Sin redención - Miguel Ignacio Del Campo Zaldívar - E-Book

Sin redención E-Book

Miguel Ignacio Del Campo Zaldívar

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Beschreibung

Andrés descubre que Leonor, su mujer, frecuenta un motel clandestino. Un mes más tarde, Leonor aparece muerta en el baño de una de las habitaciones. La novela combina lo mejor de la estructura detectivesca.

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© LOM ediciones Primera edición, 2013 ISBN impreso: 9789560004826 ISBN digital: 9789560013316 RPI: 236.502 Fotografía de portada: “Sin Redención” Claudia P.M. Santibañez. Diseño, Edición y Composición LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Teléfono: (56-2) 688 52 73 | Fax: (56-2) 696 63 [email protected] | www.lom.cl Tipografía: Karmina Este libro contó con el apoyo de la Beca de Creación Literaria del Fondo Nacional de Fomento del Libro y la Lectura, 2013 Impreso en los talleres de LOM Miguel de Atero 2888, Quinta NormalImpreso en Santiago de Chile

A Pao Schulz, mis ojos.

Una vez que se ha aceptado la idea de la destrucción como un problema que hay que resolver, ya no hay más que el problema.Ernest Hemingway

Índice

I Andrés Toro

II Vargas

III Círculo vital

IV Paredes

V Sue Ellen

VI Fiesta

VII El israelí

VIII El hijo

IX El carpintero

X El perro

XI El monje

XII El amante

XIII Leonor Lagos

XIV Castigo

I Andrés Toro

Si bien Andrés Toro presumía que su esposa lo engañaba, fue el azar el que cambió su intuición por certeza. Volvía a su departamento temprano luego de un mal día en el laboratorio, cuando vio el auto de Leonor detenido al otro lado de la Alameda frente a un semáforo en rojo. Aunque el reflejo del sol contra el parabrisas no le permitía ver con claridad hacia el interior del vehículo, sabía que ese Skoda azul oscuro era el auto de su esposa y que ella no debía estar allí, manejando hacia el poniente. Era jueves, y la consulta de su sicóloga quedaba hacia el otro lado de la ciudad. Sin embargo, ahí estaba, y su improvisada presencia no le dio tiempo a Andrés para pensar en cómo actuar. Nunca antes se había atrevido a seguirla, pero esta vez, apurado por la bocina de quien tenía atrás, apretó el acelerador y dio media vuelta en el siguiente cruce del bandejón central.

Manejó tras ella procurando mantener cierta distancia, ocultán-dose detrás de otros vehículos. Pensó en llamarla a su celular, pero desistió. Su voz sonaría demasiado perturbada como para mentirle. Respiró profundo, con miedo. Esta vez solo debía seguirla para validar su evidencia.

Llevaban trece años casados y no tenían hijos. Para los demás parecían una pareja feliz y lo habían sido; cuando se casaron se atraían sin tratar de explicarse la necesidad de estar juntos, lo cual era un motivo suficientemente fuerte para dos personas atrapadas por su racionalidad: ambos eran científicos, los dos bioquímicos.

Doblaron hacia el sur y luego se adentraron por barrios que para Andrés resultaban por completo desconocidos. El auto de Leonor avanzaba como sí no tuviese prisa o no supiera bien el camino. Andrés comenzó a ahogarse, a escuchar un sonido pesado al respirar. Sufría de asma, el pelaje de los ratones la detonaba, pero desconocía hasta ese momento que también el pánico, la angustia o el cúmulo de sentimientos que lo albergaba podían desencadenarla. Al detenerse en un cruce, sacó de su mochila dos pastillas de antihistamínicos y las tomó con medio frasco de jarabe para la tos, remedios que siempre traía consigo. Un par de minutos después comenzó a sentir una taquicardia. Pensó en dar media vuelta y regresar a su departamento, pero continuó.

Hubo un tiempo en que esta situación le hubiese parecido irreal, injusta, pero ahora era distinto. ¿Por qué?, se preguntaba, tratando de hilar alguna respuesta. Él sí la quería. No había dejado de hacerlo nunca. Ese era el único murmullo que reconocía en su cabeza. Antes de casarse le había prometido, sin miedo a equivocarse, que la amaría eternamente, aunque no creyera en otra vida.

Disminuyendo la velocidad, el auto de Leonor dobló y se detuvo frente al estacionamiento de un edificio, a mitad de cuadra. La reja comenzó a abrirse por su sola presencia y, cuando terminó de cerrarse tras ella, Andrés estacionó su auto en la misma vereda, a unos metros por delante de la entrada principal. Apagó el motor. No sabía qué hacer. Notó que tenía la radio encendida. Una voz femenina estaba hablando, una voz plácida y suave que lo sacó en parte de su abstracción.

El edificio era un cubo blanco, sin matices ni estructuras sobre-salientes, de cinco pisos de altura, liso, sin balcones, con ventanas cuadradas que demarcaban cada piso. La construcción abarcaba la mitad de la cuadra, con el pasaje del estacionamiento a un costado. Parecía una mole desencajada por su simetría al lado de las fábricas y bodegas que lo colindaban. La entrada principal, una puerta de madera con vidrios polarizados, estaba justo en el medio. Una pequeña verja metálica delimitaba el acceso desde la calle.

Andrés se bajó del auto y caminó hasta la verja. Estaba abierta. Luego avanzó hasta la puerta y se quedó parado por un instante junto a ella. Había un llamador de bronce a un costado. Levantó la argolla pero no la dejó caer. Se preguntó si ya era suficiente con haber llegado hasta allí. Movió la manilla y notó que la puerta también estaba abierta. Sabía que al otro lado podía encontrársela frente a frente, fuera de su control. Pero aun así entró.

Esperó sin saber qué hacer en una pequeña antesala conectada con un pasillo. No había más luz que la que se colaba por los vidrios opacos de la puerta, la cual se irradiaba escasamente en el blanco de las paredes y las cerámicas del piso. El cambio de luminosidad lo hizo tambalear. Se asomó por el pasillo y vio el costado de un cubículo metálico a mitad de camino. El silencio le permitía escuchar un carraspeo en su respiración. Una mujer joven, menuda y de cabello claro, se asomó a mirarlo desde la ventanilla del cubículo. Le sonrió, como invitándolo a pasar, sin decirle nada. Andrés tampoco le habló. Pensó otra vez en dar media vuelta y abandonar el lugar, pero ya era demasiado tarde.

—¿Necesita algo? —le preguntó la muchacha.

Andrés no supo qué responderle.

—Acérquese.

Avanzó hacia ella, pero se detuvo un par de metros antes del cubículo.

—¿A qué habitación viene?

—No lo sé.

—¿No la recuerda? Con gusto lo puedo ayudar.

—Quizá usted me pueda decir cuál es.

Ella volvió a sonreírle de modo gentil.

—¿Se inscribió?

—No.

—¿Viene solo?

Andrés no contestó. Aunque hubiese querido gritar no hubiese podido. Tampoco habría conseguido salir corriendo.

—Puede pedir pieza aquí si quiere y nosotros le conseguimos a alguien.

—Mi mujer… mi mujer acaba de entrar y yo la seguí.

La muchacha contrajo bruscamente su sonrisa, cambiando su expresión por otra de arrepentimiento y terror.

—¿Qué es este lugar? —le preguntó Andrés.

Y ahora fue ella quien no le contestó. Andrés no insistió, creyó que ya sabía la respuesta, que ya sabía lo suficiente para entender lo que estaba pasando en ese momento y lo que había estado pasado en los últimos años de su matrimonio. Dio media vuelta y caminó hacia la salida esperando que la muchacha le dijera algo, que lo detuviera. Pero no ocurrió así.

Se subió a su auto y manejó con las manos tiritando sobre el volante lo más rápido que pudo, buscando cómo salir de aquel laberinto maldito que parecía no acabar nunca, hasta que reconoció el nombre de una avenida y la forma de volver a su departamento.

Al llegar, y tras cerrar la puerta, se quedó parado mirando cómo todas las cosas estaban en su lugar. No quería estar allí, pero ¿dónde ir? En un día normal, se hubiera encerrado en su escritorio a perder el tiempo, leyendo un paper, mirando pornografía en Internet o navegando por las redes sociales de gente que no le importaba, como lo había hecho por meses, evitando a su esposa para que la sospecha no fuese tan dañina, aunque siempre estuviera presente, como un leve perfume extraño, desde el principio, cuando se sabían felices, antes que de forma lenta y paulatina se acostumbraran a una espera sin sentido, evitando lo que ya casi no recordaban, eso indefinible que no tenía que ver con el raciocinio. ¿Pero cómo recrear una espera vacía sabiendo lo que se espera? Leonor llegaría a las ocho, como cada martes y jueves; al principio habían sido solo los martes, para probar, luego se habían agregado los jueves, cuando se intensificó la terapia. Andrés, si no se quedaba trabajando hasta tarde en el laboratorio, se iba al gimnasio los días en que su mujer llegaba temprano al departamento; el sábado lo pasaban en la casa de los padres de Leonor y el domingo se quedaban en casa y a veces hacían el amor. Ese era el calendario que habían construido por inercia.

Ella en algún momento volvería. Solo en eso pensaba. No podía quitarse de encima el reloj de la sala. Cerraba los ojos y lo escuchaba. Le quitó las pilas. Pensó dónde sería mejor esperarla. Pensó en el principio de incertidumbre. Pensó en pegarse un tiro y luego sintió la imperiosa necesidad de fumar, a pesar de que no se le había pasado el asma. Sabía que los cigarros estaban escondidos junto con la pistola 9 mm que le regaló el padre de Leonor para que protegiera a su hija. Tal vez sería mejor tirarse por el balcón, pensó mientras fumaba en la logia, con el cigarro por entre la reja para que se fuera el humo. Hacía tres años que lo había dejado para los demás, desde el momento en que su esposa quedó embarazada. «Como tú tienes que dejar de fumar, me parece justo que yo también lo deje», le había dicho entonces. La promesa se mantuvo transformada en mentira desde que ella dejó de engendrar al hijo. Por eso, cuando fumaba, lo hacía a escondidas. Ninguno quería recordar, que nada los devolviera a esos días.

Se tomó el resto de jarabe. Abrió todas las ventanas. Prendió el extractor de la cocina. ¿Qué importa?, pensó luego, sin moverse. Lo apagó. Caminó hasta el dormitorio. Sentarse en la cama aumentó su desesperación. Desde allí podía ver la puerta principal. No quería que se abriera con él estando allí, de frente. No sabía cómo reaccionaría, pero una parte de él quería hacerlo. Que ocurriera. Volvió a la cocina. Prendió otro cigarro y dejó que se consumiera. El reloj detenido de la sala se volvió para Andrés insufrible. Lo descolgó y luego volvió a ponerlo en su lugar, con las pilas puestas y la hora ajustada, según la de su celular. La negación comenzó a aflorar en su cabeza, pero no podía desmentir lo que había visto, la lógica del engaño se imponía frente a su imaginación.

Antes que Leonor llegara debía serenarse, evitar que lo viera caminando de un lado a otro por el departamento. ¿Pero luego? Lo que pensara en esos momentos poco importaba, al entrar, sonriendo, satisfecha, quizá como cada martes y jueves, quizá como venía ocurriendo desde hacía mucho tiempo, sin darse cuenta, todo se regiría por las vísceras y el miedo.

Tuvo la certeza de que algo pasaría. Y aunque nunca le había levantado la mano siquiera, tampoco la había encarado como para ponerse a prueba.

Ninguna sala lo contenía. Estaba oscureciendo. El baño, pensó. El único lugar donde no había estado. Cerró la puerta y se sentó en el borde de la tina, abriendo la llave del lavamanos y dejando correr el agua.

Y desde allí, una, diez, mil horas después, escuchó la llave en la cerradura, la puerta abriéndose y luego los pasos de Leonor deambulando por el departamento.

Andrés salió del baño. Leonor estaba en la cocina, de espaldas. Ella tampoco le habló. Andrés caminó hasta su dormitorio y se tendió en la cama, simulando que dormía. Leonor, horas después, se acostó a su lado y le acarició la nuca deseándole buenas noches. Luego se quedó dormida.

Andrés nunca le habló sobre lo sucedido. Nunca se atrevió. Pero un mes después, frente a su cuerpo desnudo e inerte, tirado en la tina de una habitación del mismo motel donde la vio entrar esa tarde, pudo escupirle todo su odio y su misericordia tardía.

II Vargas

«La toma que no mostró Hitchcock», pensó el comisario Vargas al asomarse por la puerta del baño y ver el cuerpo de la víctima en la tina, con la cortina plástica semitransparente sujetando su cabeza destrozada.

—¿Cómo se llama la película? —preguntó al entrar en la escena. Dos hombres con delantal blanco salieron del baño; no los conocía.

—Psicosis, ya lo comentamos. Ahora te saludo —le respondió Cárdenas, el criminalista, de rodillas junto al cuerpo. Luego de tomar una fotografía se puso de pie y le estiró la mano enguantada—. ¿Cómo estás?

—Bien, hasta ahora —le respondió Vargas, tomándole el codo—. ¿Y tú, Cárdenas, qué tal?

—Bien también. No me quejo.

—¿Qué me tienes?

—Lo que ves. Eché una mirada a la pieza y no encontré nada interesante. Aquí solo corté el agua de la ducha y tomé un par de fotos. Nada más. Es toda tuya.

«Comencemos entonces», pensó Vargas, como para darse ánimo. Aunque el procedimiento ya estaba en marcha, desde el llamado de la central a la brigada y luego el del fiscal, que no podía ir, pero que le entregaba todas las facultades para cumplir con su trabajo. Un crimen, al sur de la ciudad, en la periferia. Por turno le tocaba a su grupo, es decir, a él y a Paredes, su aprendiz. En la calle había visto a una patrulla de Carabineros y a un vehículo de la LACRIM, que con sus luces ya habían atraído a una veintena de curiosos que miraban desde la vereda de enfrente, además de un par de camionetas de prensa, que tenía sus propias fuentes para enterarse. Uno de los carabineros se le acercó en la entrada y le contó lo que tenían: «El cuerpo de la occisa corresponde a Leonor Lagos Tapia, treinta y seis años de edad, aparentemente asesinada en el baño de una de las habitaciones de este hotel clandestino; entre sus ropas no fue encontrada su documentación pero sí las llaves de su vehículo, procedimos entonces a abrir un Skoda azul, patente ST-9848, y allí encontramos una cartera con sus objetos personales, entre los que estaba un celular y sus documentos; también retuvimos a los sospechosos que querían dejar el lugar y despejamos todo para que ustedes puedan hacer su trabajo». «Los pacos y sus procedimientos, siempre manchando la escena», pensó Vargas; pero le agradeció de todas formas.

Antes de subir le ordenó a Paredes que se quedara en el primer piso, tomándoles declaración a los posibles huéspedes que no alcanzaron a arrancar del que no parecía ser un Bread and Breackfast ni merecer ninguna estrella. Háblales, le dijo, sácales algo, con discreción.

El recinto se parecía a un edificio de departamentos deshabitados, «un bloc similar a donde yo vivo», pensó Vargas, un lugar bastante deprimente. La habitación consistía en dos cuartos del mismo tamaño: el primero vacío, y el segundo con una cama y un acceso al baño.

—¿Cuando llegaron, había alguien más en la habitación? —le preguntó Vargas a Cárdenas.

—No, nadie. Abajo estaban los pacos con la muchacha que la encontró. Parece que es la encargada de la limpieza o algo así.

—¿Y esa mujer?

—Debe estar con ellos todavía.

—Ey, tú —le dijo a uno de los con delantal—, ve a buscarla, por favor.

El tipo aceptó de mala gana.

Seguir el curso de los acontecimientos, dilucidar los previos; «un caso más, solo eso, otro muerto», pensó Vargas. «Si la llamada hubiese demorado una hora estaría en otro lugar, en mi casa quizá». Pero no había sido así y allí estaba, trabajando luego de un día entero de espera. Tenía hambre. Pensó en los chinos. Pensó que quizá era mejor estar ahí y no en su casa. Pensó que quizá era mejor estar ahí pero no con el estómago vacío. Le costaba dormir cuando no tenía nada nuevo en la cabeza, alguna preocupación que alejara esa sensación de vértigo o pánico o como nombraran sus síntomas o sus diagnósticos los médicos. Reemplazar sangre por sangre, muertos por muertos, aún tibios, era mejor que engullir pastillas. Lo tranquilizaba más.

—Si tenía alguna marca en el cuerpo, ya se lavó. No creo que encontremos algo. Excepto si la dejó guardadita en el baúl —le dijo Cárdenas.

—Tranquilo, un poco de seducción antes de abrirle las piernas —le contestó Vargas, recorriendo el cuerpo aleatoriamente con la mirada.

Tiene que haber sido bonita, pensó. Pero ya no. Tenía la piel hinchada y su postura era rígida como solo un cuerpo inerte puede adoptar. El brazo derecho cubría en parte su vientre, tenía la mano abierta, un anillo de matrimonio en el dedo y las uñas sin pintar, el brazo izquierdo detrás de la espalda, forzado, con el hombro hacia adelante y el mentón apoyado en él. Su pierna derecha estaba estirada por toda la tina, y la izquierda, flectada, como si se hubiera sentado sobre el talón, elevando su pubis oscuro, que contrastaba con la blancura de su piel, al igual que sus pezones y una docena de lunares negros e irregulares en forma y tamaño repartidos por su cuerpo. En su cuello colgaba un collar de plata. Su cara estaba tapada por mechones de pelo, algunos lisos y otros enmarañados que salían de la protuberancia que contenía uno de los puntos de impacto del arma. No se apreciaban restos de maquillaje, el agua de la ducha los hubiese esparcido. Su expresión era de lejanía y pasividad, muy diferente a la del sufrimiento, aunque esto no le resultaba extraño a Vargas, quien en muchos casos de muertes violentas había visto dibujadas expresiones discordantes en los rostros de las víctimas. Las mejillas y los labios habían adoptado una coloración grisácea que no desentonaba con su percudida hermosura. Describió en su mente: víctima fatal por acción de terceros, con dos contusiones craneanas, una en la nuca, aún con restos de sangre, y la otra en la frente; sin apreciarse otras marcas como señales de forcejeo en el resto de su cuerpo.

Mientras la miraba, los flashes de la cámara volvían aún más nítida su piel, y su silueta, etérea y fantasmal, se quedaba retenida con cada parpadeo. Se cruzaron en su mente las fotografías en blanco y negro del sindicalista, imágenes de horror y culpa enquistadas en su memoria. Cerró los ojos por un instante y trató de volver a concentrarse en la mujer de la tina. Luego sacó su libreta y comenzó a anotar, pero le sudaban las manos; la habitación seguía húmeda. Se puso guantes.

—Descríbeme lo que viste al llegar —le pidió a Cárdenas.

—Básicamente, esto. No hay mucho que analizar la verdad, en el baño tenemos el cuerpo y, en la pieza, además de su ropa —«que desordenaron los pacos, si no, la hubiesemos encontrado doblada sobre la cama», pensó Vargas—, solo vi una colilla de cigarro en el cenicero, más no, la cama estaba hecha y ponerse a buscar manchas en el piso o en otro lugar… Tendrías como veinte mil sospechosos, ¿no? Oye —dirigiéndose al otro joven con delantal que esperaba parado en la pieza—, recoge la colilla y fíjate si hay alguna mancha fresca de sangre o cualquier cosa.

El joven obedeció.

—¿Universitarios?

—Sí. Criminalistas. Futuros cesantes.

—Mano de obra gratis.

—Así es. Pero mala. Piensan que esta mierda es como en la tele, como esas series gringas. Cuando se dan cuenta de que en realidad es pura mierda se quedan así, como ahueonaos. ¿Tú con quién viniste?

—Con Paredes, otro ahueonao pero con personalidad. ¿Había olor a pucho cuando entraron?

—No que recuerde. Solo olor a cacha.

—¿En verdad?

—No.

—Bueno, entonces puedo fumar.

Vargas prendió un cigarro sin filtro, liado por él. Fumaba sin quitarse el cigarro de la boca ni siquiera para hablar, hasta que le quedaba una pequeña colilla de papel apagado entre los labios. Esa era su gracia, lo que haría en un concurso de talentos.

—¿Tú no habías dejado el cigarro? —le preguntó Cárdenas.

—No. Nunca lo dejé. Pero ahora me lavo los dientes. En fin, ¿a qué otra cosa se viene a un motel?

—¿Drogas?

—Mmm… No creo.

—¿En qué estás pensando?

—En nada, la verdad. ¿Le tomaste fotos a la cortina?

—Sí. Varias tomas.

—¿Abrimos entonces?

—Dale.

Vargas le tomó la cabeza a la víctima con una mano y con la otra fue corriendo la cortina. Un vaho cálido llenó la habitación. El cuerpo aún no emanaba mal olor, por el contrario, el aroma en el baño era dulce, de jabón o shampoo traídos por ella. Le pidió a Cárdenas que fotografiara la nuca contra el canto de la tina; por altura y magnitud, era imposible que el golpe hubiese sido producto de la caída.

—¿Con qué crees que la mataron? —le preguntó el criminalista.

—Con un arma contundente, no punzante. Mírale la frente, el hueso parece estar roto, pero no la piel. Aún está inflamado, quizá por masa encefálica retenida o producto de la contusión del golpe. Pero atrás, en la nuca, la herida quedó expuesta, con rajaduras de piel concéntricas a la zona de impacto. Ese debió ser el primer golpe, más fuerte que el de adelante, suficiente como para romperle el occipital y matarla. El golpe en la frente debieron dárselo al caer, para rematarla. La frente es más dura además. Lástima que no tenemos las gotas de sangre que debieron salpicarse a la pared y a la cortina. Pero no debieron ser muchas. Habrá que ver, un martillo deja mayores esquirlas de hueso roto que un bate de béisbol, por ejemplo, que tiende a desencajar más las placas. Yo no lo veo muy entero. En fin, la autopsia va a tener la última palabra.

Mientras Vargas hablaba, las cenizas caían al piso.

—Sí, concuerdo con lo del martillo.

—Buscamos a un carpintero, entonces. Facilito.

El martillo es una buena arma para matar, pensó Vargas, fácil de ocultar y maniobrar. Un solo golpe puede ser letal y, si no, es cómodo para volver a atacar, a diferencia de un arma contundente más larga, que le da la posibilidad a la víctima de defenderse, tratando de contenerla. Y este no era el caso.

—Hablando de carpinteros. ¿Cómo va lo de tu juicio? —le pregun-tó Cárdenas.

Vargas no le contestó de inmediato.

—No es «mi» juicio —le dijo luego, con desgano.

Sabía que Cárdenas no había formulado la pregunta con mala intención. Sabía que él no era como la mayoría de sus compañeros en la brigada, quienes desde que se había reabierto el caso del sindicalista, comenzaron a mirarlo con recelo.

—Perdón, solo te preguntaba por… preguntar.

—Sí, no te preocupes. Ahí va. Bien supongo. Tengo que ir a declarar dentro de un mes, más o menos.

—Que atroz. Siguen y siguen y siguen escarbando.

—Así es. Sigamos trabajando mejor. Sigamos con el cuerpo.

El criminalista volvió a descorrer la cortina. Luego le movió las piernas.

—¿Y? ¿La llevaron antes a ver las estrellas? —Le preguntó Vargas.

—Mmm… yo diría que no. No tiene indicios de haber sido penetrada.

—¿Seguro?

—No en un cien por ciento. El agua pudo estrecharla, por decirlo de alguna manera. De todas formas voy a tomar una muestra por si hay algún pirigüín dando vueltas.

—Se estaba duchando para esperarlo. Bien. Entonces, recreando —Vargas retrocedió hasta la puerta—, el carpintero esperó que la víctima entrara a la ducha, pudo haber estado mirándola desde la primera habitación. Cuando ella se pone de espaldas, él entra al baño, se acerca sin que ella se dé cuenta y la golpea en la nuca —simulando el movimiento mientras avanza su relato—, a esta altura —indicando con el dedo la cortina de baño, arrugada en ese punto—, luego la víctima se resbala, cae contra el canto de la tina y el tipo la remata, golpeándola en la frente, a esta altura, donde también se nota el golpe en la cortina. Si te fijas, no está rota en ninguna parte, por lo que el martillo no tiene que haber quedado con sangre. La mujer no alcanzó a reaccionar, y quizá nunca se dio cuenta de quien la mató —el cigarro ya se había consumido. Sopló al suelo la colilla y la pisó.

—Sí, la mató por la espalda.

—El asesino no quería que lo reconociera porque la víctima lo conocía —dijo el inspector Paredes, asomando su cabeza por la puerta—. Obvio, ¿no?

—¿No te dije que te quedaras abajo con los testigos? —le dijo Vargas.

—Nadie vio ni escuchó nada. Dejé al utilero a cargo. Yo tengo que estar en la escena del crimen. ¿Se fijaron que la puerta no está forzada?

—¿Y tú te fijaste que la puerta no tiene pestillo, que solo tiene manilla? ¿Qué te dije, Cárdenas? Una lumbrera. ¿Trajiste…? —una mujer joven estaba parada junto a la cama, asustada, con las manos aferradas sobre su regazo.

—Les presento a la recepcionista de este puterío. Ella llamó a Carabineros.

—¿Puterío, esto? Señorita, ¿qué es esto?, ¿un puterío? —le preguntó Vargas, quitándose los guantes de látex.

—El dueño viene en camino y él les…

—Le estamos preguntando a usted.

—Yo preferiría esperarlo.

—Vamos, contesta ¿qué es esto? —le dijo Paredes.

—No es una casa de putas. Es un motel —respondió ella, en voz baja, con la cabeza gacha.

—Escuchaste a la dama, Paredes, esto es un motel —le dijo Vargas.

«Pero no para este tipo de mujeres», pensó, salvo que le hubiese gustado jugar sucio. Al igual que un baño público, aquel lugar parecía estar hecho más para cubrir una urgencia que para atraer clientes por sus comodidades. En lugares así no era común encontrarse con personas bien vestidas, como había visto en el primer piso, ni a una mujer con un collar de plata colgándole del cuello. Las ventanas estaban tapadas con papel de roneo y diarios. El baño tenía cerámicas verdes sin terminar, además de un pequeño espejo, el wáter, el lavamanos y la ducha. El piso estaba cubierto por una alfombra con motas de pelos y polvo, y las sábanas en la cama estaban dobladas como si fuesen de cartón. Quizá es precisamente la podredumbre y precariedad lo que les aumenta la libido a estas personas, pensó Vargas, tal vez por eso viajan hasta un barrio industrial lejos de sus casas, para encontrar solo lo necesario para llegar, encamarse y partir.

—De la central me informaron que la víctima estaba casada con Andrés Toro Navarro. Tengo su dirección, donde trabaja. Parece que era una mujer de bien, lo que no impide que fuese toda una puta —dijo Paredes.

—¿Usted encontró a la víctima? —le preguntó Vargas a la mucha-cha.

—Sí.

—¿La escuchó gritar?

—No. No escuché nada.

—¿Cómo se enteró entonces?

—Subí con las sábanas nuevas y ahí la vi y llamé al tiro a Carabineros.

—Entonces es usted la recepcionista y la mucama. Harto trabajo, ¿no? —dijo Paredes.

—No… hoy fue una excepción. No vino la otra niña.

—¿Está segura?

—Sí. Además no había mucho trabajo como para llamar a otra.

—¿Cuál es su trabajo aquí?

—Yo me quedó en la recepción. Abajo.

—¿Entonces usted ve a la gente cuando entra y cuando sale?

—Sí.

—Venga, acérquese entonces. Mire bien a esta mujer —la muchacha obedeció—. ¿Recuerda cuándo entró?

—Sí, la vi —la muchacha tuvo que correrse algunas mechas rubias de la chasquilla que le tapaban parte del rostro.

—¿Estaba acompañada?

—No, creo que no.

—¿Entró sola, entonces?

—Creo que sí.

—¿Cree o está segura?

—No la vi acompañada.

—¿Y cuando pidió la pieza?

—Aquí no es necesario pedir pieza, señor. O sea, no me la piden a mí —la voz de la muchacha disminuía a cada respuesta. Estaba aterrada.

—¿Cómo no es necesario? Explíquese.

—No lo es.

—¿Y cómo es entonces?

—Cuando llegue el dueño…

No la interrumpieron, la muchacha no terminó la frase.

—No nos haga perder más tiempo, ¿quiere?

—Responde: ¿cómo se hace aquí para pegarse un polvo? —le ordenó Paredes.

—Esto funciona diferente.

—¿Cómo diferente?

—Diferente. No es un motel cualquiera.

—Eso está claro, no se ven hueaítas de luces, jacuzzi ni carruseles dorados —le dijo Paredes.

—La gente que viene aquí no busca luces ni carruseles. Buscan sexo. No hueaítas —le respondió la muchacha.

Vargas soltó una especie de risa, dándole un par de palmadas al criminalista que movió la cámara y le sacó una foto a Paredes, apuntándole el flash a la cara.

—¿Cómo funciona esto entonces, señorita? —volvió a preguntarle Vargas.

—La gente que viene para acá se inscribe en piezas. Algunos vienen solos. Otros vienen con pareja.

—¿Les contratan acompañantes?

—Si alguien lo pide, sí. Pero hoy no pidió nadie.

—¿Era cliente frecuente? ¿Recuerda haberla visto antes?

—Me parece que sí.

—¿Siempre sola?

—No recuerdo.

—¿Esperaba a alguien?

—No lo sé.

—¿Vino a ducharse no más? —le dijo Paredes.

—Hay gente que busca sexo, así, casual, ¿me entienden?

—No —le contestó Vargas.

—Buscan sexo con gente que no conocen. Con cualquiera. La gente se inscribe en piezas, pone si es mujer u hombre y lo que le gusta hacer. Otra persona se inscribe también en esa pieza y pasa lo que tiene que pasar. Así es a veces. Pero también pasa de forma… normal.

—Y ella, ¿era de las normales o no?

—No lo sé, no la recuerdo. Creo haberla visto antes, pero puedo equivocarme. Aquí entra mucha gente.

—Como una pesca milagrosa —dijo Paredes, y soltó una risa—. Qué mierda.

—¿A qué hora encontró el cuerpo?

—Hace como una hora, quizá.

—Una hora. ¿Cuánto tiempo tienen los clientes?

—Dos horas más o menos, depende de cuánto tiempo inscribieron.

—¿Inscribieron dónde? Eso no le estoy entendiendo —insistió Vargas.

—Por Internet, se inscriben por Internet. Reservan y ponen lo que quieren, si vienen solos, con alguien, si quieren compañía. Eso es lo que no sé de ella. Yo solo me di cuenta de que ya había pasado el tiempo de la pieza y vine a cambiar las sábanas y ahí la vi, así como está ahora y llamé a Carabineros, al tiro, apenas la encontré.

Dos horas, más una desde el llamado. Mucho tiempo, el asesino ya debe estar lejos, pensó Vargas. No lo encontraría entre los otros clientes retenidos abajo. Pero quizá si en los datos de la reserva. Aunque no lo creía.

—¿Cómo piden una pieza?

—En la página. Yo no entiendo mucho de eso. Yo solo miro como un tablero en la pantalla.

—¿Y las reservan con nombre?

—No. O sea sí. Con nombres inventados.

—¿Y cómo pagan?

—En efectivo. A mí o a otra chica. En la caseta de metal de abajo. No se les pregunta nada. Todo está hecho así como privado, discreto.

«Hecho para joderme», pensó Vargas. No sería fácil encontrar la hebra. Supo que no se iría a casa temprano, que no comería. Su fastidio no nacía en el hecho de no acostumbrarse a su trabajo, por el contrario, radicaba en que sabía lo que venía, en que ya estaba completamente acostumbrado.

—Bueno, tendremos que ir a ver eso de las reservas. Por mientras hay que empezar a levantar el cuerpo, ¿o no, Cárdenas? ¿Algo más que podamos sacar de acá?

—No, por mi parte no.

—Bien —sacó su celular y marcó el número del fiscal Erazo. Necesitaba su autorización para llamar al Servicio Médico Legal. El fiscal no le contestó. Él estaba a cargo entonces. Podía dar la orden si quería. Pero se abstuvo.

A diferencia de los médicos que diagnostican basados en el reconocimiento de patrones, el trabajo de un detective, además de nutrirse de las experiencias anteriores, que Vargas podía cuantificar en miles a lo largo de sus treinta años de servicio en la Brigada de Homicidios, tenía que sopesar la condición humana que estaba detrás del delito. Pensó: instintivo o premeditado. Todo indicaba que el crimen había sido premeditado; con o sin experiencia: nadie mata con un arma así si no ha sopesado antes los riesgos de que no funcione bien el plan; con o sin alevosía: la había rematado, no ensañándose, pero quería que muriera; podía ser pasional la causa: tal vez, tal vez no. Un oportunista, sin rastro. Mierda. No podía descartar esa alternativa en un lugar así ni nunca, si de algo podía dar fe es que dementes había por todas partes. Si era un crimen dado por la oportunidad, el panorama se volvía más oscuro. Su esquema no se sostenía y aún era pronto para elucubrar sobre posibles sospechosos… salvo si se arriesgaba y echaba mano a la respuesta más simple que tenía hasta ese momento. Porque los amantes no suelen matar así, los amantes no suelen matar sin que los reconozcan.

—Yo creo que tenemos que llevar a la señorita a la brigada, con un buen apretón puede que suelte algo más —dijo Paredes, descon-centrando a Vargas.

—Paredes, ¿quieres hacer el favor de callarte, por favor? —le dijo Vargas, cansado. Su celular comenzó a sonar, era el fiscal que le devolvía la llamada. Contestó—. Sí, señor fiscal, ¿qué tal? Sí, estamos aquí. Bien, lo entiendo, sí. ¿Puedo llamarlo en unos minutos? En seguida… ¿Cómo? Sí. En seguida —cortó—. Paredes, escúchame bien, quiero que vayas de inmediato a buscar al marido de la víctima. Llévate nuestro auto y dile a uno de los practicantes que te acompañe. Lo vamos a traer hasta acá. Dile al marido que tiene que reconocer el cuerpo, invéntale algo por el estilo. Nada más, sin asustarlo. Si vive en un edificio pregúntales de paso a los conserjes si lo vieron salir. Y usted, señorita, quiero que se quede aquí. Si reconoce al marido tenemos el caso resuelto. ¿Bien? Luego le digo cómo lo vamos a hacer. Anda, Paredes. Tengo hambre y esto lo podemos resolver antes que cierren los chinos. Ah, y dile a los pacos que no dejen entrar a la prensa ni tomar entrevistas. Yo ya bajo para arreglar el tema de los testigos. Dale, parte al tiro.

—Como usted diga, comisario —y Paredes obedeció saliendo raudo de la habitación.

Podía estar en lo correcto, pero quizá no. Y no había nada que volviese más odiosa una investigación que perder la confianza de alguien cercano a la víctima. Pero peor era no tener la capacidad de reconocer al culpable en el momento adecuado. En estos casos, en todos, siempre, las cosas se pueden enturbiar aún más, pensó.

La muchacha se sentó en la cama, tiritando, como si la confesión y su nuevo rol le fuesen a costar muy caro.

—Vargas, ¿qué quería el fiscal? —le preguntó Cárdenas.

—Dice que está en la playa y que no llega. También quiere que hablemos en privado.

—¿Me voy?

—No. Tú sabes cómo funcionan estas cosas. Señorita, ¿puede esperar en el pasillo, por favor?

La muchacha obedeció y Vargas volvió a sacar su celular y rediscó la llamada.

—Señor fiscal, sí, disculpe, ¿me decía?.

—Vargas, me llamaron de arriba para avisarme que el caso se cataloga con código negro. Parece que tienes retenido a un diplomático. ¿Viste alguna patente azul? —le dijo el fiscal.

—No he ido hasta el estacionamiento, señor fiscal.

—Bueno, se enredó un pez gordo, al parecer. Eso, o alguien no quiere que se salpique mucha mierda con esto. Quiero que manejen el caso con total discreción, sin prensa, ¿me entiendes? ¿Ya llegaron?

—Sí, están abajo. Ningún comunicado oficial en todo caso.

—Diles que la nota no sale. Ni para los noticiarios de medianoche ni para mañana. Diles que no es noticia, ¿entiendes? O mejor, no les digas nada.

—Sí, claro.

—De arriba quieren gente que haga el menor ruido posible.

—Es nuestro caso. Pero lo podría entregar si así me lo pide.

—¿Quién está de turno?

—Ballesteros.

—No, por ningún motivo.

—¿Están pidiendo a alguien en especial?

—No. No sé, usted está bien de todas formas.

Los más reservados, a los que no nos importa un carajo esto, pensó Vargas, que se sabía un funcionario de carrera, nada más. Él era un buen candidato para los trabajos en las sombras, que al fin y al cabo eran solo trabajo.

—Bien. Cuente conmigo.

—Cualquier cosa me informa. Adiós, Vargas.

—Hasta luego.

—¿Qué, se complicó todo? —preguntó Cárdenas.

—Código negro.

Cárdenas soltó una risa.

—Así queremos Chile.

—Sí, que siga como siempre ha sido no más. A la hora del pico vamos a irnos.

Cárdenas rio nuevamente y se volvió a terminar su trabajo. Vargas se mantuvo sin moverse por un par de minutos. Tenía que ver los computadores. Necesitaba gente de la Brigada del Ciber Crimen. Necesitaba logística. Pero no llamó. Salió de la habitación y bajó al primer piso. El pasillo estaba iluminado por luces blancas, de poco voltaje, que alumbraban desde el suelo, pegadas a la pared. Encendió otro cigarro. Al final del pasillo había un hombre hablándole bajo a la recepcionista, remarcando sus palabras con un movimiento enérgico de su brazo derecho, como si la estuviese amenazando. Vargas llamó a uno de los carabineros.