Siete pilares para la felicidad - Notker Wolf - E-Book

Siete pilares para la felicidad E-Book

Notker Wolf

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Beschreibung

El deseo de cualquier persona es alcanzar la felicidad. Aunque el objetivo no parece fácil, el benedictino Notker Wolf nos proporciona unos consejos con los que se pueden poner las bases para conseguirla. Estos consejos se basan en siete pilares: las tres virtudes teologales –fe, esperanza, caridad– y las cuatro cardinales –fortaleza, justicia, prudencia, templanza–. Las siete virtudes son como el punto de apoyo de la vida verdadera; algo sobre lo que se puede edificar. El autor presenta estas virtudes clásicas de una forma muy actual acudiendo a situaciones cotidianas, bien conocidas por todos, para ejemplificar su buen y mal uso. Basándose en su experiencia, nos muestra estos pilares como base de la felicidad no solo individual sino también de la comunidad.

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Notker Wolf

Siete pilares para la felicidad

NARCEA, S.A. DE EDICIONES

Índice

El lenguaje de la felicidad

¿Qué nos ayuda a ser felices?

La felicidad y el sentido de la vida. Más que bienestar. Yo encontré la felicidad. Felicidad en la adversidad. Más que química. Sísifo o la suerte de los más capaces. ¿Fue Jesús una persona feliz?No existe un método para alcanzar la felicidad. Virtudes para la vida.

La justicia

La fluidez del tráfico romano. ¿Qué es la justicia?¿Cómo nos tratamos unos a otros?Las leyes, el derecho y la justicia. Nuevas injusticias. Mayor que nuestro pequeño círculo de intereses. No existe un derecho absoluto. No hay justicia sin misericordia. Atemperar la justicia con misericordia. El perdón promueve la justicia. La justicia necesita templanza. ¿Quién es justo?Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia.

La prudencia

Un fin del mundo tras otro. Más que astucia. El conocimiento aplicado al bien. Personas que transmiten claridad. Con ayuda del humor. El idealista imprudente. ¿Se puede exigir siempre la verdad?Prudente en la vida y sabio. “Sed prudentes como las serpientes”. Cómo ser más prudentes.

La fortaleza

No me va a pasar nada. Lo contrario de valiente. Esos sí que fueron héroes. La libertad es la joya del cristiano. Valiente y sincero. Fortaleza y prudencia. El salario del miedo. ¿Cómo tomar decisiones audaces?Nadando contracorriente.

La templanza

El banquete de Trimalción. San Benito y el vino. Una vida sin límites. Poner freno a la avidez. ¿Martillo o matamoscas?La codicia devora el cerebro. Qué nos promete el dinero. ¿Es la modestia solo un adorno?Cuando el bien es demasiado. La pasión es otra cosa. La templanza de los monjes.

La fe

La fe, comunidad y hogar. Cercanía a las personas. Las estructuras no generan vida. Sal de la tierra, luz del mundo. El fracaso como oportunidad para la fe. La libertad forma parte de la fe. La fe, una experiencia como el amor.

La caridad

El amor es una experiencia cumbre. Perderse y encontrarse a sí mismo. ¡Abrazaos!El amor redime. El amor no puede dividirse. Amor y moral. No hay amor sin pasión. Qué es lo que despierta el amor. Cultivar la pasión. Necesidad emocional. El difícil amor a los enemigos. La indiferencia es mortal. El texto más bello sobre el amor. Para que el hombre sea hombre.

La esperanza

Un problema grave de esperanza. El lenguaje de la esperanza. Los pesimistas tienen más dificultades. Fracaso y sentido. La esperanza es liberadora, no adivinar el futuro. Solo semillas de plenitud. La esperanza es lo último que se pierde. Esperar contra toda esperanza. Promover esperanza. Lo que yo espero.

Así en la tierra como en el cielo

EL LENGUAJE DE LA FELICIDAD

Los gorriones son mis pájaros preferidos. Cuando era niño y me ponía enfermo los podía observar junto a la ventana. Su sitio favorito eran los rosales de enfrente de nuestra casa que, en aquellos tiempos, los podaban dándoles formas redondeadas. Estaban siempre llenos de gorriones. Sobre todo, se les veía mejor en invierno, cuando las flores hacía tiempo que se habían marchitado y cuando se habían caído todas las hojas; sus cantos bulliciosos, silbidos y gorjeos eran para mí la mejor música. Si había un aleteo, o cualquier movimiento, todos revoloteaban a la vez y se quitaban la comida del pico unos a otros. Eran traviesos, descarados, huidizos.

Era la vida en plenitud. Era el cielo. Los gorriones son para mí los pájaros del cielo. Sencillos, inquietos, vivaces, vitales y espontáneos en sus manifestaciones de la vida, son como la quintaesencia de la felicidad. Revoloteaban veloces hacia nuestra ventana, picoteaban las migas y se marchaban. Aunque luchaban entre ellos, también se querían. Eran la imagen cabal de la alegría de vivir. Yo podía permanecer un buen rato, observándolos fascinado en la ventana, lo que me hacía experimentar la ligereza de la vida.

Los gorriones siguen siendo hoy para mí algo muy especial. En lenguaje bíblico, la persona piadosa puede, como el gorrión, hacer el nido en el templo de Dios. El “pájaro sin pareja en el tejado”, del salmo 101(102)8, es el símbolo de la confianza en Dios, como lo que nos dice Jesús en el evangelio de Mateo: “Ni uno de ellos caerá a tierra sin que lo sepa vuestro Padre” (10, 29).

Existe además una antífona maravillosa, que se entona como canto de comunión en el domingo XV del año litúrgico: Passer invenit sibi domum, et turtur nidum, ubi reponat pullos suos: altaria tua Domine virtutum, Rex meus et Deus meus: beati qui habitant in domo tua in saeculum saeculi laudabunt te”.

Hasta el gorrión y la golondrina

ha encontrado un lugar en tus altares

donde hacer nido a sus polluelos,

oh Señor todopoderoso,

rey mío y Dios mío.

¡Felices los que viven en tu templo

y te alaban sin cesar! (Sal 84,3-4).

La antífona está construida musicalmente como una onomatopeya. La melodía, con frases cortas y pausas, se adapta con una ligereza alegre, que para mí está inseparablemente unida a los gorriones, a la agilidad con que saltan de rama en rama, de arbusto en arbusto.

Hace poco di de comer a unos gorriones en un área de servicio de una autopista del sur del Tirol. Imité su gorjeo, silbé suavemente con ellos, hablé con ellos. Me imaginé a mí mismo un poco como san Francisco. ¡Se les veía tan confiados! Comieron de mi mano. Hablar con los gorriones es como hablar con los niños pequeños.

Y, como los niños pequeños, también ellos necesitan protección. Lo experimenté yo mismo, cuando estaba enfermo de niño y los veía desde mi ventana. Había veces en que, de repente, todo se oscurecía y como una nube se marchaban en bandada. Enseguida veía lo que había pasado: un águila levantaba el vuelo con un gorrión en sus garras. ¡Están tan desprotegidos e indefensos frente a esas grandes aves rapaces! Por eso precisamente son para mí un verdadero símbolo de la felicidad. La felicidad está siempre amenazada, nunca es segura. Cuando somos felices tenemos que alegrarnos porque no sabemos cuándo va a desaparecer esa felicidad.

Los gorriones son para mí símbolo de la agilidad, pero también de la fugacidad de la felicidad. Son tan tímidos, tan asustadizos, tan indefensos. Y así es la felicidad: indefensa. Puede romperse muy fácilmente. Incluso puede quebrarse la felicidad matrimonial; esa felicidad del amor, que se juraron eterno, se rompe de repente en mil pedazos. Cuando en una pareja de ancianos que han convivido toda su vida, muere uno de ellos, el otro puede experimentar un dolor inmenso. La felicidad es frágil.

La felicidad es también como un pájaro asustadizo que huye. Los gorriones levantan rápidamente el vuelo, temen el ataque y viven siempre en peligro. No podemos disponer libremente de la felicidad. No se deja sujetar. Pero, al mismo tiempo, no quiere ser efímera, pasajera. “Quédate, ¡eres tan bella!”. La felicidad quiere también eternidad: “Todo placer quiere eternidad, quiere profunda eternidad”, decía Nietzsche en Así habló Zaratustra.

La felicidad es siempre terrena y por ello también transitoria. Sé feliz cuando la tengas. Sé feliz, si estás sano. Sé feliz, si puedes estar hoy aquí. La felicidad, sin embargo, remite a algo distinto que la trasciende, a algo que dura eternamente. Por eso, de manera significativa, no se habla de felicidad eterna, sino de bienaventuranza eterna.

Se vislumbra lo que puede ser la felicidad cuando se escucha lo que dice Jesús:

Por tanto, os digo: No estéis preocupados por qué comeréis o qué beberéis, ni por la ropa con que os vestiréis. ¿No vale la vida más que la comida y el cuerpo más que la ropa? Mirad las aves del cielo: ni siembran ni siegan ni almacenan en graneros la cosecha; sin embargo, vuestro Padre que está en el cielo les da de comer. Pues bien, ¿acaso no valéis vosotros más que las aves? … ¿Y por qué estar preocupados por la ropa? Mirad cómo crecen los lirios del campo: no trabajan ni hilan. Sin embargo, os digo que ni aun el rey Salomón, con todo su lujo, se vestía como uno de ellos. Pues si Dios viste así a la hierba, que hoy está en el campo y mañana se quema en el horno, ¿no os vestirá con mayor razón a vosotros, gente falta de fe? (Mt 6, 25-26.28-30).

Detrás de estas palabras está escondida la confianza y la alegría de vivir.

Aprende del lirioy aprende del pájaro,tus maestros.Existir significa:vivir el hoy.Esto es la alegría.Los lirios y las avesson nuestros maestrosde la alegría.(Sören Kierkegard)

Este es también el núcleo del mensaje de Jesús: la fe en Dios nos hace libres para la alegría de vivir y la esperanza de que esto es algo inviolable, irrompible.

Los lirios y las aves son una imagen bíblica común al género humano, comprendida y entendida de modo similar por todo el mundo.

En una poesía china zen se describe la felicidad como sigue:

Cuando llega la primaveralo celebran miles de floresy el pájaro de oro cantaen el árbol de la verde pradera.

Los gorriones son hoy una especie amenazada; los muros lisos de las fachadas les impiden hacer sus nidos. Incluso hay iniciativas para salvarlos y conservarlos en las ciudades.

¿Tiene también la vida moderna una fachada dura y lisa, que no permite a nuestra felicidad anidar en ella?

¿Qué aspecto tendría una vivienda en la que tuviera sitio la felicidad, la vida no fingida?

¿QUÉ NOS AYUDA A SER FELICES?

¿Qué tienen en común la felicidad y la virtud? La felicidad consiste en divertirse, en experimentar emociones. La felicidad es la ligereza del ser, un sentimiento bello, al que se puede acceder.

La virtud, por el contrario, suena a preceptos, a algo trabajoso y con una buena dosis de moralina.

Sin embargo, san Benito lo ve de una forma totalmente distinta:

El camino de la salvación, solo se puede emprender por un comienzo estrecho. Mas cuando progresamos en la vida monástica y en la fe, se dilata nuestro corazón y corremos con inefable dulzura de caridad por el camino de los mandamientos de Dios [RSB. Prólogo 48-49].

Este es el corazón de nuestra Regla. El centro de su doctrina sobre la felicidad es la vida buena: los mandamientos no son la meta sino los indicadores para conseguirla.

La felicidad y el sentido de la vida

En marzo de 1955, cuando yo tenía catorce años y medio, descubrí en el desván de mi casa un librito con la biografía de Pedro Chanel, misionero marista en el Pacífico Sur. Chanel había sido canonizado en 1954 y este folleto describía su camino, lleno de aventuras, desde el pequeño departamento francés de Ain, a la isla Futuna, donde fue martirizado. Le mataron a golpes porque los poderosos se sintieron amenazados por su doctrina. Devoré la biografía. Tuve el librito días y días escondido debajo del colchón para que no lo viese mi madre. Durante una semana luché conmigo mismo: ¿Estaba yo de verdad preparado para abandonar para siempre la casa de mis padres? ¿Podría yo comer gusanos y cargar sobre mí todo tipo de fatigas? Cuando me decidí, fui donde mi madre y le dije: “Quiero ser misionero”. Le expliqué mis razones y le pedí que me ayudara a decírselo a mi padre. Sabía que esa era mi vocación. Tenía mi meta y había encontrado la felicidad de mi vida.

Pero yo era demasiado débil físicamente para ir a misiones. Si hubiera sido por mí, estaría ahora en alguna misión en algún lugar de Asia o África. Y estoy seguro de que hubiera tenido una vida buena y plena. Pero, al parecer, Dios había pensado para mí algo distinto. Después de los estudios me envió mi Orden como profesor de Universidad y posteriormente me eligieron abad primado de los benedictinos misioneros y por tanto responsable de toda la Congregación. Con este cargo soy mucho más misionero que lo que hubiese podido soñar, y mucho más ahora como abad primado de toda la orden benedictina.

La felicidad tiene que ver con el sentido. Puedo ser feliz solo cuando encuentro sentido. Para quien es feliz no hay crisis de sentido. Algo se puede hacer para conseguirlo: para encontrar sentido a mi vida necesito una visión de las cosas y luego trabajar en ello. Quien quiera ser feliz tiene que ponerse en movimiento. A algunos esto ya les parece demasiado, pero lo que es seguro es que la comodidad, el soñar despierto y ese dulce no hacer nada, no conduce a la felicidad.

Más que bienestar

Los aviones ofrecen un canal que solo transmite música de relajación, tan insulsa que en los vuelos largos ni siquiera puedo dormitar con ella. Ese bienestar, como sensación placentera en el que uno se puede instalar, no es la felicidad. No lleva a ninguna parte. Lo mismo vale para el llamado bienestar integral. Hace poco recibí una oferta de bienestar que consistía en tumbarme en un lecho de heno con todo tipo de artefactos. Por supuesto que algo así no tiene que estar mal, pero eso no es la felicidad.

Tampoco lo es la cursi imagen del hada buena de nuestras fantasías infantiles. Una vez que estaba en Berlín en casa de unos buenos amigos, decidimos salir por la tarde y en un restaurante encontramos una de estas “hadas buenas”. Llevaba un etéreo vestido rosa y parecía estar suspendida en el aire. Mientras agitaba su varita mágica decía que con ella podía y debía hacer felices a los visitantes. Una pseudofelicidad esotérica light.

La felicidad es exceso, va más allá de nuestro nivel de confort. La verdadera felicidad es más que un sentimiento. Es algo totalmente diferente a una promesa de bienestar que se puede comprar con dinero; algo más y distinto a divertirse o a un placer emocional. Es una experiencia especial, una experiencia que eleva. La felicidad es difícil de definir o de describir, pero si te acercas a ella, lo podrás hacer.

Yo encontré la felicidad

Si tuviera que contar cuáles son mis experiencias personales de felicidad, me resultaría muy difícil elegir algo en concreto. ¡Soy feliz por tantas cosas! No se trata de nada en especial, pero algo es seguro, que la felicidad no es verdadera si va “contra” alguien. Yo mismo soy feliz cuando estoy entre personas, cuando les puedo hacer felices. Y recibo a cambio el doble.

Por ejemplo, una vez estaba hablando con un novicio en Santa Otilia. Él me preguntó cómo me sentía al volver a estar allí y yo le dije: “Aquí me encuentro perfectamente, como en casa. Y me alegro mucho de haber podido por fin volver”. Él contestó: “Y nosotros también”. Algo así hace sencillamente bien.

También un día, en un vuelo entre Munich y Hamburgo, estuve entreteniendo a una niña de tres o cuatro años con un sinfín de tonterías a fin de que no llorara. Cuando nos bajamos del avión, le dije: “¿Sabes una cosa? Que eres un auténtico tesoro”. Y ella mirándome me dijo: “Y tú también”. Estos son los pequeños momentos de felicidad.

La felicidad tiene que ver con la resonancia y con la relación. No sé si el dinero puede hacer feliz. Yo diría más bien que si quieres hacer infeliz a alguien dale mucho dinero. Estará preocupado continuamente pensando en qué lo puede invertir. Es verdad que si una persona carece de todo también puede ser infeliz porque tiene que haber una seguridad básica. Las sociedades en que la seguridad material está cubierta, son más felices.

No hay felicidad si se está solo. La felicidad, cuando se ha experimentado, pide relación porque se quiere comunicar. Alguien dijo que la felicidad viene pocas veces sola. No podemos ser felices si estamos solos. La mujer del evangelio que encontró la dracma perdida fue feliz, se alegró mucho y corrió a comunicárselo a sus vecinas. La felicidad nos obliga a comunicarla.

Se puede estar solo en silencio y ser feliz. Es la llamada “felicidad silenciosa”, que también existe. Pero la felicidad nos inclina más a superar las fronteras de la propia experiencia. “¿Sabes qué cosa tan estupenda me ha sucedido?”. Entonces solo hay una respuesta: “Sí. ¡Es magnífica!”.

Además, la felicidad es siempre apertura a algo más grande. En este sentido son también felicidad para mí las experiencias de la naturaleza. Cualquier biólogo puede clasificar científicamente los gorjeos y el canto de los pájaros como llamada de apareamiento o delimitación de la zona, por ejemplo. Yo, en cambio, los escucho como aceptación de la creación y como expresión de una elemental alegría de vivir. Recuerdo una vez, una mañana de primavera en el claustro de nuestro monasterio de San Anselmo en Roma. Todavía no había amanecido, eran las cinco y cuarto de la mañana, y me preparaba con prisa para ir en coche al aeropuerto. Fuera cantaba un ruiseñor. Me paré un momento, escuché y escuché. Con gusto hubiera permanecido así más tiempo; estaba sencillamente hechizado. Pero tuve que continuar mi camino.

Muchos no valoran estas pequeñas cosas que son el regalo de la vida. Porque la felicidad es siempre regalo. No un regalo sacado del catálogo de los grandes almacenes porque no es algo que se puede comprar. Cuando estoy sentado a la orilla del mar y contemplo cómo se hunde el sol en el azul verdoso del océano, también experimento felicidad.

Para ser feliz tengo que tener una cierta capacidad de percepción. Y tengo además que estar preparado para esforzarme. Es como cuando se escala una montaña: después de una subida fatigosa se llega a la cumbre y se experimenta posiblemente uno de los más bellos momentos de felicidad. Porque se nos han regalado. Se puede hacer algo para lograrlo, pero no se pueden crear.

Precisamente en los encuentros con las personas es donde experimentamos felicidad. Yo mismo he encontrado en el monasterio muchas personas que irradian la felicidad duradera que nace de una vida satisfactoria. La mayor parte de las veces se trataba de personas sencillas, por ejemplo, mi viejo prior. Una vez, el abad Suso le preguntó: “Padre prior, ¿es verdad que Vd. no se enfada por nada?”. A lo que respondió: “¿Por qué debo hacerlo, soy quizá un burro?”. Y cuando lo contaba decía: “Entonces se ofendió, porque creía que yo había dicho que era un burro”. Auténtico humor de Algovia.

A mí me impresionan sobre todo los hermanos legos de mi monasterio. Por ejemplo, el hermano Adolf de Santa Otilia, que era el portero y un hombre feliz hasta el punto de que impresionó mucho a unos monjes zen japoneses que nos visitaron. Llevaba cincuenta años en ese puesto y decían los monjes: “Es increíble, este hombre no ha hecho carrera y sin embargo irradia tanta alegría”.

Precisamente, estos hermanos de los que estoy hablando, eran personas maduras que no buscaron nunca su alegría por los caminos de un gran reconocimiento. No daban ningún valor a honores y grandezas exteriores sino que se limitaban a lo esencial. Eran independientes y vivían libres de ambición, de ansia de poseer o del deseo de títulos. Sencillamente eran personas equilibradas. No envidiosas, ni apegadas a nada, ni ambiciosas, sino tranquilas y alegres. Por tanto, la felicidad no solo tiene que ver con un espíritu sencillo, sino también con una vida “buena”.

Naturalmente también existen este tipo de personas fuera de los muros monacales. Son personas felices, que irradian algo positivo y en cuya cercanía se siente uno bien. Incluso existen los llamados “seres afortunados”, personas que parece que llevan en los genes no tomar la vida demasiado en serio, o a quienes se lo han inculcado desde niños. Esa seguridad de que la vida no es tan difícil, se la han transmitido sus padres desde pequeños. Sobre este suelo puede crecer la ligereza del ser; saben desde niños que aunque caigan, alguien los levantará, que los demás están ahí para ayudarles. Y de ello surge una seguridad madura y auténtica en la vida.

Felicidad en la adversidad

Quien habla de felicidad habla de personas con sus debilidades, fortalezas y contradicciones. Incluso los grandes espíritus no están libres de estas inconsistencias. Sigmund Freud, que decía que la felicidad no estaba prevista en el libro de la vida, compraba billetes de lotería y esperaba hacerse rico con un golpe de fortuna.

El escritor bávaro Ludwig Thoma escribió el cuento humorístico Un muniqués en el cielo, en el que Alois Hingeri, el protagonista de la historia, echaba tanto de menos en el cielo a su querida ciudad, Munich, que cantaba el aleluya de malos modos, quejándose continuamente y echando maldiciones (“maldito aleluya”), porque no resistía la felicidad eterna. Porque lo sobrenatural le resultaba muy aburrido.

Una cosa es segura: no todo va bien en la vida. Hay cosas que salen torcidas. “Shoot” (disparo) decía en estos casos mi anterior prior en San Anselmo, que era americano. Quería comportarse como una persona educada y no quería utilizar la palabra “shit” (mierda). Las situaciones positivas no duran eternamente. A veces se ha comparado la fortuna con una rueda que nunca está parada, sino siempre en movimiento. Antiguamente se decía: “A cada noviembre sigue un mayo”. Noviembre es el tiempo triste, el mes de la niebla. Mayo es el mes del sol y de la claridad. Yo respondo con frecuencia irónicamente: “Pero a cada mayo le sigue un noviembre”, lo cual es también verdad.

La rueda de la fortuna sigue girando y coloca abajo lo que estaba arriba. La desgracia también forma parte de la vida. Por ejemplo, un accidente de tráfico. La adversidad puede impactar de repente, como un rayo, pero también puede alargar su sombra sobre una vida y oscurecerla de forma permanente. Personas que se han casado con el cónyuge equivocado y se dan cuenta demasiado tarde, pueden llegar a ser muy desgraciadas.

El miedo es un asesino de la felicidad, mata la alegría y la libertad. Para ser felices necesitamos estar libres de miedo. Otra actitud para conseguir felicidad es ser conscientes de la propia identidad: debo saber quién soy. Si quiero llegar a ser feliz no puedo estar “poseído” por una gran preocupación por el futuro. Muchas personas de nuestro tiempo tienen miedo al futuro pues temen la pérdida del puesto de trabajo y un cambio en su situación; unos han perdido el puesto de trabajo y otros tienen miedo de perderlo.

Solemos decir que “nos ha sobrevenido una desgracia”, pero una desgracia es, la mayor parte de las veces, una situación larga o algo con un efecto duradero. Por ejemplo, no es una colisión entre coches que ha causado una abolladura, sino algo mucho más profundo.

Hace bastante tiempo me encontré con un grupo de jóvenes para tener un coloquio. Uno de los chicos parecía muy triste. Para intentar saber qué le agobiaba les hice a todos una pregunta para que la respondieran por escrito: ¿Cuál ha sido mi experiencia más feliz y cuál la más desgraciada? El joven afectado escribió: “Mi experiencia más feliz fueron los regalos de mi primera comunión, porque yo noté que la gente me quería. La más desgraciada fue darme cuenta de que mis padres vivían separados y se acercaba el divorcio”. La separación de los padres tiene siempre una incidencia en las personas y muy especialmente en los niños. Es como si se les cayera el mundo encima para siempre. En la felicidad, el mundo está en armonía. En la desgracia, el mundo es un desconcierto total.

No siempre se pueden distinguir claramente la fortuna de la desgracia. Friedrich Torberg hace decir a uno de sus personajes en su libro La tía Jolesch o la decadencia de Occidente en anécdotas: “Dios nos proteja de todo lo que es otra fortuna”. “Fortuna en el infortunio” es algo relativo. Pero es cierto que la felicidad verdadera puede ser posible aun en medio de la mayor dificultad. Por ejemplo, cuando después de una gran inundación, el marido, que lo ha perdido todo, le dice a su mujer: “¡Pero todavía te tengo a ti!”. Esta es la experiencia más profunda de felicidad, aun cuando nos falte todo. En estos momentos se hace nueva luz, ocurre algo esencial que quizá anteriormente se había dado por supuesto. Otro ejemplo lo vemos cuando en una familia hay un niño con grandes limitaciones; al principio se experimenta como una desgracia que exige mucho ánimo para superarla, pero después se experimenta una gran alegría al ver que ese niño puede ser feliz.

No hay unanimidad sobre lo que es la verdadera felicidad, pero hay algo indiscutible: aspirar a la felicidad y evitar la desgracia es un instinto profundo en todo lo que hacemos. Sobre el modo de conseguirlo, sin embargo, las opciones son dispares. Existe para ello un modo de conocimiento humano de la felicidad, es decir, la reflexión sobre las experiencias de las personas acerca de cómo podemos evitar el sufrimiento y alcanzar la felicidad. Esto es útil porque, si nos hacemos conscientes de que las cosas pueden ir de otra manera, podemos protegernos de la tristeza y capacitarnos para una mayor libertad y serenidad.

Hay una parábola oriental sobre cómo comportarse en los imprevistos y vicisitudes de la vida, que es también una historia sobre la actitud correcta para alcanzar la felicidad.

Cuentan de un rey que pidió a sus consejeros que le hicieran un anillo que le alegrara cuando estuviera triste y le preservara de la euforia cuando se encontrase feliz. Los sabios reflexionaron durante mucho tiempo y al fin le entregaron un anillo con la siguiente inscripción: “¡También esto se pasa!”.

También las virtudes forman parte de este conocimiento humano de la felicidad. Y este libro trata de ellas.

Más que química

Tener mucho dinero no trae automáticamente la felicidad porque siempre se desea más. Cuando preguntamos a las personas qué es lo que las hace felices, pocas veces se refieren a cosas exteriores. Indican más bien que la felicidad les viene del amor o del nacimiento de los hijos. La persona feliz mantiene distancia de las cosas materiales. No se deja acaparar por ellas.

A pesar de ello, hay algunos que dicen que la felicidad es algo material, es química. En un estado de felicidad aparece de hecho la dopamina, la hormona de la felicidad, que actúa estimulando, como la adrenalina en la sangre, que hace al cuerpo capaz de aumentar sus capacidades y crear un estado de bienestar. Pero podríamos preguntarnos si la felicidad es solamente una reacción química. Los bioquímicos no son capaces de asegurarlo. Es verdad que sin dopamina no puede surgir ningún sentimiento de felicidad, pero la dopamina no “es” la felicidad, sino solo una sustancia química. Existen también las drogas de la felicidad, que son mucho más efectivas que la dopamina; el hachís, por ejemplo, puede producir sentimientos de felicidad, como también en menor medida el alcohol. Las drogas pueden amortiguar la infelicidad, enmascarar la soledad o ayudar a controlar mejor el estrés y el esfuerzo excesivo, pero la mayor parte de las veces, después, el consumidor está peor que antes. En cuanto se les pasa el efecto y están sobrios, viene la resaca.

En esto sucede como con la libertad. Según algunos, dado que tienen lugar procesos químicos, la libertad depende de la química. Pero esto es solo la forma externa.

Yo ciertamente no estoy estimulado por la química, pero la química debe estar presente con la justa medida. El cerebro forma parte de la corporalidad de la persona. Todo tiene un sustrato corpóreo como dijeron Platón y Aristóteles: todo se compone de materia y forma. Entre nosotros, la forma no es el todo, por eso es posible la inmortalidad. La química es el sustrato que provoca el sentimiento de felicidad.

El hecho de que se puedan generar sentimientos de felicidad, pero no crear la felicidad misma, no significa que no se pueda hacer nada por la propia felicidad.

Sísifo o la suerte de los más capaces

La felicidad existe también cuando nuestro trabajo es tan valorado y reconocido que nos sentimos “mirados” como personas. Al acabar mis estudios en la Escuela Superior de Memmingen, el director me llamó a mí y un compañero para que nos presentáramos en su despacho. A los dos nos dieron cincuenta marcos, que en 1951 era mucho dinero. Esto me causó una alegría inmensa y lo recibí como reconocimiento por mi trabajo. Por primera vez había ganado yo mismo algo de dinero. Estaba orgulloso de mí mismo. Era una verdadera alegría.

La suerte no es una mera casualidad, aunque en ocasiones también juegue su papel. Por ejemplo, el éxito en los exámenes generalmente es fruto, en parte, del esfuerzo y, en parte, de la suerte. Se dice también que la suerte favorece a la mente preparada. No estamos igual todos los días; en algunos, no nos sentimos bien, aunque hayamos estudiado mucho. Hay situaciones en que sucede algo sin que nosotros hayamos hecho nada para que ocurrieran. Recuerdo que cuando me estaba preparando para el examen final de bachillerato, justamente pocos días antes había estado traduciendo con otros compañeros el párrafo que nos tocó hacer en el examen. ¡Eso sí que es suerte! De esa forma aprobamos yo y mis compañeros. En los exámenes suelen suceder cosas similares, aunque, cuando se va preparado, hay más posibilidades de tener suerte.

A la felicidad no se sube en ascensor, generalmente hay que hacerlo por la escalera. Aunque tampoco consiste en un puro esfuerzo. Albert Camus dijo que nos debíamos imaginar a Sísifo como un hombre feliz. Sísifo aceptó lo absurdo de su condena consistente en subir una y otra vez hasta lo alto de la montaña la roca que, una vez arriba, volvía a caer, y con ello se mostraba como artífice de su propio destino. A mí esto no me convence. Como otros muchos, yo veo en Sísifo a la persona desgraciada, que no tiene ninguna oportunidad de volver a ser feliz. Sus esfuerzos no terminan nunca.

Sin embargo, cuando hablamos de felicidad en un sentido más profundo, nos referimos a algo más que esfuerzo, y también a algo más que un suceso fortuito. Es la experiencia de un estado interior. Cuando san Benito dice al final del prólogo de su Regla: “Se dilata el corazón en alegría” está hablando precisamente de esto. Y dice además qué es la verdadera y profunda felicidad y cómo se hace posible.

¿Fue Jesús una persona feliz?

Alguien me preguntó una vez si podíamos imaginar a Jesús como una persona feliz. Creo que la pregunta está mal planteada; pienso que la perspectiva correcta es otra. Jesús dice: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6). Él es el camino hacia la felicidad y todas las demás promesas de felicidad deben ser contempladas a la vista de esta. Con esta verdad como trasfondo puedo preguntar, ¿en última instancia, qué es lo verdaderamente valioso?