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El título "Una nueva forma de ser Iglesia es posible y urgente" nace de una fuerte convicción: no existe aquello que no se puede cambiar, ni ninguna muerte que no se pueda transformar en vida. Lo dice el propio autor, José María Arnaiz, sacerdote marianista español afincado en Chile, ex secretario general de la Unión de Superiores Generales. En su opinión, esa nueva forma de ser Iglesia corresponde básicamente a "una Iglesia sinodal, profética, esperanzadora y convertida a Jesucristo".Y eso es lo que pretende con este libro: ofrecer elementos y pistas de reflexión, herramientas y sugerencias para motivar la puesta en marcha de un proceso que lleve significativamente a la renovación de una Iglesia que sea cada vez más evangélica y evangelizadora.Dicho de otra manera: una Iglesia que fije los ojos en Jesús y en su Evangelio con la convicción de que tiene que hacerse cargo de los pobres. Los cambios que ello supone son de "vino" y de "odres", y ambos tienen que ser nuevos, distintos, y facilitar una cercanía al pueblo de Dios. "Se trata de vivir de manera distinta, de resistirnos a que todo siga igual, de rechazar seguir haciendo todo como siempre"."Este libro –dice en el prólogo monseñor Santiago Silva, presidente de la Conferencia Episcopal de Chile– me atrevería a catalogarlo en el género de 'enseñanza profética'. (…) Es urgente estrenar una 'nueva hoja de ruta' a partir del encuentro con el Resucitado. Solo el encuentro con él provoca cambiso sustanciales de vida y de las estructuras que sostienen la vida cristiana y eclesial".
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Seitenzahl: 372
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Presento el libro que José María Arnaiz acaba de escribir y, desde su título, es tan actual como sugestivo: Una nueva forma de ser Iglesia es posible y urgente.
José María tiene un buen número de publicaciones. Uno de sus últimos libros es Queridos chilenos y chilenas (Santiago de Chile, San Pablo, 2018), una recepción en clave personal y pastoral de la visita del papa Francisco a Chile. Ya aquí deja traslucir, como cristiano y sacerdote, la gran intensidad con que vive estos momentos de la Iglesia y, al igual que muchos de nosotros, confiesa su indignación a la vez que su gran amor por la Iglesia universal y chilena. Esta intensidad se traduce en una espiritualidad marcada por el discernimiento y una teología que ilumina nuevas formas de ser Iglesia y de evangelizar la sociedad actual. Por su condición de religioso marianista, la figura de María le ha servido de espejo para ver reflejado en ella el modo de ser y proceder de la nueva forma de ser Iglesia.
Ya en la década de los ochenta, un autor afirmaba que «lo que está en crisis no es el cristianismo, sino la forma de ser cristiano». Una «crisis», desde su explicación etimológica, tiene dos caras: así como es «acción que separa, escinde, divide», es también «discernimiento, juicio y decisión». La crisis nos ofrece la posibilidad de la cordura en tiempos de ruptura. Por eso ella misma está henchida de la posibilidad de suscitar caminos nuevos que superen aquellas rutas que nos deshacen como discípulos de Jesús y como pueblo de Dios.
Este libro me atrevería a catalogarlo en el género de «enseñanza profética». Este género está bien representado en varios autores cristianos contemporáneos. Pero más que en el profetismo del Antiguo Testamento hunde sus raíces en los profetas cristianos del Nuevo Testamento, bien representado en textos paulinos (1 Cor 12; 14) y en las cartas de Juan (1 Jn 4,1-6), entre otros escritos. El calificativo de «profética» a «enseñanza» hace de esta un saber con intuiciones teológicas, pastorales y humanas que plantean –a la luz de Jesús y su Evangelio– nuevas formas de ser y quehacer para el pueblo de Dios en el mundo, y particularmente en Chile, en medio de la crisis por haber perdido el rumbo en la protección de niños y adultos vulnerables.
La propuesta central del autor en estos tiempos de crisis es una Iglesia «sinodal, profética, esperanzada y esperanzadora». Por lo mismo, una Iglesia cada vez más centrada en Cristo Jesús. El auténtico encuentro con Cristo genera una Iglesia convertida a él y centrada en él. Pero no se puede vivir en Cristo sin ser signo de esperanza en las dimensiones de «pueblo de Dios esperanzado» y «esperanzador». Lo primero porque, centrado en Cristo, la Iglesia tiene la certeza de que la vida del Resucitado venció a la muerte y al pecado; lo segundo porque se construye con parámetros evangélicos tales que los miembros de dicho pueblo viven y gestionan una realidad con vocación de trascendencia, es decir, llamada a la plenitud escatológica.
La fortaleza en las crisis y el discernimiento en ellas en cuanto pueblo de Dios exigen la práctica del carisma de profecía y un caminar sinodal. Si la realidad tiene vocación escatológica, el profetismo en la Iglesia está llamado a discernir los caminos que hay que recorrer para no desdecir dicha vocación y, a la luz de esta, desvelar las fuerzas del mal con las que el pueblo de Dios vive en complicidad. La invitación de José María es a la parresía para terminar con «el invierno de la profecía». El caminar sinodal se sustenta en la idéntica condición de hijos de Dios y la igual dignidad de todos los miembros del pueblo de Dios; su consecuencia es que siempre y todos tienen algo que aportar y, por lo mismo, merecen ser escuchados y tomados en cuenta. La Iglesia es tarea comunitaria, porque es «la comunidad» de Jesucristo.
Por tanto, es urgente estrenar una «nueva hoja de ruta» a partir del encuentro con el Resucitado. En efecto, solo el encuentro con él, el testimonio y la predicación del kerigma, cuyo centro es el anuncio de la resurrección de Jesús y de su condición de Señor, provoca cambios sustanciales de vida y de las estructuras que sostienen la vida cristiana y eclesial. Esta experiencia está en la base de las primeras comunidades y explica el testimonio atrayente de sus vidas ante la gente de las urbes grecorromanas. A esto hay que agregar, como también indica José María, la atención privilegiada a los pobres y a las víctimas de abusos.
Tendrá que brotar de aquí no un cristianismo instalado, de «más de lo mismo», sino de diáspora; no uno de grandes masas, de sociedad de cristiandad, sino de convicción personal; no un cristianismo de «perfectos» que surge de la búsqueda voluntariosa de la perfección cristiana, sino de «santos», que es participación de la vida del Santo, Jesucristo. Solo así el actual presente de la Iglesia en el mundo y en Chile tendrá futuro.
La crisis nos pone ante una posibilidad maravillosa: recrear desde la Palabra de Dios nuestra identidad de pueblo de Dios y nuestro servicio como tal al mundo. Para eso hay que comprender qué dice el Espíritu a las Iglesias (Ap 2,7), para descubrir cómo hoy Dios quiere que seamos discípulos misioneros del Señor de la historia y de la vida.
+ SANTIAGO SILVA RETAMALES
presidente de la Conferencia Episcopal de Chile
exsecretario general del CELAM
«Otro Chile es posible» es el nombre de una Fundación en la que me toca participar y que me ha dejado con un esquema mental que quiero aplicar a esta reflexión que lleva por título: Una forma nueva de ser Iglesia es posible y urgente. Título que nace de una fuerte convicción: no existe aquello que no se puede cambiar ni ninguna muerte que no se pueda transformar en vida.
Esa nueva forma de ser Iglesia corresponde básicamente a una Iglesia sinodal, profética, esperanzadora y convertida a Jesucristo. En estas páginas querría ser capaz de ofrecer elementos y pistas de reflexión, herramientas y sugerencias para motivar la puesta en marcha de un proceso que lleve significativamente a la renovación de una Iglesia que sea cada vez más evangélica y evangelizadora.
Una Iglesia que fije los ojos en Jesús y en su Evangelio con la convicción de que tiene que hacerse cargo de los pobres. Los cambios que ello supone son de «vino» y de «odres», y ambos tienen que ser nuevos, distintos, y facilitar una cercanía al pueblo de Dios.Esta real conversión eclesial no es de un remiendo, sino una novedad bien revolucionaria tanto en su mensaje como en su actuación. Se trata de vivir de manera distinta, de resistirnos a que todo siga igual, de rechazar seguir haciendo todo como siempre. No queremos una Iglesia hecha de componendas y de arreglos y con una vida superficial, ya que está claro que así no infunde alegría ni dinamismo en nuestros corazones, porque está sumergida en una profunda crisis.
Elaborar la propuesta de esa Iglesia que se transforma para responder a su misión es una tarea que se inició con su nacimiento. Tiene una historia, y de ella vamos a hablar. Para K. Rahner, esa actividad, como expresó al terminar el Concilio Vaticano II, fue siempre para el pueblo de Dios un deber y una oportunidad;y sigue siéndolo. Como vamos a ver más adelante, estos tiempos son los de una profunda e inédita crisis de fe y en la que es urgente identificar y poner nombre a los grandes cambios religiosos, culturales, sociales, tecnológicos, económicos y políticos, a las llamadas de nuevas estructuras de autoridad y participación en las decisiones y a los movimientos relacionados con la globalización, la distribución de recursos y el medio ambiente. En una palabra, la Iglesia precisa estrenar una nueva «hoja de ruta».
Son momentos difíciles para la Iglesia y, por tanto, se le pide proceder con lucidez y responsabilidad. Sería funesto que viviera hoy sorda a las llamadas que le llegan: desoyendo las palabras de vida del Evangelio, no escuchando su buena noticia, no captando los signos de los tiempos. Difícil y duro es vivir en la Iglesia encerrados en nuestra ceguera y sordera, en la apatía y la desolación, en la rabia y la tristeza, en el dolor y hasta en la vergüenza que tanto abundan en ella y en torno a ella. Sin duda, esta decepción es mayor entre los jóvenes, ya que han crecido escuchando la arenga posmoderna y progresista hostil a la Iglesia católica. Esta no debe olvidar que la tierra prometida está por delante, no por detrás, y que su salida de esta crisis no será inmediata. Llevará tiempo, ya que, en el fondo, está radicada en que jerarquía y sacerdotes se alejaron en su actuar del Evangelio y de las enseñanzas de Jesús y, por el contrario, se enfocaron en mantener el poder en sus diversas formas.
La Iglesia, como ha intentado en algún momento,no debe pretender perpetuarse como sistema rígido y fijado de una determinada manera y para siempre. Su encuentro con quien la fundó, Cristo Jesús, la tiene que llevar a una conversión continua, fruto de una conversación con los mundos en los que se halla presente, y así renovarse y responder a su gran tarea de ser sacramento universal de salvación.
Por eso queremos presentar un recorrido para conocer mejor a Jesús y dejar entrar en la Iglesia la fuerza liberadora y transformadora de su Evangelio.Los seguidores de Jesús no deberíamos perder la confianza y el aliento. Nuestra sociedad está urgida de testigos vivos que ayuden a seguir creyendo en el amor, ya que no hay porvenir para el ser humano si termina perdiendo la fe en el amor.
Por tanto, está claro que no podemos limitarnos a aceptar la realidad actual de Iglesia ni contentarnos con lo que se vive. Hemos de abrirnos a un futuro desafiante que, en el fondo, ya está comenzando. La Iglesia debe ser la reserva espiritual de la humanidad, pero ha entrado en crisis. No puede menos, como propongo en estas páginas, que iniciar un camino de búsqueda de su más auténtica identidad, que la llevará a ser, en lugar de una Iglesia de masas, una Iglesia pequeña grey, minoritaria, donde se viva un cristianismo de diáspora y los cristianos seamos tales no por tradición sociológica, sino por convicción personal y con una verdadera calidad cristiana. En el fondo, así se pasará de una comunidad de masas a una comunidad de creyentes.
No hay ninguna duda de que la realidad de la Iglesia se ha complejizado y problematizado. Uno diría que muchos de sus integrantes ahora son de «pertenencia débil», ya que no han descubierto todavía lo más apasionante del Evangelio; o peor aún, son de «creencia sin pertenencia». No hay duda tampoco de que tenemos que pasar de una Iglesia sociológica a una Iglesia de cristianos convencidos; a una Iglesia que hace suyas las luchas y logros de las generaciones precedentes y para llevarlas a metas más altas.
Si no hacemos cambios profundos en la manera de ser Iglesia, seguiremos condenados a ser minoría y a no tener incidencia mayor en el tejido socio-cultural, político y económico-social, y, por supuesto, en el religioso. Eso es lo que no pocos piensan, sienten, creen y quieren para llegar a un vivir cristiano hecho de sabiduría y de audacia. La peor de las tentaciones consiste en quedarse rumiando la desolación. El futuro modo de ser de la Iglesia, o será distinto al del presente, o no surgirá en ella y con ella nada nuevo que vuelva a encantar a los hombres y mujeres de nuestros días. En este momento, la crítica seria y la propuesta profética son parte del anuncio evangélico.
La finalidad de todo este esfuerzo de reflexión y propuesta es una «regeneración» de la Iglesia. A ello apuntamos. Ello va a suponer un dinamismo de evangelización inculturada que involucre a todo el pueblo de Dios en un proceso hermenéutico del Evangelio en la historia actual. Ello, en parte, se consigue dinamizando las prácticas comunicativas y participativas en las que se regenera por la fuerza del Espíritu el «nosotros» eclesial gracias a la interacción de los sujetos –laicos, religiosos y sacerdotes– que lo constituyen. Pero hay que descubrir las no pocas contradicciones que hay en la estructura de la Iglesia y cambiar. No es posible que, en su seno, la ley canónica facilite que un obispo o superior religioso sea pastor y juez al mismo tiempo. Eso dificulta la imparcialidad y la credibilidad; es un grave error.
Por supuesto, para que esta regeneración se dé se debe leer valiente y desapasionadamente el período posconciliar para indicar los factores de resistencia a las reformas, reformas abiertas o deseadas por el Concilio. Eso lo vamos a conseguir situando al sujeto eclesial en su dinámica institucional y en la de sus estructuras. Para ello hay que entrar en un proceso global que debe promoverse, acompañarse y motivarse. Tenemos que tener conciencia de que no nos encontramos ante un cambio circunstancial o una mutación que no afecta a la cultura colectiva del cuerpo social, sino ante una verdadera reforma de la Iglesia que afecta a todo y lo reconfigura y lleva a un real nuevo modo de ser Iglesia.
Sin ninguna duda, para los católicos, a diferencia de otras Iglesias, el concepto y la realidad de la Iglesia ha sido y es central. Ello incluye dimensiones diferentes de vivencia religiosa: la experiencia religiosa personal, la vivencia comunitaria, el itinerario proporcionado y adecuado de formación, la acción pastoral integral y la acción socio-cultural. A partir de todo esto, la nueva forma de ser Iglesia supone el encuentro con Jesucristo que suscita fe en él; no hay discipulado sin encuentro personal. A partir de ahí, esta forma nueva tiene que concebirse como un dinamismo espiritual que permita vivir ese discipulado como itinerario de la conversión permanente y de la llamada a la santidad, que son constitutivos junto con el despliegue de un real compromiso misionero.
Por supuesto, también, que «nuestra mayor amenaza es el gris pragmatismo de la vida cotidiana de la Iglesia, en el cual, aparentemente, todo procede con normalidad, pero en realidad la fe se va desgastando y degenerando en mezquindad. Justamente, el Gran Inquisidor de la novela del mismo título argumenta que todo está bien porque está bien organizado y, sin embargo, Jesús se encuentra ausente. A todos nos toca recomenzar desde Cristo, reconociendo que no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (Aparecida 12).
Está claro que esto pide un nuevo modo de ser Iglesia, y para ello entrar decididamente con todas las fuerzas en los procesos constantes de renovación misionera y de abandonar las estructuras caducas que ya no favorecen la transmisión de la fe. La Iglesia tiene que despertar y poner todo lo que hacemos al servicio del Reino de Dios. La masa de la humanidad es pesada y se necesitan siglos de maduración antes de que el cristianismo consiga que la caridad lo haga fermentar todo. Los seguidores de Jesús no debemos perder la confianza y el aliento.
Esta Iglesia, que con verdadera pasión busca otro rostro, otro corazón y otra mente, no puede seguir como hasta ahora con una pastoral de conservación. No hay duda de que el inspirarse más en Ad gentes que en Lumen gentium del Concilio implicará profundos cambios personales y estructurales. Hay que abandonar muchas cosas, entre ellas el estilo y las ambiciones de la Iglesia masiva de cristiandad, y volver a ser fermento para una nueva eclesiogénesis misionera desde dentro. Más aún, hay que volver al Evangelio y hay que volver a Jesús: «Cada vez que intentamos volver a la fuente y recuperar la frescura original del Evangelio brotan nuevos caminos, métodos creativos, otras formas de expresión, signos más elocuentes, palabras cargadas de renovado significado para el mundo actual» (EG 11).
La vida de la Iglesia solo puede entenderse mirando hacia atrás; pero la tenemos que vivir mirando hacia adelante. En torno a ese «hacia adelante» va a girar este libro. En él también vamos a dejar claro que está bien que la Iglesia no haga el mal y descubramos las ocasiones en que esto ha sucedido. Pero está mal que esta realidad maravillosa no haga el bien y lo multiplique y lo contagie. Las dos realidades descritas son parte de la vida cotidiana de la Iglesia. Pero esta no puede olvidar que el bien es fecundo y da fecundidad. Así lo experimentó y confesó san Juan XXIII: «La bondad hizo fecunda mi vida».
Esta vez, la del comienzo del siglo XXI, es otra de las veces que intentamos que la Iglesia vuelva a la fuente; es la vez del siglo XXI, de América Latina, del Vaticano II, del papa Francisco, de la conversión pastoral, de la renovación para siempre, de su nueva figura en esta etapa histórica, de Medellín y de Aparecida, de una renovada sinodalidad, de la mujer y de los laicos, del rechazo de los abusos sexuales, de poder y de conciencia… es la vez de creer, compartir y crecer, porque una nueva forma de Iglesia es necesaria y es posible; más aún, es indispensable. La gran intuición con la que se han escrito estas páginas es doble; es posible superar esta crisis. Esta convicción nace de otra no menor: solo la mar agitada hace grande al marino. La Iglesia sabe de fortaleza y de paciencia, y de la gran pasión por lo mejor, y de hombres y mujeres capaces de superar las crisis.
Esta conversión eclesial por la que vamos a apostar en este libro es «una real vuelta a casa». Para ello hay que cambiar lo más sencillo, natural y ordinario. Lo van a hacer algunos, porque permaneció en ellos un poso de humanismo cristiano y también porque la Iglesia deberá aportar paz y alegría y ayudar a vivir de una manera libre y fraterna. En toda conversión eclesial, como vamos a ver más adelante, aparecerá en escena una comunidad cristiana llamada a ser un resto vivo y dinámico, y para nada un residuo. Esto es fuente de un enorme gozo y lleva a buscar las llaves y a encontrar la puerta para poder realmente volver a casa.
Este gran empeño y esfuerzo está naciendo para corregir sus deformaciones, algunas de las cuales se prolongan durante siglos, y corresponder cada vez mejor a la voluntad del Señor. Pero la misma Iglesia no está en condiciones de decirnos con exactitud qué debe cambiar y en qué dirección orientar su camino y su necesidad de fidelidad y fecundidad. El impulso de reforma es una gracia y está estrechamente ligado a una imagen de la Iglesia trazada por el Concilio Vaticano II a través de la relectura del testimonio bíblico y de lo mejor de las fuentes y de la tradición eclesial. Para nada la Iglesia se encuentra en «un punto de no retorno», como pretenden algunos.
Por lo demás, esta tarea es urgente. No conviene que la Iglesia se acostumbre a ser como es y lo que es. Hay que proceder antes de que sea demasiado tarde. Los cambios que se van a ir proponiendo tienen carácter de urgencia. Es urgente para cada uno de nosotros mirar al futuro y regenerar la esperanza. La ausencia de esperanza construye una humanidad y una Iglesia sin juventud. El papa Francisco es un tenaz opositor a esta mentalidad que se encuentra en el corazón de la cultura actual. Nos ha invitado con fuerza a ser personas de primavera y no de otoño. Es decir, personas que esperan la flor, el fruto, que aguardan el sol que es Jesús.En la medida en que los análisis de la realidad son cada vez más correctos y certeros, el dolor es más profundo, el escándalo es mayor y se siente mucha vergüenza, que tiene que convertirse urgentemente en una indignación tal que se transformará en propuesta de reforma.
¿Quiénes van a llevar a cabo este empeño prometedor? ¿Quiénes van a definir e implementar esta nueva forma de ser Iglesia? Eso está muy claro. «En la historia de la Iglesia católica, los verdaderos renovadores son los santos. Ellos son los verdaderos reformadores, los que cambian, transforman, llevan adelante y resucitan el camino espiritual» (J. BERGOGLIO / A. SKORKA, Sobre el cielo y la tierra. Buenos Aires, Ed. Sudamericana, 2013). «Estos procesos requieren personas con gran docilidad al Espíritu Santo para vivir según la dinámica del éxodo y del don y del salir de sí» (EG 21); personas que se relativizan mucho a sí mismas y relativizan su propio discurso, mirándose sobre todo desde la perspectiva que podría tener el oyente. Estas personas son los reales destinatarios de este libro. En ellas se ha fijado la mirada al escribirlo y a algunas de ellas se ha escuchado.
Mahatma Gandhi invitaba a la gente a «ser el cambio que querían ver». Buen consejo, y es el consejo que dirigimos a los sencillos protagonistas de esta refundación de la Iglesia. Ellos necesitan vivir hasta las últimas consecuencias aquello que quieren y necesitan testimoniar; ser una señal para el mundo y para la Iglesia. Lucharán por ser una familia que respeta todos los dones de todos sus miembros e impulsa para utilizarlos al máximo y en bien de los demás.
Esas personas hacen nuevas todas las cosas, regalan vida nueva (Rom 6,4) y convierten a esa nueva forma de ser Iglesia en semilla de la nueva creación (2 Cor 4,17), y descubren y comparten la misericordia del rostro de Jesús. Esos hombres y mujeres requieren apertura a la vitalidad del Espíritu. No les puede faltar un gran deseo que se convierte en pasión de reforma que se junta a la libertad para alcanzar el amor. Así quedarán invadidos por el dinamismo evangélico y teologal y se convertirán en actores de la reforma y sinceramente entregados a hacer realidad la misma.
¿Adónde vamos a llegar? A entregar motivación, reflexión y propuestas para elaborar a nivel local, diocesano y universal un nuevo paradigma eclesial y una nueva forma de ser Iglesia, y sobre todo elementos para un concreto plan para vivirlo. Nadie sabe muy bien cómo afrontar este escenario complejo y doloroso. Frente a esta suerte de parálisis no vamos a ofrecer nada muy sistemático ni un listado preciso de soluciones. Recogeremos inquietudes, preguntas e intuiciones. Presentaremos lo que será un proceso de conversión y de acciones concretas que materialicen esta nueva conciencia y concepción de Iglesia que busca en la realidad en la que se encuentra hacer vida el proyecto de Dios, abandonando prácticas poco evangélicas y estructuras rígidas y paralizantes que desvirtúan la misión y reconstruyendo las capacidades de sana convivencia cristiana en el respeto y el reconocimiento del otro.
Este paradigma al que vamos a llegar se halla fuertemente influido, por supuesto, por el contexto de crisis, y no puede ser entendido con independencia de ella. Ella se convierte en desafío urgente y nos lleva a una reformulación y transformación de la misma Iglesia y a la conexión entre la emergencia de ese nuevo paradigma sobre ella y el contexto de crisis eclesial, que es profunda. Así surge una verdadera Iglesia generativa. Por ella y en ella se dará una fuerza generadora que transmite la fe. Esta debe ser una dimensión central de la comunidad cristiana. Así, la misión de la Iglesia se irradia hacia los últimos y se produce una auténtica sinergia.
Para T. Radcliffe, OP, no debemos temer ni tener miedo a los momentos de crisis en la Iglesia; tiene que llevarnos a preguntarnos qué cosas nuevas ocurrirán y nacerán; a través de la crisis crecerá y brotará nueva vida. Es un hecho que los seres humanos crecemos por medio de las crisis. Es nuestro camino, y una crisis bien vivida nos debe llevar a una nueva claridad. Ello no quiere decir que vayamos a quitarle peso a la realidad crítica que estamos viviendo. Para algunos es un verdadero tsunami en el que se potencian la rabia y la decepción, la impotencia y el desencanto, la sorpresa y la iniquidad, la pena y la desazón. Pero de una u otra manera se transmite en estas páginas una convicción: de esta crisis se va a salir y, por lo mismo, no faltará en este libro el discurso sobre la valentía, la esperanza, la lucidez, el mirar al mal a la cara y meter el bien en el dinamismo dinamizador de toda nuestra existencia. La crisis no es sinónimo de callejón sin salida; es, sí, una encrucijada en la que se divisan diversas posibilidades de salida y hay que optar por una de ellas. Está cargada de sabiduría la reflexión de P. Neruda: «Podrán cortar todas las flores, pero no podrán detener la primavera».
Por lo mismo, no faltará el tono autocrítico de la realidad eclesial en estas páginas, aunque lo más destacado será la nueva oportunidad en el modo de ser y de proceder de la misma Iglesia. Por supuesto, si tanto cambia la Iglesia no podremos seguir haciendo en ella lo mismo y de la misma manera. La envergadura del cambio va a suponer un modo diverso de actuar en nuestras formas de proceder, de sentir, de hablar y soñar, en el nombramiento y misión de los obispos, en la relación con las personas como interlocutoras y no como gente que solo tiene que escucharnos. Todo ello se convertirá en una nueva propuesta. En ella invitaremos, en los diversos niveles, a participar activamente en el proceso de traducir todo este aporte en acciones concretas adecuadas a cada realidad. Para bien responder a esta tarea ayudará entrar en un permanente discernimiento pastoral y llegar a una nueva etapa marcada por el nuevo modo de ser Iglesia.
Sin ninguna duda, se va a repetir mucho la palabra «crisis»; y aplicada a la Iglesia y con esa fuerte palabra va unido un real cuestionamiento de ella, pero no un rechazo. Ala Iglesia la he cuestionado porque la amo, y amo a quienes en ella tienen peso y responsabilidad. Confío en que ello quede claro en cada una de las líneas de este libro; lo está en mi mente y en mi corazón. En toda esta reflexión no querría olvidar que la inteligencia sin amor es gélida; el amor sin inteligencia, ingenuo. La inteligencia y el amor juntos son sabiduría; la que pedimos al Señor que no nos falte al elaborar esta propuesta de una nueva forma de ser Iglesia.
Es verdad, la Iglesia llega casi siempre tarde a la escucha de la historia, pero llega. Confiamos en que llegará en la presente situación. Esto resulta muy exigente y demanda mucha generosidad y energía.
No podemos olvidar que la corrupción de lo mejor se convierte en lo peor; pero, de hecho, no existe nada que no se pueda cambiar, ni ninguna oscuridad que no se pueda iluminar, ni ningún fracaso que no se pueda transformar en un nuevo comienzo. El valor de renovarse es la mejor garantía de futuro, y estamos convocados a hacer realidad «la impostergable renovación eclesial» (EG 27 y 32). La fidelidad auténtica no se ejerce ni se mide con el miedo, la perplejidad y la inseguridad, sino con «la tesitura del riesgo». El valor de renovarse es la única garantía del presente y también del futuro.
La realidad que se describe, la propuesta que se hace, es, sobre todo, chilena, latinoamericana y europea. Pero no deja de ser global. Estas páginas responden a lo que se ve, se oye y se vive en Chile, pero, a medida que avanzaba en la elaboración del libro, me confirmaba que la propuesta de un nuevo modo de ser Iglesia no tiene fronteras. Responde a una llamada y necesidad del pueblo de Dios universal. En todas partes está presente parte del problema, como se acaba de ver en la «Cumbre anti-abusos: ¡nunca más!», convocada por el papa Francisco (21-24 de febrero de 2019), y de todas partes tiene que venir la solución. Solo así va a ser posible y urgente.
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Desde el comienzo de nuestra reflexión queremos dejar claro que una nueva forma de ser Iglesia es una auténtica reforma, y para ser tal se debe intervenir al mismo tiempo en tres niveles: en los contenidos de su conciencia colectiva, en la forma de las relaciones internas y en las estructuras, los procedimientos, las actividades y las funciones en que se expresa. No se trata de una mera readaptación, sino de orientar un proceso total de reforma de la Iglesia.
Todo proceso de regeneración tiene que ser pensado en la lógica de la integración de los sujetos y también de la interconexión de las estructuras y de la acción social. Solo así se va a garantizar esa interconexión, custodiando la pluralidad y manteniendo la identidad en el devenir. Para C. Schikendantz, «la Iglesia de hoy está llamada, casi exigida, a realizar una de las operaciones más traumáticas para su forma de organización actual: revisar la idea de autoridad con la que procede a todos los niveles»1.
Del mismo autor es el pensamiento de que el liderazgo de la Iglesia católica se opone a los estándares modernos de gobernanza, ya que está atrapado, mental y sistemáticamente, en una visión «jerarcológica» que en buena parte estaría superada. La solución no viene de la introducción de la democracia en la Iglesia, sino de una transformación de ella a partir de las propias raíces, fundamentada en una autocomprensión teológica de la Iglesia.
Esos tres niveles en los que necesitamos volcar todo el esfuerzo de reforma eclesial corresponden, en primer lugar, a la proyección de la misión o, mejor aún, a la reproyección de la misión, ya que la Iglesia existe para evangelizar (Pablo VI); y esa misión tiene que enganchar con las urgencias del presente. Ello supone, sobre todo, encarnar el Evangelio en el corazón de nuestras culturas y responder a las grandes aspiraciones de la humanidad. En eso se convierte el compromiso por el Reino. En segundo lugar, está la refundación de la identidadde la misma Iglesia. Ello le va a suponer a la Iglesia dar con una experiencia originaria; para conseguirla, el pasado –o su pasado– será como una nueva fuente de vida. En tercer lugar, apuntaremos a la renovación institucional. Del «hacer» y del «ser» pasaremos a responder a la necesidad de «renovar la institución». Esta necesidad es muy provocativa en este momento. La Iglesia se tiene que reencarnar en estructuras que sean sacramento que genere gracia abundante. Esta institución en sí misma debe ser creíble; debe presentarse como mensaje que evoque el Evangelio y responda a las grandes aspiraciones de la humanidad. Así la Iglesia acertará a traslucir lo divino en lo humano.
Este pensamiento y acción de refundación, para llegar a una nueva forma de ser Iglesia en estas tres dimensiones, a su vez se tiene que orientar en tres vectores que estarán muy presentes en este apartado, ya que en torno a ellos se debe producir el verdadero cambio en las típicas relaciones eclesiales: modificar los modelos educativos y formativos, repensar los poderes y la autoridad y reconocer y resituar sobre todo los dos miembros integrantes más olvidados: las mujeres y los laicos. Los tres elementos están correlacionados con las recientes metamorfosis socio-culturales. Los tres conciernen a las mediaciones que estructuran todo el cuerpo social de la Iglesia, que deben ser repensadas y reconfiguradas en las reformas.
Estamos hablando de una reforma que sigue a una crisis. La Iglesia está en crisis. Han salido a la luz muchas de nuestras miserias, nuestros errores, cegueras y sorderas que dañan seriamente nuestra convivencia y afectan a la confianza de la sociedad en la comunidad cristiana. Han sido muchos los que se han desconcertado ante la gravedad de los hechos, nuestros límites, nuestro pecado. Las crisis son parte de la vida, son tiempos oscuros. Son períodos en los que nos perdemos y que hacen sufrir. Son momentos clave en los que se requiere sabiduría, coraje y humildad, dones que Jesús nos puede dar si los pedimos desde lo más hondo de nuestras entrañas. Vamos a tratar de llegar a una nueva claridad que nos sirva para caminar en el día y también en la noche. En las crisis, cuando son bien vividas, crece y brota nueva vida, se vuelve a crecer.
En estas páginas querríamos llegar a poder describir la que denominamos la clave de bóveda de la Iglesia reformada, de ese otro modo de ser Iglesia. Ella vive una tensión fuerte entre lo que en realidad es capaz de hacer y su posibilidad de ser en plenitud. Tensión que le exige afrontar el fracaso y el límite y, en este momento, prestar mucha atención a la débil credibilidad y confianza de que goza; a una cierta deformación clerical, a los prejuicios masculinos y a la realidad de la mundanidad espiritual. Pero tensión que le puede llevar también a una profundización en la calidad de los diversos encuentros humanos y al reconocimiento de la presencia y acción de Dios en ellos. La Iglesia tiene delante de sí el desafío de llevar a cabo transformaciones estructurales que reconfiguren roles, funciones, poderes y ejercicios para una mejor comunicación y animación intraeclesial.
Las iniciativas proféticas concretas de las Iglesias locales pueden traer mucha vida a la Iglesia universal, tanto en relación con su actividad interna como con su misión evangelizadora. Todo esto nos llevará a concluir que la clave de bóveda de la Iglesia de nuestros días es la escucha que se despliega y traduce en acción. Esta escucha, que se hace diálogo, tiene que formar parte de las palabras y de las acciones de la reflexión teológica de la misma Iglesia y de toda la acción salvadora que atañe a la existencia concreta y diaria de las personas, las comunidades y la sociedad. Hasta ella llega y las transforma. Así, la salvación acontece y se hace palabra, acción y eco en los más pobres, y esa propuesta hecha realidad trae vida nueva y se transforma en una maravillosa metanoia.
No hay duda de que, cuando se mira a la Iglesia de nuestros días, se concluye que a uno le duele la realidad misma de la institución; frente a ella no se trata de actuar de francotirador, ya que incluso más de uno ha llegado a pensar que habría que ponerle una bomba por dentro y hacer que todo desapareciera de una vez. Tampoco conviene ignorar estos datos siguiendo la política del avestruz. Nos merecemos y queremos una institución mejor. Pero, procediendo con mucha seriedad y con los datos de la experiencia, llegamos a concluir que son varios los aspectos que hay que desmontar desde lo más profundo. Nos toca asumir con verdad la envergadura del cambio que todo esto va a suponer en nuestros modos de organización, de relación, de animación, de nombramiento y ejercicio del mandato de obispos, de administración económica, de nuestra actitud de escucha en la organización del culto y de la formación de las personas.
Al partir de este diagnóstico no damos carácter de síntoma a la pésima imagen que a veces suelen presentar de la Iglesia los medios de comunicación, que por lo general solo hablan de ella para comentar algún escándalo, preferentemente de índole sexual o económico, o de reales o supuestas peleas internas. Ello es así porque tantas veces para el periodismo solo cuenta lo estrambótico y la mala noticia. De hecho, vivimos ahogados por las malas noticias. Emisoras de radio y de televisión o las páginas de Internet descargan sobre nosotros una avalancha de noticias de odio, peleas, hambres, violencias y escándalos grandes y pequeños. Los vendedores de sensacionalismo no parecen encontrar otra cosa más notable en nuestro planeta. Con todo, la intención de este proceder no siempre está clara y, de hecho, los medios de comunicación social con alguna frecuencia no pueden enseñar mucho, ya que ellos carecen también de credibilidad y de auténticas propuestas alternativas para este momento. Con todo, en el mundo de las comunicaciones los hay que proceden muy correctamente y a sabiendas de que su misión es la de ejercer y defender un derecho que es el derecho a una información basada en la verdad y encaminada a hacer justicia.
A su vez, el modo de reaccionar de la Iglesia suele ser muy defensivo, lo que la lleva a considerarse indebidamente atacada o perseguida sin parar, a preguntarse si habrá hecho algo mal o dado pie a algunas de esas duras críticas. Con alguna frecuencia se vive en la misma Iglesia una cierta incapacidad para recibir serenamente las críticas, y eso hay que considerarlo como la mayor señal de crisis. Más aún, cuando la crisis se reconoce y se asume, es solo para echar toda la culpa de ella a la maldad del mundo exterior y añorar en silencio una antigua situación de poder eclesial y de cristiandad. Es muy importante no desautorizar la realidad o enrocarse en torno a unas minorías ajenas a la historia y que se limitan a culpar a los demás, sin preguntarse si han hecho algo mal y, en ese caso, cómo tendrán que proceder.
La intención principal de estas páginas es crear la audacia y la lucidez para anticipar el futuro de la Iglesia y la Iglesia del futuro. Ello supone un proceso de conversión eclesial con etapas definidas. Supone, también, en opinión de K. Rahner, que los cristianos del futuro sean gente con experiencia espiritual profunda, y si no la tienen no serán cristianos. Despertar esa experiencia creyente es la tarea principal de la Iglesia, y no protegerse, reclamando un poder y una autoridad totalmente extrínsecos y sentirse perseguida cuando la sociedad no se lo concede.
Las evoluciones actuales provocan conflictos dentro de la misma Iglesia que hay que acertar a superar, ya que, si no se hace realidad esta regeneración, poco a poco se socavaría seriamente la creatividad de la Iglesia, la capacidad de imaginar el futuro y, sobre todo, de iniciar un presente con futuro; por eso, bien podemos afirmar que solo quien tiene una fe en el futuro puede vivir intensamente el presente; solo quien conoce el destino camina con firmeza, a pesar de los obstáculos. El proceder de Jesús es bien distinto: no condena. Invita, propone y deja a la comunidad creyente con un proyecto alternativo y muy original. Somos viajeros, y nuestra vida y la de la Iglesia son siempre expectación.
En esta reflexión y propuesta no vamos a olvidar que la misión no solo representa la naturaleza misma de la Iglesia (AG 2), sino que es su origen, su fin y su vida. La misión hace a la Iglesia, porque la convierte en un buen instrumento de salvación. La constituye en comunidad de salvados y salvadores, de discípulos y misioneros. Por supuesto, es «una pasión por Jesús y al mismo tiempo una pasión por el pueblo» (EG 268) y un verdadero germen de mundo nuevo que la gracia que nos precede y acompaña va suscitando constantemente dentro y fuera de la Iglesia. El Evangelio del que vive la Iglesia «siempre tiene la dinámica del éxodo y del don del salir de sí» (EG 21).
La misión así entendida no responde en primer lugar a las iniciativas humanas; su protagonista es el Espíritu Santo; suyo es el proyecto misionero, y la Iglesia es la servidora de la misión. No es ella la que hace la misión, sino que la misión es la que hace a la Iglesia. La misión, por tanto, no es el instrumento, sino el punto de partida y el fin y, por lo mismo, se encuentra en la clave de bóveda de la Iglesia. En consecuencia, no será poco el espacio que dedicaremos a esa misión en estas páginas. Nos interesa de una manera especial saber qué está haciendo la Iglesia y cómo lo está haciendo para bien de la humanidad. Solo así podremos cambiar su rostro. Tiene que ser central en ella, como lo fue en Jesús, traer la buena noticia del Reino y salir de la crisis. No hay ninguna duda de que esa nueva forma de ser Iglesia bien se puede definir y presentar «en clave de una misión que pretende abandonar el cómodo criterio pastoral del “siempre se ha hecho así”. Invito a todos a ser audaces y creativos en esta tarea de repensar los objetivos, las estructuras, el estilo y los métodos evangelizadores de las propias comunidades» (EG 33). Una Iglesia así se sale de lo institucional y se lanza a ser diferente.
Todo esto nos va a llevar a la conclusión de que no se trata de plantear reformas de entrada, sino de suscitar un proceso espiritual y de discernimiento que ayude a encontrar y meter lo genuino del Reino de Dios en lo cotidiano de la Iglesia y del mundo. Así lo ha expresado el papa Francisco: «No quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que termine encerrada en una maraña de obsesiones y de procedimientos» (EG 49). Esta sencilla propuesta puede traer grandes consecuencias, y desde luego supone un cambio de perspectiva, de estilo, de articulación y de propuesta; invita a centrarnos en lo principal, en el amor a Jesucristo, y desde ahí repensar el conjunto. Cuando se vuelve al Evangelio, «brotan nuevos caminos, métodos creativos, otras formas de expresión, signos más elocuentes, palabras cargadas de renovado significado para el mundo actual. En realidad, toda auténtica acción evangelizadora es siempre “nueva”» (EG 11) y es fruto de una nueva forma de ser Iglesia. No hay duda de que es hora de despertar en la Iglesia y, por supuesto, de arriesgar. En toda reforma hay incluido riesgo.
La conflictividad pertenece inevitablemente a la existencia eclesial, como, por lo demás, a toda existencia humana. La unidad o la comunión eclesial no consisten en la uniformidad y ausencia de conflictos, sino en el amor que tiende lazos y puentes de cordialidad y de respeto entre ellos. En un proceso como el que estamos proponiendo no hay duda de que surgirá la discordia y la pelea, y costará llegar al acuerdo.
Hay dos grandes narraciones sobre el futuro de la Iglesia y sobre este nuevo modo de caminar por la historia. Una es optimista; la otra, pesimista. Por supuesto, la primera afirma que de este proceso de la reforma de nuestros días la Iglesia saldrá adelante y triunfante. Su tarea evangelizadora recuperará las metas de Evangelio y las asumirá. Seguirá evangelizando y convirtiendo. La segunda garantiza un inevitable declive y les pone fecha y nombre a sus protagonistas. Sostiene que perderá la confianza y la influencia en las personas y en las instituciones. El fuego de Jesús poco a poco se irá apagando. Y muchos de sus integrantes vivirán cómodamente instalados en la vida. Nadie ignora que la Iglesia tiene que lidiar con cambios amplios a nivel de la sociedad; los contextos socio-culturales, como vamos a ver más adelante, hay que tenerlos también muy en cuenta al mirar el futuro de la Iglesia. Estos contextos son escenarios de incertidumbre que marcan, por supuesto, el presente y serán decisivos para el futuro; y para un futuro que ahora es desde todo punto de vista muy incierto.
No hay ninguna duda de que la forma de la Iglesia del futuro está aún por verse. Es verdad que el pensamiento cristiano ofrece una escatología triunfalista, pero en un sentido sociológico y realista tiene que darse la acción. Dicho con otras palabras, la Iglesia del futuro no es un hecho; tiene que ser imaginada y construida. Tiene que reivindicar su posición constantemente. Ello es debido a una gran realidad: los sistemas más generalizados de la sociedad global tienden a marginar lo religioso; a su vez, hay instituciones que han asumido gran parte de las tareas convencionales de la religión. La Iglesia del futuro necesita imaginar cómo puede continuar aprovechando todas sus posibilidades para abordar los desafíos globales.
También el mundo de hoy se puede entender como un poliedro, una comunidad de muchas identidades. Para el papa Francisco, la globalización de la Iglesia tiene que ser reelaborada y no debe entenderse como un modo de colonización desde el centro que homogeniza cada lugar al que llega. La Iglesia del futuro tiene que beneficiarse de esa realidad poliédrica que describiremos más adelante. Reconoce muchos modos de diferencias que no solo son culturales. Estos desafíos piden humildad en todos aquellos que constituimos la Iglesia de hoy, que busca su nueva forma de ser; también piden evitar la arrogancia de una escatología triunfalista. La Iglesia del futuro depende de la Iglesia de hoy, que escucha y responde al mundo que habita.
No olvidemos que estos contextos se pueden transformar en oportunidades siempre que en la Iglesia se movilicen sus auténticos recursos institucionales y culturales y, sobre todo, la presencia, propuesta y acción que viene de Jesús. Es un hecho que la sociedad global está prescindiendo de lo religioso y, por supuesto, de lo cristiano y de los cristianos. Muchos la ven posible, necesaria e incluso indispensable para una buena parte de la humanidad. No ponen fecha a esa nueva forma. Para lograrla, un gran protagonista es el papa Francisco, y sería muy necesario un nuevo concilio, una auténtica asamblea eclesial, presidida por el papa e integrada por hombres y mujeres, por clérigos y laicos, por jóvenes y adultos.