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En una época en la que la comunicación y sus medios se vuelven centrales para comprender el funcionamiento de la sociedad, analizar la forma en que han ido transformándose y consolidándose en lo que son resulta una labor mayor. Ante este reto, Éric Maigret se propone presentar las diferentes corrientes teóricas de las que se nutre la comunicación. Así, el autor analiza los distintos paradigmas de las grandes teorías de las ciencias sociales y enfatiza la centralidad de la contribución de la sociología a esta área, lo cual nos permite apreciar cómo la comunicación y los medios influyen en la creación simbólica, cultural, política y social de las identidades. La presente obra funciona como una especie de manual de las diversas teorías de la comunicación; sin embargo, al no ser propiamente un manual, explora y problematiza las tensiones que dinamizan el vasto campo de la comunicación y de los medios.
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Seitenzahl: 773
Veröffentlichungsjahr: 2024
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ÉRIC MAIGRET es un sociólogo francés especializado en medios, cultura y comunicación política. Profesor titular de ciencias de la información y de la comunicación en la Universidad de París III e investigador asociado en el Laboratorio de Comunicación y Política del Centro Nacional de la Investigación Científica en Francia (CNRS).
SOCIOLOGÍA DE LA COMUNICACIÓN Y DE LOS MEDIOS
Traducción de ELISABETH LAGER EMMA RODRÍGUEZ CAMACHO ALEJANDRA ORTIZ HERNÁNDEZ
Prefacio de JESÚS MARTÍN BARBERO
Primera edición en francés, 2005 Cuarta edición, 2022 Primera edición en español, FCE Colombia, 2005 Primera edición, FCE México, 2024 [Primera edición en libro electrónico, 2024]
Distribución mundial
© 2003, 2015, 2022, Éric Maigret© 2022, Armand Colin, por la cuarta ediciónArmand Colin es una marca registrada de Dunod Editeur11, rue Paul-Bert, 92240 Malakoff Título original: Sociologie de la communication et des médias
D. R. © 2024, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14110 Ciudad de México
Comentarios: [email protected] Tel.: 55-5227-4672
Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos.
ISBN 978-607-16-8325-0 (rústica)ISBN 978-607-16-8398-4 (ePub)ISBN 978-607-16-8402-8 (mobi)
Impreso en México • Printed in Mexico
Prefacio
Introducción. La sociología y las teorías de la comunicación
PRÓLOGOLa constitución de un objeto
I. Las dificultades de una reflexión sobre la comunicación. Trivialidades, denuncias, profetismos y utopías
II. La oportunidad perdida de una ciencia social de la comunicación. Los padres fundadores y la cuestión de los medios
PRIMERA PARTEDesnaturalizar la comunicación. El problema de los efectos… o ¿cómo deshacerse de ellos?
III. La trampa de las teorías de los efectos directos. Pánicos morales y conductismo
IV. La Escuela de Fráncfort y la teoría de la cultura de masas. El sol negro de la modernidad
V. La teoría lazarsfeldiana de los efectos límites: una ruptura… de efectos limitados. Las fuentes del empirismo estadunidense
VI. Del modelo matemático a la antropología de la comunicación. La analogía con las ciencias de la naturaleza y de la vida
VII. McLuhan y el determinismo tecnológico. El profetismo de la aldea global
SEGUNDA PARTECulturizar la comunicación. El juego producción/recepción
VIII. De la semiología a la pragmática. ¿Teoría del lenguaje y/o de la comunicación?
IX. Sociología de las prácticas culturales. Consumos y recepciones
X. Los Cultural Studies (estudios culturales). De la crítica a la recepción y más allá
XI. La sociología de las profesiones de la comunicación. ¿Qué hacen los periodistas?
XII. De las profesiones a las lógicas de producción. La tensión estandarización-innovación en las industrias creativas
TERCERA PARTEPluralizar la comunicación. Democracia, creatividad y reflexividad
XIII. Las teorías políticas de la opinión pública.¿Es posible regresar a los efectos fuertes?
XIV. Las teorías del espacio público. De Kant a la telerrealidad
XV. La nueva sociología de los medios. Reflexividad, experiencia y mediación
XVI. Internet y lo digital, más allá de la utopía. El problema del retorno a los objetos
Conclusión
Bibliografía por capítulo
Índice onomástico
A mi madre
Pocos campos académicos sufren de una avalancha editorial tan intelectualmente barata como la que hoy soporta el de los estudios de comunicación. De un lado nos llega la proliferación de los muy diversos tipos de propaganda tecnológica que, travestida de “análisis de la innovación”, busca que los profesores y estudiantes de este campo estén “al día” sobre la evolución tecnológica y sus efectos puntuales sobre el ejercicio profesional, como si lo nuevo fuera tanto y sus efectos, igualmente duraderos. De otro lado, pareciera como si —después del largo desprecio con que las ciencias sociales miraron todo lo concerniente a los medios masivos y a las tecnologías de la información— esas disciplinas hubieran descubierto de golpe su relevancia social, cuando en verdad la mayoría de lo que dichas doctrinas nos están ofreciendo son vulgarización recalentada de lo que unos pocos investigadores sociales develaron hace años, o seudoanálisis plagados de sesgos reideologizantes en el peor sentido, aquel que se autolimita a una denuncia gritona pero incapaz de avizorar la misma alternativa al estado de cosas que tenemos.
Por todo ello, cuando el Fondo de Cultura Económica me invitó a evaluar este libro para su posible traducción al castellano inicié su lectura con muy pocas ganas y muchas prevenciones. De ahí mi sorpresa al toparme con un texto que me atrevo a llamar excepcional, pues lo que en él encontré fue todo lo contrario de lo que abunda hoy. Se trata de un libro que es a la vez un manual —en el viejo sentido de que ofrece una estructura pedagógica con la que facilita el manejo de sus diferentes acercamientos al tema— y un texto movilizador de ideas y tomas de posición. Frente a tantos textos que no son sino un resumen de refritos, estamos ante una verdadera cartografía de los ejes que estructuran y las tensiones que dinamizan el vasto y disperso campo de la comunicación y los medios.
Lo que más aporta y sorprende en este libro es la apertura de visión con que se da cabida a paradigmas y modos de investigación hoy “condenados” por la línea hegemónica de los estudios de comunicación en la misma Francia. Pues no sólo se incorporan a la historia del campo los pioneros del pragmatismo sociológico norteamericano y se matiza la contribución de los críticos de la Escuela de Fráncfort, sino que se hace un explícito reconocimiento a los estudios culturales angloamericanos, los cuales han sido tan torpes y reiteradamente subvalorados y tachados de “reaccionarios” por la mayoría de los textos hoy políticamente correctos a la francesa. Éstos, de manera provinciana, desconocieron hasta hace bien poco el aporte decisivo de ingleses como Raymond Williams, Richard Hoggart o Stuart Hall, y ahora amalgaman tramposamente en la misma bolsa de crítica panfletaria a lo más trivial y funcional de los estudios estadunidenses con lo que con más seriedad está renovando esos estudios en Estados Unidos o en América Latina.
Otro aporte en realidad innovador se halla en la manera como se aborda la cuestión, hoy decisiva, de la economía política de la comunicación, al sacarla de su vertiente puramente descriptiva y de denuncia para reubicarla sobre pistas y autores mucho menos de moda pero más atentos a la complejidad de los cambios que atraviesan hoy las “industrias culturales”. Con lo que ese cambio de perspectiva implica a la hora de asumir la real envergadura de la concentración de poder mediático, y también a la hora de buscar pistas para enfrentarlo. Y otro tanto sucede con las “miradas a la televisión” y su vínculo con la desubicación y reubicación de lo público: movimientos que están exigiendo abandonar definitivamente los tenaces dualismos tras los que se atrinchera nuestra pereza mental así como también nuestra incapacidad para pensar ciudadanamente, es decir, en términos de actores, las políticas culturales que conciernen a los medios de comunicación y a las tecnologías de la información. O la nueva mirada que se ofrece sobre la “telerrealidad” para ser capaces de pensarla no como un mero efecto del medio, sino como siendo producida por los desplazamientos y las reconfiguraciones del lazo social.
De todo ello resulta una ganancia muy especial: la perspectiva sociológica deja de ser la de una disciplina particular para convertirse en un lugar ancho y alto desde el que se mira, y ese lugar es el de las transformaciones que vive lo social en cuanto tejido básico de la comunicación cotidiana. De ahí que el título del libro parece lo más engañoso, pues no se trata de un libro de sociología sin más —aunque en un país con las ciencias sociales más disciplinadamente fragmentadas de América Latina puede hacer que el título sea más atractivo para su venta—, sino de la comunicación pensada e investigada desde las ciencias sociales en su más ancho sentido.
Por último, la estructura en capítulos breves, siguiendo ejes que ubican los tiempos y las tendencias, facilita de modo enorme la lectura de un texto nada fácil por la densidad de pensamiento, pero al que se le ahorran las repeticiones y redundancias de las que están llenos los retóricos manuales a los que el mercado nos tiene acostumbrados. Accesible y exigente intelectualmente sería quizá la mejor caracterización de éste, uno de los pocos libros recomendables especialmente para profesores de comunicación.
JESÚS MARTÍN BARBERO
Este libro se puede leer como una introducción a las teorías de la comunicación. Plantea una serie de precisiones temáticas y cronológicas sobre corrientes de pensamiento presentadas de manera concisa que se inscriben en tradiciones internacionales de investigación. He intentado destacar los aportes de las diversas corrientes, las posibles “imbricaciones” y los límites de cada una de ellas; es decir, que he tratado de poner de manifiesto los elementos canónicos de cada una de las grandes tradiciones —que constituyen la sustancia de los manuales— conservando al mismo tiempo una visión histórica, que ilustra las evoluciones de las teorías y los compromisos de sus autores. Los lectores apresurados o que necesitan una iniciación progresiva, de lo más sencillo hasta lo más complicado, acudirán al capítulo I, luego al III y así sucesivamente y evitarán la continuación de esta introducción y el debate sobre la fundación de las ciencias sociales (capítulo II). Pero como este libro también desenvuelve un hilo a lo largo de los diferentes capítulos, propongo a los demás lectores que lo sigan a partir de esta introducción. Considero que la investigación sobre lo que se denominaba de manera todavía excepcional “comunicación” conoció, entre finales del siglo XIX y comienzos del XX, una primavera precoz en el momento en que se formaron las ciencias sociales, momento en que se hizo el inventario de las diferentes dimensiones del fenómeno y se trabajaron de manera abierta. Por múltiples razones, esta primavera se transformó rápidamente en un invierno bastante largo y riguroso, con la afirmación de teorías muy reductoras, fundadas en la idea de la manipulación mental por los medios o la de reducción de la comunicación humana a la comunicación máquina.
La historia de las teorías de la comunicación debe entonces fundamentarse en una anamnesia, a la manera de la encuesta que se hace a un enfermo para descubrir las razones de su enfermedad. No se trata de decir que los desarrollos consagrados a la comunicación máquina carecieron de utilidad, ni mucho menos, sino que es necesario ubicarlos en un espacio que no es específicamente el de la comunicación humana y depurarlos de los fantasmas que esos desarrollos vehiculan sobre el universo de los hombres, como fue posible hacerlo, de manera muy progresiva, a partir de mediados del siglo XX, en el campo de las ciencias sociales. Quiero defender la existencia de una sociología de la comunicación frente a los reduccionismos tecnológicos, pero también frente a los discursos posmodernistas que invalidan hoy en día su alcance al subrayar la violencia de una disciplina, convertida, a su vez, en reduccionismo y cientismo. Recordaré que el funcionalismo y el sociologismo no son el proyecto de las ciencias sociales, sino solamente una de sus facetas históricas. Me permitiré aportar una demostración histórica con vocación pedagógica y en la última parte recapitularé mi clarificación de la empresa sociológica y de sus relaciones con el objeto comunicacional, con el deseo de realzar sus contornos mediante un proceso que describe el conflicto de los paradigmas.
La dificultad de una reflexión sobre la comunicación tiene que ver con circunstancias históricas excepcionales: las guerras mundiales, por ejemplo, reforzaron el sentimiento de que los medios eran instancias de control y de manipulación, pero más que todo se explica por el hecho de que el objeto mismo de comunicación parece fuera del alcance de una definición científica precisa. A medida que los científicos de todas las disciplinas (“exactas” o “humanas”), que los políticos, los industriales, los especialistas en informática, los periodistas, el gran público, se apoderaron de ese objeto, éste se volvió tan amplio que hoy por hoy no parece recubrir algo coherente: transmitir, expresar, divertirse, ayudar a vender, aclarar, representar, deliberar… Se efectúan malabares entre mundos competitivos, en los que cada cual busca imponer su definición y los intereses que lo acompañan, por lo menos para ampliar los límites de su territorio. Los turiferarios de la comunicación máquina o los partidarios de la comunicación comercial casi siempre consiguen el triunfo, impulsados por el desarrollo desmedido de sus mundos desde hace más de un siglo.
Para remediar esta situación de imprecisión conceptual y de desequilibrio entre las definiciones, una actitud común consiste en aprehender la comunicación por medio de una tensión, la que existe entre razón y técnica (capítulo I). Para nosotros contemporáneos, la cuestión de la comunicación sería la reformulación de la vieja batalla entre idealistas y sofistas. Por un lado, tendríamos herramientas de transmisión de la información, con todos los logros relacionados con la excelencia de los resultados, con la eficacia. Por otro lado, los retos normativos que debe enfrentar toda comunidad que apunta al ideal de una razón compartida, de una plenitud relacionada con el intercambio. Esta definición tiene la virtud pedagógica de cualquier dicotomía y, más aún, la de no remontarse al siglo pasado puesto que es un legado de la filosofía antigua. Sin embargo, se le sigue tachando del defecto que reprochan a cualquier tradición metafísica un Kant o un Nietzsche, que todavía están inscritos en ella: ésta cree en la existencia de un mundo absoluto que se opondría a un mundo de fenómenos ilusorios. Todo el interés de la revolución de las ciencias sociales a finales del siglo XIX está en que una descripción tan conflictual como vana fue sustituida por la de un mundo más completo, más continuo, en el cual los hombres actúan por referencia a objetivos variados —instrumentales, normativos, expresivos— sin que se exprese un hiato entre estas categorías. El hombre no tiene los pies en el barro de la técnica y la cabeza en las estrellas, de acuerdo con una visión demasiado reductora, demasiado maniquea.
Si se quiere ser más preciso con la definición de la palabra comunicación, es necesario partir de un punto de vista diferente al de la filosofía idealista o sofística; se debe considerar que ésta baliza un espacio de tres dimensiones que habitamos permanentemente, como nos incitan a hacerlo cada uno a su manera, los fundadores de la ciencias sociales y sus herederos: Weber, que evoca la existencia de tres niveles de legitimidad; Peirce, que habla de articulación triádica de los signos; Mead y luego Blumer, que desarrollan una tripartición de los objetos, o más tarde Habermas y Joas, que operan una distinción entre tres tipos de actuar. No existe un consenso sobre el contenido y la forma exactos de estas tres dimensiones. Por mi parte, defenderé la idea de que la comunicación es un fenómeno “natural”, “cultural” y “creativo”, en orden creciente de importancia. Estos tres niveles de pertinencia corresponden a los niveles de implicación del hombre en el universo de los objetos, de las relaciones interindividuales y de los órdenes sociopolíticos. Se puede adelantar aquí una primera definición, retomando la tripartición de Peirce:
• El nivel natural o funcional es el de los mecanismos fundamentales postulados por las ciencias llamadas “exactas”, aun si les cuesta trabajo limitarse a éstos. El acto del intercambio de informaciones, de propiedades, de estados, se explica por leyes y relaciones de causa a efecto. Es el nivel de lo mismo a lo mismo, del Uno, de la tautología, del A igual a A, de la adecuación del pensamiento y del mundo, si algún día ésta fuera posible.
• El nivel social o cultural es el del Dos: A es igual a A pero A es diferente de B. Dicho de otro modo, el de la expresión de las identidades y de las diferencias, de la delimitación de los grupos o de sus relaciones. La identidad remite a la noción de compartir, la diferencia remite a las nociones de jerarquía y de conflicto. El problema de las identidades recubre el de los intereses, de las estrategias y de su expresión simbólica: reconocerse, pertenecer a un grupo y diferenciarse de otro, tanto en el orden de las prácticas como en el de las ideas. Este nivel supone plenamente la existencia de un diálogo o de una tensión no absoluta entre los grupos, que funda la relación poder/cultura.
• El nivel de la creatividad (para retomar una expresión de John Dewey) es, en nuestras democracias, la del número, de su representación y de su regulación en un marco político y jurídico amplio. Es el nivel del Tres y del infinito, de las relaciones de sentido generalizadas entre los individuos y los grupos, incluyendo los límites de expresión de las relaciones entre los hombres. A es diferente de B, A y B son diferentes de C, etc. La comunicación es considerada como una actividad normativa, ética y política, como una relación dinámica entre poder, cultura y elección democrática.
Comunicar consiste en convocar objetos, relaciones sociales y órdenes políticos. Toda teoría de la comunicación propone un conjunto de elementos momentáneamente indivisibles: un modelo del intercambio funcional entre los hombres, un punto de vista sobre sus relaciones de poder y de cultura, una visión del orden político que los une. Los autores que dejaron de interrogar una de estas dimensiones se expusieron, de hecho, a defender puntos de vista implícitos relacionados con esta última. Si en efecto toda teoría aporta esclarecimientos específicos sobre el mundo, elementos simples que permiten reducir su complejidad, es decir, modelos, también está compuesta de presupuestos científicos y puntos de vista ideológicos, éticos y políticos. Olvidar su inscripción en una u otra de estas tres dimensiones es exponerse al retorno de una represión primaria. La historia de las corrientes de investigación ilustra este punto ampliamente.
Uno de los más grandes desafíos intelectuales es entender el juego entre estos niveles, la relación entre los tres mundos, por cuanto la división entre naturaleza, cultura y política no expresa una tripartición fundamental sino la percepción que se puede tener hoy en día de los niveles de dificultad y de los retos relacionados con la comunicación. En un momento determinado, cada nivel comunicacional puede volverse autónomo. Existe una determinación material de los medios: transmitir el mismo mensaje por televisión o en el cine, aun si son tan cercanos, es transmitir dos mensajes distintos. El estudio de la ubicación de los medios masivos en un modo de vida particular se puede desarrollar en el único plano de los valores o de la violencia social. Se puede pensar la política y el derecho sin referencia intrínseca a nuestra condición material y social. Sin embargo, no hay duda de que el momento de la autonomía es muy limitado. No es por el gusto de hacer un juego de palabras que se debe afirmar que los tres niveles de comunicación comunican. Para rechazar cualquier orientación idealista, es muy deseable una especie de materialismo ampliado que dé cuenta de nuestra inscripción en las determinaciones, las obligaciones, las costumbres o las repeticiones.
Este materialismo, que sólo es metodológico, se relaciona primero con una visión sociológica y no puede ocultar el hecho de que los fenómenos humanos no se reducen a mecanismos naturales concebidos como deterministas. Precisé que la importancia de los niveles de comunicación iba creciendo con la aritmética, no para defender la idea de superioridad de una ciencia sobre otra (cada una ligada a un sector más o menos especializado), ni para evocar alguna dificultad de análisis más grande, de un nivel o de otro, sino para subrayar la mayor pertinencia de las gradaciones culturales y políticas para el ser humano. La comunicación es primero un hecho cultural y político y no técnico —esto sin rechazar una visión de la naturaleza, a la vez útil para insertarse en el mundo y para entender una parte de nuestra propia “naturaleza”— simplemente porque el hombre se encuentra de este lado del espejo del mundo que llamamos el sentido y la acción. Para nosotros, el universo se inclina hacia un lado y no hacia otro, se expande en la dirección de la elección y de la conciencia y no en el de la objetivación. Este presupuesto, que hasta el momento no ha sido invalidado por ningún progreso de las ciencias biológicas o físicas, es una guía valiosa para el análisis. Permite comprender por qué la reflexión sobre la técnica no puede tener lugar en el marco del determinismo por la materia, por qué los medios ya aparecen en sus funciones como elementos sociales, como sistemas en ruptura con la naturaleza. Cuando el hombre crea y utiliza objetos técnicos, abandona el ámbito de la naturaleza, el de los objetos sin vida, por el de la cultura. La técnica sólo se considera como modificación de la naturaleza, ya es un problema social, a pesar de sus dimensiones funcionales.
En la mirada que se dirige desde hace un siglo a la comunicación, se destacan ampliamente los medios masivos, por un efecto de novedad evidente: hicieron una estrepitosa irrupción en la vida cotidiana de la gran mayoría de los individuos desde finales del siglo XIX. Pero existe otra razón para este éxito: los medios masivos constituyen el hecho comunicacional más original y determinante en las sociedades que en lo sucesivo se definen en su mayoría por la democracia. Implican a la vez los tres cuestionamientos sobre nuestros universos de pertenencia, haciendo posible una relación rápida y permanente de los pueblos y de las culturas por medio de las imágenes, textos, sonidos y rompiendo con los medios de comunicación y los regímenes políticos anteriores. Por esta razón son el gran asunto del siglo XX, pensar el gran cambio significa pensar los medios masivos. La explosión de lo digital, un siglo más tarde, introduce una separación importante en términos de técnicas, organización y usos, pero también representa en muchos aspectos una prolongación según la tesis que se defiende en esta obra: una profundización de la comunicación democrática por medio de la individualización de las prácticas, sin renunciar a la difusión compartida. Desde este punto de vista, es posible distinguir cinco grandes etapas en la reflexión: después del momento inaugural de la fundación de las ciencias sociales, momento cero y no primero, porque no existía un factor acumulativo en las investigaciones, se sucedieron pensamientos que ampliaron por oleadas regulares la definición del proceso de comunicación hasta las tres dimensiones que lo caracterizan.
Directa o indirectamente, en los escritos de Marx, Tocqueville, Durkheim, Weber y otros padres fundadores europeos de la sociología, se encuentran la mayoría de los elementos necesarios para un análisis complejo de los medios, que refutaría las tesis ingenuas de la influencia deletérea sobre las sociedades sometidas a la mediatización. También se puede inferir a partir de estos autores las piezas de dos caras del rompecabezas teórico con los nombres de dominación ideológica/cultural, conflicto/democracia (capítulo II). Sin embargo, su pensamiento es tributario de un pesimismo respecto a la modernidad que obstaculizó el desarrollo de una gran tradición investigativa en Europa. El proceso de secularización, el paso a un universo industrializado y la evolución hacia la democracia provocaron en ellos un sentimiento de angustia sumamente poderoso que se vuelve a encontrar en los conceptos de desencanto, alienación y anomia, poco propicios para el estudio de los medios masivos, objetos nuevos, inquietantes, o potencialmente enfeudados a los poderes. En comparación, los autores americanos desde Peirce a Dewey, pasando por Park y Mead, proponen visiones menos angustiadas del nuevo fenómeno comunicacional y elaboran modelos más completos de la relación de intercambio, así como protocolos empíricos para estudiarlo; de esta forma crean una atmósfera intelectual más propicia a la implantación de escuelas de investigación en este país.
Las voces de estos autores —o las que se desprendían sólo de algunas de sus obras— fueron acalladas primero por el ruido de las armas de las dos guerras mundiales, por la fascinación de la expansión de las técnicas y de las redes económicas, y por la indignación de los guardianes de la moral en relación con la nueva cultura que parecía expandirse como una enfermedad.
Las reflexiones que más se escuchan al inicio del siglo XX en realidad están muy marcadas por una obsesión por los objetos y por su supuesto funcionamiento, porque las dimensiones políticas, muy presentes, están de alguna forma calcadas sobre ellas, reguladas sobre un discurso apocalíptico o patológico. El discurso sobre los supuestos efectos de los medios masivos en los comportamientos individuales toma prestada la forma de “pánicos morales” o la del conductismo (capítulo III). En el primer caso se trata de denunciar la influencia nefasta de los medios sobre las poblaciones, concebida como mimética (los medios expanden la violencia, el mal gusto, la rebeldía o la sumisión), en el segundo, de analizar de manera clínica esa influencia a través de la noción de estímulo. Las reflexiones sobre la naturaleza de los medios de comunicación o sobre las supuestas reacciones en relación con ellos inicialmente son ideologías naturalistas de la cultura, voluntades de esencializar los comportamientos humanos, de asimilarlos a uno dado, a mecanismos, frente a los objetos. Los límites de estas reflexiones son también los de todo pensamiento cientista. Los seres humanos en realidad tienen poco en común con el perro de Pavlov o las ovejas de Panurgo.* El miedo al mimetismo esconde el miedo a la democratización: la posibilidad creciente de escoger sus consumos y sus interpretaciones por fuera de los canales institucionales aterroriza a todos los poderes.
Frente a estas corrientes ingenuas, la Teoría Crítica desarrollada por Theodor Adorno y Max Horkheimer (capítulo IV) representa una primera forma de reflexión compleja. Sitúa la influencia de los medios —o más bien la de sus dueños— en el nivel del intelecto y de las relaciones de clase, y ya no de los instintos, al relacionar la teoría marxista de la ideología con un análisis de la “industria cultural”. La razón por la cual debe criticar los medios masivos es porque prolongan la dominación capitalista por medio de la información y el entretenimiento, al aportar simulacros de felicidad o de acción soñada, las masas colaboran en su propia pérdida por su gusto desenfrenado por el espectáculo, la parte externa de su condición. Sin embargo, el anclaje de la teoría de las industrias culturales en la tesis weberiana de la secularización manifiesta el fracaso de un pensamiento aún obsesionado por el espectro de la técnica. Adorno elabora una visión de la cultura (negativa), pero describe a los seres humanos como prisioneros de la materia, alienados por la técnica, por la reificación, lo cual lo aleja de una visión plena de la cultura.
La verdadera ruptura ocurre con Lazarsfeld (capítulo V) quien opone una orientación empírica a las investigaciones anteriores, ampliamente guiadas por presupuestos sobre los efectos potenciales de los medios y por un rechazo elitista, más o menos marcado, a los gustos y a las elecciones de las poblaciones. En el contexto abierto de la universidad americana, que ya estaba preparada para este viraje decisivo, a través del pragmatismo y el interaccionismo, Lazarsfeld acaba con las angustias sobre los efectos directos, desplegando toda la riqueza de una sociología que, bajo el impulso de Katz, llegará luego a un análisis de los “usos y gratificaciones”, al establecer igualmente la relación entre comunicación interpersonal y comunicación mediática (existe una superioridad de la primera en relación con la segunda). Los públicos son, primero y ante todo, actores sociales provistos de memoria y de capacidades críticas a los cuales se debe reconocer la libertad de elección y no receptores pasivos en un sistema que les sería impuesto. Si la corriente crítica “descubrió” la noción de ideología sin entenderla,1 noción que por su parte ignoró la corriente lazarsfeldiana, la investigación empírica descubrió la democracia del sentido, negada por el muy elitista Adorno, cuando evocaba las capacidades de descodificación de los receptores y sus relaciones de distancia y de instrumentalización de las industrias de la cultura. No obstante, la adhesión al análisis sistemático y funcionalista entorpece un pensamiento que asigna a la comunicación la obligación de perpetuar el equilibrio social. Puesto que esta teoría decide evadir la cuestión del poder y sigue encerrándose en una retórica de los efectos, ciertamente “limitados”, la victoria de Lazarsfeld sigue siendo limitada en el plano de las ideas, aun cuando durante varias décadas fue masiva, desde el punto de vista institucional.
Después del impulso fallido de comienzos del siglo XX, el primer periodo de las investigaciones en comunicación culmina de manera casi lógica con la expansión de las nuevas teorías marcadas por la obsesión por los objetos. Estas últimas se tiñen de colores vivos, optimistas, siguiendo un movimiento de péndulo que hace alternar regularmente en el curso de la historia denuncia y apología en la descripción de los medios. Su originalidad radica en llevar a cabo una lógica de reducción de la comunicación humana a los fenómenos biológicos y físicos, a la vez que una idealización de los soportes técnicos del intercambio (con la cibernética, capítulo VI y, luego el mcluhanismo, capítulo VII), lógica todavía latente en los proyectos anteriores. Los proyectos tecnicistas en comunicación elogian la liberación a través de la máquina y, por lo tanto, obliteran ampliamente las dimensiones culturales y políticas en un gran movimiento regresivo. Pero sus aspectos sensacionalistas y polémicos contribuyen fuertemente a la formación de una comunidad de reflexión al atraer la atención de la gran mayoría sobre lo que, en adelante, se llama de manera corriente “comunicación” o “medios”, bajo el impulso de esa mayoría. Pensar en contra de ellos, como lo hacen por ejemplo los miembros de la escuela de Palo Alto en el campo de la comunicación interpersonal, es una etapa necesaria para pensar lo social: después de haber alcanzado el soporte último de la ideología tecnicista, su “esencia”, tan característica de nuestras sociedades occidentales, sólo queda reaccionar.
En Europa, el desarrollo de una verdadera ciencia social de la comunicación se realiza en el curso de los años 1960-1980, por fuera del paradigma de los efectos, tan poco productivo. Se fundamenta en una relativización de los objetos en beneficio de una valorización de las lógicas de acción. Los medios sólo son elementos del gran conjunto social y no los determinantes externos de este conjunto —que fácilmente se podrían constituir como amenaza o como promesa por su aspecto ajeno al juego social— y están mediados por los grupos y los individuos, según la idea ya presentada por Lazarsfeld. La comunicación no es tanto un dato (el de la naturaleza) ni un flujo de datos (el de la información en el sentido matemático), sino una relación permanente de sentido y de poder cuyas cristalizaciones son los contenidos y las formas de los medios.
La semiología de Barthes y de Eco (capítulo VIII) inicia el cambio al develar los medios cognitivos por los cuales los medios masivos registran las relaciones de fuerza entre los medios sociales. La producción de “mitos” mediáticos no significa deformación de la verdad, engaño, ilusión, manipulación, sino naturalización del mundo social por imposición de un sistema de connotaciones en beneficio de los dominantes y, en concordancia con la sociología empírica, refuerzo de las opiniones. La semiología muestra, no obstante, vestigios de un arraigo en el nivel funcional porque conserva una definición de la comunicación en términos de naturaleza cuando postula la de la lengua. También se olvida que necesariamente es una sociosemiología, que no puede plantear herramientas de análisis de contenidos sin contar con unas tesis sobre la relación de los individuos con estos contenidos y con una visión política de las relaciones entre ellos. De hecho, casi siempre el análisis semiológico será crítico y arraigado en una posición adorniana, que en última instancia es antidemocrática: los intelectuales son los únicos capaces de entender el mundo y de deconstruir la dominación burguesa de las industrias culturales.
Este presupuesto desaparece con los trabajos sobre los procesos de producción y de recepción de los mensajes, los cuales van a abandonar definitivamente la idea de una exterioridad social de los medios, pero también la de una correspondencia simple entre los dos polos. Volverse hacia el consumo, luego hacia la recepción, utilizando métodos variados (estadísticas sobre las compras y frecuentaciones, cuestionarios, entrevistas, observación participante) para dar la palabra a los que supuestamente no la toman en este gran silencio de las masas que sería la comunicación masiva, lleva a refutar la tesis de la mistificación. La sociología y la historia francesas de las prácticas culturales (capítulo IX), influidas por el empirismo americano, la estética de la recepción y la cultura del pobre de Richard Hoggart, rehabilitan progresivamente a los receptores —ahora claramente concebidos con Michel de Certeau como actores dotados de competencias de interpretación y de resistencia—, pero también las mismas culturas mediáticas. La cultura de masas, o lo que se llama con este nombre forzosamente imperfecto, es un objeto totalmente original puesto que es ampliamente compartido (lo que no ocurría y no ocurre aún con las demás formas culturales), que puede participar paralelamente con el desarrollo de auténticas culturas populares, medianas y minoritarias: la oposición vivida entre consumo televisual y frecuentación de las artes consagradas, demostrada por Pierre Bourdieu, no resume el sentido de las relaciones con los medios. Esta constatación se profundiza con los Cultural Studies británicos y americanos, fundados por Richard Hoggart, que desembocan en una síntesis de las posiciones empíricas y críticas con Stuart Hall y David Morley. La comunicación de masas es un diálogo jerarquizado, pero al fin y al cabo un diálogo, incluso en la dominación y el sufrimiento. Forma un juego en el cual se negocian las múltiples relaciones de clases, de géneros y de edades, y no solamente la dominación de un centro con respecto a una periferia. Se debe relacionar la ideología con la historia, la hegemonía con el conflicto, el poder y la cultura, para describir un universo de medios en equilibrio inestable, atravesado por tensiones y apropiaciones contradictorias (capítulo X).
Por el lado de la producción, el camino hacia el reconocimiento de la complejidad y la contradicción pasó primero por una sociología del periodismo (capítulo XI) que, a pesar de todos los lazos estructurales que unen esta profesión con las clases dominantes, demuestra la autonomía de prácticas atravesadas por retos cognitivos, económicos y políticos no congruentes, prácticas igualmente dependientes de la relación con los públicos, en un principio ampliamente imaginada y después bajo presión directa del Internet. El entretenimiento —con las reflexiones pioneras de Edgar Morin sobre las industrias culturales, a la vez estandarizadas y necesariamente innovadoras— revela al más alto grado la ausencia de autarquía de los creadores y animadores, que se encuentran en la obligación de repetir, agradar, rendir cuentas y producir cambios, como lo exige aún más lo digital, sin controlar jamás su impacto (capítulo XII).
Esta ausencia de autarquía, considerada muchas veces como el defecto de los medios masivos y la prueba de su vacuidad, constituye de hecho su fuerza, la de un proceso democrático ciertamente imperfecto pero muy real. Al transponer los debates sobre la cultura de masas en el ámbito de la querella política, las investigaciones de finales del siglo XX permitieron que se superara la reflexión sobre las formas de cultura, que conduce a la saludable pero insuficiente dicotomía producción-recepción, para analizar la dinámica entre los dos elementos, perpetuamente bajo presión uno de otro: a través de sus interpretaciones, los receptores son tan productores de sentido como los mismos productores; los medios reciben o descifran los acontecimientos sociales tanto como inventan nuevos contenidos propuestos para la discusión. Antes de que lo digital transforme a los receptores en productores y derribe en parte, pero sólo en parte, divisiones demasiado herméticas. Evidentemente se debe concebir la política en el sentido menos restringido del término para comprender la importancia de estas dobles aserciones y decidir, al menos momentáneamente, alejarse de las teorías de la opinión pública (capítulo XIII), que captan el circuito comunicativo de las elecciones pero proponen una visión del proceso democrático centrada sólo en la cuestión de la representación oficial.
La comunicación de masas y la comunicación digital presentan todos los rasgos de este espacio público deseado por Habermas (capítulo XIV), con la diferencia de que su funcionamiento es antitético de la idea de consenso inmediato. Heredero de la Escuela de Fráncfort, por racionalismo, en un comienzo hostil a los medios audiovisuales e Internet, Habermas sólo ve en éstos una desviación de la democracia y sueña con instaurar lugares paralelos donde se pueda ejercer la discusión racional. Esta exigencia, parcialmente frustrada, así como la crítica que numerosos autores formularon hacia una mirada idealista y normativa, permitieron poner de relieve el aporte específico del espacio contemporáneo de comunicación como espacio público. Los medios masivos sirven de contacto en el ámbito de la sociedad civil y entre ésta y las instituciones de un modo mucho más marcado por el conflicto que por el consenso. Con la narración, el sueño, el hecho de mostrarse, es decir, el trabajo sobre sí mismo que llega hasta las formas más minúsculas de expresión, la representación y la protesta, los medios plantean una negociación del sentido de la vida en común, desigual e inestable, pero continua y generalizada, como actualmente lo demuestran, por ejemplo, los debates sobre la televisión de realidad o la tecnoguerrilla que se ejerce desde las redes sociales digitales.
Los medios ya no aparecen como el campo reservado de los especialistas de los instrumentos llamados de comunicación, o de los conocedores de los procesos de producción y recepción, sino como un objetivo que implica además la puesta en práctica de saberes precisos sobre el mundo social y sobre las mediaciones que éste se quiere dar, la familia, las identidades de género, los medios urbanos, la nación, etc., todas las categorías a través de las cuales se piensan las relaciones humanas; lo que se relaciona con el reto epistemológico permanente, con una doble mirada difícil de establecer pero cuya ausencia lleva al repliegue centrado en los medios. Este desafío es asumido por las nuevas corrientes sociológicas, atentas a la lección recibida de los Cultural Studies y a las teorías de la experiencia y de la reflexividad (capítulo XV); es decir, al cuestionamiento de las categorías de las ciencias sociales que acompaña la mutación de esta disciplina, tarea bien peligrosa.
Al comienzo del siglo XXI, la rueda parece haber girado y al mismo tiempo que los interrogantes sobre los medios masivos se vuelven parte importante de la renovación epistemológica de las ciencias sociales, como para una segunda refundación, también se produce un regreso a los cuestionamientos de los objetos que se produce gracias al increíble desarrollo del Internet y las redes digitales. Estas últimas se integran a lo largo de toda esta obra, en los diferentes capítulos temáticos, pero también se abordan en un último capítulo reflexivo para satisfacer la lógica cronológica y de deconstrucción. El regreso toma la forma muy visible y casi banal de una cascada de utopías o de contrautopías tecnicistas, así como de teorías marcadas por el determinismo tecnológico (capítulo XVI). No obstante, estos movimientos ideológicos ocultan cambios importantes en el campo de las teorías de la comunicación. Para muchos (por ejemplo, Ulrich Beck y Bruno Latour), durante mucho tiempo se olvidó la técnica, entendida como un constructo que integra los procesos sociales que posibilitan su existencia y su eficacia, con el pretexto de que no podía integrarse a los mundos humanos. La separación, necesaria durante un tiempo, provocó un desconocimiento de la realidad de los objetos y de sus órdenes de realidad, una idealización de sus bondades “intrínsecas” o una denuncia de su perversidad “natural”. Operar un regreso a los objetos sólo se puede hacer a partir de una visión democrática de sus interacciones (y no de sus influencias) con los hombres, y no a partir de la simple interrogación de una naturaleza bruta y oculta. Los imperativos supuestos de la “sociedad de la información”, de la “democracia electrónica” o de la “inteligencia colectiva”, por ejemplo, deben ser denunciados por su ingenuidad, del mismo modo que las distopías de una sociedad de “vigilancia” y de “narcisismo”, supuestamente saturada de desinformación, pero también sirven de fundamento para una discusión sobre las relaciones entre tecnologías y elecciones políticas que hasta ahora había permanecido asfixiada, entre el reconocimiento de la amplificación producida por Internet, la bifurcación engendrada y su inclusión en las lógicas preexistentes.