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Zara Cox

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Beschreibung

Nada más conocer a Lily Gracen, todo un prodigio en programación, Caleb Steele supo que iba a saltarse su regla de no acostarse con las clientas. Sin embargo, antes tenía que dar con su acosador. Estaba a cargo de la seguridad de Lily, aunque era ella la que tomaba la iniciativa cuando se encerraban en su mansión de Silicon Valley. La cuestión era que, de tanto contenerse, Caleb estaba a punto de perder el control…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2018 Zara Cox

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Sin control, n.º 16 - abril 2019

Título original: Close to the Edge

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-785-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

 

 

A Grace Thiele,

por ser la versión en carne y hueso de Lily Gracen.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Caleb

 

No fue buena idea mirar la hora. Nada más bajar la vista a la esfera negra y azul de mi reloj supe que había añadido otra media hora a aquel circo.

Mierda.

—¿Te estoy haciendo perder el tiempo? ¿Acaso tienes un sitio más importante al que ir? —preguntó una voz chillona.

Suspiré.

Mi capacidad de dar la vuelta a las situaciones aprovechando las circunstancias era lo que me había llevado hasta donde estaba. Pero nadie acababa haciendo lo que yo hacía sabiéndolo desde el principio.

Me dedicaba a resolver situaciones extremas.

No me estaba quejando. Se me daba bien mi trabajo. A veces desearía no haber sido tan bueno. La mayoría de los días adoraba mi trabajo. Esa noche, no tanto. Las llamadas a las dos de la madrugada eran lo peor, sobre todo cuando interrumpían una buena mamada, preludio de un polvo.

Pero bueno, ¿qué era un dolor de huevos frente a una llamada de trabajo? Como táctica de evasión, era una manera efectiva de mantener los demonios a raya.

Me metí las manos en los bolsillos y miré al joven de ojos vidriosos sentado a horcajadas sobre la barandilla, delante de mí.

—Lo cierto es que sí. Tengo que estar en otro sitio. Si vas a saltar, acaba cuanto antes para que pueda seguir disfrutando de la noche.

«Dios mío, esta vez te has pasado, Steele».

La cara de susto de mi cliente confirmó mi impresión.

—¿Hablas en serio?

—Completamente. Es la cuarta vez este mes que tengo que ocuparme de tu… infelicidad. En condiciones normales, me lavaría las manos o te llevaría a rastras a rehabilitación, pero le he prometido a tu padre cuidar de ti. A lo único a lo que eres adicto es a la pereza.

—No sabes de qué estás hablando. ¡Me han echado de la banda!

—Porque programaste el GPS a Cabo en vez de al estudio de Culver City. El mes pasado fue a Las Vegas y el anterior a Atlantic City, ¿recuerdas?

—No puedo aparecer y cantar así sin más. ¡Necesito inspiración! —protestó Ross Jonas enfurruñado.

—¿Y crees que la vas a encontrar tirándote desde ese balcón? —pregunté encogiéndome de hombros—. Pues, nada, adelante. Para cuando amanezca, estarás en una bonita sala de un tanatorio.

De nuevo, se quedó con la boca abierta.

—Joder, cómo eres.

Cerré los ojos y deseé que aquellas palabras hubieran salido de una boca diferente, en concreto de la de la pelirroja de labios pintados que había dejado en mi cama. Cuando volví a abrirlos, Ross seguía allí. Lástima.

No era que le deseara la muerte a un cliente, pero estaba ansioso de que aquello acabara cuanto antes.

Aquel tipo no iba a saltar.

Ya habíamos pasado por aquello varias veces. Había elegido aquella suite porque había una piscina profunda convenientemente situada seis pisos más abajo. Y si por mala suerte no llegaba a caer en ella, tenía a cuatro tipos en la planta baja del hotel Beverly Hills preparados con un enorme colchón inflable para recogerlo porque, por desgracia, no era la primera vez que me enfrentaba a un cliente con tendencias suicidas.

Hace tiempo que lo habría dejado como cliente, por sus payasadas para empezar, y porque nunca he querido saber nada de clientes con tendencias suicidas, ni aunque fueran fingidas. No me importaba reconocer que el suicidio era un tema sensible para mí. Pero el padre de Ross había sido mi primer cliente, el tipo que me abrió las puertas en un lugar tan hostil como Los Ángeles y que empezó a recomendar mis servicios a otras personas. Así que cuando Victor Jonas me pidió que velara por su hijo, no me había quedado más remedió que decirle que sí.

Lo peor que podía pasarle a Ross, el hijo único de unos padres ricos y demasiado blandos, si saltaba, era sufrir un golpe de viento.

Si no ponía fin a aquello de manera inmediata, estaba destinado a sufrir un recrudecimiento de las pesadillas a las que me enfrentaba cada noche, por no mencionar la indiferencia a la que me sometería aquella atractiva pelirroja.

—Sí, cómo soy. Tienes diez segundos para hacerte papilla o para bajarte de ahí.

Me aparté de las puertas correderas de cristal en las que estaba apoyado y me dirigí hacia él, que al darse la vuelta para mirar, palideció.

—Mierda —murmuró.

A medio metro me detuve y me crucé de brazos.

—Escúchame: como sigas coqueteando con la muerte de esa manera, un día de estos vas a tener éxito. Hazme un favor, Ross: deja de tocarme las narices y dedícate a trabajar. Te sorprenderá lo bien que se siente uno cuando ve los resultados de su trabajo.

Toda su agresividad pareció esfumarse.

—Pero ya no pertenezco a la banda.

—Llama a tus amigos por la mañana. Ponte de rodillas si es necesario. Sé humilde si realmente quieres volver —dije.

No tenía ni idea de si era verdad o mentira. La humildad no era precisamente mi punto fuerte.

—Y cuando lo hagas, intenta demostrar que de verdad te importa, ¿de acuerdo?

Cuando asintió, di un paso atrás sin apartar la atención de él mientras se bajaba. Aliviado, lo seguí hasta el interior de la suite que había reservado con la única intención de llevar a cabo su propósito. Contuve la ira y las ganas de volver a echarle otra bronca.

—Uno de mis hombres se quedará para asegurarse de que llegas sano y salvo a Culver City por la mañana. ¿Te parece bien?

Le di una palmada en el hombro y enfilé hacia la puerta. Con un poco de suerte, mi cita seguiría calentándome la cama.

—Oye, Caleb.

—¿Sí? —dije volviéndome.

—¿De veras te hubieras quedado ahí viendo cómo saltaba?

La cara me cambió.

—Si de veras hubieras querido hacerlo, no habría podido hacer nada para impedirlo —dije e hice una pausa—. ¿No te parece?

—No —contestó sacudiendo tímidamente la cabeza.

Mi furia aumentó un poco más.

—Vuelve a montar un numerito así y yo mismo te empujaré.

Lo dejé en mitad del salón, hundido de hombros, recapacitando.

Mi mentón se tensó mientras bajaba en el ascensor al vestíbulo. Por desgracia, no me resultaba tan fácil dejar aquella desagradable sensación que Ross me había causado como abandonar aquel hotel de cinco estrellas.

Mi madre había tenido suerte tres veces. O mala suerte, según se mirara. Mis pasos se volvieron cansinos al asaltarme aquel dolor que el recuerdo de su muerte me traía.

Maldito Ross Jonas.

Respiré hondo y salí del hotel. Le di un billete de veinte dólares al aparcacoches cuando me entregó las llaves de mi Bugatti y me senté detrás del volante.

Antes de arrancar, mi teléfono emitió un pitido. Lo saqué del bolsillo y encontré una imagen en la pantalla. El mensaje que lo acompañaba apareció unos segundos después: Esto es lo que podías haber tenido esta noche. No vuelvas a llamarme.

No supe si sonreír o fruncir el ceño. Sabía que si la llamaba en aquel momento, no me iba a contestar. Me fastidiaba porque aquella pelirroja era la primera mujer que me interesaba en una temporada y confiaba en que pusiera fin a la larga sequía que se había adueñado de mi vida sexual. Pero a pesar de las ansias de hacía un rato, el deseo de volver junto a ella a la cama se estaba desvaneciendo rápidamente. Volví a mirar la imagen de la pantalla y me pasé la mano por la entrepierna antes de borrarla y hacerla desaparecer de mi lista de contactos.

Tomé la autopista de la costa del Pacífico en dirección al centro de Los Ángeles. No estaba de humor para volver a una cama vacía, así que mi siguiente opción era irme a trabajar.

—Maldita sea, ¿es que nadie duerme? —maldije cuando mi teléfono sonó.

Era Maggie, mi secretaria.

—No me pagas por dormir. Me lo dejaste muy claro en la entrevista.

—Tú nunca duermes, pero eso no quiere decir que puedas interrumpir mi sueño. Me sorprende que tenga que explicártelo.

—Dime que no estás de camino a Fixer HQ y colgaré.

No me molesté en decir nada porque tenía acceso al localizador por GPS de mi coche. En dos o tres ocasiones, ese localizador me había salvado el pellejo.

—¿Qué quieres, Maggie?

—Vaya, parece que alguien está de mal humor —murmuró entre dientes—. Tenemos un problema.

Tamborileé con los dedos en el volante.

—¿Acaso no lo son todos?

—Este tiene menos que ver con sexo, drogas y rock and roll. Esta vez es… otra cosa.

—Déjate ya de misterios.

Mi sarcasmo no le afectaba. Esa era una de las razones por las que me resultaba indispensable.

—Voy a mandarte la dirección que me ha facilitado su gente. Puedes estar con ella en quince minutos.

El disfrute de la conducción desapareció y no pude evitar soltar una palabrota.

—¿Su gente? ¿Les has explicado que no trato con empresas? Solo trato con personas.

Maggie suspiró.

—Sé muy bien cómo hacer mi trabajo, Caleb. Confía en mí, aunque solo sea un poco.

Fruncí el ceño. No me resultaba fácil confiar a ciegas porque, simplemente, no confiaba en nadie. Maggie lo sabía. El que se estuviera aprovechando de aquella circunstancia me molestaba. El generoso sueldo que le pagaba todos los meses recompensaba su duro esfuerzo y su lealtad.

Mi teléfono vibró al recibir aquella dirección desconocida.

—Ya hablaremos más tarde.

Colgué y detuve el coche a un lado de la autopista para leer aquella dirección de Mulholland Drive antes de hacer un giro de ciento ochenta grados.

Unos enormes muros y una verja electrificada me dieron la bienvenida al llegar a la propiedad. Aquello olía a la heredera de un imperio disgustada porque su última conquista la hubiese ignorado o porque su chihuahua hubiera sido secuestrado. No merecía dedicar mi tiempo a cosas así.

Solo la certeza de que Maggie era muy buena en su trabajo me animó a bajar la ventanilla y apretar el intercomunicador.

La verja de hierro se abrió y recorrí el camino adoquinado que llevaba hasta una mansión de piedra. Siguiendo el típico gusto hollywoodense, la propiedad original había sido reformada con un gusto grotesco.

Apreté los labios al bajarme del coche y vi unos guardas jurados apostados a cada lado de la entrada.

La puerta principal se abrió y apareció un joven bien vestido. Parecía fuera de lugar en aquel entorno, pero quién era yo para juzgar.

—Buenas noches, señor Steele. Sígame, por favor.

No se presentó ni tampoco le pregunté su nombre. Estábamos en Los Ángeles, donde incluso las celebridades de medio pelo eran demasiado paranoicas para revelar su identidad al primero que pasara.

El interior de la mansión era tan recargado como el exterior. Parecía como si el decorador se hubiera esmerado en llenar de dorados y verdes cada centímetro de aquel espacio.

Después de recorrer un pasillo, entré en un gran salón en el que no había ni rastro de la mujer que Maggie había mencionado.

—Espere aquí, por favor.

El hombre se fue y empecé a dar vueltas por la estancia, deseando que mi viaje hasta allí hubiera merecido la pena. Tenía un despacho lleno de expedientes de clientes. Estaba pensando en lo poco que dormía últimamente cuando las puertas dobles se abrieron. Nada más verla, sentí un nudo en el estómago y mis pulmones se quedaron sin aire.

No estaba seguro de si la sorpresa se debía al corte de aquel pelo rubio casi blanco o a los labios rojos y generosos que en aquel momento apretaba entre sus dientes. Quizá fueran sus verdes ojos almendrados fijos en mí o su menudo y exuberante cuerpo cubierto de arriba abajo de cuero y encaje negro.

Cuero y encaje. Umm. Aquella combinación era letal a pesar de que no llevara esposas en sus muñecas ni collares en su cuello esbelto.

Era una mezcla entre una estrella de rock en alza y una fantasía sadomasoquista.

Se quedó mirándome. La diferencia en altura la obligaba a echar hacia atrás la cabeza y ofrecerme su delicado cuello. Una gran ansiedad comenzó a arder en mi interior mientras estudiaba su rostro pálido. Se le adivinaba el pulso en el cuello.

Inspiró y soltó el aire lentamente.

—He oído que es un experto en seguridad.

—Ha oído bien.

Mis servicios no aparecían en la guía telefónica. Me conocían por el boca a boca. Di las gracias al desconocido cliente que le hubiera hablado bien de mí.

Ella asintió con la cabeza.

—Antes de que empecemos, tenemos que cerrar un acuerdo de confidencialidad —dijo con una voz sexy y envolvente.

Estaba acostumbrado a negociar acuerdos de confidencialidad. Nadie empezaba a negociar sin tener antes firmado un acuerdo de confidencialidad. Pero bien fuera por las horas que eran o por mi estado de ánimo, sacudí la cabeza.

—Antes de que hablemos de acuerdos de confidencialidad, necesito que me explique en qué consiste el trabajo.

¿A quién pretendía engañar? Aquella mujer, fuera quien fuera, me causaba intriga. Estaba seguro de que iba a aceptar el encargo.

Sus labios se tensaron.

—Está bien. Me están acosando —dijo muy seria—. Todo comenzó por internet, pero en las últimas tres semanas el acecho se ha intensificado.

Una inesperada sensación de proteccionismo me invadió, incomodándome tanto como para cruzarme de brazos.

—¿Y por qué no ha llamado a la policía?

—Porque tendría que hablar del trabajo que hago.

—¿Qué trabajo?

—Un trabajo muy delicado que no puedo contarle hasta que no firme un acuerdo de confidencialidad —dijo agitando en el aire un documento.

Mi intriga aumentó.

—Está bien, veamos.

Era un documento de siete páginas, con muchos más detalles que el habitual de tres, y en él no aparecía su nombre. Por el rabillo del ojo, advertí que me estaba observando mientras lo releía por segunda vez. Cuando acabé la miré, sintiendo cada vez más intriga.

—Me parece bien. ¿Tiene un bolígrafo?

En aquel instante, la puerta se abrió y el joven que me había abierto la puerta apareció. Me quedé estudiándolo y luego la miré a ella, tratando de dilucidar qué relación habría entre ellos. Le dio las gracias con una inclinación de cabeza por el bolígrafo, pero no percibí nada digno de destacar.

Me sentí aliviado y firmé.

Ella tomó el bolígrafo y escribió su nombre: Lily Angela Gracen.

Mientras el joven firmaba el documento como testigo, me quedé mirando aquel nombre, pero no me resultó conocido. Luego, cuando lo acompañó hasta la puerta, me fijé en ella con más atención.

Era espectacular.

Nadie se merecía ser acosado, ni en internet ni en persona, pero mirándola, comprendí por qué podía convertirse en la obsesión de un psicópata.

En cuanto aquella idea se me pasó por la cabeza, me quedé de piedra rechazando la idea de que estuviera en peligro, incluso cuando mi pene cobraba vida ante la magnífica visión que tenía ante mí.

Se movía con una gracia sencilla a la vez que sexy. Era conocedora de sus atributos, pero no necesitaba irse pavoneando. Era una mujer consciente del poder de las curvas de sus caderas, de sus labios gruesos y de sus generosos pechos.

A pesar de los centímetros que le daban los tacones de sus botas, apenas me llegaba al pecho. Era menuda y perfectamente proporcionada.

Probablemente no pesaría más de cincuenta kilos. En un buen día, levantaba pesas por el doble de su peso. No pude evitar imaginarme qué se sentiría al tenerla entre mis brazos.

Fácilmente podría acorralarla contra la pared, su delicioso cuerpo desnudo entre mis manos ávidas. O atarla a la cama con lazos de seda si era eso lo que le gustaba, su piel sonrosada mientras su cuerpo se sacudía entre la tensión previa al orgasmo y el punto álgido del clímax. O introducida en la parte trasera de una furgoneta.

Aparté mi mente de aquellos escenarios sexuales y cambié de postura para aliviar la presión de los pantalones mientras la criatura más impresionante que había visto en mucho tiempo se detenía ante mí.

—¿Quién es? —pregunté señalando con la cabeza hacia la puerta.

—Venía con el alquiler de la casa. Le pedí que se quedara para que firmara el documento como testigo.

—Muy bien, pues ahora que he firmado el documento, empecemos de nuevo. Soy Caleb Steele, me dedico a la seguridad.

Se quedó mirando la mano que le ofrecía.

—Lily Gracen, jefa de programadores de Sierra Donovan Media.

A pesar de lo que le estaba pasando, se la veía desenvuelta. Y si era programadora, también tenía cabeza. Una combinación letal. Con aquel cuerpo, tenía la fuerte sospecha de que me esperaba algo excitante.

Después de varios segundos, estrechó mi mano.

En cuanto rocé su piel, experimenté una subida de testosterona que ella también percibió, y acepté la realidad. El fuego que circulaba por mis venas tenía un único destino.

Iba a cruzar un montón de líneas y todas ellas empezaban y acababan en un mismo hecho: me iba a follar a Lily Angela Gracen.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Caleb

 

«Vaya. Tranquilo, cowboy».

Liarme con Lily Gracen mientras fuera mi clienta no era una buena idea. Había aprendido esa lección de la peor manera. Por eso no me saltaba esa regla con nadie. La única defensa de un mediador contra el fracaso era mantener la neutralidad. No lo tuve en cuenta cuando me lié con Kirsten. Aquella joven actriz en precario ascenso me cautivó con su vulnerabilidad, provocando en mí sentimientos que muy hábilmente supo manipular para salirse con la suya. Esos sentimientos me convirtieron en un hazmerreír y a punto estuvo de mandar al traste mi reputación.

Nunca más eran dos palabras que se habían convertido en sagradas.

En aquel momento, la atracción sexual hacia Lily Gracen estaba poniendo en peligro mi neutralidad. ¿Y aquel arrebato de proteccionismo que sentí al verla? Eso también tenía que desaparecer. Mi deber era encontrar a su acosador sin que hubiera sentimientos de por medio.

Pero… una vez que acabara, nada me impediría disfrutar de la recompensa de disfrutar de ella.

Sí, no era perfecto. Tampoco había intentado serlo nunca. La vida era un eterno combate en un cuadrilátero de boxeo y siempre quedaban cicatrices, tanto por dentro como por fuera.

Había pasado de la zona más pobre de Los Ángeles a una mansión de dos mil metros cuadrados en Malibú conociendo todas las facetas imaginables de la naturaleza humana a lo largo del camino.

Esa era la razón por la que seguía tres reglas básicas: proteger a los inocentes y vulnerables, nada de acostarme con clientas, por muy tentador que fuera y ni hablar de acostarme con las jodidas clientas, por muy jodidamente tentador que fuera.

La primera regla nunca me la saltaba, pero al darle la mano a Lily temí por la segunda y la tercera. Ella recibió mi apretón de manos conteniendo el aliento.

Deseé escuchar aquel sonido más alto, precediendo un grito al hundir mi polla en su conejito.

Pero antes tenía que ponerme manos a la obra.

—¿Comentamos los detalles? —propuso.

Al apartarse, percibí el aroma de su perfume. Quise seguir su estela con mi nariz, y después con mis manos y mi boca.

«Calma», le dije a mi polla cuando se desperezó mostrando su conformidad.

—Claro.

Se sentó en un extremo del sofá, se cruzó de piernas y me indicó que tomara asiento a su lado.

—Siéntese, señor Steele.

Aquella actitud decidida en una persona tan menuda resultaba excitante y decidí dejar que llevara la iniciativa. De momento.

Me senté y paseé la mirada por sus piernas.

—Quiero que sepa una cosa: no me gusta que me dirijan. Si quiere que dé con esa persona, tiene que dejarme hacer mi trabajo.

Se quedó mirándome unos segundos y luego se encogió de hombros.

—Enseguida hablaremos de eso.

Una vez más, traté de no comportarme como un adolescente salido, pero me resultó muy difícil. Aquella mujer, de la cabeza a la punta de los pies, era algo fuera de lo corriente.

—¿Steele es su verdadero apellido? —preguntó bruscamente, con sus finos brazos cruzados.

Arqueé una ceja.

—¿Siempre va vestida así?

No era como esperaba comenzar, pero era una pregunta pertinente. No tenía nada que objetar a cómo se vistiera una mujer, pero había tipos lo suficiente retorcidos como para basar su opinión en la ropa que llevara.

Alzó la barbilla.

—¿Qué pasa con mi forma de vestir?

Reí y sentí cómo me raspaba la garganta.

—Para mí nada, pero a la persona equivocada puede afectarle.

Ella respiró hondo.

—¿Qué significa eso?

—Que espero que su acosador sea del tipo que se obsesiona con su aspecto físico. No es difícil dar con ellos porque no pueden contenerse. Antes o después intentará contactar personalmente con usted.

Un escalofrío la estremeció, pero su mirada no flaqueó.

—¿Por qué da por sentado que el acosador tiene una fijación sexual?

—Porque tengo ojos y veo que es usted muy guapa. Pero si me equivoco, me guardaré mi opinión hasta que haya escuchado todos los detalles.

Sus mejillas se sonrojaron. Por la manera en que apretó los labios, supe que no le agradaba descubrir sus emociones. Aquello me gustó.

—¿Es siempre tan directo?

Me crucé de brazos para evitar cometer una estupidez, como acariciar aquel cuello

—Siempre. ¿Es un problema?

Se apretó los bíceps con sus dedos finos.

—Solo si no le molesta que sea recíproco.

—Me gusta la franqueza. De hecho, la prefiero. Y sí, Steele es mi apellido.

Era una de las pocas cosas con las que mi madre me bendijo en medio de su desesperación y lo primero que hice cuando establecí contactos de fiar en el trabajo fue buscar al hombre cuya sangre corría por mis venas. Resultó que provenía de una larga saga de Steele no demasiado buenos. Un alto porcentaje de ellos habían sido delincuentes. De los que aún vivían, incluyendo a mi padre, no quería saber nada.

Volví a fijarme en ella al verla cruzar las piernas de nuevo y no pude evitar quedarme mirando fijamente. La falda de cuero negro se le había subido hasta medio muslo y no parecía que fuera a hacer nada para bajársela. Aquella muestra de exhibicionismo me subió la temperatura un poco más. Cada vez me sentía más torpe para hablar y permanecí unos segundos absorto mirándola balancear el pie hasta que me di cuenta de que estaba esperando a que hablara.

Carraspeé y traté de centrarme.

—Piensa que su acosador no está interesado en usted. Entonces, ¿podría ser un asunto de trabajo?

—Creo que sí.

—De acuerdo. Hábleme de ese proyecto en el que está trabajando.

Se quedó pensativa.

—Necesito saber por dónde empezar a buscar —insistí.

Jugueteó con la pulsera que llevaba en la muñeca mientras escogía las palabras.

—Es un algoritmo que comprime información. A pequeña escala, puede almacenar quince veces más información que el chip de treinta y dos gigabytes que lleva su teléfono.

Muy bien, aquello me dejó alucinado. Pero sospeché que iba a alucinar todavía más.

—¿Y a gran escala?

—Si nuestro lanzamiento tiene éxito el mes que viene, puede dejar obsoletos los actuales algoritmos de almacenaje en menos de un año.

Hablaba con un evidente pero comedido orgullo.

Silbé.

—¿Y usted dio con el código?

No mostró falsa modestia y asintió.

—Sí. Es todo mío.

—Es impresionante.

Apartó la vista de su muñeca y me miró. La determinación y el orgullo que ardían en sus ojos evidenciaban que sabía de lo que era capaz y estaba decidida a conseguirlo. Aquello podía herir unos cuantos egos masculinos.

—Gracias —replicó en voz suave.

La fuerza que irradiaba su cuerpo menudo y aquel enorme cerebro que tenía me excitaban cada vez más. Era lo suficiente capullo como para admitir que quería experimentar aquella fuerza que fluía a través de ella. Quería verla borracha de poder, aunque solo fuera por un momento, para poder sentir su efecto embriagador.

Pero iba a tener que contener aquel impulso un poco más porque, por desgracia, lo que acababa de contarme había abierto varías líneas de por dónde podía venir la amenaza.

Me levanté aliviado de que gracias a aquel problema que tenía en la cabeza, el frenesí sexual de mi cuerpo estaba pasando a un segundo plano. Aun así, todavía tenía que volverme para ocultar la erección que tenía bajo la bragueta. Estaba atravesando la habitación cuando oí su pregunta.

—¿Pasa algo?

Volví la cabeza para mirarla.

—Eso depende de lo amplio que sea su círculo de confianza. Y de lo amplios que sean los de ese círculo. Sugiero que nos pongamos en marcha cuanto antes.

Saqué mi teléfono y estaba a punto de marcar el primer número de la memoria, cuando sonó.

El don de la oportunidad de Maggie era impresionante. Pero no si me llamaba con algo que pudiera distraerme de Lily Gracen.

—¿Sí?

Mi voz sonó más tensa de lo que pretendía, pero me daba igual. La noche estaba siendo muy interesante en algunos aspectos y tremendamente frustrante en otros.

—Solo quería ver cómo te iba. Por si acaso he metido la pata, quería saber si debería presentar mi carta de renuncia ahora o irme a dormir y hacerlo por la mañana.

Maggie hablaba con una ironía que rayaba la insubordinación.

Pero a pesar de mi irritación, consideré por unos segundos la posibilidad de reconocerle su mérito por conseguirme aquel trabajo.

—Como sigas hablando así, voy a pensar que te has vuelto loca y tendré que despedirte.

—Eso no me gustaría nada. ¿Qué quieres que haga? —dijo volviendo a su actitud de secretaría eficiente.

Me acerqué a la ventana más alejada mientras ponía a Maggie al día.

—Mi primera idea fue quitarla de circulación mientras buscaba a ese desgraciado, pero he cambiado de opinión.

—De acuerdo.

—Necesito que vayas preparando un par de refugios. Y ten preparado también el avión. Quizá necesitemos cambiar de ubicación a toda prisa.

—De acuerdo, jefe, en seguida.

—No te pongas sabionda, Maggie.

—Claro que no. Dos refugios, jet privado. Enseguida.

—Buena chica. En cuanto lo tengas vete a dormir. Te necesito despejada por la mañana, ¿de acuerdo?

—Desde luego.

—Te mandaré un mensaje en cuanto lo tenga todo listo.

Colgué, satisfecho por abordar de una manera tan directa el problema de Lily.

Me volví. Había dejado de juguetear con la pulsera, pero había entrelazado los dedos sobre una rodilla y su mirada era reprobadora.

—¿Tiene algo que decir?

—¿Trata así a todos sus empleados? —me preguntó.

Me guardé el teléfono en el bolsillo.

—¿Así cómo?

—Como si fueran objetos.

Volví sobre mis pasos hasta ella.

—No me importa usar el látigo, si eso es a lo que se refiere. Creo que todo funciona mejor si desde el principio queda claro quién es el jefe.

No le comenté nada de cómo Maggie ponía los ojos en blanco cada vez que usaba mi tono dominante, que era prácticamente todo el tiempo.

—¿Así que le gusta dominar?

Me metí las manos en los bolsillos y permanecí de pie. Esta vez, la diferencia de altura era aún más acusada y tuvo que inclinar más la cabeza. Era tan pequeña, un bocado delicioso envuelto en una interesante combinación de inteligencia y belleza. Aquel incontenible impulso de poseerla volvió a asaltarme.

Aun así, debería haber contenido las palabras que se me vinieron a la punta de la lengua. Pero nunca se me había dado bien guardarme lo que pensaba. Había aprendido por las malas el alto coste de morderme la lengua.

—¿Quiere que la domine, muñeca?

Sus ojos se volvieron dos enormes piscinas verdes y sus fosas nasales se dilataron al inspirar.

—¿Cómo dice?

—Lo haré, Lily Gracen, pero solo si me lo pide educadamente.

 

 

Lily