Solo hay una clase de monos que estornudan - Ezequías Blanco - E-Book

Solo hay una clase de monos que estornudan E-Book

Ezequías Blanco

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Beschreibung

Impresionante colección de relatos de tinte lorquiano que parten de la realidad costumbrista de la Zamora contemporánea del autor para alcanzar cotas mágicas, fantásticas, maravillosas y siempre oníricas. Personajes que trascienden su miseria y sus lamentaciones para descubrir, tras el velo, una humanidad honda y tan real que parece querer salir de estas páginas. Una antología única.-

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Ezequías Blanco

Solo hay una clase de monos que estornudan

Prólogo JUAN CARLOS GAL ÁN CORONA

Saga

Solo hay una clase de monos que estornudan

 

Copyright © 2019, 2023 Ezequías Blanco and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728396087

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

Prólogo

Conozco a Ezequías Blanco desde los lejanos años de estudiante de Filología Románica en la Universidad de Salamanca. Durante mucho tiempo pensé que su nombre era Zacarías, pues en el círculo de amigos todos, o casi todos, lo conocíamos por ‘Zaca’, si bien es cierto que había quien le decía ‘Quías’. Su natural bonhomía hacía que jamás desdijese a nadie que se acercase hasta él con tales apelativos. Y es que ‘Zaca’, ‘Quías’, o sea, y en rigor, Ezequías, invariablemente se conduce con afabilidad y aquiescencia, sin nunca corregir a su interlocutor en lo anecdótico, aunque demostrando cuando toma la palabra tan pacientemente aguardada su valía humana e intelectual y siempre, eso sí, sin afectación, petulancia o pedantería alguna.

Le perdí algo la pista a Ezequías al finalizar la carrera. Retomamos el contacto más tarde, a finales de los años 80, cuando él ya andaba enredado con la puesta en marcha de la revista poética Cuadernos del matemático. Desde un instituto de Getafe, localidad al sur de Madrid, el amigo compañero de estudios universitarios iniciaba en 1988 la construcción de esa magnífica y, parecía por entonces, quimérica empresa.

Como es norma en él, poco a poco, sin casi hacer ruido, como quien no quiere la cosa, logró que la Revista, por su inmensa calidad, se hiciera un hueco en los círculos más elevados de la cultura española e internacional. Sin lugar a dudas los logros alcanzados por Cuadernos del matemático en sus treinta años de historia no habrían sido posibles si Ezequías Blanco no hubiese estado desde el principio al timón.

Vive Ezequías en un lugar especial llamado “Literatura”. Sus conocimientos al respecto son inmensos y su producción abundante y muy temprana. Él es sobre todo poeta. Su primera publicación es una recopilación de poemas, Limitación del vuelo (1979). Diez años más tarde, en 1992, ve la luz Palabras de la Sibila (en edición completa el año 2000) en mi opinión esta es la obra donde comienza a mostrarse el auténtico ser del autor, un hombre que con ironía contrapone la sabiduría emocional, contenida en el hermoso pasado literario, con el duro, atroz y mostrenco presente. De este choque surge el reconocible tono humorístico de sus textos nacidos del encontronazo entre el vitalismo cotidiano, por una parte, y el nihilismo negacionista, por otra.

Su obra poética se completa con En medio del desierto (1996), Archivo de imágenes-Imágenes de archivo (1999), Objetos del amor lejano (1999 y 2005), Los caprichos de Ceres (2004 y 2005), Construirte un abismo (2008), Una ceja de asombro (2010), Doce musas (VVAA, 2012), La realidad desentendida (Antología 1978-2012) (2013), Los evangelios de Chamu (VVAA, 2013), Bare nostrum (con fotografías de Evaristo Delgado, 2017), El cuenco de manteca (2018).

En prosa, Ezequías ha publicado hasta hoy dos novelas (Tres muñecos de Vudú, 2001; e Islandia, 2004, 2008) y una edición crítica de Las aventuras de Pinocho de Carlo Collodi (Edelvives, Zaragoza, 2004). Y tres son por ahora los volúmenes en los que ha agrupado los relatos cortos escritos a lo largo de su carrera: Memorias del abuelo de un punk (1996 y 1997, ahora vuelto a reeditar); Tienes una cabeza apuntando a tu pistola (2009); y el tercero, éste que tenemos en nuestras manos titulado Sólo hay una clase de monos que estornudan.

Forman este tercer volumen 19 relatos cortos que, aunque nacidos la mayoría de ellos del mundo real, vivido, habitado o conocido por el propio escritor, trascienden el mismo y se elevan hasta un universo tocado todo él por el duende literario en el sentido lorquiano. Y es que, al acabar de leer muchos de los relatos de este libro, percibimos que algo en nosotros ha mutado, se ha transformado, de manera que la comprensión de lo que sea el mundo ya no es igual a la de antes de iniciarlos.

Lo sorprendente de la literatura de Ezequías es que para lograr lo anterior no toca ni ahonda en sesudos, abstrusos e impenetrables asuntos sino que para mostrar y acercarse al auténtico ser humano se fija en sus pulsiones primarias como esa fuerte atracción que el sexo tiene sobre las personas; también en sus temores, bien a ser tomados por quienes no quieren ser aunque en verdad ignoren si lo son, o bien en la inevitabilidad de aquello que no se desea que acaezca y por ello, paradójicamente, acaba teniendo lugar; asimismo pone la atención en su condición natural de animales racionales evidenciada en frecuentísimos alivios escatológicos; otro tanto se percibe cuando resalta la importancia de la bebida bien como instrumento para fraguar esa amistad tan necesaria entre los humanos, bien como deleznable medio conductor de violencia precisamente sobre aquellos a quienes se dice amar; y tampoco deja de señalar la estupidez humana tan visible con frecuencia en el ámbito laboral volcado demasiadas veces en la realización de tareas absurdas...

Los temas o asuntos arriba señalados los presenta fundamentalmente a través del humor, en especial de la ironía y el sarcasmo. Es un humor cargado de inteligencia que juega con la literatura y que entra con frecuencia en la metaficción, un humor culturalista por demás en contraste muchas veces con el espacio y el asunto de la propia ficción. Así en el cuento Bodas de oro o Invención Domitila la adolescente Elenita al ver a Ramonín llamar de nuevo a su puerta “se quedó como Anajárate y la mujer de Lot juntas a la par”, o cuando ese Omero Antón del cuento El club británico “andaba en contacto con una prostituta rusa para que viniera un día al club británico a recitar en pelotas ‘El cántico espiritual’ y, de paso, sirviera como estímulo e inspiración a sus feligreses del taller literario.” El contraste como se ve es enorme, y precisamente es en el mismo donde reside la ironía. Así, si el culturalismo es ingrediente principal en la presentación y composición de muchos asuntos, también el humor escatológico se enseñorea en varios relatos: cuescos, ventosidades, regüeldos, meadas, pirulas, gargajos, etc., son recurso importante y divertido para caracterizar a no pocos personajes. Pero sin duda alguna el humor en Ezequías se muestra en su más alto nivel a través de los juegos de palabras, a través de la semántica, del valor polisémico doble e incluso triple que tienen algunos términos (el cuento El huevo de Colón es claro ejemplo de esto).

Muy cercano al tono humorístico en que se embeben la mayoría de estos cuentos e ingrediente principal del estilo de Ezequías, está el léxico empleado. Al respecto cabe hacer dos distingos: Por un lado estaría esa retahíla de nombres de persona poco habituales hoy día (Laurentino, Acacio, Domitila, Evencio, Liborio, Salustio, Matea Maniega, etc.) que nos apartan mágicamente de nuestra inmediatez temporal; y por otro, el dominio del vocabulario específico de un mundo rural, desaparecido o en vías de desaparición, ajeno a la vorágine de la gran ciudad (‘prado del tamaño de una borona’, ‘gato de la noria’, ‘bandullo’, ‘corquete’, ‘garrotillo’, ‘emprender el dos’, ‘bodoques’, ‘polisón’, ‘cerandas’, etc.).

Decía antes que Ezequías vive en “Literatura”; en el mundo real, sí, pero tocado todo él por la literatura. En estos relatos muchos de los referentes metafóricos así lo muestran, lo mismo que muchas de las humoradas se apoyan en intertextos literarios. Tal sucede en el cuento El otro cuervo en el que el tutor del taller literario al que acude Acacio le contesta utilizando las mismas palabras que usa el cuervo de Edgar Allan Poe en el poema del mismo título. Muy humorístico y revelador de los ‘peligros’ del consumo de literatura es el cuento El club británico en el que los personajes tienen la cabeza perdida por su culpa y dialogan empleando textos de Borges, el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz, o el cuento ‘Lázaro’ de Leónidas Andreiev.... Muy mágico también es ese encontrarse con personajes de los cuentos infantiles como le sucede a un peregrino que va a Santiago de Compostela en A Pulgarcito le sale un viaje gratis.

La vida, los quehaceres, la dedicación y los afanes del autor se adivinan en estos cuentos. Así su interés por los asuntos educativos y ese rebelarse, como hace don Evencio en Un Cristo saliendo del armario, frente al trabajo absurdo y burocrático decretado por los servicios educativos en detrimento de otros más necesarios como el puramente didáctico. Del mismo modo he querido ver a Ezequías en el Liborio de Ya se lo olían las cotorras cuando el personaje para justificar ese afán documentalista de lo real que tiene dice que lo hace para “a lo mejor algún día, cuando me jubile, escribir cuentos. O, quizá una novela. ¿Quién sabe?”

Aunque los diecinueve relatos son independientes entre sí, hay un evidente deseo de unidad en el libro el cual abre y cierra con la frase que da título al volumen como si la misma fuese un “¡Ábrete Sésamo!”, una expresión que sirviera para entrar en la magia que es la literatura de Ezequías Blanco y también para salir de ella restituyéndonos a este bajo y vil sentido, que diría Fray Luis de León, cuando la abandonamos.

Juan Carlos Galán Corona

A Manolo Romero, maestro y amigo, a quien considero de mi familia desde hace tiempo.

Solo hay una clase de monos que estornudan

“Sí, señoría, fui yo quien lo mató. Y aunque sé que el arrepentimiento es una circunstancia atenuante en estos casos, no estoy arrepentido... ¡Para nada! No me quedó más remedio. “Solo hay una clase de monos que estornudan” solía repetir mi abuela, con la que me crié, cada vez que algo resultaba tan singular como increíble. (Ya sé...Ya sé que no hace mucho en Myanmar (Birmania) un equipo de primatólogos ha desvelado la existencia de una nueva especie de mono de nariz chata, el ‘Rhinopithecus strykeri’, que existen entre 260 y 330 ejemplares y que lo han descubierto porque estornuda cuando llueve, ya que el agua se le mete dentro de la nariz...). Y yo he hecho mía la frase de mi abuela para todos aquellos casos de la vida en que algo se sale de los parámetros de mi limitado conocimiento... Del mismo modo, me he repetido muchas veces, tanto en privado como en público, y por las mismas razones. Ya sabe, señoría, aquello de “Yo no soy supersticioso porque ser supersticioso trae mala suerte.” Y me había servido o yo creía que me servía hasta que conocí a Anselmo.

Anselmo tenía todo el peso específico de los gafes: cuatro pelos sobados en el coco, barba rala, ojos revirados, culo gordo, abundantes lianas colgando de sus pabellones auditivos, aura verdosa... La primera vez que lo vi pensé que era un pesado o un pelma y nada más. Charlamos. Bueno, mejor dicho, charló él y yo escuchaba porque no había forma de meter una palabra de canto entre las suyas. Sí, señoría, era un individuo que no metía lengua en paladar. Cuando llegué a casa esa noche, la reina de mis pasifloras, mi passiflora caerúlea, estaba mustia y desvencijada. La toqué y sentí una sensación extraña, como de culebrillas recorriéndome el cuerpo en horizontal, que reconocí como la misma que me invadió al soltarle la mano a Anselmo unas horas antes. La pasiflora ya no volvió a levantar cabeza. ¡Qué disgusto me llevé!

Pasó el tiempo, un mes aproximadamente, y me lo volví a encontrar. Intenté esquivarlo. “¡Por Dios que no me toque!” Bien sabe Dios que lo intenté, pero él se las arregló en un momento de mi descuido para pasarme la mano por el hombro. Esta vez sentí cómo todo el vello de mis brazos y de mis piernas se erizaba. Lo mismito que si me hubieran acabado de enchufar a la corriente o que si hubiera pisado un cable pelado. Ya no me concentré. Y me despedí a la francesa del grupo en el que estaba el gafe. Caminaba hacia mi casa, cabizbajo y meditabundo, dándole vueltas a mi llavero y, de repente, apareció una fuerza extraña que me sacó el llavero del dedo en el que lo tenía encajado para irse a colar en una cloaca que estaba por lo menos a dos metros de donde yo me encontraba. Y otra vez la sensación de erizamiento de mi vello. Tuve que afanar, maldita sea, lo indecible para recuperar las llaves. Por fortuna, la profundidad de la alcantarilla era sólo de dos metros o dos quince. Más no. Mi gordura, o mi lozanía como diría mi madre, me dificultaron la labor casi hasta la extenuación. Abrí la puerta de mi casa con desasosiego y temiéndome alguna desgracia mayor, como así fue. Yo tenía un barrunte o una intuición y fui derecho a las jaulas de mis pájaros. (No sé si ya le he dicho que soy muy aficionado a las plantas y a los pájaros, pero no a todos los pájaros, sólo a los fringílidos...). Pues bien en la de los jilgueros, el jilguero más vivo y más saludable que tenía yacía sin alma con las patas para arriba. Con los ojos enrasados por las lágrimas por el efecto emocional del shock, dirigí mi vista a la jaula de los canarios y la serinus canaria más ponedora que yo haya conocido yacía de la misma guisa que el jilguero; esto es, ya sin alma y también, ingrávida, con las patas hacia el cielo... Lloré, como ahora mismo estoy a punto de llorar, con llanto inconsolable y sin pegar ojo en toda la noche, a la espera del amanecer para salir a la calle y buscar a la enana de la lotería.

Yo, señoría, cuando me ocurre una desgracia, busco a la enana para comprarle un décimo e intentar así despistar lo malaje del destino. Nunca me ha tocado. Bueno, la enana, sí. Porque me conoce y sabe que la busco en estos casos y siempre me dice: “cuando quieras un casquete, ya sabes dónde estoy, emperador”. Y a mí ese acto, y esas palabras y el polvo que echamos después me calman irremisiblemente... No del todo, pero me alivian mucho.

La tercera vez que vi a Anselmo que, por cierto, es maricón —y que me perdonen los maricones...—. Fíjese, señoría, Anselmo tenía 70 años, bueno eso usted ya lo sabe, supongo, por los informes de la policía..., y antes de que yo le diera matarile la semana pasada, se recorría a diario 10 kilómetros con unas pesas adosadas a sus muñecas que se las compró en el Corte Inglés y subía a su casa andando ocho pisos de escaleras porque vive en un octavo y remataba sus ejercicios físicos cascándosela con un video de maricones. Los fines de semana se la cascaba dos veces. ¿Que cómo lo sé...? La ciudad es pequeña y en ella todo se sabe y se comenta y a mí me encanta el cotilleo. Soy un cotilla. Lo reconozco. Pero esto son digresiones que no vienen al caso. Le decía que la tercera vez que me tocó sin que yo pudiera hacer nada para evitarlo, porque me sorprendió por detrás..., (Bueno, usted ya me entiende. No vaya a pensar mal...) me fallaban todos los órganos vitales pero no a la vez sino uno después de otro: el corazón, los pulmones, el cerebro... Como colapsado me quedé allí, en mitad de la calle, de pie balanceándome y sin vista ni oído ni tacto... Y tuve que volver a la fiesta de la que me acababa de ir para abrazar a todo dios a ver si me “desencalambraba”: primero a mi amigo Matías, que es un pararrayos de bichos, y luego me recorrí el parque dando abrazos, a Rosarito y a Begoña, que son muy luminosas, y a todo el que se ponía en mi camino hasta que no pude más con la bulla y me marché de la fiesta. Mínimamente recuperado, emprendí camino a casa aunque según iba avanzando me encontraba cada vez más flojo y tambaleante. Cuando la divisé en lontananza, divisé también sirenas azules de la policía y naranjas de las ambulancias. “¡Dios mío! ¿Qué habrá pasado ahora? Tiene que ser muy gordo para que se haya formado toda ese petate...” Pues bien, llegué sin resuello y pregunté al último observador del tumulto por lo sucedido. Muy amable, me respondió que se trataba de un crimen de violencia de género: el marido le había asestado treinta y siete puñaladas a la mujer y después se había rebanado su propio cuello. Señoría, eran mis vecinos. Vivíamos pared con pared. “¿Qué le parece a usted?” Pero espere, espere. Entré en casa, di la luz, y había una invasión de cucarachas (más de cien, sin exagerar) tuve que perseguirlas y chafarlas sin descanso... y cada vez me encontraba peor. Terminada la faena fui a ver una mesilla que había dejado preparada, imprimada con gesso. (No sé si ya le he dicho que hago cromoterapia) ¡Se había craquelado y abierto la madera! (Aquí comenzaron las blasfemias de todo calibre). A las cuatro de la mañana me desperté con temblores. Tuve que levantarme sin acordarme del espachurramiento de las cucarachas y como iba descalzo me pringué con las enjundias de las curianas y otra vez a cagarme en todo lo divino y lo humano. Me puse el termómetro y tenía 39º. Tuve que estar dos días en cama, sin poderme levantar y sin que me bajara la fiebre. Una vez que lo hizo, tomé la decisión, porque a ver ¿qué hubiera sido lo siguiente...? Cogí de mi mesilla una remington steelle que le había comprado a un venao para que me dejara en paz en el barrio Húmedo de León una noche de cogorza espantosa. Salí a la calle y lo busqué. Sí señor. Me dejé llevar por el instinto de conservación y sin que me temblara el pulso ni nada, cuando lo vi, le descerrajé dos tiros entre ceja y ceja. No anduve con hostias ni remordimientos ni contemplaciones. ¡Qué te den pol