Siete suicidas - Luis E. Izquierdo - E-Book

Siete suicidas E-Book

Luis E. Izquierdo

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Beschreibung

El Sub, El Nico, La Perra, La Orlando, Hollywood, Candelita y Zoe han sido tocados –de alguna forma– por la guerra, por ese conflicto que corre profundo por las tierras latinoamericanas, que les ha despojado pedazos del cuerpo y mancillado el alma. Los Siete se levantan y deciden pelear juntos contra un gobierno autoritario que ha robado la vida de miles más. Una historia que mezcla la ficción con la vida, que borra las líneas de la realidad y que desata un frenesí incontenible. «Aquí están la Perra, el Capo, el Nico, la Abuela, Hollywood, Orlando; todos ellos son como perros que entierran sus huesos en la memoria para saciar su hambre». J.J Junieles. «Inquietantes, atrevidos, distintos y distantes. Así son los siete suicidas a los que Luis les da voz en el multiverso de la literatura». Antho Pulgarín.

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©2022 Luis Enrique Izquierdo Reyes

Reservados todos los derechos

Calixta Editores S.A.S

Segunda Edición Enero 2022

Bogotá, Colombia

Editado por: ©Calixta Editores S.A.S

E-mail: [email protected]

Teléfono: (571) 3476648

Web: www.calixtaeditores.com

ISBN: 978-628-7540-00-2

Editor en jefe: María Fernanda Medrano Prado

Editor: Natalia Garzón Camacho

Corrección de estilo: Alejandro Ferrer Nieto

Corrección de planchas: Alvaro Vanegas

Maqueta de cubierta: Julián R. Tusso @tuxonimo

Diagramación: David Andrés Avendaño @davidrolea

Fotografía Luis Enrique Izquierdo: Harrym Ramírez

Prólogo: J. J. Junieles

Ilustración El Misterio de Eva: María Francisca Restrepo González

Impreso en Colombia – Printed in Colombia

Todos los derechos reservados:

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.

En memoria de Tulia Reyes Vásquez (28 de junio de 1925 — 1 de octubre de 1998) y Cleofelina Reyes Vásquez (25 de julio de 1933 — 1 de octubre de 1998), mujeres inseparables y origen de la escritura

Para Mauricio Garrido con quien aprendí a comprender la vida y la muerte mientras recorrimos el Urabá Antioqueño y me ayudó a entender el concepto de la amistad y la esperanza en medio del conflicto

Que se cumpla lo previsto. Que ellos den crédito y se rían de sus pasiones. Lo que ellos llaman pasiones realmente no es una energía anímica, sino un roce entre el alma y el mundo exterior. Lo principal es que crean en sí y estén desamparados como niños, porque la debilidad es grande y la fuerza fútil. Cuando el hombre nace, su cuerpo es débil y ligero, cuando muere es fornido y duro. Cuando un árbol crece es tierno y mimbreño, pero cuando su tronco está seco y rígido, se está muriendo. La dureza y la fuerza son satélites de la muerte. La flexibilidad y la debilidad expresan la lozanía de la existencia. Por eso lo que se ha endurecido no vence...

(Stalker, Andrei Tarkovsky, 1979)

Todas las irregularidades serán tratadas por las fuerzas que controlan cada dimensión. Los elementos pesados transuránicos no deben usarse donde haya vida. Los pesos atómicos medios son utilizables: oro, plomo, cobre, azabache, diamante, radio, zafiro, plata y acero. Zafiro y Acero han recibido la misión…

(Intro de Saphire & Stell, P. J. Hammond, 1979)

[…] la muerte del otro, no únicamente pero sí principalmente si se le ama, no anuncia una ausencia, una desaparición, el final de tal o cual vida, es decir, de la posibilidad que tiene un mundo (siempre único) de aparecer a tal vivo. La muerte proclama cada vez el final del mundo en su totalidad, el final de todo mundo posible, y cada vez el final del mundo como totalidad única, por tanto irremplazable y por tanto infinita

(Jacques Derrida, Cada vez única, el fin del mundo, 2005)

El cristianismo convirtió en una palanca de su poder el extraordinario anhelo de suicidio existente en el tiempo de su surgimiento: sólo permitió dos formas de suicidio, las revistió con la más alta dignidad y la más alta esperanza y prohibió todas las otras de una manera terrible. Pero fueron permitidos el martirio y la lenta autoeliminación del cuerpo de los ascetas

(Friedrich Nietzsche, La Gaya Scienza, 1887)

Perros que entierran huesos

¿Quién no ha abierto un libro –o muchos libros– con la esperanza de encontrar algo diferente a las fórmulas de siempre y nos invite a volver a nuestra realidad inmediata con más comprensión de lo que sentimos y experimentamos? Uno de los atractivos de la literatura, es que algunos creadores conciben y escriben sus historias, de una forma que invitan a ver esa realidad diaria, de una manera diferente a la usual, esa provocación a cambiar de gafas, a mirar el mundo por el hueco que tienen las verjas ajenas. Así percibo, inicialmente, el universo de Siete Suicidas, la novela de Luis Izquierdo.

Cuando tengo dudas sobre qué es una novela, porque me encuentro con formas no convencionales en las maneras de contar, siempre vuelvo a Virginia Woolf y sus palabras de 1924, cuando le preguntaron ¿Qué es una buena novela? Y aquí las comparto, editadas porque me parece importante para comprender el significado estético y simbólico de Siete suicidas.

Dice la Woolf: «Una buena novela es cualquier novela que le hace a uno pensar o sentir. Tiene que ponernos quizás incómodos y ciertamente alerta. Una buena novela no necesita tener trama; no necesita tener final feliz; no necesita tratar sobre gente simpática o respetable; no necesita ser lo más mínimo como la vida tal como la conocemos. Pero tiene que representar alguna convicción por parte del escritor. Tiene que estar escrita de modo que transmita la idea del escritor, ya sea simple o compleja, tan fielmente como sea posible. El único método seguro de decidir si una novela es buena o mala es simplemente observar nuestras propias sensaciones al llegar a la última página. Si nos sentimos vivos, frescos y llenos de ideas, entonces es buena; si quedamos hartos, indiferentes y con poca vitalidad, entonces es mala».

Siete suicidas es una novela en movimiento, mejor dicho, en permanente movimiento, el lector salta tiempos y ambientes que lo hacen preguntar, ¿cuál es la función que cumplen sus personajes, asuntos y situaciones?, hasta que descubrimos que estamos en un juego, como esos que animaba Cortázar en su novela mosaico 62 Modelo para armar o Perec, en La vida instrucciones de uso o Auster en su Trilogía de Nueva York o también esos saltos (¿digresiones?) de Paul Thomas Anderson en su guion de Magnolia de 1999; en donde el lector-espectador se siente invitado, motivado, a descubrir, el orden interno del curso de las historias, el trayecto de los personajes y el significado de sus encrucijadas.

¿Quién no ha silbado cuando camina por una calle oscura para sentirse menos solo? Hay una mezcla sufriente y juguetona entre la realidad y la fantasía en esta novela de Luis Izquierdo, cuya materia prima es otorgarle al verbo la capacidad de convertirse en un territorio habitable para lectores activos y cómplices. Aquí están La Perra, El Capo, El Nico, la Abuela, Hollywood, Orlando; todos ellos, son como perros que entierran sus huesos en la memoria para saciar su hambre, cuando sea necesario, pero ocurre que no siempre recuerdan en qué lugar los enterraron, descubren que se los han llevado, o que los huesos se han vuelto polvo; y esas circunstancias los vuelve tan humanos como cualquiera de nosotros.

En esta novela hay árbol de ramas cruzadas, esas mismas ramas, con el paso de la narración, se van doblando y convirtiendo en raíces, y por eso sus frutos pueden encontrarse en cualquier página. Un viaje de 214 páginas, que al final nos hace sentir que sus palabras están vivas, tanto como aquel que las ha leído. Mientras buscamos, entre todos y para todos, el mejor de los mundos posibles.

J. J. Junieles

Escritor y periodista colombiano

Preámbulo (21 de febrero de 2005)

Podemos hablar hoy de ti.

—No.

—¿Por qué?

—Voy a inventar cualquier cosa.

—Adelante.

Estaba tirado en el piso, escuché una voz que me decía que me pusiera en pie, que lo hiciera despacio, que buscara la fuerza en mi interior y no me dejara doblegar, que buscara cómo oponerme a mis captores y mirara a la muerte de frente, que no sintiera miedo. El Nico estaba boca abajo y la tierra entraba a su boca, el cañón de la AK-47 lo empujaba contra el suelo, debido a nuestra amistad, yo lograba sentir su miedo. Hace tan solo unos minutos manejaba la camioneta, cuando lo rodearon sintió que se paralizaba. Ellos abrieron la puerta, le cortaron el aliento de un golpe. Cuando cayó, sintió que estaba muerto, me dijo una noche que logramos hablar del evento.

—Pase lo que pase, no se detengan —nos habían dicho.

Ya había pasado por encima de un cuerpo inerte tirado sobre la carretera, yo lo sentí cuando el platón saltó como si se tratara de esos policías acostados que se encuentran en Bogotá y que, al borrarse la pintura amarilla, se vuelven imperceptibles, con la única diferencia de que se sentía como si fuera de gelatina.

El Nico estaba al volante, escuchando el CD de Led Zeppelin y el perro negro corría junto al auto de cerca. Con el último cuerpo le había quedado esa sensación que lo acompañaría hasta la muerte. Lo cierto es que cuando vio esos cuerpos pequeños en la carretera, las preguntas terminaron por atormentarlo: ¿y si no estaban muertos, si los habían obligado a acostarse, a no moverse, si se habían quedado dormidos en medio de la nada, si él terminaba siendo el ejecutor? Los vio vivos, despertando y corriendo tras la Prado, cubiertos de sangre. Vio la muerte sentada a su lado sonriendo, sintió compasión y el pie derecho se lanzó sobre el freno, el chillido de las llantas rompió el aire de la noche, el piso estaba caliente, había poca luz, el olor a gallinaza se clavaba en la sien. Cuando vio salir a los hombres armados de entre los platanales oró en silencio para que los cuerpos se levantaran, para que valiera la pena su decisión frente a lo que se venía, pero los cuerpos nunca más se irguieron, quedaron allí, con sus sueños, con su inocencia quebrada.

Yo no entendía lo que pasaba, me había ido de frente contra el vidrio de atrás de la camioneta y un hilo de sangre me corría por la frente. Si nos habían dicho que no paráramos ¿qué putas estaba pensando? El ambiente olía a gallinaza, a estiércol, platanal, sangre… a muerte. Cuando me bajaron, nuestra compañera de viaje estaba tumbada al lado de él, la música en la camioneta continuaba sonando… «...el aire huele al Mal…».

El carro del Padre iba en la caravana. Llegó a los pocos minutos, pero para mí ya habían pasado años, nos habíamos salvado de la muerte saliendo de Bogotá y ahora estábamos acá, tirados en el piso. El cura no traía el clergyman y la única arma que poseía era una carta en sus manos. Con la fortaleza del que todavía está investido por el poder divino, se dirigió al único que no había desenfundado su arma y le pasó la carta. El hombre la leyó con cierta lentitud.

—¿Qué quiere, padre? —dijo.

—Que nos deje pasar, estamos quedándonos en Apartadó y mañana vamos a Turbo para empezar el viacrucis.

—Padre, usted ya empezó su viacrucis, sabe que eso no se puede —balbuceaba—, que ustedes no pueden estar aquí a esta hora.

El padre vio los cuerpos de los niños.

—Déjeme enterrarlos —dijo, señalándolos.

—¿Pa’que putas, padre? Déjelos ahí, donde deben estar, que son comida de chulo. Son los hijos de Suárez…

—¡Aserrín, aserrán! Los maderos de San Juan piden queso, piden pan…

—Suárez, venga —gritaron.

El niño voltió a mirar.

—Su papá lo necesita en El Trapiche, camine yo lo llevo.

—¿Pueden venir ellos conmigo? —le dijo.

—Claro, vengan todos y seguimos cantando.

Los niños subieron al carro cantando:

—¡Aserrín, aserrán!

Los maderos de San Juan piden pan, no les dan,

Piden queso, les dan hueso y les cortan el pescuezo…

Ese triple hijueputa tiene que salir del hueco donde se metió.

—Vamos para Turbo y si usted no quiere dejarnos pasar mátenos a todos aquí —Nico y yo no nos movíamos. Los dos tenían la sangre hirviendo, les consumía la cabeza.

—Cura marica, usted no sabe lo que yo le puedo hacer —le dijo mirándolo a los ojos y escupiéndolo mientras hablaba. Monseñor sintió cómo la saliva entraba a su boca y se acomodaba sobre su lengua, sintió la humanidad del otro y se arrodilló.

—No se vaya a arrepentir mañana —El uniformado dio un paso atrás, su expresión parecía como si hubiera visto al mismísimo Satanás. «Cuando ya eres un despojo, no puedes ni llorar…», se escuchó en el carro.

—Párese, gran hijueputa, gallina, que el cura marica se lo quiere culear en Turbo —le gritó a Nico—. Váyanse para la mierda y dejen de joder —dijo. Desenfundó el revólver y disparó a los cuerpos de los niños en la carretera—. Lárguense de acá y no me jodan más.

Los cuerpos se estremecieron, no se escuchó ningún quejido. Me levanté llorando y subí a la camioneta, pasé por entre los cuerpos sin sentir nada. Ya en el platón de la camioneta, Arantxa, la periodista vasca, saltó con los morrales y las botellas de aguardiente.

Advertencia: Seguramente los acontecimientos, como sucesos de interacción entre los seres humanos con su entorno, marcan nuestra vida, generan un campo de saber y, por supuesto, encaminan de alguna manera la acción. En ese desplazamiento –respuesta a un deseo–, se genera placer. De nuevo nos encontramos en esa tensión entre la pulsión de vida y la pulsión de muerte. El desarrollo de dicho campo es en realidad una zona energética, en la que el espacio-tiempo no tiene regla, ni regulación alguna. El que esos acontecimientos se presenten en la infancia y en la adolescencia agudiza la respuesta y, tarde o temprano, la energía reprimida termina por dar respuestas impredecibles, así como los elementos son susceptibles a tener respuestas y reacciones entre ellos, muchas veces desconocidas, que terminan por generar inclusive la vida.

El Sub

(Extractos de la entrevista concedida a David Letterman en mitad de la selva colombiana, cerca al Hornoyaco)

«—Nosotros no tememos morir luchando —decimos nosotros—. Nunca hablamos en singular». Recordó en una entrevista con David Letterman, citando al Sub comandante Marcos, «… yo soy el Sub porque existe Él y en Colombia era necesario tener uno, igual de fuerte y emotivo; carismático hasta la saciedad e inteligente; a eso se le suma que fui rezado por un Taita Jaguar del Putumayo. El enemigo nuestro es demasiado fuerte porque la gente le cree, así que yo mismo me fabriqué: Yo soy el padre, el hijo y el espíritu santo, lo tengo tatuado aquí mismo, ¿si ve? Él es el Sub de Villa, yo soy el Sub de José Antonio Galán, el Sub de Guadalupe Salcedo, y tengo la suerte y el coraje de Efraín González, ese soy yo y por eso usted está hoy aquí conmigo y su equipo construyó este estudio en medio de nuestra selva. Sabe que usted y yo somos él, somos legión, somos el dragón de siete cabezas que va a destruir al Imperio. […] Mi abuela no se subía a una escalera eléctrica, nunca conoció el mar, ni pisó un aeropuerto, nunca voló en avión. Nunca sintió el vacío en su estómago, pero cuando escuchó que, faltando tan poco tiempo para la celebración del agua y el fuego, un avión caía envuelto en llamas, pensó que no estaba bien seguir prendiendo la estufa con papel periódico, que no era seguro y que nunca volaría en un avión»

Sortilegio para tiempos siempre presentes

Sintió miedo. Se sirvió el último trago de Bulleit Bourbon, esa botella traída desde Nueva York que aún conservaba como reliquia. La sensación de vértigo continuaba y le recordaba los viajes en altamar. «…Oh, captain, my captain…» y el Acquavit, que le había dado la vuelta al mundo, ahora degeneraba la conciencia: hilos infinitos de memoria se establecían entre un continente y otro, uno de ellos era su cerebro. Los pensamientos abiertos en el diván, el llanto atrapado, el anillo entregado años atrás en el salón, antes de la ceremonia...

Una nota y otra. El zumbido, ese sonido que desespera. Se dio cuenta que, hacía mucho tiempo, no abría las cortinas, el cuarto oscuro era la proyección de su alma carcomida por los años. La capa de polvo sobre los libros y los apuntes infinitos de escritos a medias, cartas nunca enviadas, anotaciones sin sentido. Un sorbo de bourbon, la lámpara de lava que se deshace en figuras, la conciencia encontró un rumbo. Las burbujas rojas flotaban en el aire y la música de navidad se entrometía en la memoria: el fox terrier que escapaba, correr hasta alcanzarlo. El carro que viene, el perro, el niño, el auto… frenos… oscuridad… No hay luz en el barrio… ellos aparecen más tarde, exhaustos por la carrera. Es el silencio del perro el pacto del niño. No existe lo que no se sabe o, por lo menos, ellos creen eso.

El perro muere de cáncer, como la abuela, perro cenizas, abuela habitante de montaña, los gallos de pelea y los toros. La crueldad del niño, los ojos del toro, la sangre … rojo sobre negro… el flamenco que habita y esa canción en el carro, en la memoria… ¿cómo se llamaba? Dime, por favor… silencio… Ahora se vuelve sobre él o mejor vuela dentro de él, el carro a alta velocidad, el chofer que erra, el freno, el montículo, la llanta estrellada y el impacto que se siente en el plexo… gira una y otra vez, se oscurece, se nubla, se toca y sigue vivo. Los carros impactan el vehículo deslizándose… De donde viene ese olor… acaso huele la muerte o el deseo de ello, la sangre dulce, la herida… La humedad del territorio desvanece la piel. Esa mano que protege, que humecta la piel dañada por la rabia, la visión… el canto indígena en la noche oscura.

¿Qué es eso? La luz lo ciega, la imagen de la madre bajando, ella… dulce, tierna, llena de luz, manto azul sobre la cabeza, rostro indígena, serpiente, flor negra la piel. Barcelona de nuevo, el barrio gótico y ella, la negra, la morenita … México, ¿dónde estamos? Habitantes de los caminos en tiempos distintos. Guadalupana, el milagro…. la película en la cabeza, la virgen, el milagro… a eso huele, a flores. La sangre no huele a flores… el jardín, la risa, tus ojos negros, las marcas en la piel, las arrugas del rostro, la piel quemada por el frío, la historia del agua que brota de la tierra …. Cómo olvidar tanta dulzura…. Herido caigo, suena la canción, ya no sé dónde estoy… ¿afuera? ¿adentro de mí? Y el son, la danza aplazada…, todavía quedan promesas por cumplir.

Flor marchita en la ciudad

A la abuela se le ocurrió un plan que no podía fallar, como la única que sabía todo era Elenita, le pidió el favor que escribiera la carta. En ella consignarían de la manera más completa posible la llegada de la abuela a Bogotá y el momento en que se conoció con su hombre, cómo se habia enamorado perdidamente de él, sus sentimientos, sus temores, sus pasiones, y ahora la angustia de su vientre, y la enviaron a la radio esperando ‘la solución a su problema’…

Estuvieron pendientes durante meses de la radio, todos los días, hasta que un día…

Hoy nos escribe Flor marchita, ella llegó escapando de su casa en Tunja hace unos años a Bogotá, esta es su historia:

Escapando de los regaños y maltratos de su hermano y su esposa, un día, con tan solo diecisiete años y dos pesos ahorrados de su trabajo en una panadería de la ciudad, tomó un bus rumbo a Bogotá, ¡Brrrum, brrrum!, blablablá, ¡piiii!, ¡piiii!¡Bum! Estallaba el exosto de un auto y ella miraba con asombro. Escondido entre sus senos guardaba su sustento, todavía recordaba cuando jugaba con los carros de madera y los tambores de hojalata de los hijos de sus sobrinos. Crash, pum, pum, crash, y las imágenes se le pasaban como ráfagas. Vestía falda larga de paño, media velada y zapato bajito de cuero negro, blusa blanca y un saco de lana y una pequeña maleta con la ropa interior, y unas cuantas telas para hacer las compresas, por si su cuerpo le recordaba la maternidad, que aún no llegaba, de manera imprevista.

¡Brrrum, brrrum!, blablablá, ¡piiii!, ¡piiii!

—Psst, psst psst. Disculpe señor ¿cómo puedo llegar a esta dirección?

—Ahhh, eso es en el centro, coja un bus de esos amarillos que diga Calle 26 Germania y se baja cuando vea un anuncio gigante que dice Cinzano, es un edificio grande, se baja y pregunta.

Flor marchita salió de la estación de buses preocupada, no sabía leer bien y tenía miedo.

¡Brrrum, brrrum!, blablablá, ¡piiii!, ¡piiii!

—Señora puede ayudarme para ir a un edificio que dice Cinzano.

—Sí, niña, coja ese bus que esta allá, corra que se va.

¡Brrrum, brrrum!, blablablá, ¡piiii!, ¡piiii!

—Le falta.

—Hmm, aquí tiene —Sacó de su bolsillo el billete doblado y lo entregó

—Pase rápido.

Cuando vio el cartel gigante sintió alivió, corrió a la puerta ¡ring ring ring! y gritó para que parara, el chofer frenó.

¡Brrrum, brrrum!, blablablá, ¡piiii!, ¡piiii!

—¡Tenga cuidado, no lleva ganado! —gritó la gente.

Flor marchita se bajó del bus y empezó a caminar, le dolía el estómago, cuando sintió valor preguntó de nuevo a un hombre elegante de abrigo gris que caminaba con un paraguas en la mano.

—Señor, ¿sabe usted donde está esta dirección?

¡Trapa trapa!, blablablá, ¡trapa trapa!

—Va para las Ojonas, ese restaurante queda por allá, camine tres cuadras y lo encuentra, derechito, no se vaya a perder.

Flor marchita sintió raro su cuerpo cuando escuchó la voz de ese hombre. Caminó despacio, le gustaba lo que veía, las casas eran grandes y bonitas y la gente era muy elegante y olía diferente, cuando vio el letrero que decía Las Ojonas sintió alivio, entró al restaurante.

Blablablá, tintín, tintín, blablablá.

—Disculpe señora, ¿está Francisca?

—¿La cocinera?

Blablablá, tintín, tintín, blablablá.

—Sí, la misma.

—Hoy tiene día de descanso, venga mañana y salga que los clientes se molestan.

Flor marchita sintió que el mundo se le venía encima. ¿Qué iba a hacer ahora sola en una ciudad desconocida, con unos cuantos pesos escondidos en la falda y el frío? Salió del restaurante y se sentó en el andén de la calle a llorar.

Snif snif snif, snif, snif.

El hombre del abrigo gris llegó caminando con su paraguas y vio a Flor marchita en el andén, se acercó con prudencia:

—Hola, niña, ¿encontró a su amiga?

—No señor, snif snif snif, snif, snif.

—¿Y qué va a hacer?

—No tengo a donde ir.

—¿Tiene trabajo?

—No, a eso venía.

—¿Quiere trabajar en mi casa? Mi mujer necesita ayuda.

Flor marchita sintió miedo, no sabía qué hacer, tenía que pensar rápido, actuar.

—Hmmm. ¿Es lejos?

—No, es la casa de aquí al frente, mire esa es mi señora y mis hijos, venga.

Snif snif snif, snif, snif.

Flor marchita se limpió las lágrimas y caminó al lado del hombre.

Se sintió abrumada con lo que escuchaba, no se sentía bien. Ahora era parte de una radionovela, de manera sorpresiva su piel se enfrió y presintió que todo el mundo la miraría de ahora en adelante: «allá va Flor marchita» gritarían algunos, y ella sentiría vergüenza de ese amor que sentía por ese hombre mayor, y las pataditas que empezaba a sentir en su estómago eran una estocada, nunca pensó verse así, se sentía partida en dos, por el amor y el desamor vivido, lloró sola en la pequeña habitación. Se repitió a sí misma que no debió dejar que pasaran las cosas, que nunca debió entrar a esa habitación oscura, en donde él la desvistió despacio, ni debió dejarse encantar con los besos profundos que generaban corrientes de energía en su cuerpo. Recordó cuando jugó con el cable pelado de la radio y esa descarga ahora estaba en todo su cuerpo, en sus brazos, su boca, sus piernas, el amor tanto amor, que se le entraba de a poquitos por los poros, respiraba el aire de ese hombre que ahora era su refugio, cerró los ojos y suspiró profundo. Se le pasó tanto el tiempo que los frijoles estuvieron y Elenita sirvió la comida, mientras subía el volumen al radio Sanyo que estaba sobre la estufa de leña.

—Ahora sí, ponga cuidado —dijo Elenita.

Querida Flor marchita, ese hombre no te ama, solo ha utilizado tu cuerpo y se lo has permitido, es un hombre casado, con familia; debes irte de inmediato de esa casa, no volver allí nunca más y enfrentar el reto de cuidar a esa criatura, no sufras más, es el momento de volver a vivir, de tomar el agua y de crear el néctar que hay en tu interior. ¡Corre, Flor marchita, corre y aprende a vivir por fin!

Una punzada le dio directo en el estómago, fue el primer día que sintió que moría, que el cáncer se le acomodaba en el estómago para no abandonarla hasta que acabara con ella.

Ori()n(a)

Solo hay una verdad…

—¿Y cuál es?

—A mi madre le encanta contemplar el cielo en la noche y tiene una particular obsesión que nunca he entendido: busca esa triada de estrellas que le indican el lugar de la constelación de Orión, y entonces cuando cierro los ojos en la noche imagino que Orión está allí vigilante, con su espada.

Orión el cazador, Oriana la escritora, la mujer en la guerra, las violaciones, las madres que lloran a sus hijos, esa es la única verdad, que solo nosotras quedamos vivas, que se me inundan los ojos cuando pienso en esto, cuando aún le cuento estas historia, que me dicto a mí misma, cuando solo se trata de un par de ideas que poco a poco se van materializando, la verdad es que la guerra todo se lo lleva, pero yo no voy a dejar que se lleve mi memoria, igual usted cree que todo es una reconstrucción, una ficción.

—…

—Ese día yo llegué a Tlatelolco, un día antes llegó El Nico a casa, la abuela ya había expirado. Días después los helicópteros irrumpieron el aire de Medellín. La fiebre de la muerte entró al cuerpo y el crucifijo fue la única compañía de San Javier. El peregrino en la concha, intentando llevar el mensaje muere de fiebre y nosotros ahora planeamos todo esto bajo su imagen que se alza sobre la carrera Séptima. En la periferia se va llevando a cabo milimétricamente el ataque, las carpas de la cruz roja, los camiones con hombres armados llegan a los barrios aledaños. San Javier es rodeado y su Dios inmaterial, que contempla en su delirio, se ve cortado por las hélices. La universidad violada de nuevo y nosotros los estudiantes salimos a protestar, pero el tirano calla la voz, reprime, destruye. El cuerpo de la mujer que fabrica las bombas debajo del puente ahora es un cohete que corta el cielo, su cuerpo fragmentado como el tiempo expira ante todos. Los estatutos, la seguridad, la excepción permiten los ataques, allí en Plaza de Tres Culturas un disparo alcanza mi cuerpo, chillo de dolor y caigo, el sufrimiento es tan intenso y la luz tan blanca y pienso en Alekos, en Passolini, mis amigos italianos, que aún no me conocen y no puedo creer que mi cuerpo esté amamantando a un niño en medio de las balas que se cruzan en San Javier.

—…

—Soy llevada a la Morgue, al mortuorio, San Javier sale de su concha y se me acerca, pone los dedos en la nariz para intentar saber si aún respiro, como yo lo hice con la abuela hace unas horas, era importante saber qué pasaba. El Nico está al otro lado del teléfono y los Siete esperan noticias. San Javier percibe aún el aliento, el espíritu se encuentra dentro de mí. Las balas cruzan el espacio aéreo de San Javier, las calles se llenan de gritos y órdenes, los camiones abren sus puertas y los uniformados entran, el miedo se apodera de todos, las niñas y los niños corremos, jugar a las escondidas se convierte en el único camino, tras el árbol, en los huecos cavados, que como tumbas nos indican el único futuro que nos han brindado, nuestros padres caen, al igual que nuestras madres, hombres comuna, mujer comuna, empezaron a matarnos al estigmatizar nuestra misión, la concha se fragmenta y San Javier queda sin protección.

«La guerra, la guerra en el cuerpo… la marca indeleble, susurramos y tenemos que ser escondidos en los tanques de reserva».

«Y él sale a decir que cree en la vida, que nosotras no podemos abortar, ¿acaso se necesitan más hijos para la guerra?, ¿acaso mi vida no vale?, y aquí en el mortuorio mientras San Javier se da cuenta de que estoy viva pienso que debo escribir, pero el cáncer se instaura en mis pulmones, en mis senos, como alimentar a quien no ha nacido.»