Señor, enséñanos a orar - Roberto Pasolini - E-Book

Señor, enséñanos a orar E-Book

Roberto Pasolini

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Beschreibung

Este libro es una humilde y útil herramienta para iniciarse en la oración. Empezar desde el corazón, escuchar, acoger, purificar la mirada, no tomar las cosas demasiado en serio, comprometerse, dejarse llevar, reconocer el amor..., son algunas de las claves para recuperar el arte de la oración en nuestras vidas. La oración es uno de los lugares privilegiados –probablemente el único– donde debemos intentar recomponer la fragmentación de nuestro vivir y de nuestro sentir. Para hacer de esta actividad espiritual una experiencia estable, hay que dejar que la paciencia de Dios sane y recomponga todo lo que aún coexiste en nosotros de manera separada y forzada.

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Introducción

La oración no es difícil, es imposible. Si nos tomamos en serio la fractura originaria de la que habla el libro del Génesis, debemos partir del hecho de que el diálogo entre el hombre y su Creador se precipita hacia un abismo de malentendidos y complicaciones. Sin embargo, dos datos nos pueden dar un consuelo inmediato. El primero es que, desde la Antigüedad, los seres humanos han sentido el profundo deseo de dirigirse a Dios con diferentes formas de ritos, palabras, cantos y oraciones. La oración existe desde siempre y cada una de las experiencias religiosas la ha codificado de una forma libre o estructurada que ha marcado la existencia de millones de hombres y mujeres a lo largo de los siglos. Podríamos decir que la interrupción brusca de la relación no ha eliminado ese anhelo tan invisible y, al mismo tiempo, tan enraizado en las fibras del corazón humano.

El segundo y óptimo dato es que, después de la Resurrección de Cristo, nosotros creemos que ha comenzado una nueva y definitiva creación, dentro de la cual suceden cosas imposibles para las solas fuerzas humanas, y sin embargo posibles para el humilde poder del amor de Dios. En la lista de estas novedades, accesibles gracias al don de la salvación, a la oración le corresponde ciertamente un lugar de honor. Al no poder soportar ya la distancia que se había creado entre nosotros y Él, Dios no se ha conformado con acercarse a nuestra humanidad, poniendo en fuga el miedo y la vergüenza. Ha querido insuflar en nuestro pecho su Espíritu de amor, para reanimar esa confianza tan necesaria para existir ante Él como hijos e hijas amados. Frente a los cuerpos que tenían el riesgo de «morir» por haber extraviado su origen y su destino, Dios ha acercado sus labios a los nuestros, devolviéndonos, ante todo, la posibilidad de mirarnos a la cara y de volver a hablar en un clima de confianza recuperada.

Este es, de hecho, el misterio de la oración: la variedad de palabras, expresiones, posturas y silencios con los que nosotros y Dios permanecemos en un diálogo de amor fundado en el respeto de la libertad recíproca. Un diálogo tan misterioso para quien cree que nunca lo ha experimentado, como familiar para quien ha aprendido ya a sumergirse en él con la espontaneidad del corazón y el coraje de la inteligencia. Las páginas de este libro pretenden ser una humilde y, esperamos, útil herramienta para iniciarse en un arte del que hoy, quizás más que en cualquier otro momento, se advierte una profunda nostalgia y un nuevo interés. Cuando se comprende y se vive como debe ser, la oración es la última libertad que el corazón humano anhela. Detenernos y tomar tiempo para sintonizarnos con el sentido profundo de nuestra vida es el gesto más libre y necesario que podemos realizar. La oración es lo único realmente necesario, pero no puede ser sino una experiencia absolutamente gratuita, liberada de cualquier coacción. La parte más hermosa de la vida, a la que nadie puede obligarnos y de la que nadie nos puede separar.

1

Para comenzar

Empezar de cero

En los siglos que han precedido y definido la época en que vivimos, las cosas eran muy sencillas y, aparentemente, bastante claras y definidas. Se rezaban oraciones por la mañana y por la tarde, los domingos y solemnidades se iba a Misa y, de vez en cuando, en algunas épocas del año, también se rezaban oraciones especiales como el Rosario, el Viacrucis y, si queríamos exagerar, incluso la Adoración eucarística. A esto se añadían novenas, procesiones, peregrinaciones y otras muchas iniciativas encaminadas a reavivar el sentido cristiano de la vida. Así se había organizado el viejo continente, cuna de aquel cristianismo que durante dos mil años ha acompañado y marcado la vida del mundo a la luz del Evangelio de Cristo.

En ese contexto todos, de alguna manera, se referían a Dios en medio de sus actividades. No solo aquellos que se detenían a orar de vez en cuando. También quien escribía libros, reflexionaba sobre la realidad o gobernaba la vida pública no podía elaborar ningún discurso en el que Dios estuviera completamente ausente. No necesitamos, ni es posible, reconocer qué parte de esta realidad era auténtica o era más bien una situación que la gente vivía de manera forzada, como un marco cultural al que no podían dejar de adherirse. Es cierto que ese mundo, donde la oración era una de las actividades cotidianas que los hombres y mujeres hacían sin hacerse demasiadas preguntas, ya no existe desde hace mucho tiempo.

El vacío creado por la progresiva desaparición de la oración de la rutina diaria se ha ido llenando paulatinamente con nuevas actividades en las que las personas se dedican al cuidado de sí mismas. Todos vemos cómo, en las grandes y pequeñas ciudades, una parte importante de las horas de la mañana y de la tarde se utiliza para realizar actividades físicas o deportivas, hacer cursos de yoga o ejercicios de mindfulness, perfeccionar alguna actividad creativa o artística o participar en cursos de formación útiles para mejorar la calidad de la vida o del trabajo. Luego, cuando la mente se cansa demasiado, debido a una vida muy libre, pero también mucho más frenética que en el pasado, la verdad es que el sacerdote no es la persona a la que se tiene como referencia. Terapeutas y consejeros son los nuevos guías en los que se confía en una época en la que la dimensión psicológica ha asumido un papel esencial en la sensibilidad de todos.

En el seno de la Iglesia y de las grandes tradiciones religiosas, se habla de todo esto como de una crisis espiritual sin precedentes, que oscila entre sentimientos de abatimiento y resignación. Quizás exista la posibilidad de interpretar este momento no solo como algo negativo, sino también como una gran oportunidad, en la que quien desea ofrecer a la oración la ocasión de encontrar un lugar en su propia vida pueda hacerlo con gran libertad, empezando desde cero.

La posibilidad de empezar desde una base nueva, libre de imposiciones y esquematismos, concierne además a otra dimensión específica de la oración, que podríamos definir como la capacidad de elaborar y dar un sentido profundo –espiritual– a lo que se vive. Cuando la sociedad estaba enteramente organizada en torno a la reflexión cristiana sobre la realidad, no había necesidad de pensar si algo estaba bien o mal, si había que aprovechar o rechazar una oportunidad. Bastaba con confiar en la moral dominante, con la que uno podía orientarse fácilmente en la mayoría de los casos. Esta forma de proceder, basada en conocimientos ya establecidos, era muy tranquilizadora, porque permitía no tener que cuestionarse continuamente ante las diversas situaciones. Es la parte buena y útil de todo lo que, con el tiempo, se transforma en cultura y se transmite como sabiduría de vida.

En la era posmoderna en la que nos encontramos, esta base referencial ya no existe. La realidad es libre de manifestarse en toda su complejidad, líquida y matizada, impidiéndonos distinguir inmediatamente el color y la bondad de las cosas que nos suceden. El desarrollo de los instrumentos tecnológicos y la rapidez de los movimientos y las transformaciones culturales han echado por tierra los fragmentos de un puzle que, durante siglos, había garantizado un paradigma que se podía consultar para asignar a las cosas un valor cierto y compartido.

Ahora que las cosas ya no parecen tener un significado unívoco, nos encontramos ante una tarea nueva y estimulante, que necesita esa inteligencia especial que puede surgir de la oración. Se trata de acercarse humildemente a la realidad para buscar su significado más profundo, permitiendo que la revelación de Dios en Cristo ilumine nuestra capacidad de leer e interpretar toda situación desde la perspectiva de un amor más grande. Orar, en efecto, no significa solo dialogar con Dios, sino confrontarse con su manera de valorar y pensar las cosas. La oración no puede concebirse únicamente como un flujo de sensaciones o de informaciones entre el cielo y la tierra. Cuando se ora auténticamente, no se puede menos de entrar en un espacio de discernimiento radical, a veces dramático, que nos obliga a revisar nuestra forma de pensar sobre Dios, sobre nosotros mismos, sobre los demás y sobre la realidad que nos rodea.

Este, al menos, es el sentido de la oración cristiana, sobre la que intentamos decir algo en estas páginas, siendo conscientes de que en una disciplina tan delicada y compleja no existen consejos universales ni improvisaciones fáciles. Quien quiera intentar entrar en el misterio de la oración filial, la que el Señor Jesús enseñó con su vida y luego hizo accesible a todos mediante el don de su Espíritu, derramado sobre nuestra humanidad, debe prepararse para un largo y arduo adiestramiento. Hay dos grandes baños de verdad a los que hay que estar dispuesto:

• El primero es el que va hacia lo más profundo de nuestro corazón. San Pedro, en una carta del Nuevo Testamento, describe esta misteriosa intimidad a través de una expresión singular, que alude de verdad a su experiencia personal: «la profunda humanidad del corazón» (1Pe 3,4). Para madurar la imagen de nosotros mismos, que nuestro corazón conoce y guarda, es necesario estar dispuestos a admitir la verdad de lo que somos, alejándonos progresivamente del ideal de lo que nos hubiera gustado ser. El itinerario recorrido por Pedro es el destino al que todo camino de oración orienta a quien a él se dedica con sinceridad y fidelidad. Cuanto más nos sumergimos en la oración, más debemos estar dispuestos a reconocer nuestras luces y nuestras sombras, suspendiendo cualquier juicio fácil.

• El segundo baño de realidad en el que nos sumerge la oración se refiere, en cambio, a la identidad de Dios. Si bien escudriñar el rostro del Todopoderoso es uno de los deseos más arraigados en el alma humana, hay que estar dispuestos a aceptar que su imagen puede revelarse de forma muy diferente a lo que son nuestras expectativas: menos hostil de lo que tememos, pero también menos poderoso de lo que ingenuamente pensamos.

El aspecto más sublime y traumático de estas dos inmersiones está representado por el hecho de que el orante, avanzando en la penumbra de su itinerario de oración, descubrirá que no es posible separar la imagen de Dios de la de nuestra humanidad. Esta, en última instancia, es la gran verdad a la que la oración nos lleva lentamente: descubrir y aceptar que la relación entre nosotros y Dios, por herida y descuidada que esté, es viva y real. En las Florecillas se cuenta que Francisco de Asís, en el monte Alverna, antes de recibir el sello de los estigmas, estuvo orando a Dios durante mucho tiempo con estas palabras: «¿Quién eres tú, dulcísimo Dios mío? ¿Qué soy yo, vil gusano e inútil servidor tuyo?».

Empezar desde el corazón

Normalmente, cuando alguien reza, lo hace empezando por la boca, por los ojos o los oídos. Hay quienes comienzan a recitar fórmulas, palabras o versos que se encuentran en la Sagrada Escritura, en antologías de oración o en libros de devoción. Otros, en cambio, intentan ojear, leer o inspeccionar textos de meditación de diversa índole: comentarios sobre la Palabra, reflexiones espirituales e imágenes sagradas. Para muchos es más fácil y cómodo ponerse unos auriculares y escuchar podcasts, vídeos, grabaciones en las que se habla de Dios de una forma fresca, conmovedora y convincente. Todos ellos son puntos de partida útiles e inteligentes, por los que no podemos menos que empezar para introducirnos en un espacio que sentimos que aún no conocemos, aunque lo imaginemos como un lugar en el que podríamos sentirnos muy a gusto.

Si aceptamos la revelación atestiguada por las Escrituras, descubrimos que el órgano responsable de la actividad de la oración se llama en realidad «corazón». Este término indica hoy algo muy diferente de lo que afirma la tradición bíblica y, más en general, todas las culturas y religiones antiguas. Para nosotros el corazón coincide o con la inteligencia discursiva a la que solemos dar el nombre de «razón», o con la parte más inmediata y superficial de la dimensión afectiva que llamamos «sentimiento» o «emoción». Según la Sagrada Escritura, el corazón se sitúa en un nivel más profundo que estas dos facultades indispensables y parciales con las que habitualmente medimos y evaluamos la realidad de las cosas. Los autores espirituales, los santos y los místicos hablan del corazón como el punto más profundo y secreto de nosotros mismos o, viceversa, como el punto más alto de nuestra personalidad, la cumbre de nuestro ser, criaturas a imagen y semejanza de Dios.

Cuando estamos inmersos en nuestras ocupaciones diarias, todos, por lo general, desconocemos que tenemos semejante fuente interior. Aunque nos guste concebirnos como personas espirituales y profundas, vivimos nuestro tiempo metidos en un dinamismo psicosomático que nos deja a merced –a menudo como rehenes– de nuestros sentidos más externos. Oscilamos continuamente entre razonamientos de los que nos sentimos convencidos y sentimientos que consideramos auténticos e imprescindibles. Mientras tanto, el corazón, con su capacidad de captar las cosas a un nivel más profundo, está adormilado, duerme con los ojos abiertos, esperando que encontremos la manera de reunirnos con su sensibilidad herida, pero viva.

Afortunadamente –o, mejor dicho, gracias a Dios–, desde el día de nuestro Bautismo nuestro corazón está ya inmerso en un estado incesante de oración. Aunque no nos demos cuenta, el Espíritu Santo que ha sido derramado en nosotros, en el momento en que nuestra vida ha sido injertada en la vida de Cristo, se ha apoderado suavemente de nuestro corazón, convirtiéndose en el aliento de nuestro aliento. Él es el autor incansable de una oración que ya se está desarrollando en silencio, como dice san Pablo:

El Espíritu acude en ayuda de nuestra debilidad, pues nosotros no sabemos pedir como conviene; pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables. Y el que escruta los corazones sabe cuál es el deseo del Espíritu, y que su intercesión por los santos es según Dios (Rom 8,26-27).

Cualquier iniciación a la oración no tiene más finalidad que la de ayudarnos a tomar conciencia de esta savia vital, haciéndonos disfrutar de un don que hemos recibido, del que no podemos dejar de hacernos responsables y partícipes.

Para permitir que esta oración ya presente en nosotros emerja a la superficie de la conciencia, rociando todas nuestras facultades y haciendo vibrar el cuerpo al ritmo de sus deseos, primero debemos comprender mejor qué es el corazón y qué dificultades se nos presentan para alcanzar sus misteriosas profundidades.

Leyendo los Salmos de la Biblia descubrimos que el corazón es esa zona fronteriza entre nosotros y Dios, donde tenemos la posibilidad de ser percibidos tal como somos: «Señor, tú me sondeas y me conoces. Me conoces cuando me siento o me levanto [...]. Sondéame, Señor, y conoce mi interior, ponme a prueba y conoce mis pensamientos» (Sal 139,1-2.23). Es la sede en la que reposa nuestro deseo profundo, que Dios no ve el momento de poder satisfacer (cf. Sal 21,2-3). Es la fuente de todos los actos en los que nosotros tenemos la posibilidad de manifestarnos como personas.

El corazón tiene necesidad, sin embargo, de ser «circuncidado», cortado y entregado a su destino de amor: «El Señor, tu Dios, circuncidará tu corazón y el de tus descendientes para que le ames al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, y así vivas» (Dt 30,6). En efecto, también podemos separarnos de esta identidad profunda, cayendo en la hipocresía, como antiguamente señalaban los profetas a nuestros padres: «Este pueblo me alaba con la boca, y me honra con los labios, mientras su corazón está lejos de mí» (Is 29,13). En este alejamiento de Dios, el corazón se endurece hasta volverse insensible, de piedra. Solo queda esperar un proceso de curación que lo haga volver a latir al ritmo del amor:

Derramaré sobre vosotros un agua pura que os purificará: de todas vuestras inmundicias e idolatrías os he de purificar; y os daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Os infundiré mi espíritu (Ez 36,25-27).

La venida de Cristo en la carne de nuestra humanidad nos ha devuelto la esperanza de que en este lugar nadie se sienta ya atrapado por un sentimiento de culpa:

En esto conoceremos que somos de la verdad y tranquilizaremos nuestro corazón delante de Él, en caso de que nos condene nuestro corazón, pues Dios es mayor que nuestro corazón y lo conoce todo. Queridos, si el corazón no nos condena, tenemos plena confianza ante Dios (1Jn 3,19-21).

El mayor esfuerzo en la oración, después de que Dios se haya revelado como amor radical al hombre, ya no consiste en elevarse a un nivel alto e ideal para poder encontrarlo, sino en aceptar empezar y volver a empezar siempre desde el punto real en el que nuestra vida se encuentra. Una enseñanza presente en la Ley, retomada varias veces por Jesús, dice: «Amarás, pues, al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6,4). Según una traducción diferente y posible del texto, el mandamiento podría sonar así: «Amarás al Señor, tu Dios, en todo tu corazón, en toda tu alma y en