Siempre nos quedará Concón - Reinaldo Rivas Nielsen - E-Book

Siempre nos quedará Concón E-Book

Reinaldo Rivas Nielsen

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Beschreibung

La nostalgia preside estas páginas en las que un hombre de 56 años, que se acaba de divorciar, rememora su juventud en los años ochenteros, con la música y las películas de la época como telón de fondo. La presencia poderosa de la madre, la familia y los amigos, conforma un relato ameno, escrito en una prosa directa y clara, que va revelando las distintas aristas de una vida que siguió un rumbo determinado más por circunstancias externas que por la voluntad del protagonista. La venta de la casa familiar en Concón, donde transcurrieron veranos inolvidables, desata el nudo que lo mantiene atado al ayer y permite avizorar la reanudación de situaciones que quedaron pendientes en su momento y que podrían darle un giro nuevo a su vida.

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SIEMPRE NOS QUEDARÁ CONCÓN Autor: Reinaldo Rivas Nielsen Editorial Forja General Bari N° 234, Providencia, Santiago, Chile. Fonos: 56-224153230, [email protected] Diseño y diagramación: Sergio Cruz Edición electrónica: Sergio Cruz Primera edición: junio, 2022. Prohibida su reproducción total o parcial. Derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor. Registro de Propiedad Intelectual: N° 2022-A-4832 ISBN: Nº 9789563385687 eISBN: Nº 9789563385694

A mis queridos padres por su infinita paciencia

A mi entrañable amiga Andrea Loi Valenzuela

CAPÍTULO ILA LLAMADA

No hay nostalgia peor que añorar aquello que nunca sucedió.Joaquín Sabina

Hoy cumplo 56 años. Para variar, llueve. Cada 30 de julio ocurre lo mismo. No sé si será una señal de algo. Este año decidí pasar mi cumpleaños en Concón. Necesitaba estar solo. La casa me daba esa oportunidad.

Siento que no tengo nada que celebrar. No han sido buenos estos años. Primera vez que paso mi cumpleaños en la casa de la playa. Fue una buena decisión. Necesitaba un viraje interior, recluirme, activar el modo avión en mi vida. Recién divorciado, no me sentiría cómodo celebrando mi cumpleaños en la casa de mis padres, como me ofreció mi mamá, comprando la clásica torta Selva Negra de Mozart1, porque le daba pena que lo celebrara solo. Al Pancho Pérez, también divorciado, su madre todavía le celebra el cumpleaños en la casa. No es una buena idea para mí. Bueno, pero el Pancho no tiene vergüenza.

No fue agradable despertar este 30 de julio con el clásico sonido de los WhatsApp. Tenía más de veinte mensajes que leer: Feliz cumpleaños, Renato; ¡pásalo súper!; ¡Qué rico, un año más!; que te regaloneen; saludos, te debo el regalo. Sí, los clásicos mensajes de cumpleaños lateros, salvo los de mis hijos. Seguro que la Francisca, mi exseñora, los obligó a que me saludaran.

Mi cumpleaños siempre fue especial para mí. De niño lo esperaba con ansias. Abrir los regalos era lo importante. De adolescente cambió mi sensación. Los regalos pasaron a segundo plano, me empezaba a incomodar la presencia de mi familia. Pablo, mi hermano mayor, con su polola de turno haciendo grupo aparte y hablando en contra de la dictadura a sabiendas de la presencia de algunos compañeros míos, férreos defensores de Pinochet. Alberto, el menor, abriendo mis regalos y molestando a los invitados. La Sole, mi única hermana, no pasaba inadvertida con su risa exagerada y su vestimenta kitsch. Mi padre sacando fotos a todo el mundo y, por último, mi madre apropiándose de la torta. En mi cumpleaños pasó a ser todo un tema quién llevaba la preciada torta. Se convirtió en un ícono de poder.

Recuerdo especialmente un cumpleaños en el cual la tomó subrepticiamente una amiga que le cargaba a mi mamá. Ahí quedó la Paty sin torta. Mi madre se la había quitado literalmente de las manos y yo no sabía dónde meterme. Hubo buenos cumpleaños cuando estaba en la universidad, fueron entretenidos, hice grandes amigos ahí.

El cumpleaños más esperado y el que más recuerdo fue el del año 86. La Carola Torres me dijo que iba a ir con la Flaca, a pesar de que estaba pololeando. Finalmente, no llegó.

—Pucha, Renato. No pudo desmarcarse, pero te manda este regalo.

Era un casete de Soda Stereo, venía con una nota que hacía referencia a la canción ‹‹Signos››. Cuando todos los invitados se fueron fui a mi pieza y la escuché despacio para que Pablo no preguntara nada. Los acordes de la guitarra de Cerati derrochaban un amor oscuro, imposible:

No hay un modo, no hay un punto exacto

te doy todo y siempre guardo algo…

mi parte insegura, bajo una luna hostil…

Signos

Fue la manera que tuvo la Flaca de decirme crípticamente lo que sentía, sus inseguridades, el no entregarlo todo, escapar de lo que sus emociones no podían controlar. La escuché mil veces para encontrar respuestas que nunca llegaron. Después del 86 no volví a celebrar mi cumpleaños.

La Francisca insistía en celebrar mi cumpleaños, invitar a sus amigos y se esmeraba a toda costa para que las familias se conocieran más. Era un lindo gesto, lo valoré en su momento y volví a celebrarme. Si bien hubo una “transición ordenada y pacífica” respecto de la torta mientras estuve casado, la sensación de incomodidad se acrecentaba. Terminaba invitando por compromiso a mis cuñados y a matrimonios amigos de mi exseñora. Se respiraba cinismo y tensión en cada uno de esos cumpleaños. Los hermanos de la Francisca no se caracterizaban por ser muy atinados y además eran unos lateros. No teníamos nada en común, no les gustaba el fútbol ni la lectura, su único pasatiempo era armar inútiles avioncitos. Por suerte, el ambiente se distendía con la presencia de los Pernos, mis amigos de toda la vida que disipaban la tensión con sus chistes fomes y sus soporíferas historias ochenteras.

Entre tantos mensajes por cumplir y sin importancia me encuentro con varias llamadas perdidas de mi madre. Es raro, ya que si no le respondes inmediatamente, ella no insiste. Llamar una vez está bien. Es suficiente. Dos veces ya es rogar por atención. Y Maite no lo hace. La verdad es que no es especialmente agradable hablar con mi madre. Por el motivo que sea, su llamada siempre me parece autorreferente. A estas alturas me cansa un poco, pero no queda otra y la llamo.

Para mi sorpresa, esta vez es diferente. El motivo no es precisamente un especial saludo por mi cumpleaños 56.

—Renato, he decidido vender la casa de la playa —me dice con su clásico tono seco y decidido.

Qué mal momento había escogido para darme la noticia. La verdad es que yo pensaba que esta decisión nunca iba a llegar, menos aún el día de mi cumpleaños. Pero, en fin. Así es Maite. Cuando toma una decisión, no importan los daños colaterales.

Durante todo este 2019 el principal tema de conversación en la familia ha sido la posible venta de la casa de Concón. Ya se hace pesado para nuestros padres la mantención y las reparaciones que cada año necesita. Además, se murió Teobaldo, su fiel escudero, quien se encargaba de mantenerla, de hacer las reparaciones necesarias y de que estuviera siempre todo funcionado.

Fue un golpe fuerte para mi madre la muerte de Teobaldo. Era parte de la familia y ella era la madrina de su hijo. Teobaldo era conconino de toda la vida. Una gran persona. Ya no se encuentran estas personas en el Chile de hoy. Teobaldo no tenía necesidad de trabajar, ya que su hijo pasó del Concón National2 al Everton. De igual forma siguió con nosotros.

Toda una vida cuidando la casa.

Recibí la noticia de la venta como un mazazo. Fue un golpe sin escalas. No sé qué me molestó más: la venta en sí o la forma en que Maite me dio la noticia. Hubiese esperado que me lo dijera de otra manera, tal vez con pena, con nostalgia. Pero nunca deja de sorprenderme. Lo dijo y punto. La casa se vende, habrá que acostumbrarse a la idea. Hablé con ella e inmediatamente supe de qué se trataba. Lo que tanto temía se hacía realidad.

Está claro que mi cumpleaños 57 no será en Concón.

La frialdad de mi madre frente a su decisión de vender la casa me chocaba demasiado, ya que desde que tengo recuerdos la escuché decir que quería tener una casa en la playa. Cuando me iba a buscar al colegio, antes de ponerse a discutir de política o de cualquier otro tema, en más de una ocasión le comentó a su amiga Isabel su idea de tener una casa en la playa. Toda una locura considerando que se iniciaban los mil días de Allende. Mi padre solamente escuchaba sobre este proyecto, guardaba un clásico silencio.

Creo que el deseo de Maite tener una casa en la playa tenía relación con sus carencias de niña. Todo cambió en su vida cuando su hermano menor falleció trágicamente. Eso produjo un quiebre familiar. Después vino la enfermedad de su madre y su larga agonía. No tuvo una niñez fácil.

Maite se imaginó la casa incluso antes de comprarla. Dibujó en su mente cada uno de sus detalles. Soñaba sobre todo con que destacara por su vista al mar y que tuviera una gran terraza donde hiciéramos la vida familiar que nunca tuvo.

La casa se encontraba ubicada en la parte de arriba de Concón, frente a la Playa Amarilla, y se accedía a ella por una larga escalera cerca del Hotel Viarreggio. Era un lugar maravilloso. El año 79, cuando la compramos, era un territorio casi inexplorado, solitario. Éramos nosotros, la casa y el mar. Con el tiempo empezaron a llegar los vecinos, algunos no muy amistosos. Yo tenía la impresión de que no sabían disfrutar la vida. Siempre alegaban por el ruido cuando escuchábamos música o cuando teníamos visitas, porque la casa era frecuentemente visitada. Invitar a amigos y a la familia formaba parte sustancial del proyecto de Maite.

Prácticamente cada uno de los pormenores del diseño que imaginó y dibujó en su mente se cumplió. Con don Gilberto, el arquitecto, analizaban en detalle los planos, discutían las observaciones que ella hacía sobre el tamaño de los ventanales, la distribución de los espacios interiores, los materiales para el piso del living y el comedor. Ella quería que la cocina fuera integrada al living y comedor para no perderse la conversación con las visitas. No podía existir una casa en la playa sin madera, especialmente para la terraza y las vigas. En el fondo, Maite supervisaba todo lo que significa construir una casa.

Mi padre, por otro lado, asentía dando el visto bueno a cualquier cosa que le preguntaran sin cuestionar nada. A mí me parecía una falta de compromiso. Pero con el tiempo entendí su particular forma de ser, su actitud pasiva, el no discutir y aceptar tranquilamente lo que dijera mi madre. Hoy lo veo como parte de su sabiduría. Saber vivir era su lema.

La Maite sabía mandar y, en este caso, con mayor razón tenía que hacerlo. Cuando se trata de una construcción, si no estás encima, los maestros o el contratista hacen lo que quieren.

—Usted, señora Maite, debería ser capataz —le decía siempre don Gilberto riéndose un poco, porque cuando mi madre llegaba a la construcción los maestros inmediatamente se cuadraban.

Mandar es un arte y de eso mi madre sabía.

Maite tenía muy claro cómo debía ser la casa. La idea del proyecto era compartir. Para eso también, además de la terraza, había una sala de estar. Los dormitorios, por otra parte, si bien no eran tan amplios, eran cómodos. El comedor conectaba con la cocina y esta sí que era toda una novedad para la época, aunque haya sido materia de varias discusiones con el arquitecto. Según mi madre el comedor tenía que ser diseñado de tal manera que todos los comensales tuvieran vista al mar. Don Gilberto le discutía, pero donde manda capitán…

El living, que también tenía una lindísima vista al mar, era otro infaltable punto de encuentro. Y el largo sofá azul que todos ocupábamos, claro, siempre que Pablo lo prestara, ya que casi todo su pololeo lo pasó ahí. ¿Cuántos festivales de Viña del Mar vimos sentados allí?

La casa estaba casi terminada. Solo faltaba el techo. Maite fue especialmente cuidadosa con el techo, porque el segundo piso iba a ser para su abuela Victoria. Se indignó con don Gilberto cuando lo vio listo. Era demasiado bajo. Su idea era hacer una mansarda amplia con ventanales que también dieran al mar. Claro, no lo pudo supervisar. La inesperada enfermedad de su abuela Victoria había sido su especial preocupación durante esos meses y no tuvo cómo vigilar la construcción del techo. Mi padre brillaba por su ausencia, lo que irritaba a Maite. ¡Qué manera de entenderla! Los contratistas no han cambiado; siguen igual. Los dejas solos un minuto y hacen mal la pega. Lo comprobé en carne propia cuando construí mi casa. Aprendí de mi madre a supervisar una construcción. Estuve a cargo de todo. Mi ex no estaba para los menesteres de la casa, menos aún para los de una construcción. Esos eran temas menores para ella.

Lo que más caracterizaba nuestra casa de Concón, y la hacía sobresalir entre las casas vecinas, era su maravillosa vista al mar que se podía disfrutar desde casi todos rincones. Pero la terraza era su centro neurálgico. Desde ahí se escuchaba nítidamente el graznar de las gaviotas y el sonido de las olas cuando se estrellaban con fuerza en el roquerío. La sujetaban dos pilastras de madera ancladas en bloques de cemento y estaba rodeada de docas y mucha vegetación que había que cortar para que no tapara la vista. Tenía unos largos listones de madera recubiertos con barniz marino. Según me acuerdo, de marca Whirlpool. Año a año mi madre la pintaba religiosamente.

La terraza siempre fue mi lugar preferido. Estar solo mirando el mar se convirtió en un rito, casi en un acto litúrgico. Tenía algo mágico. Sentía una paz única que me transportaba a momentos que no quería olvidar o a recuerdos inventados.

Los ventanales de la casa eran muy grandes y permitían ver el mar desde el interior. Estaban protegidos por unas persianas de madera de color café oscuro. Tenían un complicado sistema para cerrarlas con unos tornillos largos. Había que pasarlos por el orificio de cada una de las persianas y apretarlos por el otro lado con una mariposa, pero siempre se nos caían y se perdían por las rendijas de la terraza. Esto provocaba la ira de la Maite cada vez que nos prestaba la casa.

La fachada era de color blanco y nosotros debíamos pintarla todos los veranos. Lo mismo que la puerta de entrada, de un color rojo furioso. Tenía una manilla dorada y también, infaltablemente, era mantenida año a año.

Son muchos los detalles de la casa que recuerdo y puedo describir. El jardín era el rincón favorito de mi madre. Era una especie de cuadrado construido bajo las pilastras con docas y unas lindas jardineras de greda. Además, había hermosas petunias y cardenales que destruíamos cada vez que intentábamos jugar fútbol (otro motivo para causar la ira de la jefa). Las gaviotas descansando en el techo, tal vez despidiéndose del verano. Cómo no recordar también la mesa de pimpón Vadell con esas patas de metal oxidadas por la brisa marina. Abrirla costaba una enormidad y ahí permanecía arrumbada, abandonada por el inexorable paso del tiempo. Ya no habrá nadie que le pegue esas pataditas en los fierros para enderezarla. Nadie que vuelva a jugar esos eternos partidos después de ir a la playa.

Lo que nunca me gustó fueron los horribles muebles de madera quemada del comedor, tan pesados y toscos, con sus incomodísimos cojines inexplicablemente más anchos que las sillas.

En fin. Esa era mi casa. Sí, quizás parecen detalles insignificantes, pero en esos detalles siempre aparece la nostalgia.

Este ha sido un cumpleaños distinto. Solo, divorciado, sin mis hijos, sin la inútil disputa por quién lleva la torta, sin los Pernos y sus historias. Fue mi decisión. Siento que volver a la casa de Concón es un acto de redención para superar mis dolores y errores. Aquí partió mi historia, mi camino a la adultez. Es el escenario perfecto para analizar tantas decisiones que aquí tomé. Ahora que se vende, tal vez es mi última oportunidad de hacerlo.

De vuelta a Santiago habrá que afrontar el tema con mis hermanos. No sé qué pensarán.

1 Antigua y reconocida pastelería de la Región Metropolitana.

2 Club de Deportes Concón National, fundado el 8 de mayo de 1914.

CAPÍTULO IILA FAMILIA

La venta de la casa obviamente produjo discusiones entre nosotros. Para Pablo constituía un sacrilegio. Era como vender un hijo. Se oponía firmemente, obvio, pero lo decía desde su clásica comodidad, era que no. También para él la casa era algo especial. Igual que yo, tenía un fuerte sentido de pertenencia a ella.

Mi madre siempre lo consintió. Cuando Pablo iba al colegio ella lo esperaba cada día fuera de la sala con una revista y un helado. Le perdonaba todo. Después Pablo estudió Derecho en la Universidad de Chile y, claro, ahí estaba mi madre pendiente de cualquier cosa que necesitara. A Pablo le gustaba la política y en dictadura era una actividad peligrosa. Ahí también estuvo presente Maite apoyándolo cuando cayó preso. Incluso lo iba a dejar a las protestas en el Peugeot último modelo de mi padre. Era, sin duda, el opositor a Pinochet más cómodo y consentido.

Para Maite, Pablo estaba primero. Ella giraba en torno a él y mi padre era más cercano a mi hermana. Me sentí postergado. Los problemas de los hermanos mayores copaban la agenda familiar. Siempre se trataba de Pablo y sus estudios, después vino la política. La Sole, por otro lado, entre sus estudios y su eterno noviazgo, era una preocupación constante para mi madre. El pololo de mi hermana tenía súper buena pinta, pero Maite decía que no tenía futuro. A diferencia de la Sole, que estudiaba ingeniería, este tipo no estudió una profesión. Además era algo simplón, como decía la Maite.

Tal vez por eso me refugié en el cine. Me sentía como un exiliado en mi propia familia y el cine era el lugar donde vivir el destierro y el desaliento familiar del que adolecía.

Alberto, como hermano menor, tal vez no vivió la época de esplendor de la casa de Concón y la etapa más feliz de nuestra madre y le daba un poco lo mismo el destino del lugar de veraneo. En realidad su postura era una muestra más de su clásica apatía y lejanía. Alberto siempre fue así. Por nuestra diferencia de edad no tuve mucha relación con él. Su postura progre, hablando de grandes transformaciones que necesitaba el país y del fin del sistema neoliberal, discurso que enarbolaba desde la comodidad de su clínica privada ubicada más arriba de la Cota Mil3, ahondaron aún más nuestro distanciamiento; era un digno exponente de la izquierda caviar4 que tanto me desagradaba. Siempre sentí que políticamente me miraba con desdén, a modo de sorna me decía facho pobre. Se le veía poco por Concón, creo que nos encontraba demasiado intensos y algo pueriles. Por su edad y carácter no hablaba mucho en los almuerzos familiares, sobre todo en las arduas discusiones políticas que teníamos en la sobremesa. Mi padre decía que la única oportunidad de derrotar a Pinochet era inscribiéndose en los registros electorales; Pablo y mi madre argumentaban que no había que inscribirse, que habría fraude igual que en el plebiscito del 80. En esa época Alberto actuaba como árbitro: calmaba los ánimos y acercaba las posiciones. Durante los últimos años, Alberto sabiamente veraneaba en Puerto Velero con los papás de su señora.

Esa independencia la mostró desde chico y también, a diferencia de sus hermanitos, siempre fue buen alumno. Además, fue el único que estudió medicina, lo que llenaba de orgullo a mi padre. No daba problemas en el colegio ni se mandaba cagadas. No había nacido en los 60, era de otra generación, creció viendo a ET5, jugando Atari y con televisor a color. Podríamos decir que fue un premillennial.

La nostalgia no era tema para Alberto. No sé si la conoció. Fue indolente frente a ella, no era cliente frecuente. Tal vez no tenía motivos para recurrir a la nostalgia. Siempre lo vi despreocupado recibiendo todos los años el premio al mejor alumno. Simplemente tenía otro carácter. Cuando hablamos de anécdotas e historias familiares o de Las Cruces, el balneario donde veraneábamos antes de Concón, él solo ríe tímidamente. No fue partícipe de la mayoría de las historias de la familia.

Mi hermana Soledad, por otro lado, estaba de acuerdo con mi madre en vender la casa. Ya no iba y nunca se sintió una conconina de verdad. Las Cruces fue su lugar. De ahí son sus recuerdos y nostalgias.

La Sole siempre estaba de acuerdo con nuestra madre. Rara vez discutían. Pensaban muy parecido. Aparentemente sus desencuentros no los ventilaban. Tenían una especie de silenzio stampa exasperante, sobre todo frente a la Francisca y mis cuñadas, y especialmente en lo referente a la crianza de los hijos y a la dedicación hacia ellos. Ambas tenían su propia Biblia. Jamás mostrar una diferencia ante personas ajenas a la familia era su lema. La familia no discute ante terceros,decía mi madre. Siempre hizo sentir esa diferencia, sobre todo con la Francisca.

Una matriarca verdadera era la Maite.

En un primer momento yo estuve de acuerdo con la venta de la casa. Me parecía la decisión correcta. La casa había envejecido, mis padres también y todo era un problema. Claramente era poco práctico seguir manteniéndola.

Cuando Maite mencionó su idea de vender la casa, mi primera reacción fue positiva. Me pareció que era lo que había que hacer. Mejor venderla, a nadie le hace bien tanta cercanía con el pasado. El pasado nunca deja de doler, pero podemos ayudarlo a encontrar un lugar distinto6.

Cada año íbamos menos. Pensaba que Concón había tenido su época. Mis amigos tampoco aparecían por allá. Hasta los que me caían mal habían dejado de ir. Pero a medida que esa idea tomaba fuerza me empecé a angustiar. Crecía esa sensación de pérdida, de no volver a estar. Nunca más.

Después de unos días, me fui dando cuenta de que claramente me había equivocado en apoyar a mi madre en la idea de la venta. Esta vez Pablo tenía razón. Sería como perder a un hijo. Nunca proyecté lo que esa decisión iba a significar para mí. No es fácil anticipar dolores futuros. Quizás la debí haber comprado yo, pero todo se dio demasiado rápido, al estilo Maite.

Yo había cambiado de opinión, no quería que se vendiera, la necesitaba más que nunca, estaba solo, divorciado, tratando de recomponer la relación con mis hijos. Con ellos quise ser distinto a como mis padres habían sido conmigo, tal vez porque no quería que fueran como yo. Ser hijo de padres consentidores no es fácil. Culpas a esa formación de tus fracasos y quieres hacerlo todo diferente. Al final todo salió mal. La relación con mis hijos hoy es distante. No es de piel. No me acerqué a ellos, no entregué todo lo que debía. Todo se paga en la vida.

La casa aparecía como el lugar ideal para partir de cero, reinventarme, empezar una nueva historia. Pero no fue así. Me quedé sin el lugar donde crecí y punto. No dimensioné lo que significaba terminar mi historia con la casa. Lo mismo pasó con mi matrimonio. La casa se venderá y seré condenado a vivir en un pasado que ya no existe. Otro error más. Nunca más la tendríamos, ya no habría un lugar para la nostalgia.

Todo este proceso de la venta y las discusiones que se generaron al respecto me invitaban a reflexionar sobre el porqué mi madre quería venderla. No tengo dudas de que esa decisión, más allá de su discurso oficial, fue su respuesta al paso del tiempo. Sin nosotros la casa no tenía sentido para ella. Presumo que creía que lo mejor de su vida ya había pasado y la casa era un ícono de aquello, de una época que ya fue. En esto coincidía con mi madre. Conociéndola, ese era el verdadero motivo de la venta: el ir a Concón y no vernos. Nuestra ausencia. El que sus hijos habían dejado de pertenecerle. Esas eran las verdaderas razones, pero jamás lo admitiría. Hacerlo era reconocer que nos necesitaba y eso también significaba reconocer una debilidad.

3 Término acuñado por el padre Felipe Berríos que hace referencia a universidades privadas ubicadas sobre la cota mil, sector privilegiado de Santiago.

4 Expresión política de uso coloquial y peyorativo para referirse a aquellos que proclaman ideas de izquierda, pero que llevan una vida acomodada. En Estados Unidos se les llama radical chic y en Gran Bretaña champagne socialists.

5 Película de Steven Spielberg de 1982.

6Formas de volver a casa de Alejandro Zambra, página 113.

CAPÍTULO III CÓMO PASAN LOS AÑOS

Dicen que las casas tienen memoria. En cada rincón de ellas quedará impregnado lo que cada uno de nosotros ahí vivió, lo que cada uno dejó, todo ello conforma la personalidad y la emoción del lugar. Así fue con la nuestra. En ella quedó para siempre una parte importante de nuestras vidas y lo que dejamos, aquello que permanecerá ahí, nadie podrá llevárselo o robarlo. Había pasado el tiempo, más de cuarenta años desde que nuestros padres la construyeron. Los hijos íbamos muy de vez en cuando. Nos habíamos casado, teníamos nuestras propias familias. Y yo sentía hace rato que esa casa había dejado de ser mi refugio, mi cable a tierra, ese microcosmos entrañable donde crecimos.

Es difícil explicar lo que un lugar puede significar en la vida de las personas. ¡Cómo quería mi madre su casa! Recuerdo que le decía a mi padre que antes de tener la casa propia en Santiago, deberíamos primero tener una casa en la playa. Esta idea iba totalmente en contra de la mirada conservadora y austera del Doctor, como le decíamos a mi padre. Comprar primero una casa en la playa y no la casa propia en Santiago era una locura, pero mi padre no discutía con mi madre. Era un hombre muy sabio. Nunca lo oí discrepar con ella, salvo cuando mi hermana dio la PAA y contó que no se había atrevido a contestar todas las preguntas. Ahí, y solamente esa vez, presencié una discusión entre ellos. Mi padre criticaba fuertemente su mala estrategia. Decía que tenía que arriesgarse y contestar todas las preguntas. Mi madre, en cambio, no quería que la presionaran.

Maite nunca aceptó que alguien nos criticara, especialmente si la crítica era cierta. Sus hijos eran perfectos.

El Doctor era un hombre simple, de pocas palabras, nunca hablaba demás. Era muy reservado, trabajador. Su vida era su profesión, pero siempre se las arreglaba para dedicarnos tiempo. Esos momentos generalmente se producían cuando lo acompañábamos a hacer sus famosos domicilios, panorama hoy en día imposible. ¿Conocen un médico que vaya a ver un enfermo a su casa?

En cada salida, después de ver a sus pacientes, nos llevaba a mí y a mis hermanos al Colorín Colorado o a los juegos Diana. El paseo iba acompañado obviamente de dulces y helados y en más de una oportunidad invitamos al Pancho Pérez. Al final del día poco quedaba del famoso bono Fonasa.

Lo más característico del Doctor era su buen carácter: pocas veces lo vi enojado, levantando la voz o peleando. Finalmente igual se hacía lo que él quería. Tenía un don para ello. Recuerdo que repetía una frase que me gustaba mucho y que graficaba la relación que tenía con mi madre. Cuando cumplieron cincuenta años de casados, en un discurso preparado para la ocasión, dijo:

—Las cosas importantes durante todo este tiempo las he decidido yo. Pero como nunca hubo nada importante que decidir, todo lo decidió vuestra madre.

Mi madre, por otro lado, le decía:

—Cuidado, después nos quedamos solos.

Lo echo de menos. Se fue demasiado pronto. Han pasado casi diez años de su partida. Siento que no alcancé a despedirme. Me faltó tiempo. Pensé que iba a durar para siempre. Su muerte fue devastadora. Salió a trabajar a su hospital como todos los días. Su corazón dejó de latir, nunca más volvió. Maite nunca volvió a ser la misma. De alguna forma, ella también murió ese día. Fueron tantas cosas que no alcancé a decirle, conversar, preguntas que hacerle, consejos que necesité. Tantas cosas quedaron pendientes. Me faltó conocerlo más. No nos dimos toda la atención que debimos, aunque los últimos años conversábamos mucho. Teníamos más tiempo para hacerlo. Igual se fue sin que yo alcanzara a saber tantas cosas de él.

Los últimos años que gozamos la casa fue la época en que nacieron nuestros hijos. Panorama obligado era ir para el Año Nuevo, Semana Santa o Fiestas Patrias. Pero ya no era lo mismo. Se había perdido la magia, ese encanto que la hizo tan especial.

La casa tuvo su época. Nadie me enseñará a olvidar lo que fue.

Pero todo se complicó. La familia creció, la casa quedó chica y ya era un desagrado ir. Resultaba insoportable ver a los hijos de Pablo paseándose por la terraza. Parecía la crónica de una tragedia anunciada. Ya veía a esos pendejos cayéndose al mar. Mi hermano y su señora no se caracterizaban por tener un especial cuidado con sus hijos. Eran demasiado relajados, no se inmutaban con nada, su pasividad era insoportable. Típico matrimonio en que los hijos hacen lo que quieren. Nada más alejado de lo que yo pensaba.

Solo imaginar tener que organizarme con mis hermanos para ocupar la casa me descomponía. Suficiente tuve mientras vivíamos bajo el mismo techo. No éramos fáciles los hermanitos. Además, cuando llegan las nueras y yernos empiezan los verdaderos problemas en las familias. Ni hablar de mi exseñora, que todo lo encontraba poco. La casa, anticuada; los dormitorios, estrechos; los muebles, pasados de moda y gastados; la terraza, peligrosa. Y que nuestra casa tenía pocas comodidades, que no había intimidad. Por otro lado, mi madre nunca dejó de hacer valer su calidad de dueña de casa vitalicia. La antigüedad constituía grado en nuestra familia y eso a las nueras les molestaba, aunque astutamente nunca lo exteriorizaban.