Sir Tomás Moro. Lord Canciller de Inglaterra - Andrés Vázquez de Prada - E-Book

Sir Tomás Moro. Lord Canciller de Inglaterra E-Book

Andrés Vázquez de Prada

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Beschreibung

La importancia de la vida y escritos de Tomás Moro no deja de crecer con el paso de los años. Nacido en 1478 en Londres, fue un importante pensador, abogado, político y humanista, y llegó a ser gran canciller de Inglaterra durante el reinado de Enrique VIII. Morirá decapitado junto a la Torre de Londres por defender sus valores, en 1535. Fue canonizado por la Iglesia Católica en 1935. Vázquez de Prada ofrece en este volumen la biografía del autor de Utopía. El texto, sólido y documentado, es valioso no solo por el interés histórico de una época sino también por el personaje, modelo indiscutible de integridad para la mujer y el hombre de nuestros días.

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SIR TOMÁS MORO

© 2010 byANDRÉS VÁZQUEZ DE PRADA

© By Ediciones RIALP, S.A., 2010

Alcalá, 290 - 28027 MADRID (España)

www.rialp.com

[email protected]

ISBN eBook: 978-84-321-4005-1

ePub: Digitt.es

Todos los derechos reservados.

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright. El editor está a disposición de los titulares de derechos de autor con los que no haya podido ponerse en contacto.

Índice

ÍNDICE

Prólogo 

Introducción: Las fuentes de esta historia 

Escritos de Tomás Moro

Biografías

Documentos

La bibliografía española

Estudios y edición moderna de las Obras Completas 

I.Memorias del pasado 

«De familia honrada, sin ser célebre»

Londres

Recuerdos de la niñez

Paje de un Canciller

II.Estudios y aventuras 

Oxford y las «Inns»

«Merry England»

Una princesa española

Disparidad de opiniones en la familia

III.En busca del camino 

La Cartuja de Londres

Las dos ciudades

«Amar a uno tan sólo»

IV.Política, literatura y matrimonio 

En el mundo político

La «querida mujercita»

Desventuras y sinsabores

Primeros escritos

V.Segunda etapa de una vida 

El año de la coronación

«Elogio de la insensatez»

Segundas nupcias

Alicia Middleton

VI.Tareas profesionales 

Un abogado de prestigio

Querellas religiosas y políticas

La primera embajada

Sueños y fantasías

VII.El secreto de Utopía 

Una nueva ínsula

Por un mundo mejor

La santificación del trabajo

La vida oculta de Moro

VIII.El consejero de Enrique VIII 

La embajada a Calais

Una vida consagrada a la política

Andanzas de un cortesano

La educación de los hijos

IX.En la Corte 

Las visitas del Emperador

Integridad de un cristiano

Profecías políticas y religiosas

La Danza de la Muerte

Elspeakerdel Parlamento

X.La familia de los Moro 

Semblanza de Sir Tomás Moro

Ideario de un humanista

Un hogar feliz

La casa de Chelsea

Holbein, el pintor

XI.Complicaciones en el reino 

Los tres deseos

La embajada de Cambrai

El «asunto del rey»

Refriegas teológicas

La caída de Wolsey

XII.Lord Canciller de Inglaterra 

El Gran Sello

Un juez recto y santo

La campaña contra el clero

A la deriva

La renuncia del cargo

XIII.Vísperas de Pasión 

Epitafio en vida

El diablo, los santos y los herejes

La Apología

Cristiana tolerancia y santa intransigencia

Una nueva coronación

Soledades de Chelsea

Hacia el desenlace

XIV.El prisionero de la Torre 

Información siniestra

Encarcelamiento

Diálogo entre padre e hija

«Consuelo en la tribulación»

XV.En espera del martirio 

El refugio interior

Navidad y Año Nuevo5

En busca de traidores

Meditando la Pasión del Señor

XVI.Juicio, condena y muerte 

El juicio

La gran confesión

La clemencia del rey

En el cadalso

XVII.Después de la muerte 

Historias menudas

La fama de Moro ante los hombres

El culto a santo Tomás

Apéndice I. El epitafio de Chelsea 

Apéndice II. La relación castellana 

Apéndice III. Un retrato de Sir Tomás Moro 

Abreviaturas y citas de las principales fuentes 

Índice alfabético 

PRÓLOGO

Una tarde de verano, hace ya de esto algunos años, fui a visitar la casa donde vivió Moro—Sir Thomas More—en Chelsea, junto al Támesis.

De aquellos edificios y de aquel amplio jardín nada queda. Sobre parte del solar construyeron un convento, cuya iglesia fue destruida en uno de los bombardeos de la segunda guerra mundial, y hoy está levantada de nuevo.

En la paz dormida que guardan los locutorios conventuales me enseñaron un trozo de la camisa de áspero pelo que el Canciller de Inglaterra usaba como cilicio. Luego me mostraron un patizuelo y una pequeña huerta. Al fondo, junto al paredón posterior de la iglesia, un moral mantenía, ligeramente inclinado, el peso multisecular de los años: con ramas escasas, con claros en el follaje, con arrugas y grietas en el tronco.

Es tradición que Moro plantó aquel árbol con sus propias manos y que a su vera solía sentarse, gastando bromas a los políticos y humanistas, conversando con los amigos de la casa, socorriendo a los pobres de la vecindad, mientras a su alrededor circulaba la familia y jugueteaban los nietos.

No era tiempo de moras, pero las monjas me aseguraron que el árbol las producía muy sabrosas. Corté un brote del tronco retallecido y salí a pasearme por la orilla del río, que está a unos pasos de la casa.

Era una tarde de domingo. En la quietud del crepúsculo rumiaba yo recuerdos de historia. Río abajo quedaban la City y la Torre de Londres, invisibles en la revuelta del cauce. Por encima del horizonte se apretujaban nubes cárdenas, retintas de sangre. Pasó corriente arriba una gabarra, removiendo un agua turbia de carbonilla y grasa. Revolaban graciosamente unas gaviotas por la ribera de Battersea. A la derecha, el cielo, jaspeado de transparencias y esplendores, tenía nimbos diáfanos de gloria y baño de luces doradas. Del otro lado sangraban arreboles: allá por la parte de la Torre, de donde salió el ex Canciller hacia el martirio, en Tower Hill, porque junto al río mataron al Caballero.

He recorrido los lugares que frecuentó Moro: la City, la antigua judería, Westminster, Las Inns. He navegado por la corriente del Támesis, que tantas veces cruzó en bote. Visité los sitios en donde transcurrió su niñez, su juventud y su vida madura: Chelsea, Lambeth, Abingdon, Oxford... He leído todas sus obras. Me detuve a meditar en su casa, en la vieja iglesia de Chelsea, en la Torre donde fue encarcelado... Como él, romero, he ido a Muswell, a Greenwich y a Nuestra Señora de Willesden. He perseguido sus reliquias. Y decidí escribir sobre el espíritu gigante —con dimensiones humanas— de aquel hombre.

Un día, camino de San Dunstan de Canterbury, una voz paternal y amiga me animó a rematar el trabajo. Charlando llegamos a la vieja ciudad de Tomás Becket, el otro mártir inglés de las causas civiles y políticas, asesinado en la catedral.

San Dunstan es una iglesia en manos anglicanas. Aquel día, como casi todos, estaba abierta y en silencio. En la nave de la derecha, junto a la cabecera del altar mayor, se encuentra la tumba secular de los Roper, con uno de los cuales casó Margarita, la hija mayor de Tomás Moro. Y cuando al degollar a su padre clavaron la cabeza en una pica, a la entrada del puente de Londres, Margarita sobornó al encargado de arrojarla al río y se llevó consigo la reliquia amada y exangüe.

En el suelo del templo había una lápida negra con una inscripción honrosa. Al lado, una vasija con flores, ni frescas ni marchitas. Debajo, la cabeza del mártir nos hablaba al corazón: ¿Qué importa que un hombre pierda su cuerpo si gana su alma?

Qué figura tan amable y tan cercana. En este momento Moro es a los ojos de los hombres lo que fue en sus días a los ojos de sus contemporáneos: un excelso humanista, un juez recto y prestigioso, embajador, consejero y Canciller eximio de Inglaterra: el mejor de los amigos y modelo de padre y esposo. Y es también, ante nosotros, lo que predicó la posteridad: un mártir, y lo que barruntaron quienes le conocían: un santo.

Desde 1935, año de la canonización de Tomás Moro —y en los años posteriores a esa fecha— se han multiplicado los escritos y estudios de su obra y vida. Y se ha establecido científicamente lo que venía repitiéndose de tiempo atrás: que Moro es una de las figuras cumbres de la historia de Inglaterra.

A Tomás Moro se le tributa homenaje en lengua inglesa, francesa, alemana, italiana y rusa; pero hemos olvidado que se halla muy cerca de las vidas de Catalina de Aragón, Carlos V y María Tudor, a quienes personalmente conoció, trató y defendió. Hasta el punto de que Chapuys —el embajador imperial en Londres— escribía al César diciéndole que el Canciller era el mejor amigo que sus partidarios tenían en la isla. Con esta amplia humanidad le vio Luis Vives; así le juzgaron Ribadeneyra, Fernando de Herrera y Quevedo.

No es fácil leer las obras catalogadas y disponibles de Moro, obstáculo que resulta casi insuperable por lo inaccesible de algunas fuentes. Por eso quisiera expresar aquí mi gratitud por las atenciones recibidas en el British Museum de Londres, en la Biblioteca Nacional de Madrid y en el Archivo General de Simancas.

Recorriendo documentos y manuscritos me he parado a entresacar detalles y pensamientos que, a mi entender, tienen valor inestimable para un biógrafo, y que algunos investigadores han pasado por alto. Porque lo que yo persigo en este libro es primordialmente el trazar una semblanza fresca y de nuevo cuño, no empañada por el curso de los años y valedera como ejemplo para nuestro propio quehacer humano.

Sin embargo, la biografía de este hombre no cabe hacerla a la ligera, ya que nos enfrentamos con un espíritu profundo. No es posible tampoco despacharla en breves páginas porque se trata de una vida intensa en los sucesos y cuajada de eficacia. Y, como última razón, por el sugestivo ritmo dramático que encierra, en medio de las luchas políticas y del cisma religioso, bajo el fondo clásico que le presta el remanso tembloroso del humanismo europeo.

La gente de Londres agavilló estos recuerdos y creó en torno a Moro una aureola de leyenda que culminaría en tiempos de Isabel I con un drama llevado a las tablas. Esta obra era producto unido de varios dramaturgos, entre los que probablemente se contaba Shakespeare, rindiendo así tributo popular al mejor de los londinenses.

Y como la historia de los grandes hombres es más interesante y directa que las hipótesis imaginativas o los inventos novelados, fácil es explicarse que, luego de valorar las fuentes en su justo aprecio, venga apoyando este libro con un imprescindible aparato de notas. He procurado, con todo, dejar al lector un texto terso y expedito, aunque ampliado con aclaraciones marginales. Así, por diversos motivos, podrán consultarlas el erudito, el desconfiado y el hambriento de información. Y el que quiera puede pasarlas de largo.

He escrito con la cabeza, pero no es sorprendente que al correr de las páginas brote, como un alarido del alma, la voz imperiosa del corazón. Nadie ha podido contenerse, sobre todo al llegar a ese trágico momento en que las mejores plumas —desde Erasmo y el cardenal Pole hasta nuestros días— se estremecieron rompiendo a entonar elCarmen heroicum in mortem Thomae Mori.

Pero Tomás Moro no ha muerto. Está con nosotros, en medio de nosotros. Como ejemplo vivo para nuestra conducta de cristianos. Como santo que intercede por esos conflictos político-religiosos que devoran el mundo. Él es—Morus noster—semilla fecunda de paz y de alegría, como lo fue su paso por la tierra entre su familia y amigos, en el foro, en la cátedra, en la Corte, en las embajadas, en el Parlamento y en el gobierno.

Es también el patrono silencioso de Inglaterra, que derramó su sangre en defensa de la unidad de la Iglesia y del poder espiritual del vicario de Cristo. Y siendo la sangre de los cristianos semilla germinante, la de Tomás Moro va lentamente calando y empapando las almas de quienes a él se acercan imantados por su prestigio, dulzura y fortaleza. Moro será el apóstol silencioso del retorno a la fe de todo un pueblo.

Generoso con su vida, no dejó de serlo después de su muerte. Y creo yo que el Señor concedió que su cuerpo, mutilado y no identificado, reposase como el de un soldado desconocido en el osario de la Torre de Londres. Reliquia no guardada en urna ni arqueta de plata, sino en la encrucijada de la historia y en medio de la City, donde santificó sus tareas terrenales.

Quiera Dios que a su vibración se tense y abrase nuestro espíritu, y que nuestra alma se ensanche a la talla y medida de su persona.

* * *

La efigie de Moro ha sido oficialmente repuesta en el Parlamento; también en la calle. Su estatua sedente, fundida en bronce, contempla el trajín humano desde la ribera de Chelsea. Fijemos en él una mirada y recobremos serenidad. Le debemos gratitud. Su muerte nos enriqueció con su ejemplar conducta. Un biógrafo le ha definido recientemente como espejo de valentía. La pasión de Moro en la Torre de Londres es la rúbrica que dio sentido cristiano a todos sus quehaceres en el ámbito familiar y profesional.

INTRODUCCIÓN:

Las fuentes de esta historia

Escritos de Tomás Moro

Gracias a Dios, la inmensa mayoría de las obras de Tomás Moro ha llegado a nuestras manos, aunque haya que lamentar pérdidas menores en su correspondencia. Parte de su producción tiene tras sí una pequeña odisea, y no estaría en nuestro poder a no ser por el cariñoso cuidado que su familia y amigos pusieron en conservarla.

A su hija Margarita hay que agradecer el que custodiase papeles y cartas íntimas, escritas durante el cautiverio en la Torre de Londres, y que, de igual manera que libró la cabeza del santo de pudrirse en el cieno del Támesis, salvase algunos de sus manuscritos entregándoselos a su primo Guillermo Rastell, hasta que llegara el momento oportuno de publicarlos.

La circunstancia propicia del corto reinado de María Tudor fue el intervalo que aprovechó Rastell para editar las obras inglesas de Moro. Y en la dedicatoria a la reina María, presenta los escritos de su tío como «dignos de que los guarde y lea todo inglés estudioso o con deseos de conocer y aprender no sólo la elocuencia y propiedad de la lengua inglesa, sino también la verdadera doctrina de la fe católica de Cristo».

La edición en folio de sus obras—The Works—,un esmerado y grueso volumen, «se terminó el último día de abril de 1557». En él, además de lo ya publicado, se recogen manuscritos que de otro modo hubiéramos perdido. Pero el texto, a dos apretadas columnas de letra negra de molde, constituye hoy día uno de los obstáculos que ha de salvar todo valeroso y concienzudo biógrafo.

Algunas de esas obras no han vuelto a imprimirse, hasta la segunda parte del siglo xx,aunque en 1931 W. E. Campbell pensó reeditarlas por entero en siete volúmenes con introducciones, notas críticas y doble texto: uno facsímil y otro en inglés moderno. De este proyecto solamente aparecerían los dos primeros volúmenes.

La primitiva edición es hoy bastante rara. Después de haber manejado una de las pocas que se conservan en Inglaterra, traté de indagar el paradero de las existentes en España. Hasta el momento no he hallado otra que la de la Biblioteca Nacional de Madrid, en estado imperfecto. La de la Biblioteca del Palacio Real, cuya ficha he examinado, lleva mucho tiempo extraviada, y temo que desapareciera en un incidente sobre el que uno de nuestros últimos reyes prefirió, generosamente, echar tierra.

Moro, como gran humanista que era, manejaba el latín con igual maestría que el inglés. De sus obras latinas existen, aparte las ediciones sueltas, tres impresiones casi completas: lasLucubrationesde Basilea, de 1563; lasLatina Operade Lovaina, reimpresas en 1565 y 1566; y lasOpera Omniade Francfort, de 16891.

Queda por fin, la correspondencia de Moro, desperdigada entre la producción de humanistas, políticos y amigos con los que mantuvo relaciones, sin olvidar la documentación existente en bibliotecas y archivos. E. F. Rogers la editó en 1947, haciendo referencia —sin publicarlas— a las numerosas cartas entrecruzadas con Erasmo, que estaban ya recogidas por P. S. Allen en once estudiados volúmenes.

Biografías

Datos de consideración, en primer término, son las descripciones autobiográficas que salpican las obras y la correspondencia de Tomás Moro, junto con el epitafio de la iglesia de Chelsea2.

La larga carta de Erasmo a Ulrico de Hutten, de fecha 23 de julio de 1519, constituye una interesante semblanza abreviada de la vida de Moro. Pero la primera biografía propiamente dicha es la de Roper, que corrió durante setenta años en manuscrito. Esta sencilla narración, sin pretensiones científicas, es el relato anecdótico de la vida del Canciller por un testigo ocular de los acontecimientos. Su autor nos la presenta con estas palabras:

«Yo, Guillermo Roper, yerno —aunque muy indigno— de Tomás Moro por matrimonio con su hija mayor, sabiendo que al presente no sobrevive nadie que mejor entienda su persona y acciones, porque he residido de continuo en su casa por espacio de más de dieciséis años, pensé que por ello me correspondía el mostrar los asuntos referentes a su vida que ahora pudiera traer a mi recuerdo. Y entre ellos hay muchas cosas, impropias del olvido, que por negligencia y largo transcurso del tiempo han sido barridas de mi memoria.»

Las características de Roper son su excelente prosa familiar, la veracidad del relato y algunas imprecisiones cronológicas de las que ya parece excusarse en el prólogo.

Las notas que tomó Roper sobre el suegro se las legó a Nicolás Harpsfield, encargado de escribir la primera biografía completa del mártir, que no llegó a publicarse por la subida al trono de Isabel I. Esta obra tiene tono apologético y hace uso de todas las fuentes que llegaron a sus manos, en especial de las declaraciones autobiográficas. El estilo es excelente, y menciona detalles íntimos de la amistad entre Moro y Roper, que éste no nos quiso consignar. Los manuscritos de Harpsfield no fueron editados hasta 1932; por cierto, en excelente estudio crítico.

Guillermo Rastell, hijo de una hermana de Moro, escribió también una vida, de la que no se han salvado más que algunos pequeños fragmentos. Rastell, que era magistrado delQueen’s Benchen tiempos de Isabel I, se exilió voluntariamente a los Países Bajos, donde murió. Rastell es exacto y preciso en sus notas y fechas, y registra con todo detalle los procesos de Fisher y Moro, tal vez porque siendo entonces estudiante de Derecho en Londres tomó apuntes directos de las vistas. Y H. de Vocht supone —sin probarlo convincentemente— que a él se deben los relatos quecorrieron por Europa sobre el juicio y condena de Tomás Moro3.

De suma importancia es, asimismo, la gran biografía de Tomás Stapleton, sacerdote y profesor de Sagrada Escritura en Lovaina. Este historiador inglés recogió en el destierro las memorias y documentos del grupo católico londinense que conoció personalmente a Moro. Los exiliados de la familia pusieron a disposición de Stapleton —como él mismo confiesa— un sinfín de papeles y epístolas que conservaban como preciosa reliquia de años mejores.

Su obra estuvo a punto de consumirla el tiempo:

«Escribo sobre la vida de Tomás Moro con gran placer y confianza, ya que tengo acceso a información auténtica y abundante. He relegado a la memoria muchos detalles; pero ante el temor de que perezcan conmigo (pues mi avanzada edad me indica que la muerte no anda lejos) he determinado ponerlos por escrito para beneficio de la posteridad.»

El libro salió a la luz en Douai, en 1588, formando la parte tercera, y la más importante, de losTres Thomae:es decir, las vidas de Santo Tomás Apóstol, de Santo Tomás mártir, arzobispo de Canterbury, y de Tomás Moro, Canciller de Inglaterra. Se reimprimió cinco veces en latín, y de ella hay modernas traducciones en francés e inglés.

Una biografía posterior es la de Ro. Ba., iniciales que ocultan el anonimato de su autor. «La mayor parte de este libro —manifiesta al lector— no es de mi propia cosecha. En su mayor parte es de Stapleton y Harpsfield.» El libro debió de componerse en el año 1599 y de él hay una edición crítica y definitiva de 1950.

Un bisnieto de Moro, Cresacre Moro, editó hacia 1620 una vida que no añade nada de sustancial a las anteriores. Cresacre sabe, sin embargo, hacer uso de las anteriores fuentes para dar un matiz anecdótico, subrayando lo familiar y lo extraordinario. Este autor fue sacerdote y «agente del clero inglés en España», donde vivió cinco años.

Aparte de ciertos estudios menores, el siglo xix florece en copiosa literatura moreana, principalmente de controversia histórico-religiosa en torno a la figura del prohombre inglés. Y aprovechando el material de investigación suministrado por Brewer y Gairdner al editar los documentos relativos al reinado de Enrique VIII, T. E. Bridgett lanzó en 1891 un libro erudito de enfoque católico. El autor está atento a «no afirmar nada que no crea, y a no aceptar nada que no tenga un soporte de evidencia histórica». Bridgett analiza la vida del santo con aguda perspicacia espiritual, rebatiendo al propio tiempo los argumentos de historiadores positivistas y protestantes. Y son copiosas las citas que reproducen textos de Moro, menos accesibles y conocidos entonces que en la presente centuria.

Otra biografía acabada, en el aspecto literario y documental, es la de R. W. Chambers, que se publicó por vez primera en 1935, reeditándose múltiples veces hasta la fecha. Atento a la anécdota de interés historiográfico, este autor no católico hace plena justicia al mártir Canciller; aunque se echa de menos el planteamiento cabal de aquella figura, tal como lo hace Bridgett.

Chambers trata de describir a Moro, «no sólo como mártir —que lo era—, sino también como un gran hombre de gobierno en Europa». Pero, al preguntarse en el prólogo por el sentido que tiene la vida y muerte de sir Tomás para los no católicos, da por supuesto que los católicos aprecian debidamente su egregia persona y ejemplo. Cosa que es verdad en su esencia y mirando a bulto su perfil. No obstante, queda mucho que afinar y esclarecer en cuanto al aprecio que su santidad y humanas virtudes nos ofrecen, por el impulso vital que ello puede prestar a nuestra vida y circunstancias en medio del mundo.

A las biografías mencionadas habría que añadir la de E. E. Reynolds, que trata de poner al día —sin superarlas— la de Bridgett y Chambers, y otros muchos libros más populares y menoseruditos4.

Documentos

Los documentos ingleses de la época aparecen reunidos en la colección seleccionada deState Papers,y más minuciosamente, aunque en extractos, enLetters and Papers, Foreign and Domestic, of the reign of Henry VIII,del Public Record Office. A esta larga y exhaustiva serie de documentos preceden introducciones de gran valor histórico.

ElSpanish Calendares otra fuente importante de documentación, aunque algunos de los legajos de Simancas escaparon a la escrupulosa investigación de Bergenroth; los manuscritos, que no se reproducen textualmente, están hoy día catalogados5. A los ya citados añado yo otros desconocidos o revisados en Simancas, en la Biblioteca Nacional o en la Real Academia de la Historia. Pero no sería completa la enumeración de las fuentes de no mencionar y recoger el texto inédito de la que califico de Relación española, en que se dan detalles relativos al juicio y muerte de Moro.

Queda, por fin, la crónica oficial de la época escrita por E. Hall (1542), que tiende, naturalmente, a resaltar la justicia real con menoscabo del Canciller ejecutado6.

Y en los asuntos anglo-españoles manejamos también las crónicas de los Reyes Católicos y de Carlos V, por ir íntimamente ­ligadas a la persona de Catalina de Aragón y a las alianzas y tensiones políticas entre España e Inglaterra; sin olvidar la correspondencia oficial de los embajadores españoles7.

La bibliografía española

El primer libro español en que se habla de Tomás Moro es laHistoria eclesiástica del Cisma del Reino de Inglaterra,de Pedro de Ribadeneyra8, cuya carta de introducción escribió desde Lisboa, en 1588, Fray Luis de Granada. Y aunque la obra gozó de fama, por razones de circunstancias, basta acercarse a la vida del Canciller para comprobar sus tremendas inexactitudes, que provienen de la historia de Nicolás Sanders utilizada por el jesuita9.

En 1617 publicaría Fernando de Herrera suTomás Moro,que no es propiamente una biografía. Herrera, atraído por la figura prócer del humanista y por su estupenda muerte, construye sus «meditaciones morales» con un puñado de anécdotas y hechos10. Quevedo, indudablemente, conoció estos libros, a juzgar por el prólogo que hace a la traducción castellana y castiza de laUtopíade Tomás Moro, gran Canciller de Inglaterra, de Medinilla y Porres, publicada en Córdoba (1637); pero se sintió más interesado por la doctrina política que por lo biográfico.

Digna de mención es la curiosaCrónicadel rey Enrique VIII de Inglaterra11, que corre manuscrita a finales del siglo xvi. Enella se combinan detalles sacados de los archivos con portentosos errores cronológicos e históricos. Y vaya como ejemplo la ejecución de Moro, que «demandó al verdugo y díjole: hermano, dame cinco golpes a honor de las cinco llagas. Y así lo hizo. Y durante los golpes, todo el común nombraba al nombre de Cristo»12.

Es una pena que los historiadores españoles hayan dejado de lado a un personaje que tanto interés cobró en el Siglo de Oro, y si algunos exiguos y mediocres trabajos tocan de refilón la vida del Canciller, más parece que lo hacen para desdibujar la verdad de su existencia que para contribuir a la devota atención que se le presta en otros muchos países13.

Estudios y edición moderna de las Obras Completas

El incomprensible descuido en que se han encontrado las obras de Tomás Moro —aunque parte de ellas hayan sido repetidamente editadas y traducidas— va siendo subsanado.

El profesor Richard S. Sylvester, de la Universidad de Yale,hizo en su día el plan de editar lasComplete Worksen dieciséis volúmenes, más otro de índices y biografía. Todos ellos contienen estudios, edición crítica de los textos originales, traducción al inglés en su caso y notas abundantes. Esta empresa ya ha sido llevada a cabo.

Junto a esta publicación se comenzó en inglés moderno otra de obras selectas:Selected Works Series14.

En castellano se están publicando varias obras de Moro, en Ediciones Rialp15.

1 Gran parte de la bibliografía moreana aparece en el volumen que sirve como introducción a la «Yale Edition of the Complete Works of St. Thomas More»:St. Thomas More: a Preliminary Bibliography of his Works and of Moreana to the Year 1750,compilado por R. W. Gibson, Yale University Press, 1961. Véase también: Germain Marc’hadour:L’Univers de Thomas More,Vrin, París, 1963; M.P. Sullivan:Moreana, Materials for the study of Saint Thomas More,Loyola University, Los Ángeles, 1965-1971;Tudor England 1485-1603,compilado por Mortimer Levine, Cambridge.

2 Véase el Apéndice I.

3 Véase la nota introductoria del Apéndice II.

4Por ejemplo, el del norteamericano Daniel Sargent:Thomas More,Unicorn Books;Londres, Sheed and Ward, 1938. Interesante y valioso es el estudio biográfico y del pensamiento moreano del historiador Peter Berglar,Die Stunde des Thomas Morus, Einer gegen die Macht,Walter-Verlag, Olten-Friburgo (Br.) 1978. Más reciente aún: Gerard B. Wegemer:Thomas More, A portrait of Courage.Scepter Publishers. Princeton, 1995; y Peter Ackroyd:The Life of Thomas More.Chatto and Windus. London, 1998.

5 Consúltese Julián Paz y Ricardo Magdaleno:Documentos relativos a Inglaterra: 1254-1834;Archivo General de Simancas; Catálogo XVII; Secretaría de Estado; Madrid, 1947.

6 Su título es:Triumphant Reign of Henry VIII: The Unión of the Noble and Ilustre Families of Lancaster and York.La obra peca históricamente de parcial: «es una glorificación de la casa Tudor y, más especialmente, una justificación de los actos de Enrique VIII»(Dictionary of National Biography,vol. VIII, pág. 947, Londres, 1938).

La crónica de Hall fue editada en Londres en 1542, 1548 y 1550; siendo reimpresa en 1809. De la parte correspondiente al reinado de Enrique VIII hay una excelente edición de C. Whibley: Londres, 1904.

7 Aparecerá debidamente registrada a lo largo del libro.

8 Pedro de Ribadeneyra:Historia eclesiástica del Cisma del Reino de Inglaterra,Biblioteca de Autores Españoles, tomo LX, págs. 181 a 357, Madrid, 1952.

9 Nicolás Sanders:De origine ac Progressu schismatis anglicani.Sanders salió de Inglaterra en 1559 y fue profesor de Teología en Lovaina. Su obra se editó en Colonia en 1585 y existe una posterior edición en Rishton en Ingolstad, 1588. Contiene imperdonables errores históricos, y en ella se basó Ribadeneyra para escribir su libro en 1588.

10 Véase Royston O. Jones: El«Tomás Moro» de Fernando de Herrera,Boletín de la Real Academia Española, sep.-dic. 1950, tomo XXX, págs. 423-438.

ElTomás Moroapareció en 1592, y esa primera edición de Sevilla fue impresa por Alonso de la Barrera. Sobre esto puede consultarse Francisco López Estrada:Estudio y edición del Tomás Moro de Fernando Herrera,Archivo Hispalense, Sevilla, 1950, tomo XII, pág. 9. Allí se da también el texto; págs. 34-52.

La obra, corta e incompleta, puede más bien calificarse de semblanza moral. Basta leer el proemio: «... Cuando me pongo en consideración de las cosas pasadas, y revuelvo en la memoria los hechos de aquellos hombres que se dispusieron a todos los peligros por no hacer ofensa a la virtud, y escogieron antes la honra y alabanza de la muerteque el abatimiento y vituperio de la vida, no puedo dejar de admirarme de la excelencia y singular valor de su ánimo y estimar maravillosamente sus obras... Si alguno ha merecido en la miseria de nuestra edad la estimación de esta hazaña, ciertamente grandísima y casi singular, entre los pocos que nos ha querido dar el cielo, para vergüenza y menosprecio de nosotros, que vivimos tan descuidados de satisfacer la obligación que tenemos a la verdad y justicia, es Tomás Moro uno de los varones más excelentes que ha criado la Religión cristiana y clarísimo ejemplo de Fe y bondad para todos los hombres constituidos en dignidad y en oficios y grandezas de magistrados...»

La fuente informativa de Herrera es principalmente Sanders.

11Chronica del Rey enrico octavo de Inglaterra(sic); MS Bibl. nac. 18408; y de la Real Ac. Hist. 9-11-3-79. Fue publicada por el marqués de Molins, Madrid, 1874. La traducción inglesa, con notas e introducción, es de Martín A. Sharp Hume:Chronicle of King Henry VIII of England,Londres, 1889.

12 Capítulo XVIII de la Crónica.

13 El prof. F. López Estrada ha recogido en un erudito trabajo todo lo relativo a Moro y España hasta el siglo xviii:Tomás Moro y España, sus relaciones hasta el siglo xviii,Editorial de la Univ. Complutense, Madrid, 1980.

Hasta principio de siglo la única biografía en castellano es la de Bernardino Legarraga:El bienaventurado Tomás Moro, su vida, virtudes y muerte gloriosa,Madrid, 1905. Como indica el subtítulo, es «Obra calcada sobre la que acerca del mismo personaje escribió en latín, su coetáneo Tomás Stapleton». El libro es muy incompleto respecto al original de Stapleton, del que trata de hacer un resumen.

Una buena obra es la de Lucrecia Sáenz Quesada de Sáenz:Sir Tomás More, Humanista y Mártir,Buenos Aires, 1934.

También se ha publicado la traducción castellana del ya citado libro de E. R. Reynolds(Saint Thomas More,Londres, Burns and Oats, 1953), bajo el títuloSanto Tomás Moro.Ediciones Rialp, Colección Patmos, Madrid, 1959. Y más recientemente hay que citar aquí el amplio artículo de Richard A. P. Stork,Tomás Moro,publicado enGran Enciclopedia Rialp(GER), tomo 22, págs. 564-568 (6.ª ed. Madrid, 1989).

Sobre las fuentes de la época:Bibliography of British History; Tudor Period; 1485-1603.La obra está editada por Conyers Read, Clarendon Press, Oxford, 1959.

14SobreComplete Works,véase:Abreviaturas y Citas de las Principales Fuentes,pág.410. SobreSelected Works Seriesy la marcha del proyecto de la edición de Yale: la carta de R. S. Sylvester:St. Thomas More profect annual newsletter; Moreana,n.º 41 (1974), págs. 83 y sigs.

15 Con introducción, trad. y notas de Álvaro de Silva:La agonía de Cristo,1979 (7.ª ed. 1999);Cartas desde la Torre,1988 (2.ª ed. 1989);Diálogo de la Fortaleza contra la Tribulación,1988, yUn hombre para todas las horas,1998. Las tres primeras son obras escritas ya en la prisión.

I.

Memorias del pasado

«De familia honrada, sin ser célebre»

Cuando un día, ya avanzado en años, se le ocurrió a Tomás Moro escribir el epitafio de su tumba, revolvería entre los recuerdos para estampar de manera definitiva un juicio autobiográfico del mejor cuño. No es que entonces le viniera en gana, como buen humanista que era, el redactar unas frases en correcto latín para perfilar una honrosa inscripción. No; las circunstancias que le obligaron a ello eran urgentes y apremiantes.

En 1532, Moro había dejado de ser Canciller por voluntaria renuncia. Pero la autoeliminación de la vida pública en la Corte no representaba una amputación a sus actividades civiles. La calumnia le asediaba por todas partes, y sus enemigos políticos y religiosos —entiéndase los herejes— no echaron en olvido que el ex Canciller que antes frenara legalmente sus ambiciones e injustas tropelías se había entregado en cuerpo y alma a manejar la pluma, arma no menos temible en manos de un humanista de recia doctrina y valiente imaginación.

El humor proverbial de este escritor encontraría salida sorprendente a los ataques enemigos en un epitafio batallador. No ciertamente por el tono, pues en él nada hay de polémico, sino porque el texto lo hizo cincelar a golpe de martillo para fijarlo luego en la iglesia parroquial de Chelsea. Ese epitafio constituyó una auténtica piedra de escándalo para sus adversarios, ya que la intención secreta de su autor era asestar un golpe desconcertante entre los vivos, sin que éstos tuvieran el consuelo de saber que los huesos maltrechos del autor de la lápida se pudrían bajo aquella piedra que leían sus ojos1.

Sólo a un hombre del humor y arranque de Moro se le podía haber ocurrido el rasgo ingenioso de escribir en vida semejante epitafio, trasladar a una capilla los restos de su difunta esposa e inscribir en la losa mortuoria unas líneas que resumieran su vida y esperanzas, como réplica inquietante a los que propalaban mentiras y calumnias contra su limpia conducta.

El hecho de que lo redactara en latín nos dice mucho de la cultura y gustos de aquel«Morus»,cuyo nombre corría por toda Europa. Pero nos engañaríamos al pensar que su existencia estaba emancipada de la tierra y de la época.

Moro es una creación genuina de su tiempo: el mejor prosista en inglés y también en latín: el más noble patriota y el más sano universalista político. Y la explicación a esta amplia diversidad en su carácter radica en el marco histórico que encuadra sus años.

Moro nace en el momento que Inglaterra se despierta de la pesadilla de las guerras sangrientas de las Dos Rosas para entrar en la era de la nueva monarquía de los Tudor, afianzando la unidad y el nacionalismo. Su vida transcurre, pues, en medio de la etapa del albor de los grandes fenómenos que inauguran la historia moderna: el Renacimiento y la mal llamada Reforma. Moro viviría paso a paso la desaparición de las costumbres medievales, la renovación social del país y el episodio lamentable que corta como un abismo la historia de Inglaterra: el establecimiento oficial del protestantismo.

Seguir el trazo indeleble y magnífico de su existencia es recorrer los años críticos de un hombre a horcajadas entre el mundo medieval y el moderno. Moro mismo es una figura a caballo entre dos culturas, dos tendencias y dos ideologías dispares. Quiso unirlas en un solo abrazo; pero al distanciarse se le fueron abriendo los brazos hasta quedar atirantados doloridamente en cruz. Su espíritu, en cambio, y su memoria quedan incólumes y perennemente válidos ante nuestra vista.

El mundo que de una parte Moro quería retener era el legado tradicional de la Edad Media; esto es, la esencia de su cristianismo, de su unidad y de su organización. Y el mundo hacia el que tendía ansiosamente la otra mano era la aceptación de las nuevas corrientes científicas, y la transformación política y social del reino. Fracasó en este intento —si de fracaso puede hablarse— y la historia que llega hasta nosotros nos hace partícipes de muchas tristes consecuencias que hubieran podido remediarse de prevalecer su ideario cristiano. Pero la historia de una nación no la hace nunca una sola persona. Lo que tiene de desagradable la época inglesa de los Tudor proviene de quienes no quisieron seguir los consejos y el pensamiento de Moro.

La primera línea de aquella famosa lápida reza así:Thomas Morus urbe londinensi familia non celebri sed honesta natus...«Tomás Moro, nacido en la ciudad de Londres, de familia honrada, sin ser célebre...»

He aquí las raíces que le unían a este mundo: su modesto origen y su calidad de londinense. Y tampoco se olvidó de registrar el otro lazo sublime que durante su vida le vinculó con un mundo más alto y perdurable: la esperanza en la existencia venidera. Para percatarse de ello basta leer las líneas que cierran el epitafio:

«Trasladados los huesos de su primera esposa, cuidó la construcción de este sepulcro para avezarse, día a día, a la idea de que la muerte se acerca arrastrándose sin tregua. Y para que no haya erigido en vano esta tumba mientras vive, y no tiemble ante el horror de la inminente muerte, sino que la acepte con alegría por ansias de Cristo, y para que la muerte no le sea cruda extinción, sino entrada a una vida más feliz: Te suplico, buen lector, que le ayudes en vida con tus piadosas oraciones, y que las continúes cuando muera.»

Conviene, pues, que antes de intimar con aquel hombre y meditar el perfil de su figura cumplamos cortésmente la piadosa exigencia de dedicar una breve oración a su memoria.

Tomás debía tener muy adentro la imagen del buen juez su padre, pues su cariño lo describe como «hombre cortés, afable, inofensivo, dulce, indulgente, justo e incorruptible». Al correr del tiempo fueron borrándose lejanas impresiones de seres desaparecidos cuyos rasgos y caricias no podía rememorar. Pero el espectro del viejo caballero, que murió cuando Moro ya había cumplidolos cincuenta, estaba presente de continuo en el espíritu y retina del hijo.2.

Viviendo uno al lado del otro, sin percatarse de la continua y pausada mudanza de la vida, la imagen del buen caballero quedó fijada para Tomás en la aureola sedante de los últimos años del padre, tal cual la recoge el magnífico dibujo de la colección de Windsor. En el retrato de Holbein la expresión contenida del rostro del anciano lo es todo. Por los trazos seguros del artista se adivina un cuerpo de amplia y potente arquitectura; resistente, aunque gastado. De su pecho emerge una cabeza maciza y unos ojos en perpetuo retén, con claridades en el iris y pupila de acero. Una mirada despierta y penetrante mantiene tensos unos párpados fláccidos y gobierna una boca de labios finos y apretados, dispuestos a la réplica aguda, a la broma y a los dichos sentenciosos.

De seguro que tan grave presencia impondría respeto en los tribunales; pero a ciencia cierta sabemos que bajo la capa de seriedad de quien dictaba decisiones pasaban los vientos francos de la vida, sin reticencias ni formalismos. Aquel hombre de aires judiciales y espíritu festivo marcó una honda huella entre los de su hogar. Del padre heredó Tomás, a falta de una madre difunta, los cien pequeños detalles que componen su carácter, por herencia y por fuerza del ejemplo: el buen humor, una despejada inteligencia, recias virtudes cristianas, lealtad profesional, espíritu de servicio y hasta la reincidencia en el matrimonio.

Muchas veces se imaginaría Tomás a su padre escribiendo en los folios venerados de laHistoria Regum Britanniaeaquellas famosas entradas en latín medieval, que son un escueto registro de los episodios de la familia3. Qué lejos y qué cerca a la vez, la fecha del 24 de abril de 1474, en que el padre redactara esa nota feliz que no tiene un solo adjetivo que delate su alegría: «Un domingo, vigilia de San Marcos Evangelista, Juan Moro —Caballero— casó con Inés, hija de Tomás Granger, en la parroquia de San Gil de Londres, fuera de Cripplegate.»

En los años posteriores y a medida que le llegaban los hijos, sir Juan añadiría con mano febril y complacida nuevas notas al margen del manuscrito. Primero vino una niña, Juana; luego, nuestro Tomás; después, Agata, Juan y Eduardo, y por fin, Isabel, en 1482.

Con lágrimas en los ojos recorrería el joven Moro el asentamiento de aquellos datos por el juez, que no se dejaba arrastrar visiblemente por los natalicios, pero que ocultaba su orgullo y ternura de padre en el latín escueto y ramplón con que redactaba los documentos legales. El hijo se sentiría renacer muchas veces al releer aquel registro paterno que era el dato primero de su biografía, y que decía: «Memorándum: el viernes siguiente a la fiesta de la Purificación de Santa María Virgen, entre las dos y las tres de la madrugada, nació Tomás Moro, hijo de Juan Moro —Caballero— el año decimoséptimo del reinado del rey Eduardo IV desde la conquista de Inglaterra.»

Sin embargo, esta narración, en apariencia meticulosa, resulta hoy cronológicamente imprecisa. Con posterioridad, y al objeto de aclarar la fecha, alguien añadiría entre líneas las siguientes palabras:«videlicet septimo die Februarii»;a saber, el día 7 de febrero. Pero los cómputos de quienes se han tomado la molestia de indagarlo nos dicen que el 7 de febrero de 1478 era sábado y no viernes. Hay quien piensa que la mano anónima que intercaló aquellas palabras era la del propio juez, y en este caso justo sería disculpar una pequeña equivocación a quien pasó nerviosamente en blanco la noche del viernes al sábado memorable4.

Londres

Aunque Moro corrió tierras dentro y fuera de la isla, sus recuerdos respiran siempre aire londinense, sin que el apego a la milenaria ciudad asentada a orillas del Támesis restase horizonte a su vivir. Londres ha sido siempre el corazón de Inglaterra y uno de los centros vitales de su historia.

Cuando medio siglo antes de la era cristiana Julio César desembarcó en las costas del sur, avanzando victoriosamente hacia Londinium, el hábil general romano presentía el valor estratégico de aquella ciudad. Su conquista permitió que la provincia de Anglia se mantuviera durante siglos en manos del invasor, pero de manera más nominal que efectiva. Lejos, al norte y al oeste, quedaban los reductos montañosos de tribus indomables, y los legionarios hubieron de construir pesadas e imponentes murallas para detener la infiltración de los escoceses, y estacionarse en campamentos para vigilar a los pueblos celtas de occidente.

A la caída del Imperio, la Gran Bretaña fue atracción irremediable de los germanos, y más tarde de las naves danesas venidasdel mar del Norte. Y luego, a mediados del siglo xi, Guillermo —duque de Normandía— desembarcó en la costa para seguir desde Hastings una ruta similar a la de César, adquiriendo el sobrenombre de el Conquistador.

Lejos de allí, las aguas azules del Mediterráneo seguían siendo durante el Medievo la frontera invisible donde desembocaban las tres grandes culturas en que se había partido el Imperio romano: el mundo bizantino, el Islam y los reinos cristianos de Europa. Inglaterra quedaba, por tanto, desplazada al límite extremo de la Cristiandad, que aún se prolongaba hacia Escocia e Irlanda. Más allá, el océano misterioso e infinito lamía tierras desconocidas.

Pero, aparte de los desembarcos que trajeron gentes y civilizaciones extrañas, existían otras razones para acercar la isla al continente. Los derechos hereditarios de la casa normanda habían unido grandes territorios franceses —desde Calais hasta los Pirineos— a la corona inglesa. Si bien es verdad que al recuperarse el espíritu nacional galo bajo el estandarte de Juana de Arco las vicisitudes históricas, a las que siguieron las terribles y prolongadas guerras civiles entre las casas de York y de Lancaster, dejaron reducido el dominio inglés a la zona y puerto de Calais.

Al abrirse esta personal historia, Londres continúa siendo el espinazo del reino. De allí parten, por la ruta de las antiguas calzadas, los caminos que van a los puertos del norte, a las minas de Cornualles, a las villas del interior y de la costa meridional. De Londres se sale por barco al ancho mar, y en dirección contraria, remontando el valle del Támesis, se llega a Bristol, puerto vecino a Gales y frontero a Irlanda.

La isla tiene un clima suave, tierras fértiles, grandes praderías y colinas verdes que se pierden en la quebrada orografía norteña y galesa. Sus poblaciones, a excepción de la capital, son pequeñas. Bristol, la segunda ciudad del reino, no cuenta más de 25.000 habitantes. El país es eminentemente agrícola, repartido en villas y lugares con nombres sajones o romanos, cuyo corrompido latín sólo puede rastrearse por el sufijocester,derivado de loscastraromanos.

Los terrenos de labranza producen copiosas cosechas de cereales: trigo, avena, cebada y centeno. Sus amplias y jugosas praderas mantienen grandes rebaños de ovejas y ganado caballar y bovino. Sus bosques y monte bajo encierran ricos cazaderos de aves y reses montaraces, y los ríos, de caudal igualado, proveen con abundancia de peces.

Al finalizar la Edad Media la industria de esta comarca es artesana, y en sus villas se laborea el producto de las minas de hierro, cobre, plomo y estaño. Pero es de las sedes archiepiscopales de York y Canterbury, y de las universidades de Oxford y Cambridge, de donde irradia la vida del espíritu.

La actividad toda de la isla venía, pues, a confluir por imperio geográfico, y político en la City de Londres, asiento del poder, de las industrias y del comercio.

El Londres que conoció Tomás en sus primeros años era una bulliciosa y animada ciudad con poco más de 50.000 almas. En su recinto amurallado, en la ribera norte del Támesis, se apretujaban largas y sinuosas filas de viviendas. Las casas de comerciantes y menestrales estaban distribuidas por barrios, y los nombres de las calles recordaban las actividades de sus moradores. La mayoría de las casas eran de madera, con dos o tres pisos rematados por un alero de ángulo pendiente cuyo saledizo volaba por encima de la fachada. Las tabernas y las tiendas solían tener una pértiga, de la que colgaba un rótulo de vistosos colores que estorbaba el paso de las gentes, en especial de los que iban a caballo. El pavimento era incompleto y el transeúnte procuraba arrimarse a los edificios para evitar el barro y los charcos que con la lluvia corrían por las ramblas que bajan al río.

Por encima de las hileras de buhardillas sobresalían las agujas de las torres eclesiásticas, descollando entre todas la talla majestuosa de San Pablo, con sus quinientos pies de piedra labrada y dos claustros que lindaban con las habitaciones del obispo de Londres.

Aquí y allá aparecían desperdigadas las mansiones de los señores y comerciantes ricos, con jardincillos bien cuidados. Y distribuidos arbitrariamente por la urbe estaban los edificios públicos, elGuild-hall,los hospitales, los mercados y las edificaciones de la Hansa y de las grandes compañías: pañeros, vinateros, plateros, traficantes en grano y en fruta, merceros, pellejeros e importadores de todo tipo.

Desde el amanecer se oía el alegre repicar de noventa campanarios en parroquias y conventos, que tenían huertas traseras y una arboleda delante del porche. A su tañido se despertaba el vecindario, y por las siete puertas de la muralla entraba y salía el trajín mañanero.

Extramuros quedaban los arrabales, con casas arrimadas al resguardo de las defensas, las instalaciones portuarias con olor a salazón y las pequeñas granjas y haciendas que corrían diseminadas a lo largo de las orillas del río. A escasa distancia, en la ribera, estaba Westminster, con su residencia real y su magnífica abadía.

Del mar penetraban, tierra adentro, las velas de pescadores ymercaderes, y algún barco de la armada. Y la Torre de Londres —prisión, arsenal y fortaleza— velaba como centinela de piedra el tráfico marino. Al entrar por vía fluvial se alzaba de frente la silueta airosa y abigarrada del puente, asentado en diecinueve arcos sobre pilares de piedra blanca, con tajamares de amplio zócalo. Este puente estaba protegido por una puerta fortificada para impedir el acceso en caso de alarma y para regular el tráfico entre las dos orillas, ya que era el único paso en aquella parte del Támesis. Sobre la famosa puerta solían colocarse las cabezas de los ajusticiados, clavadas en una pica, para imponer así respeto a los ciudadanos recordándoles el imperio de la ley. Y a finales del siglo xv siempre hubo cabezas frescas para sustituir las testas medio podridas de rebeldes y facinerosos.

Lo extraordinario de la vista del puente era que se había transformado en una calle angosta, porque se construyeron casas a todo lo largo de los pretiles. Esta vía sobre el agua, la más animada de Londres, estaba interrumpida en su mitad por la capilla de santo Tomás de Canterbury, de forma poliédrica, ante la cual desfilaban sin cesar los carros y caballerías de Lambeth y del sur. Pero quienes venían por barco solían arribar a los muelles vecinos a la Torre sin aventurarse a través de los arcos del puente. Porque en la marea baja quedaban al descubierto las resbaladizas gradas de los embarcaderos, y en la marea alta, al fluir el Támesis contra corriente, el agua corría con ímpetu, encajonada entre los tajamares.

Tomás Moro conocería desde pequeño todos aquellos misteriosos rincones de la gran urbe, asistiendo con curiosidad infantil a las iglesias y al mercado, recorriendo las callejas de los banqueros flamencos y lombardos, contemplando la atracada y salida de los barcos, la paciencia de los pescadores de caña, los juegos de los juglares en las plazas, las procesiones y los desfiles.

Al atardecer cesaba en Londres el bullicio de los talleres, el golpe metálico sobre el yunque, los gritos de vendedores y pregoneros y el rechinar de las ruedas en el empedrado. Al crepúsculo doblaban las últimas campanadas en el campo y dentro de la muralla se cerraban tabernas y posadas, y las familias se reunían en corro al amor de la chimenea para la cena y las largas tertulias.

Bajo los aleros puntiagudos se iluminaba tenuemente una buhardilla. La luz incierta de un farol despejaba sombras delante de alguna casa, y se oía clamoroso el ladrido de los perros pegados a la sombra de la muralla.

Recuerdos de la niñez

El rey Eduardo IV, a cuyo reinado se refiere la fecha manuscrita del nacimiento de Tomás Moro, conoció una de las épocas más turbulentas de la historia inglesa. Es el período de la guerra de las Dos Rosas, así llamada por los emblemas blanco y rojo de las casas que se disputaban el trono: la dinastía de York y la de Lancaster. Cuando Moro, padre, casó por vez primera, la rama de York parecía definitivamente asentada en el reino de Inglaterra, floreciendo la rosa blanca de la paz entre olvidadas espinas.

De niño oyó Tomás recitar cientos de veces episodios de lasluchas civiles, porque el retrato que nos hace del rey Eduardo ensuHistoria de Ricardo IIItiene matices fervientes y personalísimos:

«Era personaje bondadoso y de aspecto muy señero, político en el consejo. No se deprimía lo más mínimo en la adversidad, y en lo próspero se mostraba más alegre que orgulloso. Era justo y clemente en la paz, y en la guerra, bravo y fiero. Tenía resistencia y audacia en el campo de batalla, pero no se lanzaba a la ventura más allá de lo que aconsejaba la prudencia.»5

Sus vicios —el libertinaje, la falta de escrúpulo moral y la vida pródiga a costa de la hacienda ajena— aparecen caritativamente velados por el escritor.

Posiblemente Moro, padre, tomó parte en la defensa de Londres cuando Warwich destronó al rey, que huiría a Francia para desembarcar al año siguiente en Yorkshire, entrar de nuevo en Londres y trabar batalla con el ejército contrario en la Pascua de 1471, cerca de la ciudad. Pero semanas más tarde, Fauconberg, aprovechando una ausencia de Eduardo, tuvo la osadía de atacar la City por el sur, cuando el alcalde y los concejales prohibieron el paso de su ejército por la villa. Entre la Torre y el puente se desarrolló la operación de asalto y cañoneo. Los londinenses supieron defender sus derechos y el forzamiento del río fue infructuoso, acabando en una lamentable derrota de los asaltantes. Los artilleros enemigos no desaprovecharon el fácil blanco que presentaban las construcciones del puente, incendiando en él más de sesenta casas; pero al final la cabeza de Fauconberg fue clavada en una pica en la misma puerta del puente que no consiguió atravesar.

A los pocos días el rey volvería a entrar triunfalmente en la ciudad leal, premiando con largueza a sus defensores. Por sus hechos guerreros, o quizá por sus posteriores servicios legales, Juan Moro recibió el título aquel de Caballero(Knight)que no olvida de consignar con orgullo años más tarde.

Las luchas entre York y Lancaster se basaban en el odio entre facciones, y el pueblo veía con indiferencia e inquietud tan prolongada querella. Las calamidades consiguientes a las peleas recayeron principalmente sobre la nobleza. Como escribió Tomás Moro «esos asuntos eran juegos de reyes, farsas de tablado, que en su mayor parte se desarrollaban sobre el cadalso. La gente pobre no eran más que espectadores, y quienes fueran prudentes procurarían no mezclarse en ellas».

El país no sufrió gran cosa con las pendencias civiles, pues los campesinos y los hidalgos hicieron lo posible por no interferir en la lucha de los señores. De forma que, a la hora de disolverse las milicias y dar cristiana sepultura a los muertos, el balance de guerra arrojaba disminución considerable de la sangre aristocrática. La clase burguesa y los pequeños señores del campo llenarían aquel vacío sangriento.

Las instituciones artesanas fueron cobrando vigor con la paz, implantándose así ese brote económico y civil que constituye el sostén de la monarquía Tudor y el desplazamiento político de la nobleza medieval. En los años del reinado de Eduardo se robustecieron los derechos e intereses de los comerciantes, e indirectamente los de las guildas o gremios mercantiles de la City. Al fin «el reino estaba en sosiego y prosperidad. No había temor de enemigos exteriores, ni acecho de guerra, ni adversarios a la vista. El pueblo mostraba una obediencia voluntaria y amorosa a su príncipe, sin hallarse constreñido por el miedo y los Comunes guardaban santa paz entre sí»6.

En medio de esa quietud, una noche de comienzos de abril de 1483, en que el viento silbaba con ramalazos de lluvia entre las calles tortuosas y la niebla que subía del Támesis ahogaba con su aliento tenebroso y frío las voces de la oscuridad, ocurrió algo extraordinario.

Acababa de fallecer Eduardo IV cuando un mensajero llamado Mistlebrok entró en Londres a avisar a un tal Pottier, que estaba al servicio de Ricardo de Gloucester, hermano del rey difunto. No había rayado aún el alba y se oían en la calle recios e intempestivos aldabonazos. Ante la violencia de los golpes, Pottier receló que se trataba de asunto grave y urgente. Y al anunciarle el mensajero que el rey había muerto en aquella misma hora, éste exclamó sin poderse reprimir: «Ya no hay duda de que mi señor, el duque de Gloucester, será pronto rey.»

Tomás tenía entonces cinco años y jamás olvidó la impresión de la misteriosa noticia que amenazaba la legítima herencia de los hijos del rey. Un vecino, a quien el ruido y las insólitas palabras del emisario habían sobresaltado a altas horas de la noche, se las contó a Moro padre. Y al pequeño, que estaría presente a la conversación, se le quedaron extrañamente grabadas aquellas frases7.

Al escribir laHistoria de Ricardo III,su narración está empapada de la trágica circunstancia que se agazapó en la memoria temblorosa de su niñez. Ricardo de Gloucester, el hermano de Eduardo IV, llegaría a ser coronado, efectivamente. Se le llamó el Usurpador, aunque el título oficial que él mismo se había otorgado era el de Protector. Y para proteger a sus sobrinos, los jóvenes príncipes, no halló alojamiento de mayor garantía que la Torre.

Moro describe con detención la patética historia. Uno de los príncipes reinó cortas semanas con el nombre de Eduardo V, hasta que el Protector —vulgarmente conocido por el Jorobado— consiguió con engaños sacar del sagrado asilo de Westminster al hermano menor, que se había refugiado allí con su madre. Y cuando Ricardo tuvo a los dos niños en su poder se los llevó al palacio del obispo de Londres, «de donde en seguida saldrían ambos con gran pompa, atravesando la ciudad en medio de aplausos, hasta que se perdió el eco de las ovaciones al ingresar en la Torre, de donde no consta que volviesen a salir por su propio pie»8.

Pronto muy pronto, el duque de Gloucester se proclamó rey, en junio de 1483. Los niños fueron secretamente asesinados; pero Ricardo III no consiguió arrancar de los londinenses el fiel recuerdo del anterior reinado. Y medio siglo más tarde, a la hora de otorgar testamento, Moro padre dejaría un legado para misas por el alma de Eduardo IV, cuya muerte estaba ya muy lejana.

Aquel misterioso diálogo de la noche en que falleció el rey conmovió visiblemente al Caballero Moro y suscitaría en el niño un presentimiento imborrable y oscuro, que al cabo de los años se fue haciendo luz para dejar una huella honda y dramática en su espíritu. Su conciencia pueril, trémula y sobrecogida ante los grandes acontecimientos del mundo, conservó tristes reminiscencias de los dos jóvenes príncipes, indefensos en manos del Protector. Las palabras con que más tarde describiera la despedida del príncipe niño, arrancado de los brazos maternos en el asilo de Westminster, está transida de aquel sentimiento.

Es la única anécdota que nos cuenta de su niñez. Y hasta trató de silenciarla, pues al traducir al latín el texto de la historia consideró más prudente el suprimirla.

La delicadeza y ternura con que detalla la punzante escena del pequeño, separado con hipocresía de la reina madre para sepultarlo en la prisión de la Torre, rezuma también el dolor inconfensado de la dura separación de Tomás niño, que por aquel entonces quedó huérfano de las caricias maternales de Inés Granger. La criminal simulación de Ricardo III se recorta en un fondo de ternura y desamparo. He aquí su narración:

«La reina viuda dijo entonces al niño: —Adiós, hijito de mis entrañas, que Dios te me guarde. Déjame que te bese otra vez antes de irte. Sabe Dios cuándo nos volveremos a besar de nuevo.

Así le dio un beso y su bendición; y volviéndose de espaldas sollozó y se fue. Y sollozando mucho quedó el niño.

Y cuando el lord canciller y los otros lores que le acompañaban se hicieron cargo del joven duque, le llevaron a la Cámara Estrellada, donde el Protector, tomándole en sus brazos, le besó con estas palabras: —Bien venido seáis, mi señor, siempre y de todo corazón.

Y esto lo dijo a sabiendas, por cubrir las formas. E inmediatamente le condujeron al palacio episcopal de San Pablo, donde estaba su hermano. De allí, con todos los honores, les llevaron a la Torre, de donde no volvería a salir desde aquel día.»9

Sir Juan soportó resignadamente su viudez, pero su hijo Tomás apetecería siempre el suave bálsamo de los cuidados femeninos, y tal vez el deseo melancólico de la madre perdida fuese la razón de que aceptara con amor y agradecimiento los cuidados de las madrastras que la reemplazaron en el hogar. Su espíritu huérfano, más templado de lo que a primera vista pudiera parecer, se sobrepuso a la catástrofe, y el ejemplo viril del padre se imprime y cala en su persona.

Tomás tuvo que ir pronto a la escuela. Entonces los hijos de la nobleza y de la «gentry» se educaban en los monasterios o en casa de los magnates, con maestros privados. Pero la enseñanza regentada por personas seculares iba penetrando en las villas y ciudades. Estos nuevos centros eran en su mayoría fundaciones dotadas por los gremios o por algún noble, y en ellas se aprendía a leer y escribir, asimilando los rudimentos de la lógica y de la aritmética, de la historia y de la geografía. Los comerciantes y mercaderes se preocuparon de dar así una formación elemental a sus hijos, guiados por el instinto comercial más que por el amor a las letras.

El idioma inglés que se enseñaba en las escuelas no estaba fijado en su ortografía, y las palabras, de sonidos imprecisos, se escribían de dos y tres formas diferentes. Fue Caxton, un antiguo mercero londinense, quien más hizo por difundir la cultura y lograr uniformidad en los escritos. Este hombre abandonó un día su profesión mercantil para dedicarse a las actividades de la imprenta en Brujas, trasladando en 1476 sus rudimentarias prensas a Westminster para comenzar a publicar libros en lengua inglesa.

Cuando Tomás «aprendió la lengua latina en Saint Anthony» tenía en sus manos las primicias de los talleres de Caxton. Pero los libros eran caros y los métodos tradicionales de los maestros se basaban en la repetición y la dialéctica, convenientemente subrayadas con la amenaza de una vara flexible y cimbreante.

La escuela de Saint Anthony, anexa al hospital de su nombre, estaba en Threadneedle Street. Sus duros bancos, las monótonas cantinelas de las clases, recitando a coro versos y reglas, no dejaban gratos recuerdos en los chiquillos. Los maestros mismos estaban ganados por rutinas seculares, aunque se sabe que en tiempo de Tomás Moro regía la institución el renombrado Nicolás Holt.