarse si los brazos de Zach no eran el sitio más seguro donde estar.
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Seitenzahl: 199
Veröffentlichungsjahr: 2018
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2001 Kristi Goldberg
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Segura en tus brazos, n.º 1053 - diciembre 2018
Título original: His Sheltering Arms
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1307-047-6
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Si te ha gustado este libro…
Zach Miller atravesó la puerta del despacho de Erin Brailey con paso atlético. Aunque no iba correctamente vestido para una reunión de negocios, a Erin le gustaron la camisa de lino y los vaqueros, que le sentaban como hechos a medida.
Sin embargo, aunque Zach llevaba el cabello negro impecablemente peinado y su más de metro ochenta de altura quitaba el aliento, Erin no permitió que el físico de su visitante la distrajera. Se reunía con él por negocios y quizás el tema a tratar sería para ella una de las cuestiones más importantes de su vida.
–Señor Miller, soy Erin Brailey, directora ejecutiva de Rainbow Center. Gracias por venir –dijo, poniéndose de pie y tendiéndole la mano con una sonrisa.
–Encantado de conocerla, señorita Brailey –respondió él estrechándole la mano, áspera y callosa, que iba bien con su masculina voz.
Erin se volvió a sentar tras la mesa de trabajo y le hizo a él gesto de que se sentase en la silla de enfrente.
–Supongo que sabe que hemos aceptado su propuesta –dijo, tomando una carpeta y pasando las hojas.
–Hasta ahora, no.
Cuando ella levantó la vista, él la observaba, dando una sensación de tranquilidad y control a la vez.
Erin consultó la carpeta otra vez para abstraerse de su escrutinio. Se retiró el cabello de la cara y, al hacerlo, sintió el penetrante perfume masculino en su mano.
–Como el centro ha decidido no ofrecer una licitación abierta al público, supongo que tendremos que pagar más por la seguridad –dijo, cerrando la carpeta y cruzando las manos sobre ella. Lo miró a los ojos.
–Si lo que la preocupa es sacarle rendimiento a su inversión, le garantizo que estará totalmente satisfecha –le dijo él, inclinándose hacia delante y clavándole los ojos color café.
Si algún otro proveedor le hubiese dicho lo mismo, Erin lo habría aceptado inmediatamente, pero al venir de un hombre con aquella voz sensual y ojos pecaminosos, le dio la sensación de que él le estaba haciendo una proposición indecente. Una proposición que quizás quisiese aceptar.
–La calidad de su trabajo no es lo que me preocupa –dijo, intentando quitarse esos ridículos pensamientos de la mente–. Usted tiene una excelente recomendación de Gil Parks y yo confío en él. Simplemente, lo que intento comprender es los motivos que lo pueden haber hecho a usted aceptar un trabajo que quizás le dé tan pocos beneficios a su empresa.
Él recorrió la habitación lentamente con la mirada: las cortinas color verde oliva, la mesa de trabajo llena de marcas, las paredes amarillentas. Finalmente la volvió a mirar.
–He estado recabando información, señorita Brailey. Sé que se necesita un nuevo centro de acogida. Hay que ser cuidadoso con las causas que se apoyan.
Ella supuso que tendría que sentirse halagada por que él hubiese elegido que Rainbow Center fuese sujeto de su altruismo, pero pudo más su naturaleza cauta.
–La fase segunda, debido a su localización rural, ha sido elegida para asistir a algunos de los municipios más grandes. Supondrá un entorno totalmente seguro con vigilancia privada. Requeriremos la mayor discreción, ya que se la ha diseñado para servir de refugio a mujeres maltratadas por hombres que trabajan dando servicio a la comunidad en poblaciones cercanas.
–Quiere decir policías.
–Sí. Orden público, enfermeros, bomberos y cualquier otro personal que pudiese estar enterado de la localización de los centros que ya existen en su área. La casa no está registrada con el nombre del centro, ni tampoco la luz, el gas y esos servicios. Así es que, de cara al público, parecerá una granja aislada que se encuentra en un terreno de setenta y cinco acres. Pero necesitaremos una compañía privada de seguridad, ya que nada es seguro totalmente.
–Me parece lógico.
Pero la expresión del rostro de Zach Miller preocupó a Erin.
–¿Usted ha trabajado siempre dentro del sector de la seguridad? –le preguntó.
Él se movió en la silla y se pasó la mano por el muslo.
–No. Era policía.
Una alarma sonó dentro de la cabeza de Erin. Gil Parks, el contable del centro, solía ser un hombre meticuloso, aunque no lo había sido en aquella circunstancia. Tendría que haberla informado de ese dato antes de convencer a la junta directiva de que aceptase la oferta de Zach, por más que este fuese un amigo de confianza de Gil. Ella dependía de una junta directiva, personas importantes de la comunidad, y había trabajado mucho para lograr su confianza. No permitiría que un error como ese destruyese su fe en ella y pusiese en entredicho el proyecto. Necesitaba conocer a Zach Miller mejor.
–¿Cuánto tiempo perteneció a las fuerzas de orden público? –preguntó, intentando que la preocupación no se le reflejase en la voz.
–Doce años en total. Siete con la policía de Dallas y cinco aquí mismo, en Langdon. Llevo tres en el sector privado de la seguridad.
–¿Por qué se marchó del departamento?
–Estaba quemado –dijo él, y una emoción indefinible se le reflejó en los ojos para desaparecer tan rápido como había aparecido.
Erin decidió que le pediría a Gil más detalles sobre la forma en que él se había marchado del departamento de policía.
–¿Se mantiene en contacto con sus ex colegas?
–Con algunos.
–Espero que no resulte un problema –dijo Erin, sintiendo que le comenzaba a doler la cabeza.
–¿A qué se refiere?
Ella se cuadró de hombros y lo miró a los ojos.
–Sé que será poco probable, especialmente en una comunidad del tamaño de Langdon, pero en caso de que se diese la situación, ¿será usted capaz de dar protección a mujeres y novias maltratadas por sus colegas de la policía y luego mantenerlo en secreto?
Él se inclinó, mirándola con sus penetrantes ojos oscuros.
–Señorita Brailey, no tengo ningún problema en proteger a las mujeres de los hombres que se creen que usarlas de saco de arena para practicar el boxeo es un derecho que Dios les ha otorgado, sean policías o no. Y he sido capaz en mi vida de guardar más de un secreto –se cruzó de brazos y retomó su postura relajada–. Puede confiar en mí. Y también sus residentes.
No había levantado la voz, pero la convicción de su tono fue más que suficiente. Y, si su instinto no la engañaba, Erin tuvo la impresión de que él era mucho más que un policía quemado. También se preguntó si él no estaría más comprometido con ese proyecto de lo que quería admitir. El tiempo lo diría.
–Es importante que este tema quede bien claro –dijo Erin–. Este es un programa piloto. Tengo un mes más para hacer que comience a funcionar y nuestra financiación dependerá de su éxito. Si no lo puedo sacar adelante, entonces estará acabado antes de empezar –hizo una profunda inspiración–. Este centro es muy importante para mucha gente.
–¿Y lo es para usted?
–Sí. Para mí también –su orgullo la había delatado.
–No tiene nada de malo –dijo él, sonriendo. Sus perfectos dientes blancos se sumaron a la lista de puntos a su favor que había hecho Erin, quien le devolvió la sonrisa.
Zach Miller parecía ser un hombre duro, un hombre que su padre nunca aprobaría. Eso lo hacía todavía más atractivo. Desgraciadamente, tendría que mantenerse alejada de él. No tenía tiempo para los hombres, o quizás no tenía la fortaleza para explorar las posibilidades, teniendo en cuenta sus experiencias anteriores. Aunque en ese momento la idea era tentadora.
–¿Señorita Brailey?
Erin se ruborizó al darse cuenta de que él le había estado hablando.
–Perdone, estaba distraída.
–Menuda distracción habrá sido –dijo él y la sonrisa se hizo más amplia, mostrando un hoyuelo en el extremo izquierdo de su boca. Erin pensó que le gustaría besárselo.
–Creo que eso es todo –dijo Erin, levantándose de la silla–. Supongo que estamos listos para que usted comience a trabajar.
Él se puso serio, sin por ello perder su atractivo.
–¿No viene usted conmigo?
–¿Adónde? –preguntó ella, y el pulso se le aceleró.
–Al nuevo centro de acogida. He hecho la propuesta mirando un plano, y todavía no he visto el edificio. Si tiene tiempo, le puedo mostrar lo que he pensado que podríamos hacer.
Gracias a Dios que él no sabía lo que ella había pensado que podían hacer hacía un minuto.
–¿Se refiere a ahora?
–Por mí, sí.
–De acuerdo, no hay nada aquí que no pueda esperar –dijo Erin, y se hubiera dado de tortas al oír lo nerviosa que parecía.
Se puso la chaqueta y agarró el bolso. Zach la siguió hasta la recepción.
–Cathy, el señor Miller y yo vamos a visitar el nuevo centro –le dijo a la universitaria que trabajaba allí durante el verano. Miró el reloj mientras la joven se quedaba mirando a Zach–. Quizás no vuelva, así que desvía todas las llamadas importantes a mi casa o llámame al busca.
–De acuerdo –dijo Cathy, mirando brevemente a Erin y luego volviendo la mirada a Zach.
Erin se dirigió a la puerta preguntándose si Cathy la habría oído. Era evidente que aquel hombre tenía el mismo efecto sobre las mujeres de todas las edades.
Afortunadamente, Erin estaba inmunizada contra los hombres demasiado guapos. Al menos eso era lo que creía hasta aquel momento.
Zach sorteaba en silencio un bache tras otro del camino comarcal por el que circulaban. Todavía no se había repuesto de la impresión que le había causado conocer a Erin Brailey, la rubia de ojos azules y un metro setenta que estaba para parar un tren. En aquel momento podía verle buena parte del muslo donde la estrecha falda negra se le había subido. Zach hizo un esfuerzo por concentrarse en el camino y controlar su libido. Con el rabillo del ojo vio como ella se quitaba la chaqueta y notó la forma en que su blusa de satén le marcaba los redondos pechos. Apretó el volante con fuerza.
–¿Tiene calor? –le preguntó, lanzándole una mirada. Desde luego que él lo tenía.
–Hace un poquito de calor –respondió ella–. A juzgar por el mayo que estamos teniendo, parece que el verano será sofocante.
–Pondré el aire –dijo él.
Cuando puso el control al máximo, un chorro de aire frío le dio en el rostro, pero hizo poco por bajarle la temperatura corporal.
–¿Falta mucho? –preguntó.
–Dentro de dos millas gire a la derecha y luego son ocho millas más –respondió ella.
Zach comenzó a preguntarle cómo habían elegido el sitio, pero se interrumpió cuando volvió a verle los pechos. Era evidente que ella tenía frío, y todavía les faltaban diez minutos de viaje. Carraspeó.
–¿Cuánto hace que trabaja para Rainbow Center?
Cuando ella se cruzó de brazos sobre el pecho, Zach sintió una mezcla de desilusión y alivio.
–Llevo trabajando en el centro desde que comencé la universidad –dijo ella–. Fui ascendiendo hasta llegar a ser la directora mientras terminaba mis estudios.
–¿De asistente social?
–He hecho un máster en administración de empresas. Tengo una buena cabeza para los negocios.
Zach pensó que también tenía un buen cuerpo que acompañaba su cabeza. ¡Infiernos! Tenía que controlarse. Aquel era su negocio y ella era su cliente. Pero parecía que su testosterona no se enteraba de ello.
–Ser funcionario es una lata –dijo, inquieto–. El salario es una porquería y hay que trabajar mucho. Con esa preparación, ¿no ha pensado en buscarse algo mejor remunerado?
Cuando ella no respondió inmediatamente, Zach volvió a mirarla. Ella lo miraba con furia.
–¿Pasa algo? –preguntó él.
–Si lo que quiere decir es que mi trabajo es un desperdicio de mi talento, le aseguro que lo que hago es importante. Si alguna vez hubiese mirado a los ojos de un niño que ha sufrido malos tratos, sabría a lo que me refiero.
–Créame, señorita Brailey, sé a lo que se refiere –le dijo.
Él mismo había sido uno de esos niños.
Ella le lanzó una mirada arrepentida y luego movió la cabeza.
–Lo siento. Estoy segura de que sí. Me apasiono un poco cuando defiendo los motivos que me hacen quedarme en el centro.
–Era un comentario nacido de mi propia experiencia.
No se había endurecido tanto como para no comprender lo que ella se refería. Nunca había sido fácil tratar con niños víctimas de la brutalidad de los humanos. En realidad, a él esa brutalidad le había llegado al corazón y casi destruido su fe en la humanidad. No era fácil encontrar gente como Erin Brailey. Le hizo recordar que el bien existía en el mundo y la admiró por su compromiso, su pasión por la causa. Ojalá él pudiese volverse a sentir así, como se había sentido antes de que todo se derrumbase.
Zach no supo qué decir, o si debía mantener la boca cerrada. No pudo evitar preguntarse si la pasión que Erin Brailey ponía a las cosas se extendería a su vida personal también. ¿Haría todo lo demás con el mismo entusiasmo? Mejor sería que se quitara las «otras cosas» de la cabeza si quería seguir siendo objetivo. No había problema. El control era una de las bazas que Zach tenía a su favor, bajo circunstancias normales.
Unos minutos más tarde, la camioneta se adentraba por el camino al centro de acogida. El portalón de entrada colgaba torcido de una bisagra y la casa necesitaba que le hiciesen un buen arreglo. Alguien había acabado de pintar la fachada, pero sin llegar hasta el piso de arriba. Por lo que se veía, un mes no sería suficiente para poner el sitio en condiciones.
Zach apenas había aparcado cuando Erin ya había abierto la portezuela para bajarse. Mientras la miraba caminar hacia la entrada, él se dio cuenta de que ella era igual de guapa por detrás que por delante. Se bajó de la camioneta mascullando una letanía de maldiciones y advertencias. Entró tras ella en la casa, pero no la vio inmediatamente. Sus botas de vaquero resonaron en el vestíbulo mientras caminaba por el gastado suelo de madera. Al final del pasillo vio a Erin al pie de la escalera.
–Esto está mucho mejor –dijo ella, con una sonrisa cortés, mientras miraba una pared recién pintada–. La planta baja consiste principalmente en las habitaciones del director, una cocina, un salón y un pequeño cuarto de estar. Todos los dormitorios se encuentran arriba. ¿Dónde quiere comenzar?
Él miró a su alrededor, notando que había ciertos sitios que parecían vulnerables.
–Aquí abajo está bien.
–De acuerdo –dijo ella, lanzando una mirada escaleras arriba. Luego se dio la vuelta hacia él–. Puede comenzar por aquí. Estaré con usted dentro de un minuto. Si no le importa, quiero ir a ver la habitación de los niños para cerciorarme de que la están haciendo bien.
La forma en que súbitamente su rostro se dulcificó tomó a Zach por sorpresa, pero luego recordó el comentario que ella había hecho antes sobre los niños.
–La habitación de los niños, ¿no?
La sonrisa de ella fue casi cohibida, como si la hubiese pillado haciendo algo ilícito.
–No ponga esa cara, señor Miller. Reconozco que me gustan los niños. Trabajo con ellos en el centro de acogida llevando a cabo un programa de autoestima. Es importante romper el ciclo antes de que se hagan adultos.
–Comprendo –dijo él. Ella no se daba cuenta de lo mucho que comprendía. Zach hizo un gesto con la mano–. Por favor, vaya a ver. Puede reunirse conmigo cuando acabe.
–Gracias. Enseguida vuelvo.
Después de que Erin subiese las escaleras, Zach se entretuvo en inspeccionar las habitaciones, ver las ventanas y tomar nota de lo que lo preocupaba. Hizo una lista de todos los puntos vulnerables y completó la evaluación inicial antes de que Erin volviese. Aunque tendría que ir al menos una vez más antes de comenzar a instalar los cables por si se le había pasado algo por alto, había revisado todo lo que le interesaba en la planta baja. Era mejor que fuese a ver dónde se encontraba la señorita Brailey.
Comenzó a subir las escaleras moviendo la cabeza. A Erin Brailey le gustaban los niños. Nunca lo hubiese pensado, pero, al fin y al cabo, sus intuiciones con respecto a las mujeres no siempre eran correctas. Las que tenían apariencia más dura eran las que frecuentemente escondían su vulnerabilidad. Lo habría aprendido a la fuerza. Pero Erin Brailey no era una víctima.
Zach se agarró de la desvencijada barandilla y subió las escaleras de dos en dos. Cuando llegó al descansillo de arriba, lo asaltó el olor acre a pintura fresca, escociéndole en los ojos. Anduvo por el pasillo, mirando dentro de cada habitación, una de ellas totalmente renovada, las otras esperando su turno. Pensó lo que un sitio como aquel habría significada para su madre. Quizás las cosas habrían sido distintas si ella hubiese tenido los recursos para mejorar sus circunstancias. Quizás él mismo habría sido diferente. Pero aquello pertenecía al pasado, algo que ya no se podía cambiar.
El ex policía encontró a Erin en la tercera habitación, una pequeña decorada en azul pastel con una greca de conejos amarillos. Normalmente, no se hubiese sentido interesado en la decoración del cuarto, pero Erin se hallaba de pie en el último escalón de la escalera. Se había quitado los zapatos y se estiraba para arreglar un trozo de la greca que se había despegado. A Zach le dieron deseos de correr hasta ella y acariciarle los muslos.
«Contrólate, Miller», se dijo, pasándose la mano por los ojos como si con ello pudiese borrar la imagen de ella. Dios santo, lo que tendría que hacer sería irse a su bar favorito y buscar compañía femenina. Aunque no resultaba tan sencillo de hacer. Erin Brailey resultaba más atractiva que cualquiera de las mujeres que conocía.
–¿Necesita ayuda? –le preguntó.
–No, casi he terminado –dijo ella, mirándolo por encima del hombro. Alisó la greca con la mano y luego le dio un golpecito para fijarla–. Ya está. Ha quedado como nuevo.
Se bajó de la escalera y luego se sujetó a ella para ponerse los zapatos de tacón.
–¿Ha visto todo lo que quería?
Infiernos, ¿habría resultado tan obvio?
–¿A qué?
–A la planta baja. ¿Ha terminado la inspección?
La verdad era que había visto más de lo que hubiese deseado, mejor dicho, que de lo que necesitaba ver.
–Sí. Así es que, si ha acabado de empapelar, me podría mostrar el resto. ¿La decoración del sitio también es parte de su trabajo?
–La verdad es que no, pero nos faltan voluntarios. Y si tenemos en cuenta la naturaleza de este proyecto, cuanta menos gente conozca dónde se encuentra este centro de acogida, mejor.
–La pintura se me da bastante bien. Quizás pueda echarles una mano.
Erin dio un paso atrás y lo observó con sus ojos azules como la pared detrás de sí.
–Estoy segura de que tiene mejores maneras de pasar el tiempo que venir a pintar una casa vieja.
–Pues lo cierto es que no. Al menos, después de la jornada de trabajo.
–¿A su mujer no le importaría? –preguntó ella, levantando una fina ceja.
–No tengo esposa –dijo y ya que ella lo había mencionado, aprovechó para preguntar–: ¿Y usted? ¿Tiene marido?
–¡Qué va! –dijo ella, girando la sortija que llevaba en la mano derecha.
–¿Un tema que no le gusta mencionar?
Ella pasó a su lado y se detuvo en la puerta.
–Ya sabe cómo son las cosas, señor Miller. Las prioridades no siempre incluyen a un esposo, dos niños y medio y un perro, como dicen las estadísticas.
–Sí, sé a lo que se refiere –dijo él–. Pero no se pasará todo el tiempo trabajando.
–Últimamente, sí. No he encontrado nada que me apasione tanto como mi trabajo.
–¿O nadie?
–No. Decididamente, no –dijo ella categóricamente.
–Qué pena, señorita Brailey. Una verdadera pena.
–No me tenga pena, señor Miller. Me las arreglo bastante bien.
No sentía ninguna pena por ella, era solo un decir. No era el tipo de mujer que inspirase pena a los hombres. La miró a los ojos. Gran error.
–Tutéame, y ya que ninguno de los dos parece estar ocupado, ¿quieres ir a comer algo? Podríamos discutir algunos de los puntos que me preocupan.
–Me encantaría –suspiró ella–, pero me temo que estoy ocupada. Seguro que él ya ha llegado al restaurante.
Zach se sintió invadido por una profunda desilusión, aunque no estaba dispuesto a darse por vencido tan fácilmente.
–¿Alguien especial? –preguntó en voz baja, inclinándose hacia ella.
–La verdad es que voy a comer con mi padre.
–¿Os lleváis bien? –volvió él a preguntar, enderezándose.
En un abrir y cerrar de ojos, la expresión de ella se enfrió.
–Se trata de una cena que tenemos todas las semanas. Nada más.
Zach se preguntó por qué habría sido ese súbito cambio, pero le pareció sensato no insistir. Comprendía perfectamente lo difícil que era las relaciones entre padres e hijos. Él había odiado a su padre y todavía lo odiaba, aunque estuviera muerto.
–A mi padre no le gusta que lo hagan esperar –añadió ella–, así que mejor será que nos vayamos, señor M… Zach –acabó con una sonrisa.
–Al menos, nos estamos tuteando. Y hagamos un trato: seamos sinceros el uno con el otro. Creo que eso es lo que mejor funciona en los negocios –alargó la mano–. ¿Trato hecho?
–Trato hecho –dijo ella, estrechándosela, después de titubear un instante.
Zach no le soltó la mano inmediatamente. En vez de ello, le rozó los nudillos con el pulgar y la miró a los ojos, leyendo la sorpresa en sus azules profundidades. Un relámpago de entendimiento se cruzó entre los dos, agudo como el filo de una navaja.
–Será mejor que te pongas guantes cuando pintas –dijo él, volviendo a la realidad con gran esfuerzo y soltándole la mano–, así no se te estropean las manos –abrió la puerta pensando que lo mejor sería escapar de allí antes de hacer una tontería–. Tenemos que irnos si no quieres llegar tarde a la cena.
–Tienes razón. No está bien que haga esperar a mi padre –dijo ella con tono sarcástico–. Ya que no tenemos tiempo ahora, ¿por qué no vienes mañana a mi oficina? Puedes traer el plano y explicarme las ideas que tienes.
Zach se metió las manos en los bolsillos, ansioso por aceptar.
–¿Te parece bien por la mañana?
–Me temo que tendrá que ser por la tarde. Por la mañana voy al otro centro de acogida y tengo una reunión con el consejo de administración a las cuatro y media. Podríamos vernos después en la sala de reuniones para poder utilizar la mesa.
Zach se sintió invadido por una oleada de calor al pensar en lo que le podría hacer sobre esa mesa. La nítida imagen lo asaltó de forma totalmente inesperada. ¿Por qué esa mujer lo haría tener semejantes fantasías, totalmente reñidas con su habitual sentido común? Era algo físico, desde luego, pero había más. Y eso lo molestaba. Podía controlar su deseo animal, pero no le gustaba lidiar con necesidades humanas. Sospechaba que Erin era el tipo de mujer que le haría revelar sus secretos más íntimos si no se andaba con cuidado. No se podía permitir abrir viejas heridas.