Sendas de gloria - Jeffrey Archer - E-Book

Sendas de gloria E-Book

Jeffrey Archer

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Beschreibung

Esta es la historia de un hombre que amó a dos mujeres. Esta es la historia de un hombre asesinado por una de esas dos mujeres. Algunos hombres tienen sueños tan inalcanzables que, de conseguirlos, cuentan con un lugar asegurado en la Historia. Algunos de ellos son Francis Drake, Robert Scott, Percy Fawcett, Charles Lindbergh, Amy Johnson, Sir Edmund Hillary o Neil Amstrong. Aunque, ¿y si hubiese un hombre que tuviese un sueño igual de inalcanzable, pero una vez conseguido, careciese de prueba alguna de haber cumplido sus ambiciones? "Sendas de gloria" es la historia de ese hombre. Sin embargo, hasta la última página de esta extraordinaria novela, el lector no podrá estar seguro de si George Mallory merece pasar a formar parte de esa lista de leyendas, porque, de ser así, hay un nombre en esa lista que debería borrarse.-

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Jeffrey Archer

Sendas de gloria

Traducción de Carla Bataller Estruch

Saga

Sendas de gloria Translated byCarla Bataller Estruch Original titlePaths of GloryCover image: Shutterstock Copyright © 2009, 2020 Jeffrey Archer and SAGA Egmont All rights reserved ISBN: 9788726491944

 

1. e-book edition, 2020

Format: EPUB 2.0

 

All rights reserved. No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

SAGA Egmont www.saga-books.com – a part of Egmont, www.egmont.com

En memoria de Chris Brasher, que me animó a escribir este libro

Quiero dar las gracias en especial a la alpinista e historiadora Audrey Salkeld, por su inestimable ayuda, consejo y experiencia.

También quiero dar las gracias a Simon Bainbridge, John Bryant, Rosie de Courcy, Anthony Geffen, Bear Grylls, George Mallory II, Alison Prince y Mari Roberts.

Inspirada en una historia real

Elegía escrita en un cementerio de aldea 1

La gloria de la heráldica, la pompa del poder,

y todo lo que aportan la riqueza y belleza

aguardan por igual la inevitable hora:

los senderos de gloria conducen a la tumba.

Thomas Gray (1716-1771)

PRÓLOGO

1999

Sábado, 1 de mayo de 1999

—La última vez que fui a hacer escalada en bloque con clavos, me caí —dijo Conrad.

Jochen quería aplaudir, pero sabía que si respondía al mensaje cifrado podría alertar al grupo rival que sintonizaba su frecuencia o, peor aún, haría que algún periodista que les estuviera interceptando se diera cuenta de que habían descubierto un cuerpo. Dejó la radio encendida, esperando una pista que revelase a cuál de las dos víctimas había encontrado el equipo de búsqueda, pero no dijeron ni una palabra más. Lo único que confirmaba que había alguien al otro lado reacio a hablar eran unos crujidos.

Jochen siguió sus órdenes al pie de la letra y, al cabo de sesenta segundos de silencio, apagó la radio. Ojalá le hubieran elegido como miembro del grupo original de escalada, esas personas que estaban ahí fuera buscando los dos cadáveres, pero había sacado la pajita corta. Alguien tenía que quedarse en el campamento base para atender la radio. Se asomó fuera de la tienda, a la nieve que caía, e intentó imaginarse qué estaría pasando en lo alto de la montaña.

**

Conrad Anker miró el cuerpo congelado, la piel desteñida tan blanca como el mármol. La ropa, o lo que quedaba de ella, parecía pertenecer a un vagabundo, no a un hombre educado en Oxford o en Cambridge. El hombre muerto llevaba una gruesa cuerda de cáñamo atada alrededor de la cintura, y sus extremos deshilachados revelaban por dónde se había roto durante la caída. Tenía los brazos extendidos por encima de la cabeza, la pierna izquierda cruzada sobre la derecha. Se había roto la tibia y el peroné izquierdos, por lo que el pie parecía separado del resto del cuerpo.

Nadie en el equipo habló mientras se afanaban en llenar sus pulmones con el escaso aire; a ocho mil metros de altura, las palabras se racionaban. Anker se puso al fin de rodillas en la nieve y ofreció una plegaria a Chomolungma, diosa madre de la Tierra. Se tomó su tiempo; después de todo, los historiadores, alpinistas, reporteros y los curiosos sin más llevaban esperando ese momento unos setenta y cinco años. Se quitó un guante grueso forrado de lana y lo dejó sobre la nieve a su lado, para acto seguido inclinarse hacia delante, todos sus movimientos lentos y exagerados. Con el dedo índice de la mano derecha apartó con suavidad el cuello rígido de la chaqueta del muerto. Oía su propio pulso palpitando mientras leía las pulcras letras rojas en una etiqueta de Cash que estaba cosida en la parte interna del cuello de la camisa.

—Dios mío —dijo una voz a su espalda—. No es Irvine. Es Mallory.

Anker no comentó nada. Aún tenía que confirmar el dato por el que habían viajado ocho mil kilómetros.

Metió la mano descubierta en el bolsillo interior de la chaqueta del hombre muerto y sacó con destreza la bolsita cosida a mano que la esposa de Mallory se había esmerado en coser para él. Con cuidado, desplegó el algodón, con miedo a que se desintegrara en sus manos. Si encontraba lo que andaba buscando, el misterio se resolvería al fin.

Una caja de cerillas, unas tijeras cortaúñas, un lápiz sin punta, una nota escrita en un sobre que indicaba cuántos tanques de oxígeno aún funcionaban antes de intentar la escalada final, una factura (sin pagar) de Gamages por un par de gafas, un reloj Rolex sin las manillas y una carta de la esposa de Mallory con fecha del 14 de abril de 1924. Pero lo que Anker esperaba encontrar no estaba ahí.

Miró al resto del equipo, que esperaba con impaciencia. Respiró hondo y pronunció despacio las palabras.

—No está la fotografía de Ruth.

Uno de ellos vitoreó.

LIBRO PRIMERO NO ERA UN NIÑO NORMAL

1892

1

St. Bees, Cumberland. Jueves, 19 de julio de 1892

Si alguien le hubiera preguntado a George por qué había echado a andar hacia la roca, él no habría sabido qué responder. El hecho de que tuviera que sumergirse en el mar para alcanzar su meta no parecía afectarle, pese a que no sabía nadar.

Esa mañana en la playa, solo una persona mostró un ligero interés en el avance del niño de seis años. El reverendo Leigh Mallory plegó su ejemplar del Times y lo dejó en la arena a sus pies. No avisó a su esposa, que, tumbada en la hamaca a su lado con los ojos cerrados, disfrutaba de los esporádicos rayos de sol, ajena a cualquier peligro al que pudiera enfrentarse su hijo mayor. Sabía que Annie solo entraría en pánico, del mismo modo que hizo cuando el niño se había subido al tejado del ayuntamiento durante una reunión de la organización benéfica Mothers’ Union.

El reverendo Mallory buscó rápidamente a sus otros tres hijos, que jugaban felices en la orilla, indiferentes al destino de su hermano. Avie y Mary recogían con gusto las conchas que había traído la marea matutina, mientras que su hermano pequeño, Trafford, estaba concentrado llenando de arena un cubo pequeño de hojalata. La atención de Mallory volvió a centrarse en su hijo y heredero, que se dirigía decidido hacia la roca. Aún no estaba preocupado, ya que seguramente el niño se daría cuenta en algún momento de que debía regresar. Pero se levantó de la hamaca en cuanto las olas empezaron a cubrir los pantalones cortos que le llegaban al niño por la rodilla.

Aunque George ya casi no hacía pie, tras alcanzar el saliente dentado se aupó con destreza para salir del mar y, saltando de roca en roca, llegó enseguida a la cima. Allí se acomodó y fijó la mirada en el horizonte. Su asignatura favorita en el colegio era Historia, pero nadie le había hablado del rey Canuto.

Su padre lo observaba ahora con un poco de temor, pues las olas se embravecían peligrosamente alrededor de las rocas. Esperó paciente a que el chico se diera cuenta del riesgo que corría, momento en el que seguro se giraría y pediría ayuda. No lo hizo. Cuando la espuma roció por primera vez sus pies, el reverendo Mallory se acercó despacio a la orilla.

—Muy bien, hijo mío —murmuró al pasar junto a su hijo más pequeño, que ahora se afanaba en construir un castillo de arena. Pero sus ojos nunca se despegaron del mayor, que aún no había mirado atrás, pese a que las olas chapoteaban ya en sus tobillos. El reverendo Mallory se zambulló en el mar y empezó a nadar hacia la roca, pero con cada arremetida lenta de su brazada militar se fue percatando de que esta se hallaba más lejos de lo que había pensado.

Alcanzó al fin su meta y subió a la roca. Mientras trepaba con torpeza hasta la cima, se cortó las piernas en varios puntos. Su paso no era tan firme como el de su hijo. En cuanto se reunió con el niño, procuró no revelar que estaba sin aliento y bastante inquieto.

Fue entonces cuando oyó el grito. Se giró para mirar a su esposa, de pie en la orilla y gritando desesperada.

—¡George! ¡George!

—Quizá deberíamos volver, hijo mío —sugirió el reverendo Mallory, intentando que la preocupación no se reflejara en su voz—. No queremos que tu madre se preocupe, ¿a que no?

—Solo unos minutos más, papá —rogó George, que seguía mirando con determinación el mar. Pero su padre decidió que no podían esperar mucho más y sacó a su hijo de la roca con cuidado.

Tardaron mucho más en alcanzar la seguridad de la playa, ya que el reverendo Mallory llevaba a su hijo acunado entre sus brazos y, por tanto, tuvo que nadar de espaldas usando solo las piernas. George se percató por primera vez de que para los viajes de vuelta hacía falta más tiempo.

Cuando el padre de George se derrumbó al fin en la playa, su madre se precipitó hacia ellos. Cayó de rodillas y cubrió al niño con su pecho, gritando: «Gracias a Dios, gracias a Dios», mientras prestaba poca atención a su agotado marido. Las dos hermanas de George permanecían a unos pasos de distancia de la marea creciente, llorando en silencio, mientras su hermano pequeño proseguía con la construcción de su fortaleza, demasiado joven como para que ningún pensamiento de muerte le pasara por la cabeza.

Al cabo de un momento, el reverendo Mallory se sentó y miró a su hijo mayor, que volvía a observar el mar, aunque la roca ya no estaba a la vista. Aceptó por primera vez que el niño no parecía poseer ningún concepto de miedo ni sentido del riesgo.

2

1896

Médicos, filósofos y hasta historiadores han debatido sobre la importancia de la herencia a la hora de tratar de comprender el éxito o el fracaso en las generaciones futuras. Si un historiador hubiera estudiado a los padres de George, le habría resultado arduo explicar el extraño don de su hijo, eso sin mencionar su atractivo y su gran presencia.

Los padres de George se consideraban de clase media alta, incluso cuando no tenían los recursos para mantener esas ínfulas. Los feligreses del reverendo Mallory de Mobberley, en Cheshire, lo consideraban de la alta iglesia, rígido y estrecho de miras, y creían por unanimidad que su mujer era una esnob. George, concluyeron, habría heredado sus dones de algún pariente lejano. Su padre sabía que su hijo mayor no era un niño normal y estaba dispuesto a hacer los sacrificios que hicieran falta para garantizar que George pudiera empezar su educación en Glengorse, un colegio privado de moda en el sur de Inglaterra.

A menudo George oía a su padre decir: «Tendremos que apretarnos el cinturón, sobre todo si Trafford va a seguir tus pasos». Tras considerar esas palabras durante un tiempo, le preguntó a su madre si había colegios en Inglaterra a los que pudieran asistir sus hermanas.

—Cielo santo, no —respondió con desdén—. Eso sería desperdiciar dinero. Y, de todos modos, ¿qué sentido tendría?

—Pues, para empezar, Avie y Mary tendrían las mismas oportunidades que Trafford y yo —sugirió George.

Su madre resopló.

—¿Para qué van a sufrir semejante calvario cuando no aumentaría ni un ápice sus oportunidades de conseguir un marido apropiado?

—¿No es posible que un marido pudiera beneficiarse de estar casado con una mujer instruida?

—Eso es lo último que quiere un hombre —replicó su madre—. No tardarás en descubrir que la mayoría de maridos solo piden que su mujer les proporcione un heredero y otro hijo de repuesto y que organice a los criados.

George no estaba convencido y decidió que esperaría al momento adecuado para plantearle este tema a su padre.

**

Los Mallory no pasaron las vacaciones veraniegas de 1896 en St. Bees bañándose, sino en Malvern Hills, haciendo senderismo. Mientras el resto de la familia no tardó en descubrir que ninguno podía mantener el ritmo de George, su padre al menos hizo un valeroso intento de acompañarlo a las laderas más elevadas. Los otros Mallory se contentaron con pasear por los valles de abajo.

Con su padre resoplando a varios metros por detrás, George volvió a plantear la controvertida pregunta sobre la educación de sus hermanas.

—¿Por qué las chicas no tienen las mismas oportunidades que los chicos?

—Porque no es el orden natural de las cosas, hijo mío —jadeó su padre.

—¿Y quién decide el orden natural de las cosas?

—Dios —respondió el reverendo Mallory, sintiendo que ese era un terreno más seguro—. Fue Él quien decretó que el hombre debía trabajar para conseguir sustento y un techo para su familia, mientras que su esposa permanecería en casa cuidando de los descendientes.

—Pero Él se habrá dado cuenta de que a menudo las mujeres están dotadas de más sentido común que los hombres. Seguro que sabe que Avie es más lista que Trafford o que yo.

El reverendo Mallory se retrasó, porque necesitaba un poco de tiempo para considerar el argumento de su hijo y bastante más para decidir cómo debía responderle.

—Los hombres son, por naturaleza, superiores a las mujeres —sugirió al fin, aunque no muy convencido, antes de añadir sin mucha seguridad—: y no deberíamos interferir con la naturaleza.

—Si eso fuera cierto, papá, ¿por qué la reina Victoria ha conseguido reinar con éxito durante más de sesenta años?

—Simplemente porque no había un sucesor varón para heredar el trono —respondió su padre, sintiendo que se adentraba en aguas inexploradas.

—Qué afortunada es Inglaterra de que tampoco hubiera ningún hombre disponible cuando la reina Isabel ascendió al trono —sugirió George—. Quizás ha llegado el momento de permitir que las chicas tengan las mismas oportunidades que los chicos para que se abran paso en el mundo.

—Eso no ocurrirá jamás —farfulló su padre—. Esa forma de actuar revertiría el orden natural de la sociedad. Si todo fuera como tú sugieres, George, ¿cómo podría tu madre encontrar a una cocinera o a una criada?

—Pues contratando a un hombre —propuso George inocentemente.

—Por Dios bendito, George, creo que te estás convirtiendo en un librepensador. ¿Has oído los desvaríos de ese tal Bernard Shaw?

—No, papá, pero he leído sus octavillas.

No es nada infrecuente que los padres sospechen que su progenie podría ser más inteligente que ellos, pero el reverendo Mallory no pensaba admitir tal cosa cuando George acababa de celebrar su décimo cumpleaños. George estaba preparado para lanzar su siguiente pregunta, pero descubrió que su padre se iba retrasando cada vez más. No obstante, en lo que a escalada respecta, hasta el reverendo Mallory había aceptado mucho tiempo antes que su hijo estaba en un nivel distinto.

3

George no lloró cuando sus padres lo enviaron al colegio privado. No porque no quisiera, sino porque otro chico, ataviado con la misma chaqueta roja y pantalones cortos grises que él, berreaba hasta desgañitarse en el otro lado del carruaje.

Guy Bullock provenía de un mundo distinto. No pudo decirle a George a qué se dedicaba exactamente su padre, pero, fuera lo que fuese, la palabra «industria» no dejaba de aparecer. George estaba seguro de que se trataba de algo que su madre no aprobaría. Otra cosa quedó perfectamente clara después de que Guy le hablara sobre sus vacaciones familiares en los Pirineos: ese niño nunca había oído la expresión «tendremos que apretarnos el cinturón». Aun así, para cuando llegaron a la estación de Eastbourne por la tarde, ya se habían convertido en grandes amigos.

Los dos niños dormían en camas contiguas en la residencia juvenil, se sentaban uno al lado del otro en el aula y, cuando llegaron al último año en Glengorse, a nadie le sorprendió que acabaran compartiendo el mismo estudio. Aunque George era mejor que Guy en casi cualquier cosa a la que se enfrentaban, a este nunca parecía molestarle. De hecho, disfrutaba del éxito de su amigo, incluso cuando George fue seleccionado como capitán de fútbol y ganó una beca para Winchester. Guy le dijo a su padre que nunca le habrían ofrecido una plaza a él en Winchester de no ser por el estudio que compartía con George, pues su amigo nunca dejaba de presionarle para que se esforzara más.

Mientras Guy comprobaba los resultados del examen de admisión colgados en el tablón de anuncios del colegio, George parecía más interesado en un anuncio que habían fijado abajo. El señor Deacon, el magistrado de química, invitaba a los estudiantes que iban a terminar sus estudios a que lo acompañaran en unas vacaciones para escalar por Escocia. A Guy no le interesaba la escalada, pero, en cuanto George añadió su nombre a la lista, escribió el suyo debajo.

George nunca había sido uno de los alumnos favoritos del señor Deacon, quizás porque no destacaba en química, pero como su pasión por la escalada compensaba con creces su indiferencia hacia el mechero de Bunsen o el papel de tornasol, George decidió que tendría que entenderse bastante bien con el señor Deacon. Al fin y al cabo, según le confió a Guy, si ese condenado se tomaba la molestia de organizar unas vacaciones de alpinismo anuales, no podría ser tan malo.

**

En cuanto pisaron las montañas yermas de Escocia, George se sintió transportado a un mundo distinto. De día caminaba por las colinas cubiertas de helechos y brezos, mientras que de noche, con la ayuda de una vela, se sentaba en su tienda a leer El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde antes de caer dormido muy a su pesar.

Cuando el señor Deacon abordaba una nueva colina, George se quedaba rezagado al final del grupo y pensaba en la ruta que había elegido. En un par de ocasiones se atrevió a sugerir que quizá podrían considerar un camino alternativo, pero el señor Deacon pasó por alto sus propuestas, bajo el pretexto de que él llevaba dieciocho años organizando excursiones en Escocia y quizá Mallory podría reflexionar sobre el valor de la experiencia. George regresaba a la parte posterior de la fila y seguía a su maestro por aquellos caminos trillados.

Cada noche, durante la cena, momento en el que George probó la cerveza de jengibre y el salmón por primera vez, el señor Deacon dedicaba una cantidad de tiempo considerable a esbozar sus planes para el día siguiente.

—Mañana —declaró—, nos enfrentaremos a una prueba muy ardua, pero tras diez días escalando las Highlands, estoy seguro de que estáis más que preparados para el reto. —Una decena de rostros expectantes miraron fijamente al señor Deacon antes de que este prosiguiera—: Intentaremos escalar la montaña más alta de Escocia.

—Ben Nevis —dijo George—. Mil trescientos cuarenta y cinco metros —añadió, aunque nunca había visto la montaña.

—Mallory está en lo cierto —confirmó el señor Deacon, claramente molesto por la interrupción—. Cuando lleguemos a lo más alto o, como decimos los alpinistas, la cumbre o la cima, comeremos mientras disfrutáis de una de las mejores vistas de las islas británicas. Como tenemos que regresar al campamento antes del anochecer y el descenso siempre es la parte más difícil de cualquier escalada, todos os presentaréis a desayunar a las siete, para que podamos salir a las ocho en punto.

Guy prometió despertar a George a las seis la mañana siguiente, ya que su amigo siempre se quedaba dormido y se perdía el desayuno, hecho que no impedía que el señor Deacon mantuviera un horario comparable al de una operación militar. Sin embargo, a George le emocionaba tanto la idea de escalar la montaña más alta de Escocia que fue él quien despertó a Guy al día siguiente. Estuvo entre los primeros en desayunar junto al señor Deacon y se quedó esperando impaciente fuera de su tienda mucho antes de que el grupo estuviera listo para partir.

El señor Deacon miró su reloj. A un minuto de las ocho emprendió un ritmo rápido por el sendero que les llevaría al pie de la montaña.

—¡Simulacro de silbato! —gritó tras recorrer kilómetro y medio. Todos los chavales, excepto uno, sacaron sus silbatos y silbaron con ganas la señal que indicaba que se hallaban en peligro y necesitaban ayuda. El señor Deacon fue incapaz de esconder la sonrisa de sus labios finos cuando observó cuál de sus alumnos no había conseguido acatar su orden—. ¿Debo suponer, Mallory, que te has dejado el silbato?

—Sí, señor —respondió George, molesto porque el señor Deacon lo había delatado.

—Pues tendrás que regresar al campamento de inmediato, recogerlo y alcanzarnos antes de que empecemos el ascenso.

George no perdió tiempo protestando. Partió en dirección contraria y, en cuanto llegó al campamento, se puso a cuatro patas y entró a rastras en su tienda, donde localizó el silbato sobre el saco de dormir. Profirió una maldición, lo agarró y echó a correr con la esperanza de reunirse con sus compañeros antes de que empezaran a escalar. Pero, cuando llegó al pie de la montaña, la pequeña serpiente de alpinistas ya había comenzado su ascenso. Guy Bullock, en la retaguardia, no dejaba de mirar hacia atrás por si veía a su amigo. Se sintió aliviado al ver que corría detrás de ellos y lo saludó con frenesí. George le devolvió el saludo mientras el grupo proseguía con su ascenso lento por la montaña.

—Seguid el camino —fueron las últimas palabras que le oyó decir al señor Deacon antes de que desaparecieran en el primer recodo.

George se detuvo tras perderlos de vista. Observó la montaña, bañada en una cálida nube de sol neblinoso. Las rocas iluminadas y los barrancos oscurecidos sugerían cientos de formas distintas de acercarse a la cima, todas las cuales, excepto una, habían ignorado el señor Deacon y su fiel tropa mientras se ceñían con determinación al sendero recomendado por la guía turística.

Los ojos de George se posaron en un delgado zigzag que se extendía por la montaña, el lecho de un río seco que fluiría lentamente por la ladera durante nueve meses al año, pero ese día no. Salió del camino, ignorando las flechas y las indicaciones, y se dirigió al pie de la montaña. Sin pensárselo dos veces, saltó encima de la primera cresta como un gimnasta en una barra alta y emprendió su camino ágilmente a partir de un punto de apoyo para el pie, pasando por una cornisa hasta otro saliente, sin dudar nunca, sin mirar abajo. Solo se detuvo un momento, cuando se encontró ante una roca grande y escarpada, a unos trescientos metros por encima de la base de la montaña. Estudió el terreno unos minutos antes de identificar una ruta nueva y partió de nuevo; a veces su pie se apoyaba en un hueco muy transitado, mientras que, otras, seguía un sendero virgen. Se detuvo de nuevo a medio ascenso. Miró su reloj: las nueve y siete. Se preguntó a qué señalización habrían llegado el señor Deacon y el resto del grupo.

Por delante de él, George distinguía un sendero desdibujado cuyo aspecto indicaba que solo lo habían transitado alpinistas veteranos o animales. Lo siguió hasta que se detuvo en una losa de granito enorme, una puerta cerrada que impediría alcanzar la cima a cualquier persona que no poseyera la llave para entrar. Dedicó unos minutos a considerar sus opciones: podía volver sobre sus pasos o emprender un camino más largo que rodease la losa, lo que le llevaría, sin lugar a dudas, a la seguridad del sendero público… Ambas opciones sumarían una cantidad considerable de tiempo a la escalada. Pero sonrió cuando una oveja, encaramada en un saliente, soltó un balido lastimero; claramente no estaba acostumbrada a que los humanos la molestasen. Se alejó saltando y, sin querer, reveló el camino que el intruso debía tomar.

George buscó una muesca, aunque fuera diminuta, para encajar una mano, luego un pie, y empezar así su ascenso. No miró hacia abajo mientras avanzaba poco a poco por la pared vertical de piedra; iba tanteando por si veía un asidero o una cornisa minúscula a la que agarrarse. En cuanto encontrara una y pudiera auparse, la usaría como siguiente punto para apoyar el pie. Aunque la roca no mediría más de quince metros de altura, George tardó unos veinte minutos en subir a lo alto y ver la cumbre del Ben Nevis por primera vez. Su recompensa por elegir la ruta más exigente fue inmediata, porque ahora solo debía enfrentarse a una pendiente suave hasta la cima.

Echó a correr por el camino poco trillado y, tras alcanzar la cumbre, se sintió en la cima del mundo. No le sorprendió descubrir que el señor Deacon y el resto del grupo aún no habían llegado. Se sentó solo en lo alto de la montaña, estudiando el campo que se extendía kilómetros y kilómetros a sus pies. Aún pasó otra hora antes de que el señor Deacon apareciera liderando su séquito fiel. El profesor no pudo esconder su fastidio cuando los otros chavales empezaron a vitorear y aplaudir a la solitaria silueta sentada en la cima.

—¿Cómo te las has ingeniado para adelantarnos, Mallory? —exigió saber tras acercarse a su alumno.

—No les he adelantado, señor —respondió George—. Solo he encontrado una ruta alternativa.

Por el semblante del señor Deacon, el resto de la clase supo que no quería creer al chico.

—Como ya te he dicho múltiples veces, Mallory, el descenso siempre es más difícil que el ascenso, sobre todo por la cantidad de energía que se ha invertido en llegar a la cima. Eso es algo que los novatos no acaban de comprender —dijo el señor Deacon. Después de una pausa dramática, añadió—: Y a menudo pagan un precio. —George no dijo nada—. Asegúrate de permanecer con el grupo en el camino de descenso.

En cuanto los alumnos devoraron sus almuerzos, el señor Deacon los puso en fila antes de ocupar su lugar al frente. Sin embargo, no emprendió la marcha hasta que vio a George en medio del grupo charlando con su amigo Bullock. Si hubiera oído sus palabras, le habría ordenado que le acompañara en la parte delantera del grupo.

—Nos vemos en el campamento, Guy.

El señor Deacon sí que estaba en lo cierto en una cosa: el viaje de bajada por la montaña no solo fue más exigente que el ascenso, sino más peligroso también y, como había predicho, tardó más tiempo.

El sol ya se estaba poniendo cuando el señor Deacon entró en el campamento, seguido por su desaliñado y cansado escuadrón. No podían creerse lo que vieron: George Mallory estaba sentado con las piernas cruzadas en el suelo, bebiendo cerveza de jengibre y leyendo un libro.

Guy Bullock se echó a reír, pero al señor Deacon no le hizo ninguna gracia. Obligó a George a ponerse firme mientras daba una dura lección sobre la importancia de la seguridad en la montaña. Al terminar su diatriba, le ordenó que se bajara los pantalones y se agachara. El señor Deacon no tenía un bastón a mano, por lo que se quitó el cinturón de cuero que sujetaba sus pantalones cortos caquis y administró seis golpes en la piel desnuda del chico. Pero, a diferencia de la cabra, George no baló.

Al amanecer del día siguiente, el señor Deacon acompañó a George a la estación de tren más cercana. Le compró un billete y le dio una carta. Le ordenó que se la entregara a su padre nada más llegar a Mobberley.

**

—¿Por qué has vuelto tan pronto? —preguntó el padre de George.

El chico le dio la carta y permaneció en silencio mientras el reverendo Mallory rasgaba el sobre y leía las palabras del señor Deacon. Apretó los labios, para intentar reprimir una sonrisa. Miró a su hijo y agitó un dedo.

—Recuerda, hijo mío, que debes ser más discreto en el futuro. Intenta no dejar en ridículo a personas mayores y superiores a ti.

4

1905

Lunes, 3 de abril de 1905

La familia estaba sentada alrededor de la mesa del desayuno cuando la criada entró en la habitación con el correo matutino. Dejó las cartas en un pequeño montón al lado del reverendo Mallory, junto con un abrecartas de plata; un ritual que se llevaba a cabo todas las mañanas.

El padre de George ignoró deliberadamente la pequeña ceremonia mientras se untaba otra tostada. Era muy consciente de que su hijo llevaba unos días esperando el informe final del trimestre. George fingía sentirse igual de indiferente mientras conversaba con su hermano sobre las últimas hazañas de los hermanos Wright en Estados Unidos.

—En mi opinión —intervino su madre— no es algo natural. Dios hizo a los pájaros para volar, no a los humanos. Y aparta los codos de la mesa, George.

Las chicas no ofrecieron su opinión, sabedoras de que, cuando discrepaban con su madre, ella solo declaraba que los niños están para ser vistos, pero no oídos. Esa norma no parecía aplicarse a los chicos.

El padre de George no se unió a la conversación mientras examinaba con atención los sobres para intentar discernir cuáles eran importantes y cuáles podía apartar a un lado. Una cosa estaba segura: cualquier sobre que pareciera contener peticiones de pago por parte de comerciantes locales acabarían en el fondo de la pila y sin abrir durante varios días.

El reverendo Mallory concluyó que dos de los sobres merecían su atención más inmediata: uno con matasellos de Winchester y otro con un escudo de armas labrado en el reverso. Bebió té y sonrió a su hijo mayor, que aún fingía no prestar atención a la farsa que tenía lugar en el otro extremo de la mesa.

Al final, su padre tomó el abrecartas y abrió el más delgado de los dos sobres, antes de desplegar la carta del obispo de Chester. Su Excelencia Reverendísima confirmaba que estaría encantado de predicar en la parroquia de Mobberley, en el caso de que pudiera elegirse una fecha adecuada. El padre de George le pasó la carta a su esposa. Una sonrisa se atisbó en sus labios cuando vio el blasón de palacio.

El reverendo Mallory se tomó su tiempo para abrir la otra, cuyo sobre era más grueso, mientras fingía que no se había percatado de que toda la conversación en la mesa se había interrumpido de repente. Extrajo un cuadernillo y empezó a pasar las páginas examinando su contenido. Mostraba alguna sonrisa ocasional y un ceño curioso, pero, a pesar del prolongado silencio, no ofreció ninguna opinión. Esa situación era demasiado extraordinaria como para no disfrutar de la experiencia unos minutos más.

Finalmente, alzó la mirada hacia George para decir:

—Segundo lugar en Historia con un ochenta y seis por ciento. —Miró de nuevo el cuadernillo—. Ha trabajado bien este trimestre, buenos resultados en los exámenes y ha realizado un encomiable ensayo sobre Gibbon. Espero que estudie esta asignatura cuando vaya a la Universidad. —Su padre sonrió antes de pasar la página—. Quinto puesto en Inglés, setenta y cuatro por ciento. Un ensayo muy prometedor sobre Boswell, pero tiene que dedicar más tiempo a Milton y Shakespeare y menos a R. L. Stevenson. —En esta ocasión fue el turno de George de sonreír—. Séptimo en Latín, sesenta y nueve por ciento. Una excelente traducción de Ovidio, por encima de la nota que Oxford y Cambridge exigen para sus aspirantes. Decimocuarto en Matemáticas, con un cincuenta y seis por ciento, solo un uno por ciento por encima del mínimo exigido. —Su padre se detuvo, frunció el ceño y prosiguió leyendo—: Puesto veintinueve en Química. —El reverendo Mallory alzó la mirada—. ¿Cuántos alumnos hay en tu clase? —preguntó.

—Treinta —respondió George, a sabiendas de que su padre ya conocía la respuesta.

—No me cabe la menor duda de que tu amigo, Guy Bullock, te ha mantenido lejos del último puesto. —Regresó al informe—. Veintiséis por ciento. Muestra poco interés en llevar a cabo experimentos. Se le aconseja dejar la asignatura si piensa ir a la universidad.

George no hizo ningún comentario mientras su padre desplegaba una carta adjunta al informe.

—Tu supervisor, el señor Irving —anunció—, es de la opinión de que deberían ofrecerte una plaza en Cambridge para este primer trimestre. —Hizo una pausa—. Cambridge me parece una opción sorprendente —añadió su padre—. Creo recordar que está situado entre las zonas más llanas del país.

—Y por eso, papá, esperaba que me dejaras visitar Francia este verano, para proseguir con mi educación.

—¿A París? —dijo el reverendo Mallory, alzando una ceja—. ¿Qué tienes en mente, querido hijo? ¿El Moulin Rouge?

La señora Mallory miró a su marido para dejarle claro que, desde luego, no aprobaba ese comentario atrevido delante de las niñas.

—No, papá, rouge no —respondió George—. Blanc. Mont Blanc, para ser más concreto.

—Pero ¿eso no será peligroso en extremo? —preguntó su madre, angustiada.

—Ni la mitad de peligroso que el Moulin Rouge —sugirió su padre.

—No te preocupes, madre, en ninguno de los dos casos —dijo su hijo, entre risas—. Mi supervisor, el señor Irving, me acompañará en todo momento, y no solo como miembro del Alpine Club, sino también como carabina cuando tenga la suerte de conocer a la dama en cuestión.

El padre de George permaneció en silencio durante un tiempo. Nunca discutía el coste de nada delante de los niños, aunque se sintió aliviado cuando George ganó una beca para acudir a Winchester, lo que le ahorró unas ciento setenta libras de la cuota anual de doscientas. El tema monetario no debía surgir en la mesa del desayuno, aunque, la verdad sea dicha, casi nunca se alejaba demasiado de su mente.

—¿Cuándo será tu entrevista para Cambridge? —preguntó al fin.

—Dentro de una semana contando desde el jueves, padre.

—Pues te comunicaré mi decisión dentro de una semana contando desde el viernes.

5

Jueves, 13 de abril de 1905

Aunque Guy despertó a su amigo a tiempo, George aún se las apañó para llegar tarde al desayuno. Le echó la culpa al afeitado, una habilidad que aún no había perfeccionado.

—¿Hoy no era cuando debías acudir a tu entrevista en Cambridge? —preguntó su supervisor después de que George se sirviera una segunda ración de gachas.

—Sí, señor.

—Y, si recuerdo bien —añadió el señor Irving, mirando su reloj—, tu tren con destino a Londres saldrá en menos de media hora. No me sorprendería que el resto de candidatos ya estuvieran esperando en el andén.

—Desnutridos y tras perderse sus sabias palabras —dijo George con una sonrisa.

—No lo creo. He hablado con ellos durante el desayuno temprano, pues creí fundamental que no llegaran tarde a sus entrevistas. Si te piensas que soy un purista de la puntualidad, Mallory, espera a conocer al señor Benson.

George le pasó su cuenco de gachas a Guy, se levantó despacio y salió sin prisa del comedor, como si el mundo no importara, pero luego salió disparado por el patio interior y la residencia como si intentara ganar una carrera olímpica. Subió los escalones de tres en tres hasta el piso superior. Fue entonces cuando recordó que no había preparado una maleta para pasar una noche. Pero cuando entró en su estudio, le maravilló encontrarse su maleta de cuero ya cerrada junto a la puerta. Guy habría previsto que, una vez más, lo dejaría todo para el último momento.

—Gracias, Guy —dijo George en voz alta. Esperaba que su amigo estuviera disfrutando de un bien merecido segundo cuenco de gachas. Agarró la maleta, bajó los escalones de dos en dos y pasó corriendo de nuevo por el patio. Solo se detuvo cuando alcanzó la caseta del portero—. ¿Dónde está el cabriolé, Simkins? —preguntó, desesperado.

—Salió hace unos quince minutos, señor.

—Maldita sea —musitó George, antes de salir corriendo por la calle hacia la estación, convencido de que llegaría a tiempo al tren.

Corrió por la calle con el presentimiento de que se había dejado algo, pero, fuera lo que fuese, no tenía tiempo de regresar y recogerlo. Al doblar la esquina de Station Hill, vio una gruesa columna de humo gris en el cielo. ¿Era el tren entrando en la estación o saliendo? Aceleró el paso, embistiendo a un sobresaltado revisor, y entró en el andén solo para ver cómo el jefe del tren ondeaba su bandera verde, subía los peldaños del último vagón y cerraba la puerta tras él.

George corrió a toda velocidad persiguiendo el tren en movimiento; ambos alcanzaron el final del andén al mismo tiempo. El jefe le dedicó una sonrisa comprensiva a medida que el tren fue ganando velocidad antes de desaparecer en una nube de humo.

—Maldita sea —repitió George. Se dio la vuelta y vio que el revisor se le acercaba.

—¿Puedo ver su billete, señor? —dijo el hombre en cuanto recuperó el aliento.

En ese momento George recordó lo que había olvidado.

Dejó la maleta en el andén, la abrió y montó todo un espectáculo examinando su ropa como si buscara el billete, aunque sabía que estaba sobre la mesa que había junto a su cama.

—¿A qué hora sale el próximo tren hacia Londres? —preguntó con indiferencia.

—En punto, cada hora —fue la respuesta inmediata—. Pero aún necesitará un billete.

—Maldita sea —repitió George por tercera vez, a sabiendas de que no podía permitirse perder el siguiente tren—. Me habré dejado el billete en el colegio —dijo, impotente.

—Pues tendrá que comprar otro —respondió el revisor.

George sintió que la desesperación se apoderaba de él. ¿Llevaba dinero? Empezó a rebuscar en los bolsillos de su traje y se sintió aliviado al encontrar la media corona que su madre le había dado en Navidad. Se preguntó cómo había llegado hasta ahí. Siguió al revisor dócilmente hasta la taquilla, donde compró un billete de ida y vuelta en tercera clase desde Winchester hasta Cambridge, al precio de un chelín y seis peniques. A menudo se preguntaba por qué los trenes no tenían una segunda clase, pero le pareció que no era el momento de preguntarlo. En cuanto el revisor picó su billete, George regresó al andén y compró un ejemplar del Times al vendedor de prensa, despidiéndose de otro penique. Se sentó en un banco incómodo de listones de madera y abrió el periódico para descubrir qué ocurría en el mundo.

El primer ministro, Arthur Balfour, ensalzaba la nueva entente cordiale que se acababa de firmar entre Gran Bretaña y Francia. En el futuro, las relaciones con Francia solo podrían mejorar, había prometido al pueblo británico. George pasó la página y empezó a leer un artículo sobre Theodore Roosevelt, quien acababa de inaugurar su segundo mandato como presidente de los Estados Unidos. Cuando el tren de las nueve en punto con destino a Londres llegó humeando, George estaba estudiando los anuncios clasificados de la portada, donde se ofrecía de todo, desde lociones capilares hasta sombreros de copa.

Se sintió aliviado al comprobar que el tren llegaba puntual, y más cuando se detuvo en Waterloo con unos minutos de antelación. Salió de su vagón y pasó corriendo por el andén hasta la carretera. Por primera vez en su vida, detuvo un coche de caballos de alquiler, en vez de esperar el primer tranvía hacia King’s Cross; una extravagancia que su padre desaprobaría, pero la rabia de papá sería más intensa si no se presentaba a la entrevista con el señor Benson y, por tanto, no le ofrecieran una plaza en Cambridge.

—A King’s Cross —dijo mientras se subía al carruaje. El conductor chasqueó el látigo y el viejo y cansado caballo rucio empezó a avanzar poco a poco por Londres. George miraba su reloj cada cinco minutos, aunque aún confiaba en llegar a tiempo para su cita de las tres con el tutor principal de Magdalene College.

Tras dejarle en King’s Cross, George descubrió que el próximo tren con destino a Cambridge debía salir en quince minutos. Se relajó por primera vez en todo el día. Sin embargo, lo que no había previsto era que el tren se detuviera en cada estación desde Finsbury Park hasta Stevenage, así que, cuando el ferrocarril llegó resoplando al fin a Cambridge, el reloj de la estación marcaba las dos y treinta y siete minutos.

George fue el primero en apearse y, en cuanto le picaron el billete, fue a buscar otro carruaje, pero no había ninguno a la vista. Echó a correr por la carretera, siguiendo los carteles hacia el centro de la ciudad, sin tener la menor idea de en qué dirección debía ir. Se detuvo para preguntar a varios transeúntes si podían indicarle por dónde estaba el Magdalene College, aunque sin éxito, hasta que se encontró con un joven vestido con una toga negra corta y un birrete que le pudo dar unas indicaciones claras. Tras darle las gracias, George partió de nuevo, ahora en busca de un puente sobre el río Cam. Corría sin descanso por el puente cuando, a lo lejos, un reloj repicó tres veces. Sonrió con alivio. Solo llegaría un par de minutos tarde.

Al otro extremo del puente tuvo que detenerse ante una puerta enorme con dos hojas de roble negro. Giró el pomo y empujó, pero la puerta no cedía. Golpeó la aldaba dos veces y esperó un poco más, pero nadie respondió a su llamada. Comprobó el reloj: las tres y cuatro minutos. Llamó a la puerta de nuevo, sin respuesta. ¿Le habrían negado la entrada cuando solo llegaba unos minutos tarde?

Aporreó la madera una tercera vez y no se detuvo hasta que oyó que una llave giraba en la cerradura. La puerta se abrió con un crujido para revelar a un hombre encorvado de baja estatura, vestido con un abrigo negro largo y un bombín.

—La universidad está cerrada, caballero —fue lo único que dijo.

—Pero tengo una entrevista con el señor A.C. Benson a las tres —suplicó George.

—El tutor principal me indicó claramente que cerrase la puerta a las tres en punto. Después de esa hora, nadie tiene permiso para entrar en la universidad.

—Pero… —empezó a decir George, aunque sus palabras cayeron en oídos sordos cuando le cerraron la puerta en las narices y, una vez más, oyó cómo giraba la llave.

Se puso a aporrear la puerta con el puño, aunque sabía que nadie acudiría a su rescate. Maldijo su estupidez. ¿Qué diría cuando le preguntasen cómo había ido la entrevista? ¿Qué le diría al señor Irving cuando regresara al colegio esa noche? ¿Cómo podría mirar a Guy a los ojos, cuando sabía que su amigo llegaría a tiempo a su entrevista de la semana que viene? Sabía cuál sería la reacción de su padre: el primer Mallory en cuatro generaciones que no se formaría en Cambridge. Y, en lo que a su madre respectaba, ¿le dejaría regresar a su hogar?

Le dedicó un ceño fruncido a la recia puerta de roble que le prohibía la entrada y pensó en llamar por última vez, pero sabía que sería en vano. A lo mejor había otra forma de entrar en la universidad, pero como el Cam recorría el lado norte a modo de foso, no había otra entrada que considerar. A menos que… George alzó la mirada hacia el alto muro de ladrillo que rodeaba la universidad y comenzó a pasear por la acera como si estudiara una pared rocosa. Detectó diversos resquicios y grietas creados por cuatrocientos cincuenta años de hielo, nieve, viento, lluvia y sol cálido, antes de identificar una posible ruta.

Había un tosco arco de piedra sobre la puerta con un borde a tan solo un brazo de distancia de un alféizar que serviría de apoyo para el pie. Arriba había otra ventana más pequeña y otro alféizar, y desde allí quedaba poca distancia hasta el tejado inclinado cubierto de tejas, el cual, sospechaba, tenía su doble en el otro lado del edificio.

Dejó la maleta en la acera (nunca cargues más peso del necesario en un intento de escalada), situó el pie derecho en un agujero pequeño a unos veinte centímetros del suelo y se impulsó con el pie izquierdo. Se agarró a un reborde que le permitió encaramarse hacia el arco de piedra. Varios transeúntes se detuvieron para observar su avance y, cuando al fin subió al tejado, lo recompensaron con un débil aplauso.

George dedicó unos minutos a estudiar el otro lado del muro. Como siempre, el descenso sería más difícil que el ascenso. Pasó la pierna izquierda al otro lado y fue bajando poco a poco, agarrándose al canalón con las dos manos mientras buscaba un punto donde apoyar el pie. Al notar el alféizar con el pie, quitó la mano. Fue en ese momento cuando se le cayó el zapato y la mano con la que se agarraba al canalón se soltó. Había roto la regla de oro de mantener tres puntos de contacto. George supo que iba a caer, algo que practicaba con regularidad cuando bajaba de la barra fija en el gimnasio del colegio, pero la barra nunca estaba así de alta. Se soltó y tuvo el primer golpe de suerte del día: aterrizó en un parterre húmedo y salió rodando.

Al levantarse, descubrió a un anciano mirándolo. ¿Creía el pobre caballero que se enfrentaba a un ladrón descalzo?

—¿Puedo ayudarle, joven?

—Gracias, señor —respondió George—. Tengo una cita con el señor Benson.

—A esta hora del día debería encontrarle en su estudio.

—Lo siento, señor, pero no sé dónde está.

—Atraviese el arco Fellows —dijo el hombre, señalando hacia el otro lado del jardín—. Segundo pasillo a la izquierda. Verá su nombre en la puerta.

—Gracias, señor —dijo George, agachándose para atarse el cordón del zapato.

—De nada —respondió el anciano mientras se alejaba por un sendero que conducía al alojamiento de los profesores.

George atravesó corriendo el jardín Fellows y el arco hasta llegar a un magnífico patio isabelino. Cuando alcanzó el segundo pasillo, se detuvo para comprobar los nombres en el tablón: A. C. Benson, tutor principal, tercer piso. Subió a toda prisa los escalones y, tras llegar a la tercera planta, se detuvo delante del despacho del señor Benson para recuperar el aliento. Llamó a la puerta con cuidado.

—Adelante —respondió una voz. George abrió la puerta y entró en los dominios del tutor principal. Un hombre orondo, con el rostro colorado y un poblado bigote, lo observaba. Bajo la toga llevaba un traje ligero a cuadros y una corbata de lunares amarillos. Estaba sentado detrás de un escritorio descomunal repleto de libros encuadernados en cuero y trabajos escolares—. ¿En qué puedo ayudarle? —preguntó, tirándose de las solapas de su toga.

—Soy George Mallory, señor. Tengo una cita con usted.

—Sería más exacto decir que «tenías» una cita, Mallory. Te esperaba a las tres en punto y di órdenes expresas de que ningún candidato debía entrar en la universidad después de esa hora. Me veo en la obligación de preguntarte cómo has conseguido entrar.

—He trepado por el muro, señor.

—¿Que has hecho qué? —preguntó el señor Benson, levantándose despacio de su mesa, con una mirada de incredulidad en su rostro—. Sígueme, Mallory.

George no dijo ni una palabra mientras el señor Benson le conducía de nuevo por la escalera y el patio hasta la portería. El portero se levantó de un salto nada más ver al tutor.

—Harry —dijo el señor Benson—, ¿has permitido la entrada a la universidad a este candidato después de las tres en punto?

—No, señor, por supuesto que no —dijo el portero, mirando incrédulo a George.

El señor Benson se giró hacia él.

—Enséñame cómo entraste en la universidad exactamente, Mallory —exigió.

George condujo a los dos hombres de vuelta al jardín Fellows y señaló sus huellas en el parterre. El tutor no parecía del todo convencido. El portero no opinó.

—Si, como bien dices, Mallory, trepaste por el muro, entonces seguro que puedes volver a salir del mismo modo.

El señor Benson dio un paso atrás y se cruzó de brazos.

George recorrió despacio el sendero para estudiar el muro con cuidado antes de decidir la ruta que tomaría. El tutor y el portero observaron con asombro cómo el joven escalaba el muro con pericia, sin detenerse hasta que pasó una pierna por encima del edificio y acabó sentado a horcajadas en el tejado.

—¿Puedo bajar, señor? —preguntó George con un tono lastimero.

—Pues claro que puedes, joven —dijo el señor Benson sin dudar—. Es evidente que nada te impedirá entrar en esta universidad.

6

Sábado, 1 de julio de 1905

Cuando George le dijo a su padre que no tenía ninguna intención de visitar el Moulin Rouge, era cierto. De hecho, el reverendo Mallory ya había recibido una carta del señor Irving con un itinerario detallado de su visita a los Alpes, el cual no incluía ninguna parada en París. Pero eso fue antes de que George le salvara la vida al señor Irving, fuera arrestado por alterar el orden público y pasara una noche en el calabozo.

La madre de George nunca fue capaz de esconder su ansiedad cada vez que su hijo se marchaba a una de sus excursiones de escalada, pero siempre le deslizaba un billete de cinco libras en el bolsillo de su chaqueta, con un ruego cuchicheado de que no se lo contara a su padre.

George se reunió con Guy y el señor Irving en Southampton, donde embarcaron en un transbordador en dirección a Le Havre. Cuatro horas más tarde, cuando desembarcaron en el puerto francés, un tren les esperaba para llevarles a Martigny. Durante el largo viaje, George pasó gran parte del tiempo mirando por la ventanilla.

Se acordó de la pasión del señor Irving por la puntualidad cuando, tras apearse del tren, se encontraron un carruaje de caballos esperándoles. Con un chasquido del látigo del cochero, el pequeño grupo partió a buen ritmo hacia las montañas, con lo que George pudo estudiar más de cerca uno de los mayores retos que le aguardaba en el futuro.

Era de noche cuando los tres se registraron en el Hôtel Lion d’Or en Bourg St. Pierre, al pie de los Alpes. Durante la cena, el señor Irving extendió un mapa sobre la mesa y repasó sus planes para la siguiente quincena mientras señalaba las montañas que intentarían escalar: Gran San Bernardo (2.473 metros), Mont Vélan (3.731 metros) y el Grand Combin (4.314 metros). Si coronaban con éxito los tres, pasarían al Monte Rosa (4.634 metros).

George estudió el mapa con atención, muerto de impaciencia por que amaneciera al día siguiente. Guy permaneció en silencio. Aunque era bien sabido que el señor Irving solo seleccionaba a los montañistas más prometedores de entre sus alumnos para que lo acompañaran en su visita anual a los Alpes, Guy ya estaba reconsiderando si debería haberse apuntado.

George, por el contrario, no tenía tales dudas. Pero hasta el señor Irving se sorprendió al día siguiente cuando alcanzaron la cima del puerto del Gran San Bernardo en tiempo récord. Durante la cena de esa noche, George le preguntó si podía ser el primero de la cuerda cuando se enfrentaran al Mont Vélan.

Hacía tiempo que el señor Irving se había dado cuenta de que George era el alumno con más experiencia en alpinismo que había conocido nunca y tenía un talento natural que superaba al de su avezado profesor. Sin embargo, era la primera vez que un alumno le pedía dirigirlo a él… y solo en su segundo día de expedición.

—Te permito que nos dirijas en las laderas más bajas de Mont Vélan —concedió—. Pero, en cuanto lleguemos a los mil quinientos metros, yo iré delante.

Sin embargo, el señor Irving nunca fue en cabeza, porque al día siguiente George condujo al reducido grupo con toda la seguridad y habilidad de un alpinista experimentado; hasta le enseñó al señor Irving nuevas rutas que él nunca había considerado en el pasado. Y, cuando dos días más tarde escalaron el Grand Combin en menos tiempo del que el señor Irving había hecho antes, el maestro se convirtió en el alumno.

Lo único en lo que George parecía interesado era en saber cuándo le permitirían abordar el Mont Blanc.

—Aún te queda para eso —dijo el señor Irving—. Ni a mí se me ocurriría intentarlo sin un guía profesional. Pero, cuando regreses a Cambridge en otoño, te daré una carta de recomendación para Geoffrey Young, el alpinista con más experiencia del país. Él decidirá cuándo estarás listo para acercarte a esa dama en concreto.

No obstante, el señor Irving tenía la certeza de que estaban listos para subir al Monte Rosa, y George los condujo a la cima de la montaña sin el menor percance, aunque a veces a Guy le costara mantener el ritmo. El accidente ocurrió durante el descenso. Quizá el señor Irving se había confiado demasiado (el peor enemigo de un alpinista) al creer que nada saldría mal después de su ascenso triunfal.

George había empezado el descenso con su confianza habitual, pero cuando llegaron a un couloir especialmente escarpado, decidió bajar el ritmo al recordar que a Guy ese tramo de la ruta no le había parecido fácil de sortear durante el ascenso. George casi había cruzado el couloir cuando oyó el grito. Su reacción inmediata fue, sin duda, salvar la vida de los tres. Clavó el piolet en la nieve profunda y enrolló con rapidez la cuerda alrededor del mango, fijándolo con firmeza contra su bota mientras, con la otra mano, se agarraba a la cuerda. Solo pudo ver a Guy pasar a toda velocidad junto a él. Había supuesto que el señor Irving tomaría las mismas medidas de seguridad que él y que, entre los dos, detendrían el ímpetu de la caída de Guy, pero su supervisor no había conseguido reaccionar con tanta rapidez y, aunque había clavado su piolet con fuerza en la nieve, no había tenido tiempo de enrollar la cuerda en el mango. Un momento más tarde, él también pasó volando junto a George. El chico no miró hacia abajo, sino que mantuvo la bota encajada firmemente contra la cabeza del piolet e intentó, desesperado, mantener el equilibrio. No había nada entre él y el valle a casi doscientos metros por debajo.

Aguantó con entereza cuando los dos se detuvieron y empezaron a balancearse en el aire. George no confiaba en que la cuerda no se rompiera por la tensión, con lo que sus compañeros se precipitarían hacia su muerte. No tenía tiempo para rezar y, como un segundo más tarde seguía aferrado a la cuerda, su pregunta pareció recibir respuesta, aunque solo temporal. El peligro no había pasado, porque aún tenía que conseguir devolver a los dos hombres sanos y salvos a la montaña.

George miró hacia abajo y vio que se agarraban desesperados a la cuerda, sus rostros tan blancos como la nieve. Aprovechó una habilidad que había desarrollado practicando sin parar con una cuerda en el gimnasio del colegio: empezó a balancear despacio a sus compañeros de un lado a otro, hasta que el señor Irving pudo establecer un punto de apoyo en la ladera de la montaña. Acto seguido, mientras George mantenía su posición, Irving realizó el mismo procedimiento, balanceando a Guy hasta que él también estuvo a salvo.

Pasó un tiempo antes de que cualquiera de los tres se sintiera capaz de proseguir el descenso; George no soltó su piolet hasta que comprobó que el señor Irving y Guy se habían recuperado al fin. Centímetro a centímetro, paso a paso, condujo a los dos afectados alpinistas a la seguridad de una cornisa ancha, a unos diez metros por debajo. Los tres descansaron casi una hora hasta que el señor Irving se hizo cargo de la expedición y los guio de vuelta a unas laderas más seguras.

Apenas intercambiaron unas palabras durante la cena de esa noche, pero los tres sabían que, si no regresaban a la montaña al día siguiente, Guy no volvería a escalar nunca. Al día siguiente, el señor Irving condujo a sus dos alumnos de vuelta al Monte Rosa. Emprendieron una ruta más larga, pero menos exigente. Cuando, esa tarde, George y Guy regresaron al hotel, ya no eran niños.

El día anterior, solo hicieron falta unos minutos para que los tres alpinistas estuvieran a salvo, pero cada uno de esos minutos se podía medir en sesenta divisiones que no olvidarían en toda una vida.

7

Fue evidente, en cuanto el señor Irving pisó París, que la ciudad no le resultaba desconocida y que George y Guy se alegraban demasiado de que su supervisor llevara la delantera, después de aceptar su sugerencia de pasar el último día de su viaje en la capital francesa para celebrar su buena suerte.

El señor Irving los registró en un pequeño hotel familiar situado en un pintoresco patio en el séptimo distrito. Después de una comida ligera, les inició en la vida cotidiana de París: el Louvre, Notre Dame, el Arco del Triunfo. Pero fue la Torre Eiffel, construida para la Exposición Universal de 1889 en honor al centenario de la Revolución Francesa, la que llamó la atención de George.

—Ni lo pienses —dijo el señor Irving cuando vio cómo su alumno miraba el punto más elevado de la estructura de metal, a unos trescientos veinticuatro metros por encima de ellos.

Tras comprar tres entradas por seis francos, el señor Irving condujo a Guy y a George a un ascensor que les trasladó despacio hasta lo alto de la torre.

—Ni siquiera habríamos llegado a la falda del Mont Blanc —comentó George mientras observaba París.

El señor Irving sonrió, preguntándose si coronar el Mont Blanc sería suficiente para George Mallory.

Tras cambiarse para la cena, el señor Irving llevó a los chicos a un pequeño restaurante situado en la margen izquierda, donde disfrutaron de un foie gras acompañado de unas copas de un Sauternes frío. A esto le siguió un boeuf bourguignon, mejor que cualquier estofado de ternera que cualquiera de los tres había probado en su vida, que dio paso a un brie maloliente; menudo cambio comparado con la comida de la escuela. Tomaron ambos platos con un burdeos bastante bueno, y George sintió que aquel era uno de los días más emocionantes de su vida, aunque aún no había terminado. Después de presentar a sus dos alumnos las alegrías del coñac, el señor Irving los acompañó al hotel. Justo pasada la medianoche, les deseó dulces sueños antes de retirarse a su habitación.

Guy se sentó en el borde de la cama mientras George comenzaba a desvestirse.

—Esperaremos unos minutos más antes de escabullirnos.

—¿Escabullirnos? —murmuró George.

—Sí —respondió su amigo, tomando la delantera con gusto, para variar—. ¿Qué sentido tiene venir a París si no visitamos el Moulin Rouge?

George siguió desabotonándose la camisa.

—Le prometí a mi madre…

—Pues claro que se lo prometiste —se burló Guy—. ¿Y ahora me estás pidiendo que me crea que un hombre que planea conquistar las alturas del Mont Blanc no quiere sondear las profundidades de la vida nocturna parisina?

George volvió a abotonarse la camisa a regañadientes mientras Guy apagaba la luz, abría la puerta del dormitorio y echaba un vistazo fuera. Satisfecho al ver que el señor Irving estaría bien arropado en la cama con su ejemplar de Tres hombres en un bote, salió al pasillo. George lo siguió de mala gana y cerró la puerta a su espalda.

Llegaron al vestíbulo y Guy se escabulló a la calle. Había parado un cabriolé antes de que George pudiera pensárselo dos veces.

—Al Moulin Rouge —dijo Guy con la confianza que no había mostrado en las laderas de ninguna montaña. El conductor emprendió un paso ligero—. Ojalá el señor Irving pudiera vernos así —dijo mientras abría una pitillera plateada que George no había visto nunca.