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Nunca la habían besado… Noelle fue una niña que lo tuvo todo. Hasta que aquel prodigio del piano cayó en desgracia. Sin nada y desesperada, se vio obligada a aceptar la oportuna propuesta de Ethan Grey. Ethan quería venganza y solo necesitaba que Noelle firmara el certificado de matrimonio. Sin embargo, su cuidadosamente tramada farsa se desmoronó ante la inocencia de ella. Noelle solo había sentido la emoción cuando estaba sentada a su querido piano. Sin embargo, en ese momento, su cuerpo traicionero anhelaba la pasión abrasadora que despertaba Ethan con sus diestras caricias. Pero ¿alguna vez la consideraría algo más que un medio para alcanzar un fin?
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Seitenzahl: 200
Veröffentlichungsjahr: 2013
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Maisey Yates. Todos los derechos reservados.
SINFONÍA DE SEDUCCIÓN, N.º 2227 - abril 2013
Título original: Girl on a Diamond Pedestal
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicado en español en 2013.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-3018-9
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
A mi madre, Peggy, por animarme siempre a que fuese, sencillamente, yo misma.
Además, muchas gracias a Robyn, Gabby y Nicola por asesorarme con las expresiones australianas.
Birch Manor era lo único que le quedaba. Todo lo demás había desaparecido; su madre, su profesor de piano, sus admiradores... Solo tenía su casa. Al menos, hasta que se la quedara el banco. Noelle suspiró y miró por la ventana. Se le encogió el estómago cuando el reluciente coche negro cruzó la verja de hierro, recorrió el camino circular y se detuvo delante de la mansión. Se apartó de la ventana y esperó que el visitante no hubiera visto el movimiento de las cortinas. Era muy triste verse reducida a eso, a esperar que ese financiero le valorara el inmueble, a que la desahuciaran. No tenía ni idea de adónde podría ir.
La semana anterior le había llegado un cheque con una nota manuscrita que le informaba de que sería el último que recibiría como pago de derechos de autoren un futuro más o menos próximo. La compañía ya no iba a vender sus discos y las grandes páginas web habían retirado varios de sus discos digitales. Nadie quería su música. La verdad era que los derechos de autor tampoco habían sido gran cosa en el último año, lo justo para pagarse un café con natade vez en cuando. Ya, ni siquiera iba a recibir eso. De repente, le apeteció tanto esa bebida caliente y espumosa que creyó que iba a llorar. Era un caso muy triste. Daría una fiesta para compadecerse de sí misma si creyera que iba a ir alguien. Quizá fuese alguien del banco si hubiera algo que embargar. Se rio en el enorme y vacío vestíbulo, se alisó la falda y se puso delante de la puerta. En realidad, no sabía muy bien por qué se molestaba en hacer de anfitriona. Era un acto reflejo y su madre lo habría esperado de ella, lo habría exigido. Naturalmente, su madre no estaba allí.
Tomó aliento y agarró el picaporte mientras esperaba a que llamaran. Abrió la puerta en cuanto sonó el timbre. Sintió un torbellino en las entrañas al ver al hombre que tenía delante.
Era alto, con las espaldas muy anchas y llevaba un traje que no era el que llevaría un empleado de banca cualquiera, sino que estaba hecho a medida para resaltar su impresionante físico. Esbozó una sonrisa, no una sonrisa cálida, pero sí una que le llegó hasta la punta de los pies. Tenía los ojos de color chocolate, pero sin su dulzura.
–Señorita Birch...
También tenía una voz bonita. Podría haber sido nasal o algo parecido, pero no, era grave, ronca y con un acento australiano irresistiblemente sexy.
–Sí. ¿Es usted...? –a media frase decidió ser más enérgica–. Usted es alguien del banco.
Él entró mirándoles, a ella y a la casa, con cierto desdén.
–No exactamente.
–Entonces, ¿quién es usted?
–Vengo en lugar del tasador. Estoy interesado en hacerle una oferta.
–Van a embargar los bienes hipotecados.
–Lo sé. Estoy pensando en comprarla antes de que la subasten. Tengo que verla y decirle al banco cuánto estoy dispuesto a pagar por ella.
–¿De verdad? ¿Por qué no se me habrá ocurrido? Les habría dado... creo que tengo cinco dólares en el bolso. ¿Cree que se habrían conformado?
–Me extrañaría.
Él contestó con fastidio. ¿Por qué estaba fastidiado? Ella no se había metido en su casa un sábado a primera hora de la mañana. Era ella quien debería estar fastidiada.
–Es una pena –replicó ella intentando mantener un tono desenfadado.
–Por lo que he visto en la información sobre su crédito, lleva meses siendo morosa.
Detestaba que la llamaran morosa. Como si fuese una delincuente por no tener dinero, como si creyeran que no pagaría la hipoteca si el saldo de su cuenta superara las dos cifras.
–Sé por qué ha venido o, al menos, sé por qué el banco se ha quedado con mi casa. No hace falta que me lo cuente usted.
–Perfecto, porque no he venido a contárselo.
–Efectivamente. Ha venido para comprobar si quiere mudarse a mi casa incluso antes de que el banco me haya echado a la calle –le espetó ella.
Hacía un año no habría hablado a nadie así. Habría sonreído y habría sido cortés, pero era una pátina que había ido borrándose durante el año anterior. En ese momento, estaba enfadada, apaleada, como si estuviera muriéndose lentamente porque la vida iba quitándole sus apoyos.
Le habían enseñado a no mostrar nunca tensión o cansancio, a no dar motivos a la prensa sensacionalista para que hablara de ella. Sin embargo, el año anterior había sido un infierno, una sucesión interminable y constante de reveses. Algo la golpeaba cada vez que intentaba levantarse. Ese parecía ser el golpe definitivo. ¿Qué haría sin el último punto de contacto con todo lo que había sido? Con todo lo que no volvería a ser jamás.
–Te equivocas en eso, Noelle –replicó él.
La miraba fijamente a los ojos y sintió como si pudiera ver dentro de ella, como si pudiera atravesar el barniz y ver el embrollo que había detrás. Ella quería ocultarse de él y de todo.
¿Acaso no era eso lo que había hecho durante más de un año? Sí. Había intentado sobrevivir sin llamar la atención de los medios de comunicación. Estaba demasiado derrotada para intentar seguir la pista de su madre. Como le había indicado el abogado que no pudo contratar, todo el dinero estaba a nombre de su madre y la batalla habría sido larga y cara, habría acabado con toda la fortuna que intentaba recuperar. Además, si no ganaba, habría supuesto una deuda que nunca habría podido saldar. Todo parecía atrozmente inútil.
–Entonces, acláremelo, señor...
–Grey. Ethan Grey.
Él le tendió la mano. Ella se la estrechó y sintió la calidez, la excesiva calidez, de sus dedos.
Ethan sintió un destello de atracción, de deseo en estado puro, en cuanto tocó la delicada piel de Noelle. Repasó mentalmente toda la letanía de sus juramentos favoritos. Hacía mucho tiempo que no se excitaba por estrechar la mano de una mujer... y menos de esa mujer. ¿Sería algo genético? Lo desechó rotundamente. Nunca usaría esa excusa. Si hacía algo mal, era porque lo había querido y era lo bastante hombre como para reconocerlo. Al revés que Damien Grey, su padre, quien no fue un ejemplo en ese sentido.
Efectivamente, era hermosa, pero de aspecto frágil, con un cuerpo delicado y una piel muy clara, como si no saliese al exterior lo suficiente. Todo era claro en ella. Tenía el pelo rubio platino y unos grandes ojos de color azul turquesa con unas pestañas muy tupidas. Era como una muñeca de porcelana que podía romperse si se la agarraba con brusquedad. El pintalabios rojo intenso seguramente intentaba darle algo de color, pero solo resaltaba su palidez, lo fatigada que estaba y las ojeras que tenía debajo de los luminosos ojos. Aun así, era cautivadora. Su belleza parecía casi de otro mundo. Le recordaba muchísimo a su madre, a la madre de ella. Tenía su mismo atractivo frío y contenido que hacía que todos los hombres anhelaran ver lo que había detrás de tanto dominio de sí misma. Era el tipo de mujer que conseguía que los hombres le suplicaran estar en su presencia. Ella tenía todo eso y, además, un aire de vulnerabilidad que no tenía su madre y que era un atractivo más. Hacía que un hombre quisiera no solo poseerla, sino también protegerla.
–Encantada de conocerlo –murmuró ella retirando la mano.
Él se alegró de dejar de sentir su contacto.
–No creo que lo digas sinceramente.
Ella sonrió, pero la sonrisa no se reflejó en los ojos.
–Tiene razón, pero soy demasiado educada para decir otra cosa.
–Entonces, me alegro de que tengas esos modales –comentó él con ironía.
–¿Por qué dice que me equivoco, señor Grey?
–No tengo pensado mudarme a tu casa.
–¿No? –preguntó ella arqueando una ceja.
–No. Pienso ampliar la casa para hacer un hotel.
–¿Qué?
Era pequeña, como treinta centímetros más baja que él, que medía un metro y noventa centímetros, pero su presencia no tenía nada de pequeña. A pesar de su palidez y de su aspecto maltrecho, irradiaba una especie de energía que atraía todas las miradas. Otro parecido con su madre. Al menos, con lo que recordaba de ella. Era pequeño cuando la veía junto a la verja de la casa de su infancia y su padre se escabullía para estar con ella como un adolescente, para dejar a su esposa y su hijo y entregarse a su pasión prohibida. Apretó los puños e hizo un esfuerzo para volver al presente. Había dejado atrás el pasado, muy atrás. No podía pensar en otra cosa cuando tenía delante la clave de su plan.
–¿Cómo puede hacerlo? –preguntó ella sin esperar a que él hubiese contestado–. Esta casa tiene doscientos años. Es... es una maravilla arquitectónica y... y es mi casa...
Él sabía que era la única casa que tenía a su nombre. No sabía muy bien qué había pasado con el ático de Manhattan ni con la casa de París. Cuando se enteró de que iban a embargar esos terrenos, actuó inmediatamente. Fue oportunista, no una acción meditada, pero supo que había acertado en cuanto entró en la casa. Era extraño lo que su madre y ella habían influido en su vida, aunque, al parecer, ella no tenía ni idea de quién era. No lo había reconocido ni al verlo ni al oír su nombre. Seguramente, estaría tan deslumbrada por su propio resplandor que no veía a nadie que no fuese ella misma.
–No voy a derribarla, Noelle, solo voy a ampliarla, quizá, a hacer una piscina.
Le molestaba que él hablara de cambiar la casa. Era evidente que estaba apegada a ella. Eso podría ser una ventaja para él.
–Bueno, no quiero participar en los planes para todo esto. Es posible que lo mejor sea que le deje echar una ojeada tranquilamente.
–No necesito echar ninguna ojeada. Lo tengo decidido. Es una buena inversión.
Los ojos de ella cambiaron otra vez de expresión. Reflejaban furia y angustia a la vez. Él, en cambio, no tenía ningún sentimiento, llevaba demasiados años manteniéndolos al margen para poder seguir adelante.
–Entonces, ¿puede comprarla sin más, sin plantearse siquiera lo que podría suponer para su... para su presupuesto mensual o algo así?
Él se rio, pero solo fue un sonido que no expresó lo que la risa solía expresar.
–No, no es mi mayor preocupación.
Él pudo captar los sentimientos que se debatían en ella y que hacían que le temblara el cuerpo aunque la expresión de su rostro fuera firme. No era como se había imaginado que sería. Era mimada y con tendencia a ser una diva, pero también era fuerte. Estaba seguro de que debajo de la apariencia frágil y quebradiza había una estructura de acero. Lo cual, la hacía más interesante.
–¿Por qué es tan importante la casa?
Él esperaba que fuese importante, todo dependía de ello. Todo dependía de que ella aceptara su oferta. La venganza era dulce, pero ella le daría el toque amargo que él anhelaba, que necesitaba para quedarse satisfecho.
–¿Por qué? ¿Por qué cree usted? –preguntó ella quebrándosele la voz–. Es la única casa que tengo. Cuando se la quede el banco, yo no recibiré nada de dinero por la venta. No tengo nada, menos que nada. No tengo adónde ir.
–La mayoría de las mujeres solteras no viven en una mansión donde podrían vivir cómodamente otras diez familias.
Noelle hizo un esfuerzo para no derrumbarse y de mostrar debilidad. Le habían enseñado a mostrarse serena pasara lo que pasase. Si su madre la machacaba antes de una actuación y le decía que ya no era guapa y que tenía la culpa de que se hubieran vendido pocas entradas, ella, aun así, tenía que salir al escenario, tenía que transmitir sus sentimientos a través de los dedos para que llegaran al piano. Al parecer, sus sentimientos ya no se transmitían así. Cuando tocaba el piano, resultaba mecánico, sin nada aparte de destreza técnica.
–No se trata de bajar el nivel de vida, aunque eso me habría ayudado a pagar la factura de la electricidad –en realidad, solo encendía la chimenea de su dormitorio para no congelarse por la noche–. Es que no tengo nada –reconoció ella dominada por la vergüenza.
Él arqueó una ceja sin mostrar la más mínima preocupación ni interés sincero.
–¿Cómo es posible?
Ella no pensaba contarle su triste historia. Se había endurecido mucho durante el año anterior. Algunos días, había tenido que hacer un esfuerzo sobrehumano para levantarse de la cama, pero lo había hecho sin ningún apoyo. Pedir ayuda en ese momento habría ido contra su sentido de la independencia y del orgullo. Sin embargo, se encontraba sin techo y no estaba muy segura de que pudiera agarrarse al orgullo.
–Me he quedado sin nada. ¿No sabe lo que les pasa a las estrellas infantiles cuando sus padres les gestionan todo? Es una historia que los programas sobre el mundo del espectáculo cuentan muy a menudo.
Ya no era una niña y por eso había perdido interés para el público. Las salas de conciertos estaban medio vacías cuando antes las llenaba. Que una niña de nueve años tocara sus propias composiciones en un piano de cola era un espectáculo, era asombroso, pero que lo hiciera una mujer no sorprendía a nadie. Las salas vacías implicaban más presión, más ejercicios, más práctica. Algo fallaba y era culpa suya. Entonces, todo cesó. La música desapareció de su cabeza. Miraba un paisaje precioso o a la gente que paseaba por la acera y no oía nada. En otros momentos, todo tenía una banda musical en su cabeza, las melodías brotaban constantemente. En ese momento, todo era silencio.
–Se quedaron con todo –comentó él.
–Mi madre se quedó con todo.
Esa traición todavía la desgarraba por dentro. Él reaccionó levemente y sus ojos oscuros reflejaron cierto asombro.
–¿Y ha desaparecido con todo?
–Todo está a su nombre –contestó ella–. Gané casi todo el dinero antes de cumplir dieciocho años y después no me molesté en cambiar nada. ¿Por qué iba a hacerlo? Ella siempre había administrado mi dinero y confiaba en ella. No tengo un contrato que diga que algo debería ser mío o que yo gané el dinero. Por eso, he acabado sin tener nada –miró al techo–. Bueno, esta casa está a mi nombre, ¡qué bien!
La única persona que sabía lo de su madre era el abogado con el que había hablado. No había sido capaz de contarle a nadie que su madre le hubiese hecho eso. Su profesor de piano había dejado de darle clase y sus amigos, la gente con la que hacía giras de vez en cuando, seguían ocupados con la música. Estaba sola en una casa vacía y con facturas que nunca podría pagar. Había intentado trazar un plan o encontrar alguna solución hasta hacía poco, pero ya estaba hundiéndose y sabía que se ahogaría antes de que llegara alguna ayuda.
Ethan sabía que no debería extrañarle que su madre la hubiera traicionado de esa manera. A un bicho como ella no le importaba hacer daño a cualquiera. No le había importado lo más mínimo el daño que le hizo a su madre. Sin embargo, por mucho que odiara a la madre de Noelle, era el padre de él, Damien, quien tenía que pagar por los pecados del pasado y Noelle era la indicada para conseguirlo. No hizo caso a la ligera punzada de conciencia que sintió en el pecho. Noelle iba a conseguir lo que necesitaba y él iba a conseguir exactamente lo que quería. Todos saldrían ganando. Excepto su padre.
–¿Volverás a salir pronto de gira? –preguntó él.
Noelle había estado de gira desde que era una niña. Él no había ido a verla, pero había visto su nombre en las noticias muchas veces. Había tocado en el Carnegie Hall y para la reina de Inglaterra. Era famosa y lo fue durante once años por lo menos. Sin embargo, al parecer, se había quedado sin nada.
–Ya no voy de gira –contestó ella–. Mi casa discográfica me abandonó porque ya no podía llenar las salas, mi publicista me abandonó, mi agente... En fin, ya no toco música.
Bajó la mirada. Tenía los pómulos muy marcados, tenía aspecto de comer mal y poco. No podía imaginarse que fuera a rechazar su oferta cuando la necesitaba tanto. Estuvo tentado de hacérsela en ese momento, pero era demasiado pronto. Era un maestro negociando y al día siguiente pondría en marcha la negociación más importante de su vida. No iba a estropearla por ser impaciente.
–Ven mañana a mi despacho. Mandaré un coche a recogerte a mediodía.
–¿Para qué? ¿Para comentar en qué parte de mi jardín de rosas va a meter la piscina?
–No exactamente.
No pensaba hacer un hotel en su casa, ni siquiera iba a comprarla. Un hotel allí le daría dinero con toda certeza, pero ese dinero no sería nada comparado con la satisfacción de vengarse de su padre. Noelle y su casa eran la clave de esa venganza.
El edificio de oficinas de Ethan era cálido. Noelle lo notó mientras cruzaba el vestíbulo de mármol para dirigirse al ascensor. Hasta el ascensor era lujoso y ella añoraba el lujo, los hoteles maravillosos con vistas impresionantes y sábanas de lino. El calor y la comida que no fuesen fideos con verduras congeladas... los auditorios llenos y los aplausos dirigidos solo a ella.
–Eres patética –dijo en el ascensor vacío.
Lo era, pero no por eso dejaba de añorarlo. Su vida no había sido fácil. Algunas veces había deseado no tener que aguantar la fama, los ejercicios repetitivos, la voz chillona de su madre o la voz seria de su profesor. Sin embargo, en ese momento, tenía que afrontar una cruda realidad que nunca había conocido. Tomó aliento cuando se paró el ascensor y notó que le temblaban las manos como si fuese a salir al escenario. La descarga de adrenalina era adictiva y era una de las cosas que echaba de menos de su vida de concertista de piano. Sin embargo, aquello era distinto. La adrenalina estaba teñida de una sensación cálida y dulce que hacía que le palpitaran partes del cuerpo en las que nunca había pensado. Apretó los dientes y volvió a tomar aliento. Tenía que concentrarse. Salió del ascensor y le dio su nombre a un hombre que estaba sentado detrás de un mostrador. Mientras él lo comprobaba en el ordenador, ella repasó nota a nota una de sus obras favoritas, no de ella, sino de Mozart. Se imaginó sus dedos volando por el teclado sin esfuerzo, con alegría. Era algo que hacía siempre antes de una actuación para recordarse que estaba muy bien preparada y que no se equivocaría.
–Por aquella puerta, señorita Birch –le indicó el recepcionista con una sonrisa.
–Gracias.
Se dirigió hacia la puerta con la música en la cabeza. Intentó serenar la respiración y mantenerla al ritmo de la obra. Suave, sin precipitarse. Abrió la puerta y las notas musicales salieron volando de su cabeza como una bandada de pájaros asustados. No estaba preparada para esa reunión y no podía fingir lo contrario. Ethan era más aterrador que un teatro lleno con tres mil personas y tenía una expresión más implacable que la del día anterior en su casa.
–Buenos días –la saludó él.
Luego, se puso las manos detrás de la cabeza, fue un gesto tan despreocupado que le pareció enloquecedor. No era justo que no estuviera tenso cuando a ella le flaqueaban las rodillas.
–Buenos días. He venido a esta reunión tan misteriosa...
–Siéntate –le pidió él señalándole el asiento que tenía enfrente.
–No.
No estaba dispuesta a sentarse como si fuese una niña a la que iba a regañar el director del colegio. Ser dócil y sumisa no daba resultados, no conseguía que la gente no la abandonara. Solo servía para que la manipularan más fácilmente y había comprobado que toda su vida la habían manipulado a conciencia. Esa había sido una consecuencia positiva de la bomba que había explotado en medio de su existencia. Ya no iban a aprovecharse de ella nunca más. Una lección amarga que había aprendido por las malas, pero la había aprendido. En realidad, era más fuerte sin su jaula dorada aunque no siempre se lo sintiera.
Él esbozó una ligera sonrisa que a ella no le gustó porque no era una sonrisa afable, era otra cosa, una expresión superficial que ocultaba algo sombrío.
–¿No...?
–Prefiero quedarme de pie –contestó ella lacónicamente.
–Como quieras.
Se levantó él y ella se sintió una enana. Era como treinta centímetros más alto que ella y muy ancho. Además, parecía como si su presencia llenara la habitación. Era lo que hacía que la gente se rompiera el cuello para mirarlo por la calle. Era un atractivo sexual disparatado o algo así. Ella estiró el cuello y se puso muy recta, pero no sirvió de nada.
–Diría que se trata de negocios, que no es algo personal, pero sería mentira –siguió él.
–¿Sería mentira...? –preguntó ella tragando saliva.
–Sí. No necesito el dinero que ganaría convirtiendo tu casa en un hotel. No necesito el dinero que ganaría al quedarme la empresa familiar Grey’s, pero tampoco quiero que él la tenga y ahí es donde entras tú.
–¿Yo?
–Fue una afortunada casualidad que viera que iban a embargar tu casa. Pensé que podía ayudarte... a cambio de algo.
–¿De algo?
–No hay nada gratis... En tu caso, una mansión a una distancia muy aceptable de la ciudad.
–Tiene que saber que yo no puedo darle nada.
Ella sintió que se le ponían los pelos de punta. Tenía que saber que ella no tenía dinero y eso significaba que quería otra cosa. Lo cual, no podía ser nada bueno.
–¿Nunca has oído mi nombre? –preguntó él.
–No. ¿Debería haberlo oído?
–Yo sé el tuyo y no solo porque seas famosa. Mejor dicho, sé el nombre de tu madre.
–¿Por qué?
–¿Te suena el nombre de Damien Grey?
–Yo...
Noelle estuvo a punto de contestar que no, pero el nombre de pila le sonaba mucho, aunque no el apellido.
–Sí, bueno, me suena Damien. Aunque puede ser un Damien distinto.
–Apostaría a que no. Damien Grey es mi padre y fue el amante de tu madre durante unos años.
Era una revelación que no debería haberle extrañado. Nunca creyó que su madre hubiese estado tomando el té mientras ella se quedaba sola en las suites de los hoteles antes de las actuaciones, pero tampoco se había imaginado eso. Sin embargo, recordaba que su madre había hablado de Damien, de haberlo conocido, de haber estado con él. Tendría unos ocho años cuando aquello empezó y creyó que era otra relación.
–Siempre pensé que se dedicaba a la música –explicó ella dándose cuenta de lo tonta que parecía–. Sin embargo, ¿qué tiene que ver conmigo? ¿Acaso quiere alargar la tortura que fue el año pasado? ¿Quiere darme el golpe de gracia porque todavía no estoy muerta?
–Tengo algo que proponerte.
Ella lo miró fijamente y reunió toda la fuerza que había acumulado durante el año anterior.