Ser para educar y educar para ser - José María Arnaiz - E-Book

Ser para educar y educar para ser E-Book

José María Arnaiz

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Beschreibung

No existe una educación "neutra": toda educación responde a un determinado concepto y a un determinado proyecto de ser humano. La originalidad de la educación marianista viene de la particular relación mutua entre estos dos términos desde los orígenes mismos de la fundación de la congregación. Podemos decir que, desde siempre, educación y carisma han configurado la misión marianista en una especie de relación simbiótica. En el ser y actuar marianista no existe por un lado la educación y por otro el carisma, que viene a darle un determinado "colorido", un "aroma", un "espíritu". El carisma marianista, en su misma raíz, se inspira en la educación en sentido amplio, no meramente formal, y se orienta hacia ella.

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Seitenzahl: 332

Veröffentlichungsjahr: 2018

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PRÓLOGO

En este libro que el lector tiene entre manos, el P. José María Arnaiz da cuenta del resultado de la conjunción entre dos realidades íntimamente relacionadas entre sí: la educación y el carisma marianista. La pregunta que subyace a lo largo de toda la obra es la que el mismo autor se plantea al comienzo del capítulo segundo: ¿cómo es la educación cuando es marianista? ¿Qué le añade este adjetivo a este sustantivo? ¿Cuál es nuestra originalidad? Por supuesto, el mérito del libro es la atinada respuesta.

De hecho, la originalidad de la educación marianista viene de la particular relación mutua entre estos dos términos desde los orígenes mismos de nuestra fundación. Podemos decir que, desde siempre, educación y carisma han configurado la misión marianista en una especie de relación simbiótica. En el ser y actuar marianista no existe por un lado la educación y, por otro, el carisma que viene a darle un determinado «colorido», un «aroma», un «espíritu». El carisma marianista, en su misma raíz, se inspira en la educación en sentido amplio, no meramente formal, y se orienta hacia ella.

De entrada, y de forma sintética, podemos decir que el carisma marianista es una manera, un estilo particular de vivir el evangelio. La vida marianista es, ante todo, una vida cristiana y, por lo tanto, como toda vida cristiana, tiene en la persona de Jesús su punto de referencia fundamental. Lo que vivimos y lo que hacemos tiene su fuente y su fin en lo que Jesús vivió e hizo. Ahora bien, en el seguimiento de Jesús siempre se han dado matices y estilos diversos de vida, según los aspectos de su persona y de su mensaje que más impactan, sea por las características personales del cristiano seguidor de Jesús, sea por las circunstancias que le toca vivir. Algunos de esos seguidores de Jesús han creado escuela, han fundado comunidades y obras a las que han transmitido su forma de vivir el evangelio. Han surgido así diversos «carismas» a lo largo de la historia del cristianismo. Así surgió también el «carisma marianista», fruto de la experiencia evangélica de un hombre, el beato Guillermo José Chaminade, nuestro fundador. Desde su particular forma de ser y desde la experiencia histórica que le tocó vivir, él también se sintió atraído de modo especial por un determinado aspecto de la persona de Jesús, que trató de vivir intensamente y de transmitir a los que le rodeaban. ¿Cuál fue su experiencia histórica? ¿Qué aspecto de la persona de Jesús le atrajo particularmente en esas circunstancias?

El P. Chaminade vivió de lleno y en propia carne la Revolución francesa. Era un joven sacerdote: tenía 28 años cuando estalló. Trasladado a la gran ciudad, Burdeos, es testigo de la persecución contra la Iglesia y la sufrió personalmente: vivió la clandestinidad y el exilio. Como sabemos, la Revolución francesa fue uno de esos grandes hitos en la historia de la humanidad, una verdadera convulsión histórica, que cambió la cultura, la mentalidad de las gentes y las estructuras sociales. Surge una nueva manera de concebir el mundo, las relaciones sociales y la organización del Estado. Su impacto en la historia fue de profundo calado. Podemos imaginar, pues, el impacto que produciría todo ello en la vivencia de aquel joven sacerdote. De entre los efectos de la Revolución francesa, hubo dos que le interpelaron de un modo particular: a) su impacto en la fe de las personas: con el endiosamiento de la razón humana, Dios desaparece de la escena del mundo y, con su desaparición, desaparece también, lógicamente, la fe; b) su fuerte impacto institucional: el grito emancipador «libertad, igualdad, fraternidad«, provocó un profundo cambio en las instituciones que, en mutua connivencia, habían gobernado la sociedad y tutelado al individuo, el Estado y la Iglesia, el Estado con la Iglesia, la Iglesia con el Estado.

En este contexto histórico y con esta experiencia personal de fondo, desde su preocupación por la recuperación de la fe y de la Iglesia como auténtica comunidad, Chaminade vuelve su mirada al evangelio. Dos son los aspectos que le impactan muy especialmente:

1) El papel de María en la historia de la salvación y, más concretamente, en la aparición del Salvador, Jesús, en nuestra historia. Es decir,el hecho de que Jesús, el Hijo de Dios, sea hijo de María. Eso que los cristianos conocemos como el misterio de la encarnación, misterio en el que María tiene un papel activo, no es mero sujeto pasivo.

La salvación de Dios para el mundo tuvo en María su puerta de acceso. Aconteció con Jesucristo, el Hijo de Dios, pero no pudo acontecer sin María. Ella es la persona indisolublemente asociada al Hijo de Dios en la historia. Gracias a su respuesta de fe, el Hijo de Dios es acontecimiento, es historia... y la historia queda así recuperada, por él, con él y en él, para el plan de Dios. Ella es la creyente, la «mujer de la fe», esa fe que Dios busca en la humanidad para generar en ella, por la acción del Espíritu, al Redentor.

«Si se trata, pues, de recuperar nuestro momento presente para reintroducirlo en el plan salvífico de Dios –piensa el P. Chaminade–, la humanidad necesita de nuevo a María». Se trata, pues, en cierto modo, de volver a ser María en nuestro mundo. Se trata de prolongar su misión, su papel en la historia de la salvación. Por eso, siguiendo la inspiración del P. Chaminade, los marianistas hacemos alianza con María«para asistirla en su misión».

2) El fervor y la autenticidad de la primera comunidad cristiana, auténtico testimonio de fraternidad evangélica, que contagiaba con su vida.

El P. Chaminade estaba profundamente convencido de que el mundo no puede ser convertido al evangelio si no le ofrecemos, como él tantas veces repetía, el testimonio de aquella primitiva comunidad, «el espectáculo de un pueblo de santos». De esta convicción se desprende el fuerte carácter comunitario que dio a todas sus fundaciones, desde las congregaciones de Burdeos a los institutos religiosos. En su acción misionera, evangelizar y «congregar», convertir y «agregar», van a la par. Como decimos los marianistas en la presentación de nuestra Regla de Vida, nuestro Fundador, «inspirado por el Espíritu de Dios, llegó a comprender las fecundas posibilidades que una comunidad cristiana entraña para el apostolado. Una comunidad puede dar el testimonio de un pueblo de santos, mostrando que el evangelio puede practicarse con todo el rigor de su letra y de su espíritu. Una comunidad puede atraer a otros por su mismo género de vida y suscitar nuevos cristianos y nuevos misioneros, que den origen a nuevas comunidades. La comunidad se convierte así en el gran medio de recristianización del mundo. De esta intuición fueron surgiendo los primeros grupos de hombres y mujeres que el Padre Chaminade fundó como congregaciones».

María y la comunidad son, pues, los dos ejes en torno a los cuales gira el carisma marianista. Pero ambos son contemplados por el Fundador bajo su aspecto generativo y educador: María es la humanidad generadora y educadora de la humanidad de Jesús, el Hijo de Dios, «hecho Hijo de María para la salvación de los hombres», nos recuerda nuestra Regla de Vida; la comunidad es el «seno materno», generador y educador del creyente y del misionero, y, al mismo tiempo, el fruto mismo de la misión, como lo muestran los Hechos de los Apóstoles. De ahí, como he dicho más arriba, que la perspectiva educativa esté presente en la raíz misma de la inspiración carismática de nuestro Fundador.

De estos dos ejes se deriva también la antropología marianista, la que está en la base de nuestra manera de educar. Con toda razón, el autor advierte que no existe una educación «neutra»: toda educación responde a un determinado concepto y a un determinado proyecto de ser humano. Y a lo largo del libro, irá dedicando algunos capítulos especiales a desarrollar los grandes rasgos de la antropología marianista que sustentan nuestro modo de educar.

En realidad, todos se derivan del fundamento mariano y comunitario del carisma.

1. La antropología marianista se deriva de la contemplación de un aspecto particular del hombre Jesús: su propia generación, es decir, de dónde viene, cómo aparece en la historia, cómo se engendra y se forma su humanidad. Como hemos dicho, se deriva del hecho de que Jesús es hijo de María. Por lo tanto, si se trata de recuperar la historia para reintroducirla en el plan salvífico de Dios, la humanidad necesita de nuevo a María. Se trata, pues, en cierto modo, de volver a ser María en nuestro mundo. María es la respuesta perfecta de la humanidad al amor de Dios que se ofrece en su Espíritu. Si Cristo es el icono del Dios Redentor, María lo es de la humanidad redimida. Y no de forma pasiva sino activa, por la fe. María nos muestra cómo la salvación que viene de Dios no se impone, sino que se ofrece y, por eso, requiere y aguarda la aceptación libre del hombre. Esta aceptación es precisamente lo que llamamos fe, una fe de la que María es el mejor exponente y la mejor educadora.

La fe de María fue el «requisito humano» de la encarnación. «Creyendo y obedeciendo –dice el Concilio Vaticano II– engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre» (LG 63). Gracias a su respuesta de fe, el Hijo de Dios es acontecimiento, es historia... y la humanidad queda así rescatada. Aparece el «hombre nuevo», engendrado en la fe de María. Para seguir generándolo, Dios sigue buscándola. La fe no es, pues, algo accidental o añadido a la educación cristiana, un apartado más en el currículo. Pertenece a su entraña misma. El hombre que pretende educar se genera en la fe y se desarrolla en la fe.

Ahora bien, sabemos que la fe no es fruto de la pedagogía humana, sino un don de Dios, una gracia. La educación, por muy buena y cristiana que sea, no puede garantizar por sí misma la transmisión de la fe, pero sí puede y deberá garantizar la formación de la persona humana «capaz de fe». No siempre encontrará la fe en el educando y, por lo tanto, no siempre podrá educar la fe, pero siempre podrá y deberá educar para la fe. Dicho de otro modo, la educación cristiana prestará siempre atención al desarrollo de las aptitudes y capacidades que abran al ser humano a una verdadera relación de fe con Dios, que se proyecta en una determinada relación con el prójimo, tal y como se nos manifiesta en María.

De aquí, algunos de los propósitos y rasgos antropológicos más importantes en todo proyecto educativo marianista, a los que el autor dedica el capítulo 4, denso pero fundamental. En su exposición, estos rasgos vienen analizados teniendo en cuenta el contexto actual de nuestra cultura, en la que la apostasía y la increencia rebelde del tiempo del P. Chaminade han dado paso a lo que quizás es algo todavía peor, la indiferencia. En el tema de la fe, el problema ya no es dar respuesta a las preguntas planteadas por la razón (así surgió toda la apologética de los siglos XIX y XX), sino hacer que surjan las preguntas que posibiliten la apertura creyente al mundo y a la vida.

2. La comunidad no es solo un eje fundamental y fundante del carisma marianista, sino una realidad consustancial al evangelio. Es, al mismo tiempo, su fruto y su ámbito imprescindible. La educación de la fe del creyente no puede darse fuera de ella. Tampoco la de cualquier ser humano si quiere realizarse como tal. La persona se forma en la relación con los demás 1 y alcanza su plenitud en la comunión con los demás, en el agape. Haciéndose hermano en el Hijo es como Dios nos reveló que estamos llamados a una fraternidad universal, una fraternidad que va más allá de los lazos de sangre o de raza y abraza toda la humanidad y, con ella, toda la creación (cf. Rom 8,19-21).

La educación marianista, y de un modo especial en el mundo de hoy, se centra en sacar a la persona de la prisión en la que le encierra el subjetivismo para devolverla al mundo relacional, del que no puede sustraerse sin condenarse a sí misma a la perdición. Tras el asesinato de Abel, Caín se transformó en un errante solitario. «Andarás errante y perdido por la tierra», le dijo el Señor. Y en ese momento se dio cuenta de que, matando a su hermano, se había condenado a sí mismo. «Cualquiera que me encuentre me matará», reconoció angustiado. Los relatos iniciales del Génesis muestran admirablemente una verdad antropológica fundamental: rompiendo con Dios y matando al hermano, el hombre queda referido a sí mismo y se pierde, condenado a esconderse, a «vestirse», a autodefenderse, a protegerse. Las dos grandes preguntas de Dios al hombre, así perdido, siguen resonando en la historia y en la vida de cada uno de nosotros: «Adán, ¿dónde estás?» y «¿dónde está Abel, tu hermano?». Como hemos visto, la persona es un ser en relación, que se hace en la relación y que, por lo tanto, se niega a sí misma cuando se encierra en sí misma y proyecta el mundo desde sí misma.

La educación marianista se basa en este rasgo antropológico fundamental. Con razón el autor presta especial atención al aspecto relacional del ser humano y dedica el capítulo 7 a la descripción de su desarrollo desde las cuatro relaciones fundamentales que lo forman: la relación consigo mismo, con los demás, con la creación y con Dios. Cuatro relaciones que, como él bien indica, parten siempre de un cuádruple «encuentro» que la educación marianista trata siempre de propiciar.

De estos principios fundantes se deducen consecuencias concretas para todas aquellas realidades en las que, y con las que, la educación marianista pone en práctica, encarna, su misión en cada lugar: desde el proyecto educativo hasta el tipo de instituciones y estructuras educativas que genera, así como el modo de gestionarlas. El lector irá encontrando en capítulos sucesivos cómo se conciben y se plasman desde la antropología marianista.

Es así como la educación marianista se entiende a sí misma, como una verdadera misión evangelizadora, misión que prolonga en el tiempo la misión misma de María en la historia de la salvación. De ahí el adjetivo «marianista». Hemos visto que, en ella, en la misión de María, se inspira la educación marianista en cuanto a los principios que la sustentan. Pero no quiero terminar este prólogo sin recordar que la misión de María no solo inspira esos principios, todos ellos compartidos por otros muchos igualmente comprometidos en la misión educativa cristiana, sino que también es inspiradora de las formas. Existe también un modo, un estilo típico marianista de educar. Sin ánimo de establecer dicotomías que no son reales, aun a riesgo de caer en la caricatura, solo por mor de la claridad de lo que quiero expresar, yo diría que las formas educativas marianistas, como es lógico, son más «marianas» que «petrinas». El educador marianista, aunque siendo en muchos casos un «docente», no es un «predicador» ni un adoctrinador. Como María en la visitación, es portador del Evangelio con su presencia, su modo de «saludar», de salir al encuentro del educando. En este sentido, en las primeras Constituciones, el Fundador nos dejó una serie de indicaciones preciosas que han marcado nuestro estilo y que en una ocasión como esta no podemos dejar de traer a la memoria. «El religioso se penetra para con ellos (los alumnos) de los sentimientos del Salvador y de toda la ternura de María. Por numerosos que sean, dilata su corazón para darles cabida a todos y llevarles sin cesar con él...» (a. 259). «El modo de enseñar la religión es cuestión de método... Pero el religioso que sigue exactamente cuanto está establecido a este respecto, está bien convencido de que no se inspira la religión en los niños por un método más o menos ingenioso, ni por un ejercicio de piedad, sino por el corazón del maestro cuando está lleno de Dios y simpatiza con el corazón de los alumnos» (a. 260).

Agradezco de corazón al P. José María Arnaiz, hermano y amigo, el haber escrito este libro y haberme invitado a prologarlo. Es reflejo de una larga experiencia histórica que el autor conoce bien, la experiencia de esa particular simbiosis marianista entre educación y carisma, que, durante dos siglos, ha aportado su particular grano de arena al desarrollo de la persona en muchos y variados lugares alrededor del mundo. Espero que este libro contribuya a la difusión de la educación marianista y, sobre todo, a que se la conozca mejor «por dentro». También espero, como el mismo autor lo desea, que contribuya a renovar en todos nosotros el encanto y la ilusión por la importantísima misión evangelizadora de la educación.

La Iglesia sigue necesitándola y necesitando buenos educadores. Como el Papa Francisco reconoció ante la plenaria de la Congregación para la Educación Católica, reunida el 13 de febrero de 2014, en plena celebración del 50 aniversario de la declaración conciliar Gravissimum educationis:«La educación católica es uno de los desafíos más importantes de la Iglesia, comprometida hoy en la nueva evangelización, en un contexto histórico y cultural en constante transformación».

Y más adelante, exponiendo las necesidades que tiene la educación católica hoy, dijo: «En el encuentro que mantuve con los superiores generales, destaqué que hoy la educación se dirige a una generación que cambia y, por tanto, todo educador –y toda la Iglesia, que es madre educadora– está llamado a cambiar, en el sentido de saber comunicarse con los jóvenes que tiene delante. Quiero limitarme a recordar los rasgos de la figura del educador y de su tarea específica. Educar es un acto de amor, es dar vida. Y el amor es exigente, pide utilizar los mejores recursos, despertar la pasión y ponerse en camino con paciencia junto a los jóvenes. En las escuelas católicas el educador debe ser, ante todo, muy competente, cualificado y, al mismo tiempo, rico en humanidad, capaz de estar en medio de los jóvenes con estilo pedagógico para promover su crecimiento humano y espiritual. Los jóvenes tienen necesidad de calidad en la enseñanza y, a la vez, de valores, no solo enunciados sino también testimoniados. La coherencia es un factor indispensable en la educación de los jóvenes. Coherencia. No se puede hacer crecer, no se puede educar sin coherencia: coherencia, testimonio».

MANUEL CORTÉS, SM

Superior General

Roma, enero de 2017

EDUCAR NOS MUEVE

Educar es una pasión marianista que se afirma y se renueva. Desde la fundación de la Compañía de María, los marianistas hemos sido educadores. Las palabras «educación» y «acción educativa» están en el corazón de nuestra historia. Durante estos doscientos años, hemos identificado esta tarea con el hecho de hacer brotar, desencadenar y desarrollar lo mejor de las potencialidades de cada ser humano para que sea feliz y haga felices a los demás. Entendemos que, de esta manera, se da calidad y plenitud a la persona del niño y del joven, y se les prepara para servir preferentemente a los más necesitados.

Educar nos apasiona: esta vocación nos ha movido y nos mueve a los marianistas.Bien sabemos que la educación es al hombre lo que el molde al barro: le da forma. El carisma marianista convoca para entregarse con generosidad a esta misión educativa hoy y nos impulsa a crear algo nuevo para el mañana. Por ello, debemos poner la acción educativa en el corazón del proyecto misionero: la formación, la espiritualidad y las estructuras, y, al mismo tiempo, afirmar y constatar que todo se lleva a cabo desde el modo marianista de entender la verdad, la belleza y la bondad.

La escuela es para nosotros un lugar privilegiado de evangelización y humanización. La escuela deja huella en el ser humano.Lleva al educador marianista a hablar de lo que será y no tanto de lo que fue; le pone mirando hacia el futuro. Le hace maduro y capaz de engendrar porque le sitúa creyendo en el hoy de la vida consagrada y cristiana y en su misión. Le impregna de sentido de compromiso y de servicio a la sociedad y la Iglesia. Además, le curte en el diálogo claro con los más jóvenes y así se convierte en persona puente, dispuesta a recrear una nueva vida que afronte la evangelización en el aula y en la calle. El buen educador marianista es persona fecunda, capaz de dar vida e indispensable en la reestructuración de la visión, las tareas y la vida de la Familia Marianista.

Me gustaría dejar claro al comienzo de este escrito que, cada vez que aparezca la palabra «educar», estaré refiriéndome esencialmente al hecho de cooperar con Dios en formar hombres y mujeres para los demás, conscientes de sí mismos y del mundo que les rodea, comprometidos en la tarea de la transformación del mismo en una sociedad fraterna y justa. Detrás de esta palabra, siempre hay generosidad y entrega. La educación pone a la persona en situación de encuentros que le transforman. Asimilaremos el término «educar» a otras acciones entrelazadas y complementarias: acoger, transmitir, transformar, invitar, animar, acompañar, dejar crecer, compartir y reconocer. Esto es educar.

Como veremos más adelante, el contexto cultural, socioeconómico y religioso ha cambiado radicalmente. Han aparecido los procesos de globalización, el individualismo y una cierta deslegitimación de las instituciones. Todo ello produce desafíos nuevos para el sistema educativo. Este solo tendrá futuro si es realmente significativo en los contextos de sociedad abierta y democrática que todos deseamos como modelo de convivencia. Por ello, en estas páginas nos preguntaremos cuál es la novedad que la experiencia marianista deberá aportar a los procesos educativos de nuestros días. Sabemos que ella es un proyecto en marcha, no una realidad que hay que conservar en formol. Una realidad que exige y aporta mucho espíritu y mucha energía, la suficiente para llevar a cabo las necesarias reformas educativas.

Por primera vez en la historia de la humanidad, el desarrollo de la educación considerado a escala planetaria, tiende a preceder al desarrollo de la economía. Por primera vez, también, la educación se orienta a preparar hombres y mujeres para tipos de sociedades que todavía no existen. En otras palabras, de una u otra forma, la educación se está convirtiendo en la piedra angular del caminar actual y en la realidad humana, sociopolítica, cultural y religiosa que nos ayudará más y mejor a afrontar las exigencias del nuevo siglo. Está por encima de la tan «idolatrada» tecnología. «La tecnología no es la solución a nuestros problemas, sino la educación. El siglo XXI va a ser el siglo de la educación y ese será su verdadero reto colectivo» (G. Lipovetsky).

Son convicciones, intuiciones, esperanzas, pasiones, propuestas concretas y grandes orientaciones las que han hecho nacer este libro. A la educación marianista le corresponde contribuir a transformar el sistema educativo y alentar innovaciones en la educación institucionalizada. Y lo puede lograr. Para ello, ofreceremos a lo largo de esta obra el marco y el modelo educativo propios, que pueden desembocar en un cambio sistémico y en unas transformaciones significativas e identitarias. Ofrecemos en estas páginas una gran propuesta y un desafío: la de abordar una reforma de la educación marianista que centre nuestro empeño educativo para los próximos años.

Al publicar este libro, he tenido ante mi mirada, por supuesto, a sus destinatarios. A los marianistas religiosos que se hicieron tales para evangelizar educando y educar evangelizando; a los marianistas laicos que están implicados en las obras educativas marianistas por la misma razón; a todos los educadores que trabajan en los colegios marianistas y lo hacen por vocación de servicio y como ejercicio de una profesión exigente y que, a la larga, produce la satisfacción de hacer mucho bien; a todos los educadores que, en el proceder educativo marianista, encuentran motivaciones, buenas prácticas y el mejor hilo conductor para su propio actuar educativo. En una palabra, a todos los actores de la labor educativa que se lleva a cabo en un colegio marianista.

1

EDUCACIÓN MARIANISTA:ELEMENTOS NUEVOS

Los marianistas, religiosos y laicos, consideramos la educación como la fuerza del presente y también del futuro. Y ello por dos motivos. Por una parte, es el mejor camino para ofrecer una cultura con sentido, para formar personas con proyecto personal y sociedades integradas e integradoras. Sirve para desplegar lo humano y lo divino que hay dentro de nosotros de una manera conjunta.

Por otro lado, es el instrumento más poderoso para realizar los grandes cambios de la humanidad. Confucio afirmó: «Donde hay buena educación, no hay distinción de clases».En nuestros días, Nelson Mandela lo ha expresado con no menos contundencia: «La educación es el arma más poderosa para cambiar el mundo».

Toda auténtica obra educativa marianista trata de conjugar y entrelazar bien «el compartir, el creer, el crecer». Estos verbos, que resumen la acción educativa marianista, se potencian entre sí y precisan lucidez, audacia y valentía. A través de ellos se da sentido a la vida humana y se refuerza la necesaria espiritualidad, se desarrolla la creatividad y la fuerza transformadora así como el estímulo para ser más y mejores. Calidad, excelencia, esfuerzo, servicio, estímulo, alegría y generosidad se juntan en la actividad educativa marianista. Y, al interrelacionarse, no solo se suman, sino que se multiplican.

Con el correr del tiempo han ido variando los protagonistas y destinatarios de esta educación marianista. Así lo han exigido los numerosos cambios de la sociedad y de la Iglesia y los diferentes principios que los han convertido en proyectos educativos siempre renovados. Las transformaciones siguen siendo constantes y profundas. En todo este proceso, nos orienta nuestro rico patrimonio de sabiduría y de tradición: «Ante los complejos desafíos de nuestro tiempo y nuestra responsabilidad de anunciar el Evangelio a todos los hombres y mujeres, somos profundamente conscientes del rico patrimonio de sabiduría y tradición que hemos heredado de los que nos han precedido» (Capítulo General de 1996).

Fruto de este empeño renovado estamos convirtiendo la educación en formación, convivencia, liberación, transformación, superación, innovación y creación. La escuela tiene la última palabra en las grandes transformaciones culturales, sociales, políticas, económicas y religiosas. A su vez, hemos de recrear la escuela constantemente; el educador debe reinventarse cada día.

Esta concepción dinámica de la educación marianista se transforma en una concepción también de una pedagogía que parte de esta gran constatación: educar es una experiencia de vida y un proceso, un proceso educativo que tiene sus tiempos, niveles, modalidades y necesidades. Tiene distintos destinatarios y sujetos activos. Este proceso es una formación constante en valores y está centrada en la persona. Exige y proporciona a los formandos y a los formadores un proyecto de vida. En ese proyecto cuenta mucho la capacidad de acogida, encuentro, discernimiento, animación, acompañamiento y testimonio.

Con todo, debemos reconocer que la tarea educativa de la Compañía de María en algunos lugares se encuentra en un momento de cierta crisis, pues son más las sombras que las luces. Son muchos los factores que contribuyen a que así sea. Van desde las dificultades derivadas de la realidad política de los Estados, pues hay gobiernos que ponen restricciones a la educación particular o católica, hasta las presiones económicas que hacen difícil la sostenibilidad de las obras educativas, así como la escasez de religiosos en ellas. En algunos momentos, se llega a cuestionar la supervivencia de la educación católica. A pesar de ello, causa una verdadera admiración la entrega generosa de no pocos educadores, directivos, religiosos marianistas y personal de servicios, que siguen creyendo en la necesidad vital para el mundo de hoy de una educación integral, como intenta ser la marianista.

De esta realidad ha nacido este texto sobre la educación marianista. Recoge parte de lo dicho y escrito sobre esta tarea hasta hoy y quiere poner de relieve lo que es fundamental en ella.

Esta educación, como ya hemos indicado, tiene su originalidad. Para empezar, está encarnada en laicos y religiosos. El educador marianista tiene un perfil propio y el fruto de su tarea, también. Por otra parte, las instituciones en las que se lleva a cabo tienen unos rasgos carismáticos específicos. En toda obra educativa auténticamente marianista, los alumnos, padres y educadores quedan marcados con determinadas características y adquieren un especial modo de ser, aprender, convivir, y proceder.

La educación marianista cultiva y ahonda en la calidad, profundidad y originalidad de las cuatro relaciones que convierten al ser humano en una persona integral e integradora. En primer lugar, en la relación consigo mismo se le desarrollará la interioridad, la espiritualidad, el ser sujeto, el estar recogido, el escuchar y escucharse. Que «lo esencial es lo interior» es mucho más que un buen consejo del Fundador. En segundo lugar, en relación con los demás, desarrollamos la actitud de ser con, para y por los demás. Así, el ser humano se hace generoso, solidario, ciudadano, comunitario, interrelacionado; aprende a comunicarse, a convivir y a estar con los demás.

En tercer lugar, en relación con lo creado, esto es, tierra, plantas, animales, agua, sol, luz, frutos, aprenderá a cuidarlos, respetarlos y admirarlos. En cuarto lugar, en relación con Dios, con el ser transcendente que nos creó, nos sostiene, nos escucha y al que escuchamos y hablamos, aprenderá a tener fe y a agradecer, a pedir ayuda y a alabar. Él es fuente de vida y pozo del agua pura y cristalina que nos fecunda.

Una sana antropología nos lleva a concluir que hay que lograr un modo de ser que evite consumir vivencias sin hacer de ellas experiencias profundas. Por lo mismo, en la educación marianista nos hemos esforzado por llenarla de originalidad y calidad, y tenemos que seguir haciéndolo. Debemosoptar por evangelizar la educación y no tanto por usar nuestro sistema educativo para evangelizar.Así terminaremos desarrollando en el educando lo mejor de sí y fortaleciendo su dimensión estética, espiritual, ética y social. De ahí daremos el salto a la religión y no al revés. De ese modo, la cultura que se transmite ofrecerá sentido al ser humano y a este lo consideraremos como proyecto y con proyecto personal.

A lo largo de la intervención educativa buscamos perfilar un modelo de persona y de sociedad. De este modo, intervenimos en el modo de ser, sentir, actuar, convivir y de enfrentarse a la vida. Y con ello queremos llegar y formar personas completas, integrales y auténticas. Los alumnos de los centros educativos marianistas tienen que ser buenos ciudadanos, competentes, compañeros, compasivos, comprometidos y creyentes 2. Estos rasgos deben hacerse realidad en las estructuras de los edificios, en las celebraciones, en el lenguaje, en los ejemplos de vida, en las propuestas y decisiones. Tienen que orientar las evaluaciones y las motivaciones, los contenidos culturales y los proyectos personales. Se deben convertir en cultura y espiritualidad. Un carisma que se hace cultura es especialmente fecundo.

Para ello es fundamental identificar y describir bien el modelo pedagógico que se emplea para que la acción educativa sea significativa y valiosa. En el fondo, el modelo pedagógico es un modo de proceder que nos permite dar el salto de una visión educativa a una realización educativa inspirada, fecunda, concreta y cotidiana.

No podemos olvidar que la educación se pone en juego siempre en un determinado contexto. En el de ahora cuenta mucho la globalidad, que potencia muchas realidades buenas, pero también multiplica la superficialidad: esta ha aumentado y lo ha invadido todo. Por ello, nos urge cuidar y cultivar la profundidad.¡Qué bien hace una educación cimentada en el saber profundo y arraigada en lo más hondo de la persona! La globalidad no debería anular lo local y concreto: lo tendría que colocar en su verdadero contexto y potenciarlo. No podemos olvidar el buen consejo de san Ignacio: «El bien, cuanto más universal es, resulta ser más bien».

Es necesario dejar constancia de que esta formulación de lo que es la educación, el educador y el educando marianista se hace en un momento de profundos cambios culturales. La sociedad está ansiosa de cambio. Ya no hay marcha atrás.El modelo que subyace a estos cambios y la nueva propuesta educativa marianista precisa concretarse y ello no siempre es fácil. Sin duda, estamos en una sociedad fragmentada que tenemos que conseguir articular. En ella, a su vez, hay que valorar todo lo positivo de la persona, la conciencia de la vida y la búsqueda del sentido de la misma. Ese modo de proceder se ha definido y explicitado últimamente con las cinco características (educar para la formación en la fe, ofrecer una educación integral y de calidad, educar en el espíritu de familia, educar para el servicio, la justicia y la paz, y educar para la adaptación y el cambio) que han servido mucho y bien a nuestras obras marianistas del mundo entero. Como veremos en el capítulo VI, ellas son el fundamento y el fruto de una reflexión renovada sobre la experiencia de nuestra educación, a la luz del aporte hecho durante muchos años desde la experiencia del apostolado educativo.

Las dos claves para formular el contenido de estas características son la tradición y el proyecto. Este se ha formulado en el pasado y se está formulando en nuestros días a partir de la tradición, de la buena experiencia acumulada por los marianistas en estos doscientos años. A su vez, el proyecto educativo nos confirma que la tradición precisa proyección, alternativa, respuesta a los desafíos de hoy y a los que vendrán. Como acostumbra a decir el gran antropólogo chileno Maturana, para que el pie derecho dé un paso hacia delante, seguro y decidido, tiene que estar bien asentado y firme el izquierdo.

La tradición educativa marianista ha sido fecunda en las respuestas a las situaciones nuevas, tantas veces imprevistas e improvisadas, lo cual nos permite pensar en un futuro prometedor. Pero bien es verdad que no se pueden juntar y amalgamar estudiantes del siglo XXI con edificios y recursos del XX y educadores del XIX. Ese no es el modo de entender bien lo que es la tradición. Así no se llega a hacer realidad un nuevo paradigma. Se nota que este es auténtico cuando deja a educandos y educadores con raíces y alas. La educación marianista tiene futuro y ello, en buena parte, se debe a que tiene pasado y presente: lo mejor siempre nace de lo bueno. Esta triple mirada nos confirma que, para educar bien, hay que renovarse siempre y acertadamente. En educación, más que en cualquier otra realidad humana, se cumple el dicho: «Renovarse o morir». Lamentablemente, hay quienes, consciente o inconscientemente, optan por morir.

En esta tarea, además del tiempo también cuenta el lugar. La educación marianista tiene que ser global, tiene que aprender a dar y a recibir de los diferentes lugares donde está presente en un mismo país o en los diferentes países del mundo; tiene que acostumbrarse a pensar globalmente para poder actuar localmente. Las fronteras excesivamente altas no hacen bien al actuar educativo marianista: separan lo que tantas veces debería estar unido. A nuestra educación le vienen mucho mejor los puentes, los intercambios, los vínculos, las redes; aprender de los que saben y enseñar a los que nos piden compartir lo que es acertado y valioso. Los contextos culturales diversos se convierten en exigencia de originalidad para todas las propuestas educativas. Para educar bien en nuestros días hay que hacerlo en red y auténticamente «enredados». Intercambiar es enriquecer y enriquecerse y no podemos renunciar a hacerlo.

De una manera especial se tienen que incrementar la comunicación y la colaboración entre educadores y familia. Este paso es decisivo en la educación marianista. La familia necesita cada vez más al colegio y el colegio a la familia. Hay tareas y funciones educativas que la actual realidad de la familia no lleva a cabo y le correspondería hacerlo. El colegio tampoco lo hace ya que las considera responsabilidad de la familia. Así, el uno por el otro, la casa queda tantas veces sin barrer.

En la educación marianista se sabe bien que la escuela no sustituye a los padres sino que los complementa; tampoco la familia sustituye al centro educativo sino que lo apoya y refuerza. Así se quiere terminar con la brecha que se ha abierto entre familia y sociedad y entre familia y escuela.

Estas reflexiones previas nos ayudan a establecer los elementos centrales de este libro. El hilo conductor será el intento de unir bien dos palabras y dos realidades: «educación» y «marianista». El vínculo entre ambas nace de la estrecha relación de nuestra identidad con nuestra misión. Esta afirmación estará en el corazón de esta obra y nos va a permitir hablar de una cultura y un lenguaje, de una visión original de la persona, de una pedagogía, de una institución educativa y de un calendario de actividades marianistas.

Daremos un paso más y hablaremos del fruto de esta educación y de este educador. Como ya hemos sugerido, las seis «ces» que figuran en el subtítulo de este libro nos ayudarán a identificar la huella que deja y la transformación que produce la educación marianista. La realidad carismática marianista potencia la tarea educativa. Esta tarea educativa, a su vez, y en todo caso, es un buen campo de acción y transmisión de un carisma.

Por supuesto, en estas páginas se encontrarán experiencias educativas, reflexiones e iniciativas; evaluaciones y propuestas; posibilidades y dificultades. Y no podemos dejar de dar un relieve especial a la potencialidad apostólica de los colegios marianistas. Un colegio es un instrumento privilegiado de formación en la fe y en la justicia. Hay una expresión marianista que extiende esta acción e influencia de la educación llevada a cabo en nuestros colegios a toda la vida y que usamos especialmente cuando compartimos con los exalumnos: «Esta acción educativa comienza en la cuna y llega hasta la tumba».

Vamos a recoger los elementos comunes de esa tradición educativa marianista y a situarlos en el contexto actual para proyectarlos hacia el futuro. Esta buena integración confiere un perfil especial al educador, al educando y a la acción educativa. Por supuesto, tiene que ser de calidad, inclusiva e integral para llevar a cabo la encarnación de un auténtico espíritu.

En el origen de todo esto está el sueño de educar a la juventud que tuvo el P. Chaminade; sueño, por lo demás, que sigue vivo y que está dando identidad a todo en nosotros y, de un modo especial, a nuestra actividad educativa. Sin duda que del «espíritu marianista» nace un especial tipo de educación que trataremos de describir de la mejor manera posible. Un carisma auténtico inspira un modo particular de educar. En las páginas siguientes iremos desgranando los diferentes elementos que constituyen y alimentan la educación marianista.

1) Marianista y educador

El marianista estará muy marcado por la tarea educativa. Esta tarea contribuye a darle una especial calidad e identidad. Ella influirá en su misión, en su tarea transformadora y de servicio a la sociedad, en su espiritualidad, vida comunitaria, solidaridad y, de una manera especial, en su formación. Quedará marcado por determinadas competencias.

2) El sustrato antropológico de la educación marianista

Nuestra tarea educativa se basa en una espiritualidad y un carisma, pero no es menos cierto que se apoya también en una antropología fundamental y en una filosofía de la educación. Sin una visión consistente de la persona, del mundo y de la sociedad no se puede llevar a cabo una obra educativa sólida. La educación nunca es neutra: se pone siempre al servicio de lo que está llamada a ser la persona que educa y la que es educada.

3) El contexto en la educación marianista

Para educar bien se precisa la sintonía con el contexto. Ni el educador ni el estudiante son seres aislados, sin referencias y relaciones, actores solitarios. Más aún, esta educación está llamada a cambiar ese contexto, a ponerlo a tono con una sana humanidad y con el evangelio, y para ello se tiene que precisar el perfil de sociedad que se quiere conseguir.

4) Características de la educación marianista

Las comentaremos y nos ayudarán a caracterizar este trabajo educativo. Desde ellas ofreceremos una alternativa real, un modelo sostenible de educación con perspectiva de futuro.

5) Descripción del ser humano «producto» de la educación marianista como fruto del cultivo de las diversas relaciones

Todo buen proyecto educativo desemboca en actitudes marcadas por la superación, la integración y la inclusión. En esa antropología es clave el principio de la relación. Somos el fruto de las relaciones que vivimos, hemos vivido y seguiremos viviendo. No podemos olvidar, tampoco, que la auténtica relación se afirma y consolida en los encuentros.A su vez, dejaremos claro que el encuentro nos hace salir de la autorreferencialidad y promueve la actitud de apertura.

6) El Proyecto Educativo Marianista (PEM)

Será necesario presentar un proyecto educativo marianista paradigmático que plasmará los objetivos, las metas, el contexto y todos los elementos que se ofrecen para hacer realidad los desafíos de las obras educativas marianistas. Recoge lo que se debe encarnar en todo colegio marianista. Hablar de proyecto educativo es marcar un rumbo y ponerse en camino. El PEM recoge, concreta y da forma a muchas de las ideas de estas páginas.