Siempre con Dios - Roberto Zuriarrain Germán - E-Book

Siempre con Dios E-Book

Roberto Zuriarrain Germán

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Beschreibung

La novela es un testimonio de constancia, esfuerzo y superación tras un ictus y sus secuelas. A lo largo de este "viaje" el autor se pregunta acerca de cuestiones fundamentales sobre la vida, la muerte, la enfermedad, lo material: - Creer en Dios, ¿"sirve" para algo? - ¿Por qué Dios lo ha permitido? - ¿Qué es lo esencial en esta vida? - ¿Qué pensarán las personas que han sufrido un suceso grave y carecen de una visión transcendente de la vida? - ¿Habrá vida después de la muerte? - ¿Es coherente organizar la vida como si la muerte fuera el destino final? ¡Nunca pierdas la esperanza!, es a lo que se te invita en las siguientes páginas. Prologado por el Card. Omella –presidente de la CEE-, Mons. Morga y Mons. Munilla.

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Primera edición septiembre 2021

© Editorial Santidad

www.editorialsantidad.com

[email protected]

Fotografía de portada de la editorial Santidad

Todos los derechos reservados. Queda rigurosamente prohibido, bajo las sanciones establecidas en las leyes, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra que solo puede ser realizada con la autorización del autor.

ISBN: 978-84-18631-55-9

Depósito legal: Cs 489-2021

Impreso en España - Printed in Spain

A mis padres y hermanos

Prólogo de Monseñor Celso Morga

Amigo lector, estás ante el libro que respira fe por los cuatro costados. Cuando no hay sitio para la actividad, el saber no ayuda o la juventud se agarrota abrazada a una cama sin saber cómo va a terminar la historia, solo cabe el abandono, ponerse en manos de Dios. Cuando la enfermedad nos visita, el sufrimiento coge delantera en el camino de la vida o la pérdida de un ser querido lamina un pedazo de nosotros mismos, surgen las preguntas para las que no siempre hay respuestas. Una parte importante de la cruz es la falta de explicaciones.

Roberto tenía planes. Formaba parte de los tribunales de defensa trabajos de fin de máster. A las semanas marchaba con sus alumnos universitarios de viaje de estudios a Roma y en el avión, abrazado a él, viajaba un ictus que ya había dado sus primeros avisos, pero que no fueron reconocidos por los doctores, y se manifestó con toda su dureza en la ciudad eterna.

Postrado en una cama de hospital, junto a la impotencia, se revolvía la búsqueda de «porqués». La confianza en Dios no aleja las preguntas y en medio de ellas Roberto recordó unas palabras del papa Francisco: «La luz de la fe no nos lleva a olvidarnos de los sufrimientos del mundo. La luz de la fe no disipa todas nuestras tinieblas, sino que, como una lámpara, guía nuestros pasos en la noche, y esto basta para caminar. Al hombre que sufre, Dios no le da un razonamiento que explique todo, sino que le responde con una presencia que lo acompaña». La fuerza se realiza en la debilidad, nos basta la gracia, y la fe es una de las gracias más importantes que hemos recibido.

Cuando desaparece la primera amenaza del ictus, que es la muerte, queda un racimo de otras, de segunda división, pero que nublan la vida. La imposibilidad de asearse por uno mismo, de ir al baño, cambiarse de ropa, alimentarse, dificultades para hablar… «Una persona —leemos— que tenía una actividad casi frenética se veía en un hospital, fuera de su país, sin poder comunicarse y casi postrado en una cama. La única ilusión que tenía era la hora de la visita de sus familiares que le ayudaban en todo momento».

Antes de regresar a España, Roberto pasó por cuatro hospitales italianos. De ese periplo, como de toda la narración que hace en este libro, extrae un buen puñado de anécdotas productivas que nos dan idea de su intención de mostrarnos su esperanza y fortalecer nuestra fe con una sonrisa en los labios.

En Logroño continúa su recuperación con visitas a especialistas en otros lugares de España, como Bilbao y alguna operación en Madrid. Del trato frecuente con sanitarios de todos los colores, Roberto se da cuenta de lo importante que es ser tratado como una persona, no como un número, a pesar de que cada día pase por una consulta mucha gente. Lo expone muy bien recordando un WhatsApp que le habían enviado en cierta ocasión: «La inteligencia sin amor te hace perverso, la justicia sin amor te hace implacable. La diplomacia sin amor te hace hipócrita. El éxito sin amor te hace arrogante. La riqueza sin amor te hace avaro. La docilidad sin amor te hace servil. La pobreza sin amor te hace orgulloso. La belleza sin amor te hace ridículo. La autoridad sin amor te hace tirano. El trabajo sin amor te hace esclavo. La simplicidad sin amor te quita valor. La oración sin amor te hace introvertido. La ley sin amor te esclaviza. La política sin amor te hace egoísta. La fe sin amor te hace fanático. La cruz sin amor se convierte en tortura. La vida sin amor, simplemente, no tiene sentido».

Entre las muchas lecciones que la enfermedad le ha dado a Roberto, aparece la importancia de los demás. En reiteradas ocasiones agradece la ayuda de su familia y sus amigos, incluso afirma que su padecimiento dejó claro quiénes eran amigos de verdad.

La experiencia lo capacita para aconsejar a otros que han transitado el mismo camino que él. En el listado de consejos no falta una cita hermosa de san Juan Pablo II: «Los días buenos te dan felicidad, los días malos te dan experiencia, los intentos te mantienen fuerte, las pruebas te mantienen humano, las caídas te mantienen humilde, pero solo Dios te mantiene de pie».

Pasados más de tres años se atrevió a subir al autobús urbano, aunque durante ese tiempo no se había apeado del tren de la vida, que tiene vagones luminosos y otros lúgubres, por los que hay que transitar. Pasados seis pudo presidir solo la eucaristía.

Gracias, Roberto, por este testimonio. Seguro que nos dará razones para caminar cuando se tuerza el camino y para recordar, cuando no haya razones, que la luz de la fe hace menos difícil el trayecto.

+Monseñor Celso Morga

Arzobispo de Mérida-Badajoz

Prólogo de monseñor José Ignacio Munilla

Conozco a Roberto Germán desde la adolescencia, ya que éramos vecinos de barrio en San Sebastián. El primer recuerdo que tengo de él, es el de la admiración que me producía la familia numerosa Germán Zuriarrain, cuando los veía asistir juntos a la Santa Misa, agarrados de la mano durante la oración del Padre Nuestro. Lo cierto es que era un espectáculo contemplar este modelo de familia unida en la vivencia de la fe, puesto que el proceso de secularización ya estaba afectando grandemente a la sociedad vasca. Cuando posteriormente tuve noticia de que Dios había bendecido aquella familia con vocaciones sacerdotales y religiosas, pensé para mí: «Es lógico que el Señor haya puestos sus ojos en ellos… ¿En qué caladero iba a “pescar”, si no?».

Está claro que la vida de Roberto ha estado claramente configurada por su familia y por la vocación sacerdotal… Pero la vocación intelectual de Roberto también resultó ser una característica importante que configuró su sacerdocio en buena medida. Me refiero en especial a su doctorado en Filosofía por la Universidad de Navarra, y a los masters que realizó en Bioética y Derecho por la Universidad de Barcelona, y en Derecho y Libertades Fundamentales por la Universidad de La Rioja…, que se plasmaron en sus dos obras: «Los embriones humanos congelados. Un desafío para la bioética» y «El final de la vida. Sobre eutanasia, ensañamiento terapéutico y cuidados paliativos».

Pero como alguien sabio comentó en una ocasión, siempre hay que reservar una hoja en blanco al final de nuestro cuaderno de notas… Y así es, se presentó la sorpresa de un ictus que terminó por configurar la vida de Roberto y su vocación sacerdotal de una manera más fuerte todavía a como lo había hecho anteriormente su vocación intelectual.

¿Cuántas veces nos hemos hecho la pregunta de dónde y cómo nos querrá la providencia de Dios? El ictus dañó el lado derecho del cuerpo de Roberto: la cara, el ojo, la boca, la pierna, el brazo, la mano. Le dejó sin autonomía. Al principio dependía para todo de otra persona, en cambio no le afectó a su capacidad intelectual; aunque su vida hubiera sufrido un cambió de 180º en pocas horas.

A pesar de todo, Roberto es capaz de invitarnos a través de estas páginas que tienes entre tus manos, a no perder la esperanza en medio de la tribulación. En el libro habla de pasos y de mejoras; no como una ilusión, un sueño, o un simple ojalá, ¡sino como una realidad!

Bien es cierto que solo echamos de menos aquello de lo que carecemos, pero hay que adaptase a lo que hay; aunque en ocasiones se haga difícil avanzar con tantas limitaciones: no poder ir a donde uno quiera con quien quiera, necesitar alguien contigo para mínimos detalles; o, simplemente, sobrellevar el hecho de tener que estar casi todo el día en silla de ruedas...

En este tipo de situaciones me viene a la mente un pasaje evangélico al que le tengo mucho «respeto». Me refiero a Juan 21, 18: «En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras». ¡Qué cierto es que lo más auténtico de nuestra vida interior está en la aceptación..., más allá de nuestras iniciativas!... Creo que en este libro se integra la mística y lo más prosaico de la vida. En realidad, ¡así es el Evangelio de Cristo!

Estar enfadado con uno mismo, con la vida, no arregla nada. La ilusión y la esperanza ayudan a estar atentos al camino que Dios nos haya de mostrar… No tienes que permitir que la desesperación, el aburrimiento o la tristeza te dominen y te postren... Por muy dura que sea tu situación, has de seguir adelante. Es importante hacer actividades distintas cada día. Puedes y debes seguir haciendo cosas por ti mismo, aunque dependas de otras personas. Por eso, este libro es un granito de arena en la lucha diaria contra toda situación adversa. Está dirigido a todos los que han sufrido realidades como un ictus, a sus familias y cuidadores.

¡¡Gracias, Roberto, eres un tío grande!!

+ José Ignacio Munilla Aguirre

Obispo de San Sebastián

Capítulo I

Terminada la Defensa de los dos primeros trabajos de fin de master, el tribunal hizo una parada. Se puso en pie y notó que le fallaban las fuerzas, como si se fuese a desmayar. A los pocos minutos se le pasó, por lo que no le dio importancia. Estábamos a principios de febrero de 2013.

Pasados los días notaba que caminaba mal, su cuerpo se iba hacia un lado. Le tenían que acompañar, agarrado del brazo, desde su lugar de trabajo —la universidad— hasta su casa —no hay mucha distancia.

A primeros de marzo pidió cita con su médico de cabecera. Le mandó andar en línea recta, pero no lo conseguía.

—Te envío a Urgencias. Los síntomas no me gustan —concluyó el médico tras hacerle una serie de pruebas.

Entonces, Roberto llamó a un amigo suyo para que le hiciese el favor de llevarlo al hospital. Esa misma mañana le hicieron una analítica de sangre y un escáner.

—No veo nada raro, todo parece normal —le comentó la doctora al leer los informes.

Se fue más tranquilo, pero cada día que pasaba iba perdiendo más la estabilidad y se torcía mucho más. Su preocupación iba en aumento, de tal modo que solicitó citas con el neurólogo, el cardiovascular y el otorrino.

En primer lugar, fue al neurólogo. Le hizo una serie de pruebas. Una de ellas fue la de andar en línea recta. Caminó bastante mal; sin embargo, el especialista no le dio mucha importancia. Por el contrario, la prueba de llevar el dedo índice a la nariz salió perfecta.

—¡Parece que no sufres alteración en la coordinación de los movimientos! —exclamó tras hacerle varias pruebas.

Al cabo de unos días tuvo cita con el cardiovascular.

—Las carótidas —arterias que van por el cuello y suministran sangre al cerebro— funcionaban bien. ¡Todo parece normal! —exclamó. No obstante, para te quedes más tranquilo, voy a solicitarte una resonancia magnética —manifestó el médico.

En esos días también tenía una cita programada con el nefrólogo. La enfermera le tomó la tensión. Esta mostraba valores un poco altos, aunque no preocupantes.

Al levantarse de la silla, como si una ráfaga de viento le golpease, se fue contra la pared.

—¡Se marea bastante! —exclamó la nefróloga con sorpresa.

—¡Me tuerzo mucho! —replicó Roberto.

La doctora miró en el ordenador y vio que estaba solicitada una resonancia magnética, haciendo caso omiso a su pérdida de estabilidad.

Seguía haciendo la turné de especialidades médicas para saber cuál era la causa de su desvío al andar y por qué cada día se encontraba peor.

Por último, fue a dos otorrinos: a uno de la sanidad pública y a otro de la privada. Les explicó que no caminaba bien, que perdía el equilibrio, y que no llegaba a marearse, a pesar de tener esa sensación. El médico de la sanidad privada le hizo una audiometría. Todas las pruebas indicaban que los oídos funcionaban con normalidad.

—¡El desequilibrio no proviene de los oídos, sino de un síndrome metabólico! —destacó el otorrino de la sanidad pública.

Por otra parte, la resonancia magnética se la hicieron a finales de marzo, unos días antes de la Semana Santa. El informe se lo dieron a la semana siguiente. ¿Qué decía este? La resonancia confirmaba que la arteria que pasa por detrás del cuello y llega hasta el cerebro —la arteria basilar— estaba obstruida. Para cuando le dieron el informe, ¡ya era demasiado tarde!

Cada día se encontraba peor. Por eso, el Viernes Santo llamó por teléfono al cardiovascular, amigo suyo.

—¡Tengo sensación de mareo! Entonces, ¿es conveniente que vaya de viaje de estudios a Roma con los universitarios? —inquirió Roberto, dejando la decisión en manos del médico.

—¡Mejor mareado en Roma, que mareado en Logroño! —le contestó.

Aquellas palabras le incentivaron para animarse y optar por ir a tan ansiado viaje de estudios, el que marcaría un antes y un después en la vida de aquel sacerdote y profesor universitario cuyo reloj biológico marcaba 43 primaveras.

Roberto era una persona querida y admirada por sus alumnos. Sus clases estaban repletas, ya que conectaba con los jóvenes gracias a su carácter abierto y amigable. Siempre buscaba, exigía y sacaba lo mejor de cada alumno.

Ya en sus comienzos como sacerdote organizaba campamentos. Los jóvenes se divertían y aprendían mucho, sobre todo a respetar a los demás, así como a compartir. Recuerdos que quedarían perennes en la memoria de aquellos chicos con quienes forjaría una buena relación. Por ello quería hacer un viaje de estudios con los alumnos de la promoción de ese año. Otros viajes resultaron formidables y fueron un éxito en todos los sentidos. Le apetecía repetir, y más tratándose de un viaje a Roma, ciudad que adoraba por su historia y su cultura, la cual conocía bastante bien tras haberla visitado en varias ocasiones.

Unas semanas antes habían reservado por Internet a buen precio los billetes de avión, de ida y vuelta, de Barcelona a Roma. Además, cogieron con antelación la ida en bus y la vuelta en tren. Tenía habilidad para buscar buenas ofertas, y así sus alumnos y él no tendrían que gastar mucho dinero, consciente de que los estudiantes no andaban muy sobrados de dinero.

Miraron, también, las distintas opciones de alojamiento. Se decantaron por una residencia regentada por unas monjas, más barata que muchas otras y, además, bien ubicada: cerca de paradas de autobús y de una boca de metro. Contactaron por correo electrónico con la responsable y le indicaron las fechas que les interesaba. La encargada de la hospedería les respondió que en esas fechas no había problema. En ese mismo momento confirmó la reserva con los nombres y apellidos de los viajeros.

Por otro lado, solicitó a través de un sacerdote y amigo riojano y actual obispo, día y hora para celebrar la eucaristía en la Basílica de San Pedro. Le dieron permiso para celebrarla en una de las capillas de la cripta, el martes 2 de abril, a las 7:45 h.

Otro amigo suyo organizó la visita a la necrópolis vaticana o Scavi Vaticani.

Por último, reservó la visita a las Catacumbas de San Sebastián, a los Museos Vaticanos y a la Galleria Borghese.

Todo estaba preparado. Con ilusión aguardaban que llegara el día de la partida. Nada parecía presagiar el desenlace inesperado de una vida que quedaría transformada para siempre.

Capítulo II

Al mes siguiente, el 31 de marzo, quedaron de madrugada en la estación de autobuses de Logroño. Cuando llegaron a Barcelona, sacaron los billetes del tren regional con destino al aeropuerto. La salida de su vuelo estaba prevista para las 10:00 h. Facturaron las maletas y las bolsas de viaje. Cada uno fue presentando su billete electrónico y el DNI al personal del mostrador.

Terminada la facturación se dirigieron con el equipaje de mano hacia el control de seguridad que estaba más cerca. Allí había mucha gente. Decidieron irse a otro control, el cual pasaron sin ningún contratiempo.

Cuando se presentaron en el lugar de embarque, este ya había comenzado. El vuelo tenía una duración de dos horas.

En el aeropuerto de Roma estaban esperando dos choferes, ambos conocidos de uno de sus amigos sacerdotes riojanos, que los llevaron a la residencia, situada cerca de la basílica de San Juan de Letrán.

Las monjas les acogieron muy bien. Las habitaciones eran amplias y limpias.

Era casi la hora de comer.

—¿Sabe de algún restaurante por la zona? —preguntaron a la hospedera.

—Sí, pero no me acuerdo del nombre —contestó, aunque pudo explicarles dónde estaba.

Siguieron las indicaciones sin éxito, sin embargo, vieron uno por las inmediaciones. Leyeron el menú y entraron. La comida incluía un plato de pasta con queso y nata o pasta picante, una bebida refrescante y pan.

Terminada la comida uno de los camareros les preguntó:

—Perdón, ¿de dónde sois?

—De España.